Magalí trabaja como enfermera en un hospital de Buenos Aires y vive en una pequeña pensión a la que llegó desde su Jujuy natal. Allí quedaron su madre y su hijo de diez años. Cuando reciba una llamada anunciándole la muerte de su mamá, la protagonista (Eva Bianco, rostro emblemático del cine cordobés) deberá partir rumbo al norte para un viaje que le cambiará la vida. Las cosas no son nada fáciles en el pequeño pueblo de donde partió, muy cerca de la frontera con Chile. Sus modismos porteños, como bien le señalan sus viejos conocidos, son síntoma de que ella dejó de pertenecer a la comunidad hace rato. Una lejanía que la gélida relación con su hijo Félix no hace más que validar, sobre todo cuando éste se muestre empapado de la cultura local. A partir de su llegada, Magalí ensayará un proceso de reconstrucción doble: por un lado, con ese chico al que hace mucho tiempo que no ve; por otro, con esos usos y costumbres que ahora desconoce pero han forjado su personalidad, su forma de ver el mundo. Es en ese contexto que aflora la presencia de un animal acechante, cuyo carácter puede ser tanto real como mitológico, un producto de ensueño o la materialización de un elemento folklórico. En esa convivencia entre una esfera íntima y emocional y otra de tintes más antropológicos se mueve el debut en la realización de largometrajes de Juan Pablo Di Bitonto. Con una impactante dirección de fotografía a cargo de Lucio Bonelli que hace de las pedregosas montañas jujeñas un escenario casi lunar, Magalí propone una interesante reflexión sobre la maternidad, la tradición y las diferencias culturales que atraviesan ese terreno heterogéneo y por momentos inasible llamado Argentina.
El cine industrial español entrega thrillers a un ritmo que pocas filmografías pueden imitar. Es evidente que guionistas y directores tienen muy aceitados los mecanismos del género, que entienden de ritmos, de tempos narrativos y de cómo sorprender al espectador con distintas vueltas de tuerca. Los problemas surgen cuando el guión se limita a encadenar una vuelta tras otra. El desentierro parte de una idea varias veces vistas pero no por eso a priori poco atrapante. Todo arranca con el reencuentro de dos primos (Michel Noher y Jan Cornet) durante un velorio. Ambos dejaron de verse mucho tiempo atrás, cuando uno de ellos se fue de España luego de la desaparición de su padre. Un padre cuyo destino es desde entonces una incógnita que ahora su hijo está dispuesto a develar. A lo largo de la investigación se cruzará con diversos personajes involucrados con su padre (Leonardo Sbaraglia). Como en la multipremiada El reino, todo transcurre en un marco de corrupción y escándalos que salpican a las altas esferas del poder. Pero el director Nacho Ruipérez nunca termina de definirse si el thriller es una manera de hablar de política o si la política es el envase de un thriller. En esa indefinición se cifra el destino de una película cuyos constantes saltos temporales se vuelven confusos y arbitrarios, al tiempo que hay pocas revelaciones sobre el pasado que no encuentren su correspondencia con imágenes alusivas. Con varios personajes secundarios que desaparecen de la trama sin explicación alguna, El desentierro pide verse con un anotador al lado, cuestión de ir siguiendo el hilo de este caso que, antes que complejo, es rocambolesco.
Selena (Érica Rivas) es una madre soltera que vive con su hija Belén (Miranda de la Serna, hija real de la actriz protagónica), de 17 años, en una humilde chacra en las afueras de un pueblo donde, debido a sus conocimientos de magia negra, es catalogada como “bruja”, en un mote no exento de desprecio y discriminación. Sin embargo, ella nunca usó sus conocimientos para lastimar a terceros, hasta que el secuestro de Belén y una de sus amigas (hija del personaje interpretado por Pablo Rago) en manos de una red de trata de jóvenes la obligará a cambiar su posición y poner toda la carne al asador para encontrarlas, aun cuando en el pueblo nadie confíe en ella. La nueva película de Marcelo Páez Cubells (Omisión, Baires) aspira a hacer de la brujería una posibilidad real, sucia, polvorosa, algo que logra sobre todo durante la primera mitad del metraje. Allí Rivas monopoliza la acción con una actuación soberbia: todo en ella es locura, explosión, sensualidad. Distinto es el caso de su partenaire Leticia Brédice, que está más cerca del color y la exuberancia de Moria Casán que de la maldad intrínseca que requiere una villana en el cine de género. Porque Bruja es una película de terror fantástico con indudables tintes sociales, un relato que dialoga con la coyuntura a través de la problematización del rol femenino en la sociedad. Ese diálogo se hará evidente a medida que avance el metraje y Selena se alce sola contra el sistema, todo en medio de varios efectos especiales llamativamente pobres para los cánones del cine género local. Con algo más de sugestión Bruja podría haber sido una película mejor de la que es.
“Una gran guitarra necesita una gran canción”, dice Jack Malik frente a su familia y amigos justo antes de tocar por primera vez su flamante instrumento. El tema elegido para el debut es un clásico de The Beatles. Menuda sorpresa se lleva ante la cara alucinada de esas personas que, aseguran, jamás escucharon esa canción ni tampoco hablar de Paul, Ringo, John y George. Si bien el director es el inclasificable Danny Boyle, la autoría intelectual del proyecto pertenece al aquí guionista Simon Curtis, el mismo de Cuestión de tiempo y Realmente amor, dos películas con las que esta tiene más de un punto de contacto. A fin de cuentas, se requiere una suspensión de la credulidad para ver esta fábula romántico-musical centrada en las vivencias de ese joven que, de un día para otro, resulta ser la única persona en el mundo que recuerda que alguna vez existieron The Beatles. Jack (Himesh Patel) sueña con ser músico pero está lejos de lograrlo. Sin embargo, cuando despierte luego de sufrir un accidente automovilismo, el mundo que lo rodea será distinto: no solo los cuatro de Liverpool están ausentes, tampoco hay Coca Cola ni Harry Potter. La película de Boyle acompañará a Jack en un camino al estrellato meteórico, en tanto lo construye replicando las canciones del grupo. Uno de sus únicos apoyos será el de su vieja amiga Ellie (Lily James), quien inevitablemente se convertirá en su interés romántico. A Boyle y Curtis les importa menos la descripción de la industria musical que cómo ella incide en la relación de Jack con su entorno, en especial con Ellie. Convencional aunque noble, por momentos genuina y por otros indudablemente forzada (sobre todo en su última media hora), Yesterday es una comedia romántica que celebra tanto el amor como la genialidad de los Beatles.
Todo debe sentirse en "El Retiro" La historia de un hombre que debe adecuarse a su jubilación es el disparador de una película que nunca sale del recurso de apelar a los sentimientos con puros lugares comunes. Son meses muy agitados para Luis Brandoni, a quien últimamente se lo ve hasta en la sopa. Una primavera mediática motorizada no solo por sus declaraciones alertando sobre el fin de la República que conllevaría un triunfo de Alberto Fernández en las elecciones presidenciales del 27 de octubre, sino también porque se volvió una fija de las películas provenientes del ala más comercial del cine nacional. A sus papeles centrales en Mi obra maestra, El cuento de las comadrejasy La odisea de los giles –que este domingo se convirtió en la primera producción local en superar el millón de espectadores en 2019– se le suma ahora El retiro. Allí Brandoni interpreta a Rodolfo, un obstetra recientemente retirado que debe adaptarse al tiempo libre, la falta de responsabilidades y una viudez tan flamante como dolorosa. Desde ya que esa adaptación no será para nada fácil luego de 50 años trabajando. Pero a todos les llega la hora de aprender, de dar vuelta una página de la vida para comenzar otra, y él no será la excepción. Más bien lo contrario: pocas veces alguien aprendió tantas cosas, saldó tantas cuentas con el pasado, tan rápido y de manera tan sencilla como Rodolfo a lo largo de una hora y media. El retiro es la enésima demostración que a las películas nacionales con aspiraciones más o menos masivas les importa tematizar los "sentimientos humanos" –y generar un "hondo dramatismo", como diría algún crítico de la vieja escuela– antes que cualquier atisbo de anclaje temporal y geográfico. Todo aquí está puesto en su lugar con la única finalidad de movilizar los sentimientos del espectador, un mero pasajero del viaje hacia el andamiaje interno de ese hombre aquejado por la soledad y los achaques del tiempo, tal como demuestra la primera escena. Allí Rodolfo come solo, viaja solo y pasa un buen tiempo solo. La única compañía es esa mucama santiagueña que un día, sin preanuncio ni nada por estilo, parte rumbo a sus pagos por un problema familiar. La urgencia la obliga a dejar a su pequeño hijo al cuidado de Rodolfo, no precisamente un experto en el arte de tratar con niñxs. Si en su momento no le dio bola a su propia hija (Nancy Duplaá), a quien el guión le reserva una inevitable charla profunda donde le dirá al padre lo que no le dijo en décadas, ¿por qué habría de hacerlo con un chico que desconoce? Pero por alguna cuestión que no termina de quedar clara, Rodolfo empatiza con él aun cuando sus preguntas lo incomoden. Que una situación cómica en el siglo XXI gire alrededor de un jubilado explicando que los bebés nacen de una “semillita” es la muestra más cabal del aura apolillada que rodea a El retiro. En esa misma línea se inscribe el personaje de Gabriel Goity, el mejor amigo de Rodolfo, un hombre extrapolado de ese costumbrismo que ya a mediados de los noventa era rancio. Imposible no pensar en la película de Ricardo Díaz Iacoponi como una hija dilecta de la zona más concesiva de la filmografía de Juan José Campanella, con la salvedad que el director de El hijo de la novia y Luna de Avellaneda al menos piensa en términos cinematográficos. Aquí, con la puesta en escena chata y una cantidad imposible de diálogos resueltos a puro plano y contraplano, ni siquiera eso.
Sensación de guerra constante Esta historia de ascenso profesional de una jovencita no es nada nuevo, pero la eleva la actuación de Elle Fanning. Es probable que el nombre de Max Minghella resuene en quienes hayan visto La red social o, más cerca en el tiempo, la serie The Handmaid's Tale. El actor británico, hijo del fallecido director Anthony Minghella (El paciente inglés, El talentoso Mr. Ripley), se sienta por primera vez en la silla plegable para esta película igual a tantas otras. Incluso la genérica traducción iberoamericana del título original invita a la confusión, a reforzar la certeza de que esta historia sobre el tortuoso ascenso profesional de una jovencita talentosa con la forma de cuento de hadas ha sido vista unas cuantas veces antes. Minghella sabe que con Alcanzando tu sueño no está descubriendo la pólvora y por lo tanto se dedica a encuadrarse detrás de ese largo linaje previo -no parece casual que en un momento se escuchen los acordes de la canción de Flashdance- , revisitando las postas habituales de este tipo de relatos con seguridad y solvencia, aunque con una estilización visual no siempre pertinente. Sus principales sostenes son un aura proletaria con ecos del cine social de Ken Loach y, sobre todo, el enorme trabajo de Elle Fanning, que canta igual que como actúa: bárbaro. La nenita de Súper 8 interpreta a Violet, una adolescente de 17 años que vive junto a su madre en la siempre nublada Isla de Wright. No hay dinero para lujos en esa casa familiar de inmigrantes polacos -un detalle con nulo peso dramático-, sostenida como se puede ante la ausencia paterna, y su vida no ofrece demasiadas alternativas más allá de cuidar a los animales de la granja, formar parte del coro de la iglesia, cantar temas melancos en un karaoke de mala muerte y sentarse día tras día en el pupitre del colegio junto a un grupo de compañeros a los que no soporta. Gran parte de esa información proviene de una larga secuencia de presentación cuyo estilo visual remite invariablemente al de los videoclips pop modernos, mientras de fondo suenan varios temas pegadizos que no hacen más que encender las primeras luces de alerta ante lo que vendrá. Hay una tensión constante entre el tono sin estridencias adoptado por Minghella, y esas explosiones de colores y efectos visuales que se volverán más regulares a medida que avance el metraje, como si el director no terminara de decidirse si observar a distancia o usar la mirada de Violet como punto de vista del relato. La gran oportunidad llega cuando el reality show musical Teen Spirit anuncia un casting en la isla al que va acompañada por un excantante de ópera croata (¡!) venido a menos que hace las veces de sparring artístico y entrenador. ¿Sparring? Por qué no, si a fin de cuentas Alcanzando tu sueño es deudora de la estructura de las películas deportivas, con la clásica secuencia de montaje del entrenamiento incluida. Lentamente, la chica irá venciendo rivales cada vez mejores, hasta llegar a una final cuyo resultado es fácilmente presumible. Pero Alcanzando tu sueño se deja ver no es tanto por lo que cuenta como por a través de quien lo hace. Si bien Fanning -siempre lánguida, siempre melancólica- está habituada a moverse en un registro gestual austero e implosivo, aquí le suma una sensación de guerra constante. Una guerra contra sus rivales, es cierto, aunque también contra el tedio de una vida que podría dar una vuelta de campana radical. Gane o pierda, el camino a la adultez recién comienza.
Visitar la Paternal es un viaje a otro tiempo. Con mayoría de casas bajas, sin subtes a la vista y una impronta barrial y de proximidad entre sus vecinos, el barrio de Argentinos Juniors, cuna de Diego Armando Maradona, fue elegido por la familia Roitman para instalarse en Buenos Aires. Desde allí partió uno de los hijos, Adolfo, rumbo a Israel, donde en 1994 se convirtió en el curador de los Rollos del Mar Muerto, la Biblia más antigua jamás hallada y uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes del siglo pasado. Paternal registra el regreso de Adolfo junto a su hermano músico Isodoro al barrio que lo vio nacer. Un regreso atravesado por la nostalgia de recorrer las mismas calles que pateó cuando era chico, por los recuerdos de una infancia tan feliz como lejana. En paralelo, la película de Eduardo Yedlin muestra la importancia de los Rollos para la comunidad judía y cristiana. La vida de Roitman es interesante, pero no muy distinta a la de cualquier argentino emigrado que logró posicionarse bien alto en el organigrama de alguna organización extranjera. Además, las distintas subtramas no terminan de cuajar en un todo homogéneo. Si en los primeros se trata de documental personal centrado en la figura de Roitman y luego se convierte en el retrato del folclore barrial (visita al museo de Argentinos Juniors incluida), la última media hora muestra diversos ritos de la comunidad judía en Israel. Sin un epicentro alrededor del cualquier girar, Paternal resulta poco más que un cálido registro familiar.
El proceso de Memoria, Verdad y Justicia iniciado en la Argentina luego de la última dictadura militar, aun con los vaivenes generados por los vientos políticos, abrió un camino seguido por muchos países que atravesaron gobiernos de factos. En España, luego de la larga dictadura franquista, se optó en cambio por una Ley de Amnistía que, en 1977, intentó poner un manto de olvido a los brutales crímenes ocurridos entre 1939 y 1975. Filmada a lo largo de seis años y producida por Pedro Almodóvar, El silencio de otros aborda el tortuoso camino que recorrieron varias víctimas directas e indirectas del franquismo para saber algo más sobre lo ocurrido durante aquellos años. La acción transcurre, por un lado, en España, donde abogados de derechos humanos arman la querella, mientras que en la Argentina la jueza Servini de Cubría se hace cargo del caso basándose en el principio de jurisdicción universal de los crímenes de lesa humanidad. El documental de Almudena Carracedo y Robert Bahar jamás esconde su posición ideológica. Siempre junto a las víctimas, registra las idas y vueltas de un proceso realizado en contra de la voluntad de la Justicia española. En paralelo, aborda varias historias de sobrevivientes a la tortura ("acá vive el hombre que me torturó", dice uno en la puerta de un coqueto edificio madrileño) y de hijos de desaparecidos que, ya ancianos, no cejan en la búsqueda de sus seres queridos. Allí está esa abuela que, envuelta en lágrimas, se entera de que por primera vez abrirán la fosa común en la que está su padre. Con un ritmo que por momentos se asimila al de un thriller judicial, El silencio de otros es de esos documentales cuya valía está más en lo que cuenta que en cómo lo hace. Algo desprolijo en su exposición -da toda la sensación de que la dupla de realizadores quería contar mucho más de lo que pudo- pero de indudable potencia emotiva, se trata de un film testimonial imprescindible para entender los ripiosos pero necesarios caminos que conducen a la construcción de una memoria colectiva.
"Dora la exploradora": aventuras para consumo familiar A puro vértigo y con espíritu lúdico, la película recrea la serie animada que Nickelodeon popularizó a principios del milenio. "Todo bicho que camina va a parar al asador", escribió José Hernández, allá lejos y hace tiempo, en el Martín Fierro. Como si en Hollywood hubieran leído la obra más representativa de la literatura gauchesca, la consigna contemporánea de los ejecutivos es que todo producto audiovisual exitoso (series, videojuegos, películas, aplicaciones de celular y sigue la lista) vaya a parar a la pantalla grande. Más aún si se trata de uno de consumo familiar y con una marca ya instalada en el inconsciente de los más bajitos como Dora, la exploradora, la serie animada que Nickelodeon estrenó a principios del milenio y que durante ocho temporadas presentó las aventuras de una niñita de origen latino que atravesaba las mil y un aventuras junto a su primo, un monito y varios objetos parlantes. Dirigida por James Bobin (el mismo de Los Muppets), Dora y la ciudad perdida comienza en algún punto de Perú donde aquella nena ya convertida en adolescente (Isabela Moner) vive junto a sus padres exploradores (Eva Longoria y ese eterno parteniare todoterreno llamado Michael Peña). La vida para ella es puro juego y alegría en la selva, un largo encadenamiento de paseos por senderos que conoce como la palma de su mano. Pero cuando mamá y papá le avisen que deberá mudarse a Estados Unidos para que ellos puedan ir en busca de Parapata, una ciudad inca perdida cuyas ruinas contienen un tesoro milenario, su vida dará un giro de 180 grados. Al norte de río Bravo está el resto de su familia, incluido su primo Diego, el mismo con quien jugaba cuando eran chicos. Hoy, claro, las cosas son distintas, y el primer obstáculo a sortear será la rugosa dinámica interna de la high school. No la tendrá fácil ante la chica nerd que siente celos de su inteligencia y carisma, así como tampoco frente a ese chico timidón y víctima del bullying. Todos ellos terminarán forzados a aliarse cuando sean secuestrados en un museo por un grupo de buscadores de tesoros con conocimiento de quiénes son los padres de Dora, desatando así un inesperado regreso al terruño y, con ello, el inicio del núcleo duro de un relato que opera como la cruza entre Indiana Jones, Tomb Raider y Jumanji. Velocísima y de una duración de "apenas" cien minutos, toda una rareza para una época donde los tanques multitarget promedio superan con holgura las dos horas, Dora y la ciudad perdida avanza a la manera de un videojuego, esto es, a pura acumulación de situaciones cada cual más difícil de atravesar que la anterior: de la huida de los "malos" junto a un supuesto amigo de sus padres (la superestrella mexicana Eugenio Derbez, también productor) a las arenas movedizas, de allí a una bóveda a punto de inundarse, y luego a las trampas del templo sagrado. Todo, se dijo, narrado a puro vértigo -por momentos demasiado: no le hubiera venido mal parar la pelota para ocuparse un poco más de sus personajes- y con un espíritu lúdico infanto-juvenil ubicuo que le permite entreverar varias situaciones inesperadamente graciosas. En especial aquella que, viaje lisérgico mediante, Dora y sus amigotes se convierten en los dibujos animados que supieron ser. Es, quizás, el momento más libertino de una película hecha a pura fórmula. Eso sí, una fórmula cuyos componentes están balanceados.
Isabelle Huppert y Chloë Grace Moretz son, probablemente, dos de las actrices más representativas de sus generaciones. Una ya consagrada y la otra con una ascendente carrera, la francesa y la jovencita estadounidense son el principal atractivo de este fallido thriller centrado en una mujer obsesionada con la camarera de un restaurante. Huppert interpreta a la Greta del título original, una mujer solitaria que, de manera aparentemente accidental, olvida su cartera en un tren. Frances (Grace Moretz), que llegó a la ciudad luego de haber perdido a su madre, encuentra ese objeto y no tiene mejor idea que ir a devolvérselo hasta su casa. A partir de ese encuentro empiezan a tejer una relación que irá de la amistad y la complicidad a la locura. Neil Jordan tuvo su momento de fama a fines de los '80 y principios de los '90, cuando dirigió, entre otras, Mona Lisa, Entrevista con el vampiro, El juego de las lágrimas y El precio de la libertad (Michael Collins). Es imposible no ver las huellas de aquella época en el intento de apoyarse en una protagonista femenina con una fijación patológica por su partenaire. La viuda tiene sus mejores momentos en la primera mitad, cuando la trama avanza con sorpresiva velocidad y las actrices lucen ajustadas a sus roles. Huppert está impecable con su impronta gélida y distanciada, mientras que Grace Moretz acierta dotando a su personaje de una fragilidad intrínseca. El problema es que, una vez desatada la obsesión, la película no parece saber muy bien hacía donde correr, y lo que hasta ese momento era velocidad muta en una mera acumulación de situaciones carentes de toda lógica. Poco queda del juego psicológico del inicio en la última media hora, cuando Greta convierta a La viuda en una suerte de Misery, pero sin su cuota enfermiza ni mucho menos de placer por el sadismo.