La fascinación de Netflix por los asesinos seriales (además de las teorías conspirativas y los fanatismos religiosos, entre otros temas) hizo que el nombre de Ted Bundy sonara con fuerza cuando estrenó el escalofriante documental Conversaciones con asesinos: Las cintas de Ted Bundy, centrado en grabaciones de distintas entrevistas a uno de los criminales más famosos del siglo pasado. Allí quedaba claro que aquel hombre seductor y con pinta de galán, condenado a muerte por 30 asesinatos comprobados (aunque se cree que fueron varios más), era un ser aterrador, manipulador, siniestro. Luego de aquel documental, llega ahora una ficción que aborda su figura. Lo particular que ofrece Ted Bundy: Durmiendo con el asesino es el punto de vista. O al menos eso promete la sinopsis oficial: “La historia de sus numerosos y terribles crímenes contada a través de los ojos de su novia”. Menudo desafío el de abordar una figura de por sí inabordable mediante un tercero. Un desafío del que la película de Joe Berlinger (el mismo director del documental) no sale del todo airoso. La película está narrada a través de la mirada de ella y, por lo tanto, el andamiaje criminal de Bundy (Zac Efron, extraordinario) es mostrado de manera tangencial. El centro está (o al menos intenta estar) en la relación entre ambos, en la negación de Elizabeth Kloepfer (Lilly Collins) a creer que su pareja era un asesino y en los intentos posteriores a rehacer su vida mientras Bundy estaba preso. Pero Berlinger, qué duda cabe, está menos interesado en los sentimientos de la mujer que en Bundy y un juicio que aquí recrea al dedillo. Esa fascinación hace que la película abandone el punto de vista a mitad de camino, cuando empieza el proceso judicial y la vida de ella quede en segundo plano, limitada a mostrarse a través de montajes paralelos. De esta manera, como si Berliger fuera una víctima más de los encantos de Bundy, el resultado es un thriller jurídico efectivo, tan magnético y atrapante como superficial.
Al filo de un abismo personal Clara no está bien pero no sabe por qué. Y el reencuentro con un exnovio abre nuevas posibilidades en su vida. “¿Me ayudás a parar un poco?”, le dice, casi le suplica Clara (Paola Barrientos) a su marido Francisco (Marcelo Subiotto) en vísperas del que será uno de los momentos más importantes de su vida. O al menos de su carrera profesional, en tanto está a punto de recibir un prestigioso premio en Centroamérica por sus trabajos como ilustradora y cuentista infantil, todo mientras ultima detalles para su primera publicación con una editorial trasnacional. Que enuncie la pregunta encerrada en el baño, descalza, bufando y visiblemente inquieta, habla de que algo no anda muy bien con ella. Pero de allí a que logre identificar los motivos de su malestar, hay un largo trecho. Tercer largometraje como directora y guionista de Natalia Smirnoff luego de Rompecabezas y El cerrajero, La afinadora de árboles prefiere mostrar los intentos de su protagonista por acortar esa brecha que servirle las soluciones en bandeja, a fuerza de golpes de guión. De allí, entonces, un relato por momentos derivativo, acorde al cauce interno de esa mujer que no sabe qué le pasa pero quiere que no le pase más. Tal como ocurría con la protagonista de su ópera prima, que encontraba en el armado de rompecabezas un recreo de sus obligaciones, Smirnoff empieza con Clara al filo de un abismo personal al que llegó sin darse cuenta, empujada por la fuerza de un contexto fuera de su esfera de control. La diferencia es que si antes el vacío era consecuencia del tedio, la monotonía y, por qué no, la frustración, ahora proviene de haber alcanzado una meta. La gran pregunta, tal como afirma la realizadora en las notas de prensa, es qué sigue después para esa mujer encumbrada en su oficio y con el casillero de la familia completo, dónde encontrar la motivación cuando aquello que la satisfacía ya no lo hace. Está claro que esa motivación no llega con la mudanza a una hermosa casa en un barrio de las afueras de la ciudad, el mismo donde vivió durante su adolescencia. Ese entorno agreste, que una buena porción de la clase media-alta a la que pertenece asociaría con tranquilidad y libertad, es para ella una cárcel, un terreno de disputa con sus recuerdos. Y como suele con ocurrir en el cine, los recuerdos se materializan con la forma de una expareja. El ex en cuestión es Ariel (Diego Cremonesi) y trabaja en una carnicería, un contraste no precisamente sutil pero funcional para puntear la bonhomía campechana de quien se quedó y la pulcritud citadina de quien se fue. Desde ya que Ariel nunca se casó, por lo que rápidamente inicia un juego de seducción entre churrascos y matambres que culminará con algunos encuentros a escondidas de su familia. No hay culpa ni autoflagelación en ella, sí una sensación de falta de rumbo, de avanzar para luego retroceder, como si se moviera a ciegas con su brújula interna desnorteada. Como el gobierno de Macri, Clara es prueba y error, decir para luego desdecirse. Tiene sentido, entonces, la ausencia de grandes quiebres emocionales. A la película de Smirnoff le interesa la épica íntima y cotidiana, los pequeños raptos libertarios en medio de la rutina. El reencuentro con Ariel implica un segundo reencuentro, en este caso con su madre y su hermano Carlos (Matías Scarvaci), que para sorpresa de Clara aparece vistiendo un alzacuello de cura. ¿La afinadora de árboles como un relato de redención? Nada más alejado. La aparición de ese personaje abre otro posible camino para que Clara encuentre un segundo envión para su vida. Smirnoff es de esas directoras de guerrilla que pone la cámara al servicio de sus personajes acompañándolos siempre de cerca, alejándose diametralmente de cualquier registro banal, superfluo y torpe que pudiera hacerse de los actos cotidianos. Actos que, encadenados, moldean los pliegues de una persona. La afinadora de árboles, entonces, como el recorte de una vida.
El término “baldío” tiene dos acepciones. La primera, y más conocida, es aquella relacionada con terrenos que no se cultivan ni se trabajan. La otra refiere a un esfuerzo “que resulta inútil porque no ofrece ningún resultado”. Esta última es la que mejor se relaciona con la película de Inés de Oliveira Cézar, último, extraordinario protagónico de Mónica Galán –fallecida a principios de este año– en la pantalla grande. La actriz interpreta a una actriz. Brisa está en pleno rodaje de un proyecto, es famosa y reconocida en la calle. Su vida íntima, en cambio, no atraviesa un buen momento: su hijo (Nicolás Mateo) es un adicto al paco que abandonó el tratamiento y ahora vaga por la calle sin rumbo. Los timbrazos ocasionales en la casa materna son dagas clavadas directo en el corazón de esa mujer en crisis. Filmada en un prístino y atmosférico blanco y negro, Baldío se aleja del fallido tono poético de La otra piel –la película anterior la directora– para narrar la progresiva disolución interna de Brisa, sus conflictos con el hijo y un ex marido poco presente y el intento de balancear su esfera personal con el trabajo. El relato es clásico en su estructura, a la vez que terso en su tono. Sin excesos ni golpes bajos y con plena confianza en la capacidad actoral de Galán, Oliveira Cézar construye una película demoledora y desesperante, un drama íntimo e intenso sobre la disolución de una familia, el vínculo madre-hijo y la lucha por salvaguardar los últimos vestigios de la felicidad. Imposible pensar en un mejor legado de Mónica Galán que su trabajo en Baldío.
Que en el póster de una película sea lea bien grande una frase textual tomada de una crítica que dice “Una bella lección de vida” es razón suficiente para encender las luces de alerta. Todo lo ocurrido durante los 100 minutos de Un hombre en apuros no hará más que confirmar los peores presagios: se trata, efectivamente, de una historia pensada para agradar como sea a la platea, para que el público se levante de la butaca con la sensación de haber aprendido algo. Quien aprende la “bella lección” es Alain (Fabrice Luchini), el poderoso CEO de una compañía automotor que sufre un ACV que frena su meteórica carrera profesional. Sucede que ese incidente le deja problemas en el habla y la memoria como secuelas, obligándolo a iniciar un largo proceso de recuperación junto a la fonoaudióloga Jeanne (Leïla Bekhti). Una recuperación que implica reconciliarse con sus afectos, en especial con su hija. Un hombre en apuros encadena todos y cada uno de los lugares comunes de las feel-good movies sobre minusválidos, con la ultra exitosa Amigos inseparables como referente ineludible. Si hasta su protagonista pasa de la dureza de una piedra a la sedosidad de hombre bueno, reconstruido luego de aprender de sus errores, al tiempo que Jeanne también tendrá tiempo para reencauzar sus vínculos. Es lo que ocurre cuando se entiende el cine como escuela de vida antes que como disciplina artística.
Reconstrucción de una masacre olvidada A partir de una investigación de Patricia Miriam Rodríguez, la película recurre a la memoria popular y a la reconstrucción a cargo de jóvenes del barrio. La del 21 de marzo de 1975 no fue una noche cualquiera en el barrio San José de Temperley. Si bien las calles estaban vacías por el magnetismo de un partido televisado de Independiente por la Copa Libertadores, aún hoy algunos vecinos recuerdan las ráfagas de ametralladoras que tajearon el silencio nocturno como nunca antes. Así y todo, la mayoría no asomó ni la nariz, creyendo la versión que unos policías les habían dado unos minutos antes según la cual se trataba de un operativo para detener a un grupo de delincuentes que venía escapando a bordo de un auto. Pero aquellas balas, en realidad, no pertenecían a la Policía Bonaerense sino a la Triple A, y los destinatarios, lejos de ser delincuentes, eran ocho militantes de la Juventud Peronista llevados allí a bordo de los temibles Ford Falcon luego de ser secuestrados en distintos puntos de la zona. Como si fusilarlos maniatados y con los ojos vendados no hubiera sido suficiente, los paramilitares apilaron los cuerpos y los dinamitaron dos veces, para rematar la faena colocando en la cima de esa montaña de muerte una bandera con la leyenda “fuimos Montoneros, fuimos del ERP”. Años después, esa secuencia de hechos, preludio sintomático de lo que ocurriría desde el 24 de marzo de 1976, se llamó “La masacre de Pasco”, de cuya reconstrucción se encarga el documental Pasco, avanzar más allá de la muerte, que se verá desde hoy en el cine Gaumont de la Ciudad de Buenos Aires. Lo de reconstrucción es literal. Todo comienza con el planteo de una docente a un grupo de alumnos de la Escuela de Educación Media Nº 15, ubicado en pleno corazón del barrio, para que aborden ese suceso histórico, uno de los primeros puntos negros del partido de Lomas de Zamora relacionados con la puesta del aparato estatal al servicio de la desaparición forzada y asesinato de personas. El problema es que la información oficial tiende a cero, por lo que los chicos deberán salir a patear la calle para recolectar testimonios de vecinos, familiares de las víctimas y referentes de los Derechos Humanos, entre ellos el del abogado Pablo Llonto, quien con proverbial paciencia explica a los alumnos qué pasó y cuál es la importancia histórica del hecho. Los vecinos, en cambio, coinciden en que se trata apenas un recuerdo lejano. A lo sumo, en sus memorias perduran el sonido de las balas o el haber escuchado algo al pasar sobre el tema. De allí, entonces, que los datos se contradigan o complementen, obligando a los chicos a completar un rompecabezas complejo y con varias piezas faltantes. No por difícil el desafío resulta poco interesante para ellos, tal como demuestran las miradas atentas y la agilidad para la repregunta. El director Martín Sabio, que se basó en el libro escrito por la historiadora e investigadora Patricia Miriam Rodríguez, prescinde de imágenes de archivo y, a cambio, se focaliza en la experiencia de absorción de esos chicos que, conociendo esa historia, conocen una parte de la suya. Una última parte centrada en otra masacre más cercana en el tiempo, la de la estación Avellaneda de 2002 que terminó con los asesinatos de los militantes Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, propone un paralelismo entre dos situaciones que, aunque paradigmáticas de la violencia estatal, sucedieron en contextos sociales y políticos imposibles de comparar. Pero a Pasco, avanzar más allá de la muerte le interesa menos lo bibliográfico que cómo lo ocurrido se transmitió de generación en generación, funcionando al mismo tiempo como linterna que ilumina el pasado y como registro de la construcción de una memoria activa, participativa y colectiva.
Había muchas razones para que Hollywood posara sus ojos en Angry Birds. Miles de millones de razones, para ser algo menos imprecisos. Esa es la cantidad de usuarios que descargaron alguna de las decenas de versiones de este juego para dispositivos móviles creado en 2009 por la empresa finlandesa Rovio Entertainment. Luego de una primera película que apostaba por el desborde, el exceso y el frenetismo, esta secuela pone el freno de mano para convertirse en un (otro) típico producto para toda la familia: tan correcto como efímero, tan carente de riesgo como eficaz en su propuesta recreativa. Las peleas entre los pájaros y los cerditos verdes, punto central del videojuego y de la primera entrega, quedaron atrás. Ahora ambas comunidades conviven en paz en sus respectivas islas. Desde aquellos enfrentamientos, el cardenal Red (voz de Jason Sudeikis en el original) adquirió reputación y prestigio entre sus pares, por lo que ni bien empiecen a surgir nuevas amenazas deberá ponerse a cargo de la defensa. Eso sí, ahora con los cerdos como aliados. La película de Thurop Van Orman y John Rice se aleja del tono festivo y veloz de su predecesora para narrar una para nada original fábula sobre la unión y la amistad. Se trata de un producto del cine de animación moderno hecho al uso, con varios chistes (casi todos inocentes) logrados y otros que no, personajes visualmente expresivos, un conflicto básico y el inevitable llamado a la vida comunitaria y en armonía. Una película vista varias veces antes que funciona en piloto automático.
El hiperactivo Luc Besson está a un paso de convertirse en una caricatura del director prestigioso que supo ser. Corrió mucho agua bajo el puente desde su emblemática El perfecto asesino, pero el francés mantiene inalterables las bases de sus películas: protagonistas solitarios (preferentemente mujeres fuertes) y de pocas palabras, un verosímil de dudosa coherencia interna, una geografía trasnacional aunque con centro en París e historias atravesadas por un humor solapado y autoconciente. Todo eso aparece elevado a su máxima expresión en Anna: el peligro tiene nombre, un film de espías ambientado en la segunda mitad de la década de 1980 -aunque los celulares, las notebooks y varios gadgets del siglo XXI vayan en sentido opuesto- tan ambicioso como fallido, por momentos ridículo y con una cantidad imposible de vueltas de guión, siempre entretenido, nunca solemne. La protagonista es Anna (Sasha Luss), una hermosa joven soviética a la que el film encuentra vendiendo mamushkas en una feria callejera de Moscú. Hasta allí llega un reclutador de modelos fascinado con sus rasgos nórdicos que no duda en llevarla a París para que inicie una meteórica carrera en el mundo de las pasarelas. Pero Anna, en realidad, es una asesina a sueldo cuyo verdadero objetivo es muy lejano a la fama y los flashes. No conviene adelantar demasiados detalles de un desarrollo neurótico y cambiante, frenético y por momentos involuntariamente hilarante, que incluye una cantidad imposible de marchas y contramarchas, de espías soviéticos y estadounidenses que en realidad son otra cosa, y no menos de diez saltos temporales. Cambia también los tonos: Besson pasa de una escena digna de un melodrama romántico a otra de acción por las calles de París, y de allí a los conflictos internos de Anna. Lo hace con la convicción de quien cree profundamente en lo que cuenta, en el poder magnético de una película irreverente y felizmente irrespetuosa.
Otra rancia comedia geriátrica Un grupo de septuagenarias que quieren ser porristas es la excusa para un film que parece dirigido por alguien que no conoce a ningún jubilado. Que se estrenen pocas comedias en la Argentina es una mala noticia. Que una de esas pocas sea Mejor que nunca, ya es una tragedia. Se trata, a fin de cuentas, de uno de los exponentes más rancios de ese subgénero de por sí rancio conocido como “comedia geriátrica”, integrado por películas concesivas, pensadas únicamente en función del agrado de una platea de 65 años para arriba y protagonizadas por actores de renombre aunque en el ocaso de sus carreras. Los tópicos se repiten: los inevitables achaques de la edad, el choque con las nuevas generaciones, el Viagra, la muerte… Pero ojo, porque en ninguna de estas películas alguien la pasa mal, ni tiene crisis existenciales ni se preocupa por la soledad o el sustento económico. Por el contrario, todos tienen las cosas lo suficientemente resueltas como para salir en busca de nuevos aires para sus vidas, siempre en lugares paradisíacos donde brilla el sol. Allí aparecen, entonces, actividades que postergaron en pos de otras obligaciones más urgentes. Actividades que pueden ir desde viajar por el mundo y cumplir con una lista de pendientes hasta, tal como ocurre aquí, formar un grupo de porristas. Si leído suena mal, en pantalla es aún peor. “Nadie quiere ver a unas ancianas bailando en minifaldas”, dice el hijo de una de las futuras cheerleaderscuando se entere del nuevo hobbie de mamá. Pero el problema aquí no es que bailen ni que vistan minifaldas, sino la incapacidad del guión de Shane Atkinson –que parece que no conoce a ningún jubilado– de darle una mínima carnadura a esas mujeres. Da toda la sensación que la única consigna de Mejor que nunca era armar un elenco de lujo y después, una vez en el set, ver qué hacer. Y lo que hacen es tan evidente como desprolijo, con situaciones notoriamente colocadas donde están para forzar emociones y una narración que avanza como auto en ruta provincial poceada. Lo único agradable es la envidiable locación donde transcurre la acción, una comunidad de retiro llena de lujos que podría definirse como un Nordelta para viejos. Allí confluyen las ocho septuagenarias que, encabezadas por Martha (enésima participación de Diane Keaton en una comedia geriátrica), forman el grupo de porristas con la intención de participar en un concurso de baile. Las situaciones se vieron mil veces antes y las mil veces mejor. Empezando por un casting donde cada mujer baila peor que la anterior, síntoma de que aquí se confunde humor con ridiculez. Algunos conflictos generados por situaciones externas (ese hijo que no quiere que mamá baile, el pulgar debajo la encargada del lugar, un encargado de seguridad que era malo y se da vuelta como tortilla) son el preludio a una vuelta de tuerca sacada de la galera que pega por debajo del cinturón y tiene como finalidad la conmoción del espectador. Siempre y cuando esos espectadores tengan, se dijo, más de 65 años y no hayan ido al cine más de dos veces en su vida. Caso contrario, difícilmente alguien pueda disfrutar de esta película que, como bien señaló Jeannette Catsoulis en su crítica para el The New York Times, tiene chistes que parecen incluso más viejos que la edad combinada de las porristas.
Rebobinado: volver al futuro De factura artesanal, la ópera prima de Otaño se encuadra en el subgénero comedia "nerd" que Judd Apatow volvió famoso. La comedia es un género poco transitado en un cine argentino contemporáneo mayormente serio, adusto y circunspecto. Apenas algunos trabajos de Marcos Carnevale (No soy tu mami, El fútbol o yo), la filmografía de Ariel Winograd (Vino para robar, Sin hijos, Mamá se fue de viaje) y un puñadito de títulos sueltos provenientes del ala indie (Te quiero tanto que no sé, Badur Hogar, la muy recomendable Cuando brillan las estrellas, por citar ejemplos recientes) integran una lista demasiado corta para un corpus de más de 200 películas anuales. En ese contexto, el lanzamiento de Rebobinado – La película es una bienvenida noticia para los amantes de las risas. De factura evidentemente artesanal, la ópera prima de Juan Francisco Otaño se encuadra en el subgénero comedia "nerd" que Judd Apatow volvió famoso con la serie Freaks and Geeks. Los rasgos más visibles de esa filiación son un cariño enorme hacia sus personajes, secundarios no solo funcionales a las peripecias del protagonista sino también con aristas cómicas definidas y el uso –en este caso abuso– de múltiples referencias a íconos de la cultura popular de los noventa, a la vez que una tendencia a recaer en ese humor de vestuario de hombres propio de gran parte de la Nueva Comedia Americana. Tal como ocurre con los protagonistas de gran parte de la filmografía de Apatow y compañía, Alejandro (Matías Dinardo) es tímido pero bueno, dueño de un corazón enorme y poco ducho con las mujeres, con quienes no se relaciona precisamente bien aun siendo un romántico y soñador. Pero arrastra desde su más tierna infancia el trauma de haber sido rechazado por la compañerita de curso que le gustaba en una fiesta de cumpleaños. Desde entonces, frustración tras frustración. La aparición de un equipo de audio capaz de transportarlo a aquella fiesta surge como una chance concreta de revancha para conquistar a la que todavía piensa que es la chica de sus sueños. Rebobinado está hecha con indudable amor tanto por la comedia como por aquellos íconos de la cultura pop que forjaron el imaginario colectivo de los nacidos a mediados de los ’80. Ese amor se traduce en una acumulación por momentos agotadora de referencias (los viejos VHS, la estética videoclipera, Pokemón, South Park, un viejo rockero venido a menos llamado Charly Moyo y sigue la lista), como si a cada rato Otaño quisiera demostrar que filma con conocimiento de causa. La historia recorrerá las postas habituales de la comedia romántica, yendo de la obsesión inicial de Alejandro a la revelación de que el amor puede estar mucho más cerca de lo que esperaba. Entre ideas y vueltas en el tiempo que le permiten perfeccionar sus armas de seducción (tocar la guitarra, bailar, defenderse de quienes lo agreden), irá cruzándose con situaciones disparatadas que sirven en bandeja varios gags eficaces, algunos graciosísimos y otros decididamente fallidos. ¿Qué diferencia a los dos primeros de los terceros? El viejo y conocido timing, esa capacidad de rematar las escenas en el momento justo. Con algo más de concisión y un pulido fino más ajustado, Rebobinado sería más que la película llena de buenas intenciones que es.
La huella de Tara: un viaje a la sorpresa Instalada en una pequeña comunidad budista ubicada a los pies del Himalaya, la directora de Icaros vuelve a explorar la compleja convivencia entre tradición y modernidad. El cine puede ser una herramienta perfecta para explorar los pliegues de las culturas ancestrales, siempre y cuando quien empuñe la cámara lo haga despojado de los vicios de la comprobación etnográfica tan arraigada en los realizadores latinoamericanos: viaje y cine, entonces, como terrenos abiertos a la sorpresa, a la irrupción de lo inesperado, a la generación de preguntas antes que a la enunciación de respuestas. Caso contrario, el resultado será un recorrido turístico atravesado por el exotismo y la estilización, como bien demuestra una buena porción de las películas sobre esa temática que circulan (mayormente con éxito de crítica) por los festivales más importantes de Europa. La directora Georgina Barreiro –cuya ópera prima, Ícaro, indagaba en el universo espiritual de un grupo indígena de la Amazonia peruana– se instaló durante un tiempo en el núcleo del pueblo Bhutia, una pequeña comunidad budista ubicada en Sikkim, a los pies del Himalaya, bien cerca de un lago que la tradición local señala como sagrado. Al igual que la reciente Chuva é cantoria na aldeia dos mortos, de Renée Nader Messora y João Salaviza, La huella de Taraexplora la compleja convivencia entre tradición y contemporaneidad. Estrenada en el Festival de Locarno y parte de la Competencia Nacional del de Mar del Plata, La huella… inicia con un plano general de una selva frondosa, dominada por las infinitas tonalidades verdes que caracterizan las regiones más húmedas de Asia y el ruido ensordecedor de su fauna. Es una imagen bella e imponente pero no fascinada: lo de Barreiro no es el pintoresquismo sino la comprensión de un entorno y de cómo éste se relaciona con los Bhutia. A ellos encuentra en vísperas de un festival de talentos musicales que hará las veces de hilo conductor del relato. Que los intereses artísticos de los participantes –en su mayoría chicos y grupos escolares– abarquen desde la música tradicional nepalí hasta el pop hindú moderno habla de la tensión cultural como elemento central del pueblo y de la película. El de Barreiro es un film por momentos hipnótico, siempre sensorial, hecho con las armas más clásicas del documental de observación: un dispositivo cinematográfico no intrusivo, la adaptación del tempo narrativo a la fluidez de las acciones y un oído atento a los diálogos de sus personajes. Diálogos que recién unos cuantos minutos después de aquella primera escena permiten vislumbrar el cauce del relato, como si al guion le costara encontrar tierra firme donde pisar. Donde sí pisa firme desde el comienzo es en la construcción de un vínculo de confianza entre quien filma y los filmados, un grupo de hermanos relacionados al pueblo de diferentes formas. A través de ellos Barreiro ilustra las inquietudes de una generación que percibe el mundo con ojos globalizados. Una percepción que entra en conflicto con la de los adultos mayores que crecieron allí pensando que el futuro era poco más que encontrar un espacio funcional a la dinámica comunitaria. La elección de los protagonistas responde a ese choque y muestra cómo se posicionan los jóvenes ante él: no parece casual que si el hermano mayor se dedica al turismo y empiece a pensar seriamente en los próximos pasos de su vida; el menor incursione en la idea del budismo tibetano predominante como pilar espiritual. Tampoco que la hermana más chica vaya a participar de ese festival mientras cursa la primaria en una escuela laica, en el que quizás sea el síntoma más evidente de la apertura ideológica, social, política y cultural de la región y de quienes atraviesan su etapa formativa allí. En ese sentido, La huella de Tarafunciona a la par como relato de iniciación y de un viaje con un destino tan exótico como desconocido. Una realidad que el cine pone, al menos por un rato, al alcance de los ojos.