Como una de Migré, pero sin melodrama Un triángulo amoroso en la ruinas de Hamburgo hacia 1945 tiene de todo menos lo esencial: pasión y circulación del deseo. Fines del año 1945. La cámara sobrevuela los restos de Hamburgo, deteniéndose en las montañas de escombros que rodean las ruinas de los edificios devastados y los alemanes que pululan por las calles sin rumbo, cual zombies de The Walking Dead, luego de las miles de bombas arrojadas por los aviones del bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial. Es una secuencia filmada con elegancia y pulcritud, dos características inherentes a la puesta en escena de esta enésima aproximación a las consecuencias del conflicto bélico más devastador de la historia llamada Viviendo con el enemigo. Una aproximación tan majestuosa y elegante en su forma como vacía en su contenido, en tanto es muy difícil contar un triángulo amoroso movido por la pasión cuando si hay algo que falta aquí es justamente eso: pasión, sangre en las venas, circulación de deseo. Hasta esa ciudad alemana llega el coronel Lewis Morgan (Jason Clarke) junto a mujer Rachael (Keira Knightley, doctorada en personajes de otras épocas). Él tiene la misión de supervisar una reconstrucción pacífica; ella, la de… bueno, acompañarlo. Sin hoteles ni nada que se le parezca para hospedarse, terminan ocupando el caserón -que permaneció indemne a las bombas, como si la guerra hubiera sucedido en otro lugar- donde viven el arquitecto Stephen Lubert (Alexander Skarsgård) y su hija adolescente. Mientras el coronel anda de acá para allá intentando poner un poco de orden entre tanto caos, ella empezará a mirar con desconfianza a su anfitrión, a quien a su vez no le gusta ni un poco compartir el techo con una parejita de ingleses, más aun cuando su mujer murió en uno de los bombardeos. Pero, miradita va, interrogatorio para saber si el alemán fue un colaboracionista nazi viene, el vínculo de Stephen y Rachael empieza a tomar temperatura. O al menos eso parece. Lo de temperatura es, desde ya, en sentido metafórico, porque la película de James Kent -basada en la novela homónima de Rhidian Brook- prioriza la belleza formal y la recreación histórica antes que el universo interno de sus personajes. Como si fuera una de Migré pero sin el evidente amor por el melodrama del guionista argentino, Viviendo con el enemigo recurre a todos los lugares comunes del género: muertes, duelos inconclusos, deseo de venganza, conspiraciones, infidelidades y un largo, larguísimo etcétera. De él también toma una serie de diálogos altisonantes y tremendistas que lo actores interpretan como si estuvieran en un teatro y debieran ser vistos y oídos desde la última fila. Involuntariamente cómico (ver la escena la que Rachael encuentra una foto con el rostro de su marido quemado con un cigarrillo) en su búsqueda de ser serio e importante, el relato termina de cavarse su propia fosa cuando, en uno de sus desesperados intentos por evitar que su mujer se vaya con el alemán, el coronel grite a los cuatros vientos “sos la parte de mí”. Ella como mera posesión personal: típico de marichulo.
Como una cerveza fría en verano “Shazam” es la palabra que le permite a un adolescente común y corriente convertirse en un superhéroe con poderes que en su vida hubiera esperado tener. Y es también el nombre de la película que muestra que el universo cinematográfico de DC Comics es capaz de tomarse un poco menos en serio todo lo que ocurre dentro de la pantalla. Desde ya que la fórmula no está ni cerca de ser novedosa en el amplio horizonte de superhéroes del siglo XXI: Marvel viene aplicándola con regularidad desde Deadpool, pero hasta ahora el estudio detrás de Batman y Superman se había mantenido firme en su apuesta por la gravedad, el tono sepulcral y los diálogos presumidamente importantes como normas de los relatos, lo que terminó convirtiendo a estas películas en involuntarios objetos de consumo irónico destinatarios de miles de memes. En ese sentido, al lado de Liga de la Justicia o Batman vs. Superman, ¡Shazam! es tan refrescante como una cerveza fría en pleno verano. Dirigida por David F. Sandberg, un asalariado de Warner que ya había ocupado la silla plegable en los films de terror Annabelle y Nunca apagues la luz, ¡Shazam! no esconde su filiación directa con Quisiera ser grande, aquélla película en la que Tom Hanks se convertía en adulto gracias a un hechizo, y que aquí es referencia con una escena alusiva. La acción arranca cuando un antiguo mago elige a Billy Batson (Asher Angel) para que vuelva a encerrar a los siete pecados, un grupo de monstruitos que, utilizando el cuerpo de un típico villano resentido (Mark Strong), tienen como inédito objetivo destruir el mundo. No hay nada en Billy que a priori lo vuelva un candidato para tamaña responsabilidad: tímido y huérfano, pasó su infancia de casa en casa, hasta que terminó con una familia que ya tiene unos cuantos hijxs adoptivos. Hijxs de todo tipo y color, como manda la corrección política del mainstream contemporáneo: asiáticxs, negrxs, gordxs y hasta un discapacitado, cuestión de contentar a todxs. La búsqueda de esa madre abandónica, a quien perdió en una visita a un parque de diversiones (¿?), sirve para una subtrama con la que el guión intenta ahondar en el perfil psicológico de Billy, como si DC no quisiera perder la costumbre de dotar a sus protagonistas de oscuridad aun cuando esto implique forzar los mecanismos del relato. La película funciona mejor en su cruza de high school movie y los tópicos habituales del cine de los encapotados contemporáneo. De las primeras toma una mirada lúdica que aleja la película de las canchereadas de Deadpool. De las otras, un humor inocentón, pop y nerd, múltiples referencias a comics y otras películas y, desde ya, un arco narrativo que preludia el inicio de una saga. Otra saga más y van…
De aquel Dumbo sólo quedan las grandes orejas Aun con las inevitables pinceladas Disney, la relectura del clásico de 1941 evita todo elemento piantavotos, en una historia totalmente diferente. “Lo que nunca vi lo estoy viendo ya, a un elefante volar”, cantaban, prolongando la última “a” hasta el infinito, los cuervos gitanos en la última escena de Dumbo (1941). Aquel film, uno de los clásicos más indiscutibles y recordados de Disney, marcó el resurgimiento de la factoría del castillo luego del fiasco comercial que había significado Fantasía un año antes. De duración brevísima (64 minutos) y dueña de un estilo simple y directo –tanto a nivel narrativo como estético– inhabitual en las películas del estudio de aquel período, la fábula del elefante volador era, sin embargo, un Disney de pura cepa, con partes iguales de emotividad y tristeza que preludiaban la esperada aceptación de la particularidad de Dumbo. Y si se habla de “particularidad”, pocos directores contemporáneos más habituados a tratar con seres particulares, descastados y/o melancólicamente solitarios y ajenos a su contexto que Tim Burton. Comprensivo con quienes son tanto o más freaks que él, el director de El joven manos de tijera y El gran pez –dos títulos que dialogan directamente con éste– asomaba como el ideal para hacerse cargo de esta versión de Dumbo con actores de carne y hueso, a quienes se suma uno de madera como Colin Farrell y el elefantito ultradigital. Pero la película es menos una remake que una adaptación libérrima que toma de la original poco más que sus coordenadas básicas, en tanto circunscribe la acción a una temporalidad concreta (1919) y desplaza del centro de la escena al elefantito orejón y al resto de los animales. Animales que aquí no hablan entre ellos. Ese centro ahora es ocupado por una galería de personajes humanos e inexistentes en su predecesora. Empezando por Milly (Nico Parker) y Joe (Finley Hobbins) Farrier, dos hermanos que desde la muerte de su madre –Disney, siempre Disney– son criados por los integrantes del circo de Max Medici (un Danny DeVito felizmente sacado). El padre se llama Holt (Farrell) y es una figura ausente, hasta que deja de serlo cuando regrese de la Primera Guerra Mundial sin un brazo. Alguna vez estrella del circo, a Holt le queda disponible el trabajo de cuidador de elefantes, razón por la cual asistirá al parto de Jumbo Jr. ¿Parto? ¿Acaso no venía en una cigüeña? Venía, pero aquella circunstancia emana una inocencia lúdica difícil de cuadrar en el mundo actual. Rápidamente se vislumbran las enormes orejas que coronan un rostro cargado de expresividad, de ojos celestes y tristones que el CGI no hará más que resaltar. La conexión entre los hermanos y Jumbo Jr. –que pasa a llamarse Dumbo a raíz del desprendimiento de una letra en un cartel– será inevitable, más aún cuando descubran los efectos de las plumas en la trompa. El distanciamiento de su madre luego de la venta del circo al villano de turno (Michael Keaton) será una anécdota menor. Burton apostará menos por la oscuridad de la soledad y el sentirse ajeno, quizá los ejes troncales de su filmografía, que a un relato de aventuras al uso y bien, pero bien ATP. El lavado de cara es todo un síntoma de un Hollywood contemporáneo donde cualquier elemento potencialmente piantapúblicos es tratado con la misma precaución que un desecho radiactivo. Y pocas cosas más piantapúblicos que el dolor por las pérdidas de la familia, un tema que aquí aparece soslayado, casi como un imperativo narrativo que no puede eludirse aun cuando sea una huella indeleble en todos los protagonistas.
Las cosas no marchan muy bien en la vida de Mariano (Pablo Echarri). Aburrido de su trabajo de oficina, acepta un retiro voluntario para irse e invertir en la compra de un kiosco en el barrio de su niñez. Pero cuando anuncian el cierre de la calle para abrir un viaducto, se verá obligado a encontrar un nuevo salvoconducto económico con la ayuda de Charly (Roly Serrano), un vendedor de pizzas conocido en la zona. Así se plantean las cosas en El kiosco. La ópera prima de Pablo Gonzalo Pérez es una tragicomedia que aspira a funcionar como un retrato de tintes contemporáneos sobre la Argentina que mezcla el costumbrismo con una voluntad de crítica social. Una amalgama que da resultados solo por momentos, ya que da la sensación de que el mensaje se antepone por sobre todas las cosas. El kiosco mixtura humor, algunas pizcas de emotividad y el drama ante la situación de su protagonista. Con algunas ideas interesantes y algunos chistes eficaces, el relato se resiente cuando aborda subtramas no del todo desarrolladas y adquiere aires de artificio deliberado que alejan la posibilidad de empatizar con Mariano. Así, el resultado es un film honesto pero irregular.
Los papeles de Aspern es uno de los trabajos más aclamados del escritor Henry James. Se trata de una novela corta publicada por entregas en 1888 que narra las vivencias de un hombre fanatizado por la obra de un poeta. Un fanatismo que lo llevará a formar un curioso triángulo con una anciana y su sobrina. El protagonista es Morton Vint (Jonathan Rhys Meyers), un joven que viaja a Venecia con la única misión de obtener las copias originales de los textos del poeta Jeffrey Aspern. Esos poemas tenían como destinataria a Juliana (Vanessa Redgrave), quien décadas atrás fuera amante del escritor y ahora pasa su vejez encerrada en un caserón junto a su sobrina Tina (Joely Richardson). Lo que narra el film de Julien Landais son los denodados intentos de Morton tanto por ganarse el cariño de Juliana como el de su sobrina. El problema es que ese juego de seducción nunca adquiere un gramaje aceptable. De indudable raigambre televisiva en su puesta en escena, la película no logra construir un protagonista lo suficientemente sólido como para justificar su magnetismo. Tampoco ayuda demasiado un tono solemne y la tendencia a la sobreactuación de un elenco que hace lo que puede con un guión cuyas líneas están escritas con el diccionario antes que con el oído.
La despedida de un gentleman Moldeado a la medida de su protagonista, el film de David Lowery pone el foco en las vicisitudes de la vejez y el paso del tiempo. “Es un tipo viejo que antes era joven. Y le gusta robar bancos”, dice el detective John Hunt cuando su mujer le pregunta por el caso que investiga con la tenacidad habitual de los servidores de la ley del cine estadounidenses, en especial aquéllos que encuentran en su perseguido una némesis perfecta para desafiar todo lo que pensaban sobre el oficio. Y vaya si Forrest Tucker representa un desafío: furtivo, sagaz y escurridizo, tiene un prontuario que incluye más de una docena de fugas de cárceles y reformatorios, además de un sinfín de robos a bancos que realizó sin haber disparado un tiro, siempre huyendo con su maletín cargado de dinero sin que prácticamente nadie se dé cuenta. Pero lo peor para Hunt es una apariencia bien alejada del arquetipo de delincuente, en tanto Tucker supera los 60 años y camufla con arrugas su verdadero estilo de vida. Como el transportista de cocaína de Clint Eastwood en La mula, podría decirse, con la salvedad de que éste muta hosquedad y gruñidos por un aire bonachón y una galería de sonrisas encantadoras. Sonrisas que solo alguien como Robert Redford puede hacer en una película moldeada a su medida, que le calza como un guante. Un ladrón con estilo, entonces, como un dispositivo pensado para, por y desde la búsqueda de su lucimiento. El protagonista de Todos los hombres del presidente y Los tres días del cóndor ha dicho en varias entrevistas que este trabajo marcaría el fin de su carrera actoral. Resulta imposible no poner en perspectiva su carrera ante esta película. Más aún si David Lowery, quien ya había trabajado con Redford en Mi amigo el dragón, le imprime a su sexto largometraje como realizador un aire crepuscular y melancólico que dialoga tanto con la filmografía del actor -en un momento él mismo mira La jauría humana, uno de sus primeros trabajos famosos de los ‘60- como con un tipo de cine que ya casi no se hace. O no al menos a través de los canales tradicionales de producción. Un ladrón con estilo hace gala de un relato reposado y de perfil bajo, construido con la misma sabiduría old school con la que Tucker y su compañeros de banda (Tom Waits y Danny Glover) realizan sus trabajitos. Ya en la primera escena queda clara su metodología: entra a un banco, se acerca a una cajera o pide hablar con el gerente, y luego enseña su arma para avisar que se trata de un robo, que por favor le llenen la valija con billetes verdes. Eso sí, siempre sonriendo y con modales de caballero. Tucker es, pues, un tipo de códigos a la vieja usanza, alguien para quien el robo es menos una necesidad que una forma de vida, un divertimento. Lo mismo que para la película. Circunscripta a un periodo que abarca varios meses de 1981, época en la que los bancos no eran las fortalezas de seguridad informática que son hoy, la película se apropia de esa levedad para plantear, por un lado, la investigación policial a cargo de Hunt (Cassey Affleck, actor fetiche del realizador), un tipo familiero, alegre y, por lo tanto, el detective menos traumatizado que se haya visto en años. Pero el foco central no es tanto el inevitable juego de gato y ratón que se iniciará entre ambos, sino las vicisitudes de la vejez y el paso del tiempo. Allí está Sissy Spacek, otra actriz que remite a una época cinematográfica que se ha ido para no volver, en la piel del interés romántico de Tucker. Con ella se cruza en medio de un escape, y la rotura de su auto le sirve para, otra vez, mimetizarse con un entorno para el cual difícilmente alguien con su fisonomía podría ser un ladrón de bancos. En el primer encuentro surge una química innegable que Lowery capta a través de planos mayormente conjuntos, con los dos ocupando la totalidad de la pantalla mientras la charla casual deviene en juego de seducción. Un juego del que la película también forma parte, aun cuando deje en la boca el retrogusto agridulce de una despedida.
Impresiones obreras empieza con imágenes de archivo que ilustran la quiebra de la imprenta Donnelley y la posterior puesta en marcha de una cooperativa (Madygraf) administrada por los trabajadores luego de varias marchas y piquetes en la Panamericana. Una escena que invita a pensar que lo vendrá a continuación es un documental panfletario destinado únicamente a abrazar la lucha de los trabajadores. Pero Impresiones obreras es algo distinto. Y mejor. Tras ese inicio, el realizador Hugo Colombini se despoja de la exaltación y se dedica a algo que pocos documentalistas argentinos contemporáneos hacen: reflexionar, detenerse a criticar (en la acepción más filosófica del término) el sentido de su objeto de estudio, pensar cómo y por qué se hace lo que se hace, darle un marco teórico a la acción. Todo esto, desde ya, a través de las voces de los propios trabajadores. La estructura narrativa se divide en dos grandes pilares. Por un lado, una extensa entrevista con los miembros de la comisión interna en la que cuentan cómo fue el largo proceso rumbo al cooperativismo, los entredichos con los compañeros y compañeras que al principio desconfiaban de esa metodología y la puesta en abismo de varios valores (laborales, pero también personales) de ese grupo de trabajadores. Sus dichos, lejos del tono combativo, son reflexivos y profundos, interesantes e inteligentes. El segundo tiene que ver con un recorrido por distintas bibliotecas y archivos fotográficos en busca de material de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. El valor testimonial de los hallazgos es enorme: fotos de las primeras huelgas que registran el carácter multiétnico de la clase obrera argentina y textos escritos hace cien años que bregaban por la igualdad de género, los derechos laborales, el descanso dominical y las jornadas con horarios delimitados, entre otras cuestiones de una contemporaneidad asombrosa. Así, como un pie en el presente y otro en el pasado, Impresiones obreras funciona tanto como un atrapante recorrido por la historia de la prensa y el periodismo obrero de la Argentina como una profunda reflexión sobre las luchas sindicales. Esas luchas que no se dan en escritorios con señores de traje, sino con las manos llenas de grasa.
Bernardo es un reputado arquitecto y catedrático de la UBA que acaba de enviudar. La última voluntad de su pareja era que arrojaran sus cenizas al mar en la Costa del Sol, en España, donde ella nació y a donde volvía cada año para visitar a su hermana. Terco e intransigente, decide no cumplir con ese deseo y, a cambio, enterrarla en un cementerio. Recién cuando su tumba sea profanada, en una vuelta de guion forzada que coquetea con lo fantástico, finalmente accederá a viajar al Viejo Continente. Así están planteadas las cosas en Yo, mi mujer y mi mujer muerta, cuya acción transcurrirá luego integrantemente en aquel país. Allí el duelo se mezclará con la desorientación ante el descubrimiento de una aparente doble vida de su mujer, ya que el lugar señalado para arrojar sus cenizas coincide con un resort nudista. Algo que, desde ya, a Bernardo no le gustará para nada. Con Carlos Areces en la piel del dueño de una inmobiliaria al borde de la quiebra, partenaire de Bernardo (Oscar Martínez) en su raid y comic relief para el relato, la película de Santi Amodeo oscila entre la comedia negra y de enredos, la buddy movie, una dosis de dramatismo existencialista y hasta una cuota no menor de fábula de auto-superación, en tanto Bernardo irá mutando la perspectiva de la vida a medida que vaya enfrentándose a la realidad de quién fue su mujer. Es los que los norteamericanos catalogarían como un crowd-pleaser. El problema con esa multiplicidad de elementos es que por momentos no terminan de cuajar y el relato se resiente debido a que prioriza la acumulación de situaciones antes que la profundidad. Las vacilaciones narrativas de los últimos 20 minutos muestran que a Amodeo le cuesta cerrar la película, como si no confiara del todo en la calidad de sus materiales.
El dolor por la muerte de su madre invade a Jotta, quien ahora está alistando la logística para vaciar la casa. Es un momento de introspección y nostalgia, pero también de cuestionamientos. Dirigida por Alejandro Rath (¿Quién mató a Mariano Ferreyra?), Alicia oscilará entre las dudas de ese hombre en pleno proceso de duelo y el relato de la agonía de su madre. Como en su ópera prima, Rath no hace una ficción pura sino que inscribe su relato dentro de un contexto real. Así, a los largos flashback que narran los últimos días de la lucha de Alicia (Leonor Manso) contra el cáncer -pero también contra el sistema de salud público- se le suman varios fragmentos en los que Jotta (Martín Vega) intenta encontrar respuestas a lo inexplicable. Entre un acto de la izquierda por el Día del Trabajador, la procesión a Luján, un velorio judío o una misa del Pastor Giménez, la película adquiere una deriva naturalista basada en la observación atenta de esas situaciones, mientras en paralelo se recuperan las vivencias de Alicia. Es esta última subtrama la que no funciona del todo bien, en tanto no escapa a los lugares comunes del género “enfermedades terminales”, incluyendo la aparición de un interés romántico para Jotta en una enfermera (Paloma Contreras). El resultado es un film algo irregular aunque interesante, sobre todo cuando respira un aire de pura verdad.
En las difusas fronteras de la ley Tenía razón Daniel Fanego cuando, en una entrevista publicada en estas mismas páginas, definió a Lobos como “una historia de gente que pierde”. Las pérdidas en el séptimo trabajo como realizador de Rodolfo Durán son constantes y no sólo materiales, sino también afectivas. Pérdidas totales: todos pierden prácticamente todo durante los 90 minutos de metraje. Empezando por Nieto (Fanego), el padre de una familia del conurbano bonaerense que sueña con el progreso en un contexto donde las cosas no son nada fáciles, sobre todo en esa zona de la provincia dominada por la desigualdad y los contrastes. Nieto es parte junto a su yerno Boris (Alberto Ajaka) de una banda dedicada a los robos y los aprietes, al tiempo que su hija (Anahí Gadda) regentea una peluquería y su hijo Marcelo (Luciano Cáceres) volvió a cruzar la frontera de la ley para dedicarse a la vigilancia privada. En ese caldo de indudable actualidad se cuece este thriller menos preocupado por el desarrollo de un entramado policial sólido que por indagar en las fisuras de un frágil equilibrio familiar. Ladrón a la vieja usanza, con códigos y hasta buen corazón, Nieto sueña con un retiro y la posterior recomposición de la relación con Nicolás mediante un viaje hasta una vieja casa familiar ubicada a la vera de la laguna de la ciudad del título. Esa proyección opera como el motor de cada una de sus acciones, lo que convierte por enésima vez al agua en metáfora de la purificación y el resurgimiento. El problema es que a Nicolás no le gusta que papá siga saliendo de gira para concretar golpes cuyos botines, para colmo, no van a parar a las arcas familiares sino a los bolsillos del comisario Molina (César Bordón, todo un especialista en interpretar garcas y/o funcionarios corruptos), quien comanda la banda a prudente distancia, siempre con proverbial cara 1de buen tipo. Es justamente Molina el que le propone a Nieto y compañía una nueva misión, no sin antes prometer que será la última. Una misión que, desde ya, saldrá pésimo, desatando así la inevitable revancha. Película de atmósferas ominosas, Lobos funciona en la medida que sus personajes lo hacen. Bordón se lleva los laureles haciendo de Molina un ser que trasviste la manipulación con un trato amable, digno de psicópata y casi paternal hacia esa familia a la que supuestamente “ayuda”. Fanego, por su parte, vuelve a demostrar que es una lástima que el cine argentino lo haya desaprovechado durante tantos años dándole a su Nieto un aire de cansancio físico y existencial, como si la vida fuera una mochila de 50 kilos que carga sobre sus hombros. Entre ellos se desata el duelo central de un relato que, luego del golpe fallido y ya con ambos corridos del centro de la escena, deja atrás su faceta intimista para volcarse a la resolución –a puro convencionalismo– de un conflicto que incluirá golpizas, secuestros y traiciones, entre otras delicias.