De haberse filmado 20 años atrás, Entre la razón y la locura habría sido firme candidata para la temporada de premios. A saber: dos actores en su momento de renombre, pero hoy venidos a menos (Mel Gibson y Sean Penn), una recreación perfecta de mediados del siglo XIX y una historia fascinante como la de la creación del Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa. Pero ahora, con los cines volcados al gran espectáculo, su estreno se produce en silencio, casi inadvertido. Para esto último influye también la apelación a varias recurrencias formales y narrativas que hoy lucen apolilladas, dignas de otro tiempo. Empezando, claro, por una dupla protagónica que hace de la sobreactuación una norma, en especial Sean Penn, que sigue pensando que interpretar es gritar y gesticular exageradamente. Que encarne a un auténtico lunático no ayuda demasiado. Pero el protagonista central no es Penn sino Gibson, quien da vida a James Murray, un escocés al que le ofrecen hacerse cargo del proyecto del diccionario de Oxford. Una tarea faraónica, en tanto la meta es rastrear todas las palabras en inglés, en todas sus acepciones y con ejemplos para cada una de ellas. El trabajo se empantana hasta que la carta de uno de los tantos voluntarios que enviaron información aparece como salvación. Ese escriba es William Minor, un cirujano estadounidense y veterano de guerra internado en un psiquiátrico británico después de haber cometido un asesinato durante uno de sus ataques alucinatorios. La estructura narrativa de Entre la razón y la locura descansa sobre tres pilares. Por un lado, el titánico esfuerzo de Murray para llevar adelante una misión más cercana a la locura que a la razón que atribuye el título. Por otro, la historia de Minor y su progresiva descomposición mental, a lo que suma el inicio de una relación amorosa con la mujer de su víctima. Ambas partes no se llevan del todo bien, y da la sensación de que se tratan de dos películas distintas que nunca terminan de cuajar. A lo quijotesco del trabajo de Murray, con toda su pulsión didacta, se le cruza el drama sobreactuado de Penn y su derrotero mental. El tercer pilar es la interacción entre ambos. Luego de recibir el material de Minor, Murray empieza a frecuentarlo en el psiquiátrico hasta que establecen algo parecido a una amistad. El problema es que Penn es tan amanerado en sus gestos, tan evidente en su actuación, que hace que hasta Gibson parezca un actor sutil. De haberle dedicado más atención a esa aventura lingüística, Entre la razón y la locura habría sido una película más concentrada, más noble y genuinamente intensa, además de mucho mejor.
El giallo no es solo propiedad del cine italiano. Desde hace varios años, los hermanos Luciano y Nicolás Onetti vienen replicando el estilo visual, las temáticas y la cadencia narrativa de aquel subgénero con un evidente conocimiento de su materia prima. Así lo hicieron en Sonno profondo (2013) y Francesca (2015). Y así lo hacen ahora con la culminación de esa trilogía, Abrakadabra. El protagonista es Lorenzo Mancini (Germán Baudino), un mago famoso y carismático que atraviesa su momento de mayor éxito, aunque siempre estuvo a la sombra de su padre, un ilusionista fallecido durante uno de sus números. Es en ese contexto que empiezan a sucederse varios asesinatos con elementos de sus trucos, volviéndose así el principal sospechoso. Abrakadabra luce como una película italiana de los ’70, algo que, al igual que en los films anteriores de los Onetti, queda claro desde el afiche y el diseño de los títulos de inicio. Si hasta los diálogos están doblados a la lengua de Da Vinci. Más allá de la evidente apuesta por el homenaje y la aplicación de fórmulas conocidas, la película funciona en la medida que adquiere vida propia por fuera de esa replicación. Hay nervio, hay suspenso, hay terror, hay buenas dosis de gore, hay vueltas de tuercas inesperadas. Todos elementos que la mayoría de las películas actuales –que se venden como “originales”- adolecen.
Silencios y miradas para un relato El concepto narrativo de Los miembros de la familia no es a priori muy alentador: desde que al cine argentino se le antepuso el rótulo “Nuevo”, deben haberse filmado un millón de películas que giran alrededor de un viaje hacia una ciudad balnearia fuera de temporada. Ya sea por la voluntad de su(s) protagonista(s) de esconderse o de hacer un borrón y cuenta nueva, la mayoría de estas películas se ciñen a ensalzar las virtudes purgatorias y curativas del mar, como si una buena inmersión en agua salada fuera el inicio –o la clausura– de una etapa. Pero el segundo largometraje de Mateo Bendesky va a contramano de esos lugares comunes, usando el viaje como disparador para una profunda e inteligente reflexión no exenta de humor –negro, negrísimo– sobre el asentamiento de los pilares de una identidad, el duelo y la (re)cons0trucción del vínculo entre dos hermanos distanciados por circunstancias que ninguno de los dos eligió pero que están allí, esperando para salir a la luz. El mar, entonces, como escenografía para confesar lo que, por temor o vergüenza, nunca se dijo. Bendesky había debutado en la realización de largometrajes con Acá adentro. Vista en la Competencia Internacional del Bafici de 2013, aquella película tenía como protagonista a un joven director de cine neurótico e inseguro cuyo universo era construido a través de un largo e intenso monólogo interior que representaba el cauce arremolinado de sus pensamientos: todo lo que pasaba por su cabeza estaba ahí, a la vista –y sobre todo al oído– del espectador. Con Los miembros de la familia el director ensaya una aproximación opuesta, definiendo los procesos internos de modo solapado, a través de acciones minúsculas, de silencios y miradas. Toda una rareza para un cine argentino en el que todos dicen lo que piensan y sienten con una facilidad y claridad conceptual que el 99 por ciento de los humanos no tiene. A ese naturalismo ayuda un manejo inteligentísimo de la información, que llega cuando lo impone la fluidez del relato y siempre de manera lo–fi y sin grandes estridencias, lo que a su vez habla de a) un guión de hierro, sin fisuras y b) un control absoluto del tono interpretativo de la pareja protagónica por el cual hasta las respiraciones se convierten en elementos comunicacionales. Depurado ejemplo de película armada con el oído y el corazón antes que con el diccionario y la cabeza, Los miembros de la familia arranca con la llegada de Lucas y Gilda (Tomás Wicz y Laila Maltz, extraordinarios) a un pueblo costero innominado con el objetivo de cumplir el último deseo de su madre recientemente fallecida: tirar sus restos al mar. O, mejor dicho, “el” resto, dado que lo único que tienen es una mano ortopédica. También hay una casa con una faja de clausura que rompen al llegar, en lo que es el primer indicio que esa muerte no fue precisamente natural. A esa tensa convivencia con espacios cargados de recuerdos –habrá peleas por no dormir en la habitación, además de una negación a usar el baño– se le suma un paro de transporte que los deja varados en el pueblo. Varados, sin plata, ocupando ilegalmente una casa y con la mano de plástico de mamá: lindo escenario para esos hermanos que, además, no parecen llevarse del todo bien. Lo que les queda es simplemente pasar el tiempo. Convencida de ser víctima de una maldición metafísica, Gilda encuentra refugio en el estudio de teorías sobre las cargas energéticas, mientras que Lucas explora los límites de su cuerpo con gimnasia y revientes nocturnos. Mente y alma en un caso, cuerpo y materia en el otro; búsqueda de sentido y explicaciones contra la pulsión vital de sentirse vivo: dos de las mil formas posibles de elaborar un duelo. Dos formas contrarias aunque complementarias que Bendesky puntea sin subrayados, como si quisiera limitarse a registrar las aristas más profundas de ese proceso universal a la vez que individual. El último tramo de Los miembros..., filmado en largos planos secuencia fijos, se revela como la coronación de un coming of age intimista e introspectivo, un relato que registra la parte final de la maduración de dos adolescentes que cuando regresen habrán dejado de ser quienes fueron, aceptando lo que les tocó en suerte, al otro como es y a ellos mismos. De aceptar y aceptarse habla está película que, ya en mayo, tiene un lugar asegurado entre lo mejor del cine argentino de 2019.
Relectura masculina de "El bebé de Rosemary" El director de El patrón deja atrás el realismo social para abrazar lo pesadillesco, la estilización visual y los códigos narrativos del thriller psicológico de tintes fantásticos. Sebastián Schindel desarrolló una interesante carrera en el ámbito documental (Rerum Novarum, Mundo alas, El rascacielos latino) antes de incursionar en la ficción con El patrón, radiografía de un crimen, que abordaba la explotación laboral a través de la figura de un cortador de carne del interior del país que, una vez llegado a Buenos Aires, era manipulado y denigrado laboralmente por su jefe. Allí nunca se escondía el origen documentalista de su hacedor, con una cámara cercana a los personajes y los objetos, atenta al detalle y al gesto mínimo, como normas constantes. En El hijo, su segunda ficción, Schindel deja atrás la denuncia y ese realismo social crudo y seco para abrazar lo pesadillesco, la estilización visual y los códigos narrativos del thriller psicológico de tintes fantásticos. Una fantasía que podría o no ser real, según se desprende del punto de vista del protagonista, que es también el del relato. El hijo funciona como una relectura de El bebé de Rosemary pero con un personaje central masculino, convirtiendo a la paternidad en una experiencia traumática. Entre medio, la progresiva disolución de la familia conformada por Lorenzo (Joaquín Furriel, también protagonista de El patrón) y la noruega Sigrid (Heidi Toini). A todas luces hay poco en común entre ellos, en tanto él proviene del mundo bohemio de la pintura y las artes plásticas y ella, de la biología, lo que preludia la clásica polarización entre arte y locura versus lógica y cordura. Esas diferencias se harán más evidentes cuando, de cara al nacimiento del primogénito de la pareja (Lorenzo ya tiene un par de hijos viviendo en Canadá a los que no ve), ella decida tenerlo en casa bajo los cuidados de una partera. Algo llamativo teniendo en cuenta la formación científica de Sigrid, pero entendible cuando se sepa que arrastra varios embarazos perdidos. Los problemas empezarán cuando, de buenas a primeras, Lorenzo descubra que la partera no solo vivirá con ellos, sino que es una anciana danesa que no habla una palabra de español. Anciana que con solo verla -batón gris, peinado tirante, rostro pétreo e inmutable: toda una celadora de orfanato de película de terror- es evidente que es bastante más que una enfermera tradicional. La película -basada en el cuento La madre protectora, de Guillermo Martínez- propone dos narraciones paralelas, desarrollando a la par las vísperas del nacimiento y lo ocurrido un tiempo después, cuando ese padre tenga prohibido acercarse a su familia y se vea obligado a hacer un tratamiento psiquiátrico. Sus únicos sostenes son una ex pareja que casualmente es abogada (Martina Gusman) y su novio (Luciano Cáceres), quienes lo asistirán cuando Sigrid empiece a dejarlo sin voz ni voto en la crianza del bebé, lugar que es ocupado por la partera silente. A partir de ahí, Schindel apuesta a un enrarecimiento de lo cotidiano que empujan a Lorenzo al abismo de una locura resaltada por la fotografía ominosa del legendario Guillermo Nieto y la actuación de Joaquín Furriel en plan animal acorralado.
Martín es un artista errante que vuelve con su novia extranjera a la casa de su papá en la zona de Córdoba del título, en búsqueda de paz y tranquilidad. Allí se reencuentra con Coqui (Guadalupe Docampo), una vieja amiga de la infancia que nunca se fue del lugar y ahora es docente y madre soltera. En ese contexto, Martín iniciará un intenso y profundo viaje interno. La estructura de Traslasierra es similar a las dos películas anteriores del realizador –y aquí también protagonista- Juan Sasiaín. Como en La Tigra, Chaco (que codirigió con Federico Godfrid) y Choele, la acción es propulsada por un joven que regresa al pueblo que lo vio crecer y es tironeado entre el presente y el peso de los recuerdos. También se repite una impronta naturalista en los diálogos y una bienvenida tendencia a construir esos vínculos humanos a través de escenas que adquieren una respiración propia. Reposada y tranquila como Martín, la película discurre entre obras de títeres (el oficio común entre padre e hijo) y pequeñas viñetas de esa convivencia cotidiana a la vez que fugaz. Lentamente esa abstracción llamada pasado se materializará en las dudas emocionales de Martín sobre su futuro. Un futuro clarificado por la sabiduría paterna y la apuesta por un proyecto propio y personal. El resultado es un film cálido, noble, honesto y emotivo sobre el miedo a crecer.
En busca de la diáspora. Miguel Kohan estuvo en contacto con el historiador israelí Mordechai Arbell durante años. Innumerables faxes, documentos y fotos viajaron desde Jerusalén hasta la localidad entrerriana de Basavilbaso, de donde es oriunda la familia del realizador, hasta que la necesidad de un encuentro se hizo imperiosa. Kohan hizo las valijas para ver cara a cara a su principal fuente de información sobre los orígenes de la comunidad judía en América. Esos orígenes se remontan hasta la llegada de los primeros inmigrantes sefaradíes provenientes de distintas regiones de Europa debido a la persecución por parte de la Inquisición. En busca de indicios y certezas sobre las prácticas de esos primeros judíos-americanos parte Kohan en La experiencia judía, de Basavilbaso a Nueva Ámsterdam, un film que pone sus pies en un pasado familiar que es también el de gran parte de una comunidad. “El gran tema es la inmigración en general, más allá del judaísmo. Es una película que invita a reflexionar sobre la inmigración y sus consecuencias”, dijo Kohan en la entrevista publicada en estas páginas el último domingo. Esa reflexión se construye a través de un relato que entrevera lo detectivesco con lo histórico, lo estrictamente personal con lo dogmático y lo religioso. Suerte de bitácora de un viaje en tiempo y espacio, La experiencia judía narra el periplo del director de El Francesito, un documental (im)-posible sobre Enrique Pichon Rivière a lo largo del continente americano. El recorrido se inicia en Entre Ríos y continúa hasta bien al norte de la región, pero el destino final, como en todo viaje abierto a la sorpresa y la espontaneidad, recién se avizora en los últimos minutos de metraje. Las paradas son muchas y por variadas razones, desde el hallazgo de las ruinas de lo que alguna vez fueron sinagogas hasta cementerios en medio de la selva de Surinam y el encuentro con una comunidad del noreste de Brasil que descubre sus orígenes. Esos mismos orígenes esfumados por el correr de los años. Tantos años pasaron que muchos de esos descendientes dejaron de lado todo atisbo de pertenencia religiosa. Y es justamente la pertenencia el gran eje del relato, en tanto Kohan se detiene en detalles aparentemente minúsculos pero de gran trascendencia a la hora de armar este mosaico antropológico cuya base está cimentada por la voluntad de transmitir los sentimientos generados por el desarraigo y la lejanía. Sensaciones universales, que no distinguen religión, ni color de piel ni país de procedencia. El director no tiene apuro alguno por llegar al hueso de su tema, y realiza entrevistas que muestra a través de escenas largas y con pocos cortes internos, como si quisiera que adquirieran una respiración propia. La falta de scouting de locaciones previas al rodaje –algo reconocido por el director en la nota del domingo– ayuda a acrecentar la sensación de sorpresa ante lo desconocido, incluso cuando eso “desconocido” haya ocurrido hace cientos de años.
Como si fueran estrellas de rock En el supuesto capítulo final de la saga de los súperhéroes Marvel todos los personajes tienen su momento para concretar su despedida. “¡Estás en pedo!”, hubieran respondido a coro los ejecutivos de Disney que en 2009 concretaron la compra de Marvel si alguien les decía que, diez años después, la que todo indica que será la entrega final de Avengers –si los superhéroes vuelven una y otra vez en los comics, ¿por qué no habrían de hacerlo en el cine?– sería el fenómeno planetario que es. La Argentina, al menos en este aspecto, no es la excepción a la regla. Todo lo contrario: esta madrugada hubo funciones de trasnoche en las principales salas del país, y a partir de hoy Endgame romperá un nuevo récord ocupando 630 de las alrededor de 900 pantallas del territorio nacional. Una misma película proyectándose en el 75 por ciento del parque de exhibición y con serias chances de quedarse con el 90 por ciento de la recaudación de la taquilla durante el próximo fin de semana, según coinciden varios analistas y sitios especializados. ¿Cómo escribir sobre una película que trasciende ampliamente esa condición? ¿Qué decir acerca de este Superbowl cinematográfico sin caer en el tan mentado spoiler, término que, entre los cierres de Game of Thrones y Avengers, debería ser rotulado como “Palabra del año” por Fundación del Español Urgente? Que los directores Anthony y Joe Russo y la compañía de Mickey se queden tranquilos contando billetes, porque se necesitarían todas las páginas de este diario para enumerar la infinidad de sucesos que ocurren a lo largo de las tres horas de Endgame. Síntoma de la tiranía del argumento que impera en Hollywood, el menú es amplio, multitarget e incluye desde viajes en el tiempo hasta la inevitable batalla final contra el malvado Thanos, pasando por las primeras puntadas de lo que será el futuro del mundo Marvel luego del cierre de esta etapa. “Soy inevitable”, dice un par de veces el mejor villano de este universo, el único que, a la manera del Joker de Heath Ledger en Batman: el caballero de la noche, hizo de la maldad un hecho político eliminando a la mitad de la humanidad simplemente porque a su parecer sobraba gente en la Tierra. La película comienza inmediatamente después de esa desaparición masiva. Lo hace atravesada por un aura crepuscular que rápidamente mutará en otra cosa: imposible que Iron Man, Thor, Hulk y compañía tiren a la basura diez años de Universo Cinematográfico de Marvel (MCU, por sus siglas en inglés) dándose por vencidos así nomás. Con esa resurrección como norte, Endgame propone un cierre acorde a la envergadura mastodóntica de la saga. Un cierre de proporciones bíblicas, de ambiciones desmesuradas que, como los discursos de los políticos de cara a las próximas elecciones, apunta directo al corazón de los convencidos. O al menos a la de quienes conozcan lo ocurrido en las 22 películas que hasta ahora componen el MCU, en tanto la principal operación narrativa consiste en hacer confluir una multiplicidad de referencias a personajes, escenas y situaciones vistos a lo largo de los últimos diez años. Que esa confluencia se dé en términos armónicos, que trascienda la mera acumulación de guiños para adquirir un sentido dramático, habla de un guion que podrá tener unos cuantos agujeros y arbitrariedades, pero también el ingenio suficiente para hacer de ese carácter metadiscursivo el motor del relato. Como en toda la saga, la estructura se apoya en dos pilares. Por un lado, la interacción entre personajes que a estas alturas se conocen al dedillo sirve para varias secuencias volcadas a la comedia que funcionan perfecto. No por nada el segundo acto de Endgame es lo más gracioso de Marvel desde Thor: Ragnarok y transmite la sensación de que el grupo de actores con amplios pergaminos en el género de las risas (Robert Downey Jr, Chris Hemsworth, Paul Rudd) tuvieron vía libre para divertirse de lo lindo con diálogos veloces y filosos. El segundo pilar son las peleas a gran escala. Lo de “gran escala” es literal, ya que aquí no hay muchas escenas de ese tipo pero las que hay están hechas a todo trapo, con un despliegue visual tan inaudito como abrumador que preludia una extensa secuencia final en la que todos los personaje tienen su momento para desfilar por la pantalla y concretar su correspondiente despedida, como si fueran estrellas de rock tocando los bises finales del último concierto.
Asger Holm es un oficial de policía actualmente suspendido de sus funciones, degradado al rol de operador del servicio de emergencias. El trabajo es rutinario y tedioso para alguien acostumbrado a patear las calles de Copenhague, hasta que una noche recibe el desconcertante llamado de una mujer que le dice: “Hola cariño”. Para Asger se trata de la consecuencia de una borrachera, pero más pronto que tarde descubrirá que son mensajes cifrados y que esa mujer está secuestrada en una camioneta. Filmada íntegramente en la oficina del telefonista, La culpa mostrará los denodados intentos de Asger por salvar a la mujer movilizando a las fuerzas de seguridad de las localidades aledañas a la zona del secuestro. Lo hará a contrarreloj, con los nervios erizando su piel… y también la de los espectadores. La ópera prima de Gustav Moller es uno de los thrillers más originales de los últimos años. Una película tensa, bien armada, de suspenso creciente, con buen manejo del timing y hecha con plena conciencia del espacio opresivo y asfixiante en el que transcurre. En ese sentido, no parece casual que Asger y la mujer se enfrenten a situaciones similares de encierro. No conviene adelantar demasiado sobre las situaciones venideras, en tanto ellas son parte constitutiva del resultado final de la película. Sí puede decirse que, a medida que avance el relato, irá entrelazándose la situación personal del policía, en especial los motivos por los que está atendiendo un teléfono en lugar de patrullando, con la de víctima, construyendo así una espiral creciente cuyo destino final es imprevisible. Una sorpresa que muestra que hay vida en los cines por fuera de los Avengers.
El sitio del Museo del Vaticano, uno de los principales productores de Michelangelo infinito, afirma que con esta película se “renueva el empeño didáctico-divulgativo” de la institución. Didactismo y divulgación: dos palabras que podrán llevarse de maravillas con la lógica de un museo, pero no con la del cine. La película es un pormenorizado retrato de la obra de Miguel Ángel realizado a través de múltiples recursos discursivos, desde una omnipresente voz en off hasta recreaciones históricas –dignas de un documental de Nat Geo- en las que el artista narra a cámara sus particulares técnicas de trabajo. Por ahí también anda un alter ego ficticio de Giorgio Vasari, uno de los primeros historiadores del arte, destacando las bondades de su compatriota. Siempre embelesada con su objeto de estudio, Michelangelo infinito apuesta a una épica constante subrayada desde una banda sonora estridente, con violines al palo. No hay líneas de diálogo que no sean graves ni solemnes. Los únicos momentos de auténtica belleza suceden cuando la cámara recorre pormenorizadamente algunas de las obras más emblemáticas, deteniéndose hasta en las huellas de las herramientas de Miguel Ángel sobre la piedra. Con eso alcanza y sobra para mostrar la magnificencia del italiano. Todo el resto es pura enciclopedia escolar.
La Primera Guerra Mundial vista desde el siglo XXI El creador de El señor de los anillos trabajó artesanalmente con imágenes y sonidos de archivo correspondientes a la Gran Guerra y consiguió un film fuera de norma. La Segunda Guerra Mundial es una de las principales aportantes de íconos a la cultura global contemporánea. Hollywood funcionaba a todo vapor para esas épocas, y fue el alma mater de esa construcción: que hoy el heroísmo bélico en el cine sea indivisible del accionar de las tropas norteamericanas, se debe menos al curso histórico de los hechos –los rusos deberían llevarse los honores por derrotar al nazismo– que a los efectos de más de 70 años de esa iconografía taladrando cerebros en todo el mundo. Distinto es el caso de la Primera Guerra, ocurrida cuando los dispositivos de captura de imágenes en movimiento daban sus primeros pasos y, por lo tanto, con mucho menos volumen de archivo como legado. Aquí no hay épica de supervivencia, ni arquetipos ni relatos instaurados. Menos una justa dimensión del horror de la vida en las trincheras, del barro como enemigo común para ambos bandos, de los efectos de la tecnología química aplicada a la industria de la muerte. No hay nada de todo eso… hasta que aparece Jamás llegarán a viejos para crearlo. No parece casual que el director detrás de este monumental proyecto de rescate histórico sea Peter Jackson. A fin de cuentas, si con El señor de los anillos cimentó las bases de la representación medieval en las pantallas del siglo XXI (imposible no pensar en el fenómeno Game of Thrones como una derivación indirecta de la adaptación de la trilogía de Tolkien), ¿por qué no hacer lo propio creando una iconografía de múltiples aristas y matices sobre la Gran Guerra? Una iconografía proletaria pero caballerosa, poblada por una mayoría de campesinos inconscientes de lo que implicaba aventurarse al interior de Europa para dejar la vida por una causa que ni siquiera ellos entendían muy bien cuál era. Que el neozelandés lo haga únicamente mediante entrevistas a veteranos realizadas durante los ‘60 y más de 600 horas de registros fílmicos provenientes de los archivos del Imperial War Museum británico –uno de los coproductores del film– y la BBC, no hace más que amplificar la resonancia del proyecto. Se sabe que esa guerra no fue el trámite exprés que muchos vaticinaban. También que lo que empezó como una escalada entre dos potencias terminó en una auténtica carnicería que exhibió como pocas veces la pulsión humana por destruir su raza. El relato recorre ese periodo que va de 1914 a 1918 punteando la sutil euforia nacionalista del principio, el desencanto posterior y luego el deshonor del regreso. “Sentía el deber ir”, dice una de las tantas voces en off que encauzan la narración. De esa polifonía de seres anónimos se desprende la idea del servicio como un mandamiento patrio que debía seguirse a como dé lugar, aun cuando muchos ni siquiera tuvieran la edad mínima para enlistarse. Videos de esas jornadas de reclutamiento registran una amplia mayoría de adolescentes y no hacen más que reforzar la veracidad de esos dichos. Pasado el descubrimiento del rigor de la vida militar durante los entrenamientos, llega la hora de empuñar las armas para, finalmente, ir a matar alemanes. Recién en el terreno descubrieron que antes que a los alemanes tenían que enfrentarse al frío, las ratas, la pestilencia de la propia mierda y las enfermedades generadas por la falta de condiciones sanitarias. Como si quisiera disociar lo esperado de lo que finalmente ocurrió, a partir del inicio de la guerra Jackson realiza su operación más arriesgada revitalizando el contenido a través de imágenes coloreadas artesanalmente, fotograma por fotograma, y agregando diálogos –basados en la lectura de labios– y sonidos ambientales. El resultado es un film que a partir de la manipulación de un material preexistente -el tan mentado found footage- crea una expresión sensorial que cartografía un universo particular a la vez que general. Nunca el barro fue tan barroso, nunca la deshumanización fue tan visceral. Lejos del didactismo enciclopédico, a Jamás llegarán a viejos le interesa la paleta de sensaciones humanas ante los diferentes estadios bélicos. Una paleta coronada por un regreso a casa sin reconocimiento alguno, la imposibilidad de compartir recuerdos con quienes no estuvieron en el frente y la triste comprobación de que allí la rutina siguió como si nada. Tanto como para que alguno recuerde que un compañero de trabajo, al verlo de regreso, le preguntara si había estado trabajando a la noche.