Un homenaje hecho de miradas El documental premiado en el último Bafici celebra a una fotógrafa que supo retratar a las grandes figuras del espectáculo porteño. Las imágenes de archivo ilustran el pasado majestuoso de la calle Corrientes, con sus veredas repletas de personas vestidas con sus mejores ropas y los teatros de revista ofreciendo espectáculos glamorosos protagonizados por grandes vedettes ante plateas repletas. La escena contrasta con un presente grisáceo, dominado por las fachadas descuidadas y la ausencia de aquellas multitudes. Lo que une ambos periodos es la vigencia de un pequeño edificio ubicado justo al lado de la librería de saldo Dickens. Allí, pasando una puerta igual a tantas otras, vive Luisa Escarria junto a sus dos hermanas. Un nombre que quizás no diga demasiado, acorde al bajísimo perfil adoptado por esa mujer nacida en Colombia en 1929. Sin embargo, se trata de una de las fotógrafas más importantes del espectáculo argentino. Tanto así que prácticamente todas las estrellas de los ‘60, los ‘70 y principios de los ‘80 pasaron por su estudio. Una lista que va desde Atahualpa Yupanqui, Tita Merello, Libertad Lamarque y Luis Sandrini hasta Moria Casán, Susana Giménez, Alberto Olmedo, Jorge Porcel y Juan Carlos Altavista. La historia de Luisa es la historia del cultura popular, y también la del documental Foto Estudio Luisita, que desde hoy se verá, como no podía ser de otra manera, en pleno epicentro de la calle Corrientes, más precisamente en la Sala Lugones del Teatro San Martín. Ganadora del Premio del Público del último Bafici, donde se proyectó en el marco de la Competencia Argentina, la ópera prima de Sol Miraglia y Hugo Manso pone la cámara al servicio de la historia y los recuerdos de Luisa, empezando por las primeras fotos tomadas en su Colombia natal cuando asistía a su madre. Que se trate de dos mujeres dedicadas a la fotografía en los años 40, cuando el oficio era una cuestión masculina, les permite a los realizadores abordar el carácter vanguardista de su trabajo, algo también aplicable a sus inicios en la Argentina, cuando era mirada de reojo por su sola condición de mujer. Así y todo, Luisa siguió adelante a fuerza de un ojo atento a los detalles. Su fórmula era infalible: nunca pedía poses estrafalarias sino que dejaba que las sesiones fluyeran con naturalidad, priorizando la comodidad del fotografiado. De allí la ausencia de impostaciones y grandes gestos. En sus imágenes priman las miradas, un gesto de coherencia absoluta con alguien que hizo de los ojos su herramienta principal de trabajo. Lo hizo incluso cuando, con la caída del teatro de revista de principio de los ‘90, tuvo que dedicarse a fotografiar a numerosas bandas de cumbia que por aquellos años empezaban a copar la escena musical local. Más allá de ese archivo personal atesorado en su casa –30 cajas con 22.500 imágenes–, lo que nunca tuvo fue reconocimiento, tal como afirma una de sus hermanas. En ese sentido, Foto Estudio… se propone un homenaje doble. El primero es la propia película, que parece enamorada de su protagonista y, por lo tanto, apuesta más al apego que a la distancia, a la emotividad antes que a la observación. El segundo es la preparación de una retrospectiva de la obra de Luisa, curada por la propia Miraglia, donde llegarán los merecidos aplausos. En el medio también habrá lugar para el reencuentro con aquellas vedettes que supieron pasar por su estudio, además de las previsibles añoranzas a un pasado que ya no volverá. Una triste certeza que la visita al Teatro Maipo no hará más confirmar. Allí, en la inmensidad de la sala vacía, las hermanas cuchichean sus sensaciones con cara de asombro y nostalgia. “No tenemos a nadie conocido”, dice una. “Nos sentimos extranjeras”, completa la otra. Completar es otra palabra clave, pues Foto Estudio… aprovecha el vínculo de la realizadora con las hermanas para mimetizarse en sus charlas. De Luisa se desprende una profunda necesidad de compañía, de recorrer los últimos años de vida junto a esas dos mujeres que con el correr de los años son parte de una misma persona.
En su debut absoluto en la dirección de largometrajes, este reconocido fotógrafo francés reconstruyó tras más de cuatro años de incansable investigación el universo artístico y privado, así como las múltiples facetas y contradicciones de la legendaria cantante lírica (1923-1977). El resultado es un documental fascinante e hipnótico, una bienvenida rareza en la cartelera comercial argentina que no conviene que dejar pasar. Las biopics son moneda corriente en la cartelera. Grandes figuras de todas las disciplinas han tenido películas dedicadas a sus vidas y obras que casi siempre resaltan sus facetas más conocidas. En ese contexto, María Callas: En sus propias palabras es una de las biopics más originales de los últimos años, un monumental trabajo de archivo que recupera –literalmente- la voz y la forma de pensar de una de las cantantes líricas fundamentales de la historia de la ópera. Quizás la mejor forma de definir al primer largometraje del también fotógrafo Tom Wolf sea “biopic-documental”. Durante cuatro años recorrió el mundo buscando material sobre la artista, desde filmaciones inéditas en Súper-8 hasta entrevistas televisivas, pasando por fotos y cartas escritas por ella (que en la película son leídas en off por Fanny Ardant) a sus amigos y al gran amor de su vida, Aristóteles Onassis. En el film desfilan o hay testimonios de archivo de Marilyn Monroe, Alain Delon, Yves Saint-Laurent, John Fitzgerald Kennedy, Luchino Visconti, Winston Churchill, Grace Kelly, Liz Taylor, Pier Paolo Pasolini, Omar Sharif, Brigitte Bardot, Catherine Deneuve y Jean Cocteau, entre muchos otros. Durante casi dos horas, María Callas: En sus propias palabras va hurgando en los distintos pliegues de su vida. Una vida narrada en primera persona mediante un cuidadoso trabajo de edición que mixtura fragmentos de sus shows y su vida pública (hay innumerables imágenes de ella bajando de aviones rodeada de fotógrafos y periodistas) con otros en los que se descubre una personalidad frágil y solitaria, apesadumbrada por la exposición que conlleva la popularidad. Sus orígenes, las consecuencias de la guerra, su vida en Nueva York, sus intensas relaciones amorosas y el dolor por las traiciones son reveladas a través de la magnética voz de Callas, cuya arremolinada rutina estaba más cerca del ideario rockero que del de la ópera. El resultado es un documental fascinante e hipnótico, un pequeño milagro en las salas argentinas que conviene no dejar pasar.
Proveniente del ala más indie del cine argentino, De acá a la China parte de una situación digna de una comedia: un treintañero cuyo padre tuvo que cerrar su almacén de barrio a raíz del avance de los supermercados chinos decide emprender una revancha personal viajando hasta el gigante asiático para abrir un mercado. El objetivo es que, así como fundió su padre, ahora les toque a ellos. Quien cruza medio planeta es Facundo (Federico Marcello, también director y guionista). Lo hace con la excusa de estudiar mandarín, algo para tranquilizar a una familia que nunca conocerá sus verdaderas intenciones. Allí lo espera un viejo amigo y futuro socio del emprendimiento (Pablo Zapata), con quien se instala en la provincia desde donde proviene la mayoría de los inmigrantes que llegan a la Argentina. La película arranca con las típicas situaciones alrededor de las diferencias idiomáticas y culturales. Así, entre ocasionales fiestas y múltiples referencias al mate y al dulce de leche, el relato amenaza con ir hacia los lugares comunes de las películas sobre extranjeros intentando insertarse en un lugar que no les pertenece. Pero, a medida que empiecen a presentarse algunos problemas relacionados con la imposibilidad de conseguir una habilitación, el film adoptará un tono más melancólico y tristón, menos volcado al chiste que a la angustia y ajenidad de esos amigos cuya batalla era menos contra los chinos que contra ellos mismos. A fin de cuentas, lo que ellos buscan no es otra cosa que un lugar de pertenencia, aunque más no sea a miles de kilómetros de distancia.
Esta semana se cumplieron 31 años de la muerte de Alberto Olmedo, uno de los humoristas más importantes de la historia argentina, alguien que ha dejado un hueco en la comedia popular que nadie ha sabido llenar desde entonces. Es en este contexto que se estrena comercialmente Olmedo: El rey de la risa, que se presenta como un recorrido por la vida del actor que focaliza en el recuerdo de su núcleo íntimo y el legado que dejó en los referentes de la comedia moderna. El documental realizado por Mariano Olmedo –hijo de Alberto– deja gusto a poco. De personalidad compleja y arremolinada, Olmedo es retratado a puro convencionalismo y lugares comunes, empezando por una impronta de docu-ficción en la que Mariano encarna a un alter ego ficticio que debe cancelar el rodaje de una película de su padre. A partir de ahí, y con la conductora Marcela Baños en la piel de una periodista que entrevista al realizador en la “ficción”, Olmedo: El rey de la risa desanda cronológicamente la vida del actor, desde sus comienzos humildes en su Rosario natal hasta su llegada y la posterior explosión de su figura en Buenos Aires. Lo hace alternando imágenes de archivo televisivo con otras escenas recreadas especialmente para la ocasión, una decisión que emparienta al film a un documental televisivo. Los entrevistados, por su parte, tampoco ayudan demasiado. A lo largo de los poco más de 80 minutos desfilan en pantalla sus hijos y varios actores que reconocen la impronta del rosarino como fundamental para sus carreras artísticas, entre ellos Diego Capusotto y Guillermo Francella. Son testimonios honestos y sinceros, pero que no van más allá del recuerdo cálido, las anécdotas personales o la elección de los personajes favoritos. El resultado es un film que funciona mejor como homenaje que como retrato del hombre detrás de la figura pública.
El enigma de Jacques de Mahieu La vida de Jacques de Mahieu es digna de la imaginación de Mariano Llinás. Tanto es así que tranquilamente podría tratarse de un personaje creado para una de las ramificaciones de Historias extraordinarias. Pero no: aunque es cierto que lo mitológico alrededor de su figura es indiscernible de lo real, este hombre no solo existió sino que dejó un legado que aún hoy es objeto de análisis entre historiadores, antropólogos, politólogos y unos cuantos “ólogos” más. De Mahieu nació en Francia y fue un colaborador del nazismo, hasta que el avance aliado lo obligó a hacer las valijas y refugiarse en la Argentina, siempre con el visto bueno de Perón. Se sabe que conoció al General y hasta se dice que participó en la elaboración de algunos discursos, pues De Mahieu estaba convencido de que “a las masas se la mueve más fácil con el mito que con la cultura”, tal como afirma su hijo. Pero aún más fuerte era su convencimiento de que América no fue “descubierta” por Colón, sino que muchos siglos antes anduvieron los vikingos, algo que explicaría la presencia de varias tribus de indígenas blancos en Paraguay y Brasil. Detrás de su rastro parte el realizador Marcelo Charras en este documental llamado igual que un libro perdido del francés: Memoria de la sangre. El tercer largometraje del director de Maytland (2010) y La Paz en Buenos Aires (2013) tiene un personaje magnético, misterioso, inteligente, tan lógico y racional como apegado a lo esotérico y místico. Lo que no tiene es confianza, como si hubiera pensado que de Mahieu no podía bancarse solito el peso del relato. Quizás por eso Charras rodea una investigación documental-periodística clásica (cabezas parlantes, imágenes de archivo) de un dispositivo ficticio centrado en una suerte de investigador que persigue las huellas del francés por motivos que nunca se aclaran. En la primera escena se ve a este investigador (¿alter ego del realizador?) charlando con un librero que le entrega dos libros firmados por de Mahieu, no sin antes avisar que no puede revelar cómo los consiguió debido a un pacto no escrito del oficio según el cual el origen de los materiales debe mantenerse oculto. Inmediatamente después, una escena “recrea” el encuentro de ese librero y una mujer con acento galo que le da acceso a una biblioteca enorme. Algo similar ocurrirá más adelante, cuando ese investigador dé con el hijo de Mahieu y lo haga “actuar” varias charlas con su esposa. No le sienta del todo bien a Memoria de la sangre este tironeo entre el documental clásico y expositivo y el intento de ocultarlo bajo el manto de una ficción. Mejor le sienta arrojarse de cabeza a recorrer la traza de ese supremacista ario y férreo defensor de un darwinismo social, cuya voz recupera tanto a través de sus escritos como de algunos viejos VHS, además de un hijo que oficia como cuidador oficial de la obra de su padre. Un hijo que vive en Ciudad Evita y está firmemente convencido de las bondades de quien presta su nombre al barrio, en línea con el pensamiento de un padre que, igual que tantos, abrazó tanto al fascismo como al peronismo. Así, Memoria de la sangre, cuando define qué quiere ser, hace lo que todo buen documental debería: poner en juego los discursos instalados para ir más allá de lo establecido y hurgar en los pliegues de la historia.
Mugre debajo de la alfombra El director de Sin retorno y Betibú vuelve a demostrar que sabe cómo manejar los resortes del género policial y darle a su vez una impronta argentina, poniendo al espectador adulto de clase media-alta frente a un espejo muchas veces cruel y deformante. Un anciano (Norman Briski) trabaja en su campo hasta que un desperfecto en la bomba de agua del molino lo obliga a detenerse. Ese hombre llama a su hijo Elías, quien desde su oficina intenta calmarlo. Pero del otro lado del teléfono le devuelven un nombre que no es el suyo, sino el de su hermano fallecido hace más de 30 años: papá no está muy bien de la cabeza y los recuerdos se entremezclan con el presente. Luego de una elipsis de seis años, será a Elías al que le exploten bombas, y no precisamente de agua. Bombas familiares con la forma de secretos infecciosos. Bombas que intentará desactivar a como dé lugar, cueste lo cueste, caiga quien caiga, como si fuera un Walter White porteño. Al igual que con el (anti)héroe de Breaking Bad, el núcleo de La misma sangre está en el corrimiento constante de los límites éticos y morales, en la búsqueda de ese hombre acorralado por salir lo más ileso posible de la telaraña que él mismo tejió. El realizador Miguel Cohan -habitual asistente de dirección de Marcelo Piñeyro- ya había demostrado que sabe manejar los resortes del policial en Betibú (2014) y sobre todo en Sin retorno (2010). Como en su ópera prima, en La misma sangre hace lo que pocas películas con el género: moldearlo con una impronta argentina poniendo al espectador adulto de clase media-alta frente a un espejo que devuelve una imagen inquietante, con el dinero -o, mejor dicho, su búsqueda- como motor principal de las acciones. Porque Elías (Oscar Martínez) tiene un buen pasar económico pero está muy lejos de tener la vida asegurada. Así y todo, luego de la muerte del padre dejó la comodidad de su oficina para hacerse cargo de aquel campo aun cuando las vacas y la fabricación de lácteos nunca fueron lo suyo. A partir de ese adentramiento en lo ajeno, las circunstancias no harán más que seguir empujándolo a un terreno desconocido en el que todo que puede salir mal, sale peor. Empezando por la relación con su esposa (la chilena Paulina García, de Gloria), con quien convive a pesar de estar separados. Un detalle que solo ella y él conocen, en lo que es el primero de varios secretos incómodos que ninguno de los dos quiere sacar a luz y que la película irá develando a medida que avance. Luego de la escena inicial, a Elías se lo ve en una reunión familiar con sus hijas (Dolores Fonzi y Malena Sánchez) y su yerno Santiago (Diego Velázquez). Éste último escucha una discusión entre sus suegros. Una situación que podría ser cotidiana, salvo porque esa misma noche sucede una tragedia que no conviene revelar. No es casual que Santiago sea furtivo y escurridizo como un gato, así como tampoco que lo interprete Diego Velázquez, un actor de tal economía gestual que es capaz de pasar largos minutos en pantalla dándole carnadura a su personaje únicamente con silencios y miradas (ver sino La larga noche de Francisco Sanctis). Observador tan omnipresente como atento, Santiago huele carne podrida y empieza atar cabos, para desesperación de un suegro que sospecha que el otro sabe. Y si Santiago sabe, muy probablemente también sepa Carla (Fonzi), que al principio desconfía pero también empieza a tirar del ovillo y a descubrir la mugre bajo la alfombra. Alternando principalmente entre el punto de vista de sus dos protagonistas masculinos, lo que implica a su vez varios saltos temporales, La misma sangre tiene un guión que funciona como un reloj, exhibiendo un mecanismo aceitado, tan cuidadoso en sus detalles como en dejar que sea el espectador (y no la película) quien tome una posición respecto a Elías. Y es imposible no tomarla ante un tipo de acciones cuestionables, pero también capaz de despertar piedad ante un escenario que -otra vez como Walter White- supera ampliamente sus capacidades resolutivas. Esa ambigüedad sería imposible sin un Oscar Martínez sencillamente extraordinario. Como Velázquez, dosifica gestos y construye la tensión creciente de su personaje de adentro hacia afuera. Lo suyo es implosión y no explosión, una expresividad controladísima que sin embargo da cuenta de una sensación de desesperaza, agobio y cansancio, como si supiera que el cerco se cierra sobre él. El problema con el guión es la forma con que decide cerrar el cerco, apelando a una lluvia de revelaciones de último minuto y a una idea de circularidad forzada que lanza -literalmente- a Elías a un vacío definitivo.
“Hasta el día de hoy, hay registros de homicidios y actividad paranormal dentro del edificio”. Las leyendas que ilustran el inicio de El manicomio permiten suponer que lo que vendrá a continuación será una historia plagada de sustos de rigor y eventos inexplicables desde la lógica. Es también una señal de alerta, en tanto en los últimos años deben haberse estrenado no menos de diez películas con una premisa similar que apelaban a los mismos mecanismos de siempre. Hora y media después, todas las (peores) sospechas quedan confirmadas. El manicomio es otro exponente de la larga cadena de títulos de terror fácilmente olvidables, que no sólo carecen de originalidad sino que tampoco funcionan como replicación de fórmulas probadas mil veces antes. La historia es la de siempre: un grupo de jóvenes –influencers, como para adaptar la cuestión a los parámetros actuales– decide meterse en el viejo edificio que alguna vez fue un centro de experimentación médica del nazismo para comprobar cuánto hay de mito y cuánto de realidad en todas las maldiciones que se le atribuyen. De allí en adelante, el film de Michael David Pate apelará al recurso de usar el material filmado por los protagonistas, algo que hace 20 años dejó de ser novedoso. Lo mismo que los sustos a fuerza de golpes de sonido. Así, los integrantes del grupo –todos ellos salidos del molde más genérico posible, sin un rasgo que los particularice– irán cayendo lentamente ante algo que en principio no se sabe bien qué es. La vuelta de tuerca, predecible y carente de cualquier sorpresa, quiere funcionar como “crítica” a la locura de las redes sociales. Algo que desde ya tampoco logra.
Una película presa de sus indecisiones “Soy un escritor frustrado devenido en profesor de Literatura dándole lugar a lo inesperado”, dice en una de las primeras escenas de Happy Hour la omnipresente voz en off de su protagonista, Horacio (Pablo Echarri). Y vaya su suceden cosas inesperadas a lo largo de los poco más de cien minutos de esta coproducción argentino-brasilera rodada en el país vecino y con un elenco binacional. El problema es que se trata de una película que confunde lo inesperado con lo arbitrario, eliminando cualquier atisbo de lógica a la hora de enhebrar le enorme cantidad de sucesos que atraviesa Horacio. A saber: el paso de ciudadano ignoto a poco más que un héroe nacional por una circunstancia fortuita, el creciente deseo hacia una alumna que lo seduce sin tapujos, el posterior planteo a su mujer de una relación más abierta, menos abocada a los mandatos de la monogamia. Y hay más, porque ella es una importante diputada con aspiraciones a un cargo Ejecutivo en las próximas elecciones. Por ahí también anda una hermana de ella a punto de casarse y un argentino recién llegado a Brasil (Luciano Cáceres) que no se sabe muy bien qué hace ni para qué fue, pero que contribuirá a alterar la vida del profe. Sucede que Horacio está en medio de una crisis existencial. Una crisis de la mediana edad, podría decirse, aunque la película de Eduardo Albergaria –de amplia experiencia en la TV brasileña– no indaga demasiado en esa cuestión. Ni en esa ni en ninguna otra, en tanto aquí prima la acumulación por sobre la profundidad. La acción transcurre en Río de Janeiro, a donde el protagonista llegó unos años atrás con intenciones de potenciar su carrera como escritor. Nunca concretó aquella meta y, a cambio, se enfrascó en la rutina de sus clases y un matrimonio con Vera. Hasta que, de buenas a primeras, un ladrón estilo Hombre Araña –que no solo se trepa por las paredes sino que ata a sus víctimas con una red similar a las desplegadas por los arácnidos– cae sobre su auto, convirtiéndolo en una figura pública. Tan pública como para que absolutamente todos lo reconozcan por la calle, incluidos aquellos turistas que circulan por Río de Janeiro, excusa para desplegar algunos pasos de comedia de enredos. Que ellos le pregunten dónde está el Pan de Azúcar podría ser gracioso una vez. Que lo hagan dos veces, un poco menos. Pero cuando el recurso se repite hasta el hartazgo, la película no hace más que evidenciar su escasez de ideas. En paralelo a todo esto, su mujer Vera (Leticia Sabatella) empieza a dar los primeros pasos rumbo a su candidatura para acceder a la alcaldía, secundada por un vice cuyo principal rasgo es referenciar una y otra vez la importancia de la rosca política y la imagen hacia afuera. No es muy positivo para la campaña que se descubra que Horacio anda con ganas de flexibilizar los límites de la relación a raíz de sus ganas de encamarse con una alumna. A partir de ahí, la película duda tanto o más que su protagonista: como él, nunca termina de definir qué quiere ser. Superficial y caricaturesca en su representación de los medios y la cocina política, banal a la hora de retratar la crisis matrimonial, poco imaginativa a la hora de tematizar el deseo, por momentos grotesca en la caracterización de sus personajes (allí está el de Luciano Cáceres para comprobarlo), Happy Hour queda, igual que Horacio, presa de sus propias indecisiones.
El padre del teatro independiente Con la complicidad de Tito Cossa y Mauricio Kartun, el realizador de Rastrojero, utopías de la Argentina en potencia se interna en la historia de Leónidas Barletta, dramaturgo, escritor, periodista y creador del legendario Teatro del Pueblo. El realizador Miguel Colombo nació en Salta y se mudó a Buenos Aires cuando tenía cinco años. En la provincia del norte quedaron, sin embargo, varios parientes y amigos de la familia con los que se mantuvo en contacto. Entre ellos María Angélica, una suerte de abuela postiza que además fue su madrina, la misma que un lustro atrás lo llamó para decirle que tenía algo especial para darle. Aunque sorprendido, Colombo no dudó y viajó hasta allá, munido de una cámara para registrar algo que no sabía muy bien qué sería. Lo que esa anciana le entregó fue una carpeta llena de recortes de diarios y revistas, cartas, afiches y fotos de su hermano mayor Leónidas. Un hombre que --como su homónimo espartano en las Termópilas-- hizo de la resistencia un estandarte. Porque Leónidas es el dramaturgo, escritor y periodista Leónidas Barletta, fundador en 1930 del Teatro del Pueblo y padre putativo del teatro independiente latinoamericano. Independiente y político, en tanto estaba convencido de que una pluma afilada puede ser más letal que un arma de fuego. Alrededor de su figura gira el nuevo largometraje del director de Rastrojero, utopías de la Argentina en potencia (2006) y Huellas (2012). "Lo dejo en tus manos", le dice María Angélica cuando le cede la carpeta. Colombo hizo lo que todo documentalista haría: esperar a que decanten las ideas para luego investigar e intentar entender tanto quién fue aquel hombre fallecido en 1975 como la importancia de su legado. Al igual que Huellas, Leónidas arranca como un documental policial en el que el realizador-detective tira de la punta de un ovillo para ir revelando los pliegues de una personalidad arremolinada y soñadora, comprometida política, social y artísticamente con el devenir de un país que por aquellos años empezaba a encadenar una sucesión de gobiernos militares y democracias débiles. Emprendedor y contestatario, creó diarios que el Estado le clausuraba por su carácter opositor, para luego abrir otros que terminaban igualmente cerrados. De todo esto el espectador se anoticia principalmente por la voz en off del realizador y las lecturas de algunos de sus textos. Textos magníficos, de enorme inteligencia política y precisión estética. No es frecuente en el cine argentino ver un documental que indaga en la historia sin recurrir a imágenes de archivo. Quizás fue una decisión menos voluntaria que impuesta por la ausencia de material, ya que Barletta se movía lejos de las luminarias mediáticas. A cambio, Colombo apela a dos fuentes autorizadísimas en la materia para desglosar su objeto de estudio como Tito Cossa y Mauricio Kartun. Ambos coinciden en la imposibilidad de adaptarse a los nuevos aires de la dramaturgia como la principal razón para explicar la caída de Barletta. Con ellos dos en escena, Leónidas deja atrás su faceta policiaca para volcarse a lo testimonial y ensayístico, enhebrando esas entrevistas a cámara --jugosas, inteligentes, por momentos honestas hasta la brutalidad-- con largas secuencias (por momentos, demasiado largas) de dos obras articuladas alrededor de Barletta, como si a través de ellas se intentara responder qué quedó de las ideas de aquel hombre. Una se llama El cerco de Leningrado, fue escrita por el español José Sanchís Sinisterra y está muy libremente basada en lo ocurrido con el teatro de Barletta luego de su muerte, cuando quedó a cargo de su mujer y dos hermanas. La otra es El director, la obra, los actores y el amor, de Alberto Ajaka, sobre un director que utiliza uno de sus textos, el "Manual del director", para llevar adelante una obra. Allí imagina un reencuentro entre aquel Leónidas devenido en espíritu y un joven dramaturgo a partir del cual se ilustra un choque no sólo generacional, sino también de formas de pensar la representación teatral, uno de los grandes temas de los escritos de Barletta. Enseñar a pensar: pocos legados mejor que ése.
Una road movie con tono de fábula La historia de una improbable amistad entre un refinado pianista negro y un rudo patovica italoamericano cumple con todos los requisitos para congraciarse con los espectadores y, también, con los electores de los premios, incluido el Oscar. Apenas horas después de su estreno mundial en el último Festival de Toronto, los medios especializados de Estados Unidos ya hablaban de Green Book como una de las fijas para la por entonces inminente temporada de premios, un pronóstico que los anuncios de las ternas de las diversas entidades que otorgan estatuillas durante el primer bimestre del año no hicieron más que validar. Ganadora del Globo de Oro a Mejor Comedia o Musical y con presencia en el rubro Mejor Película de los Bafta británicos –donde perdió, como casi siempre, frente a Roma– y los próximos Oscar, la historia de una improbable amistad entre un refinado pianista negro y un rudo patovica italoamericano a comienzos de la década del 60 cumple con todos y cada uno de los requisitos para congraciarse tanto con los electores como con los espectadores. A todos ellos contenta abrazando el manual de la corrección para entregar una de esas fábulas plena de buenas intenciones que aborda la segregación racial con un tono leve y amable. Es cuanto menos llamativo que un director acostumbrado al escándalo y la provocación como Peter Farrelly sea el responsable de Green Book, pues cuesta imaginar una película más alejada del salvajismo y el zarpe de las comedias que realizó junto a su hermano Bobby durante los 90 y 00 (Tonto y Retonto, Irene, yo y mi otro yo, Pase libre) que ésta. Como si aquella etapa de su filmografía le resultara ajena, Farrelly va en busca del prestigio a caballo de esta reversión racial de Conduciendo a Miss Daisy y estructurada a la manera de road movie, ese subgénero de historias de viajes en ruta en la que los protagonistas mutan su forma de ver el mundo a medida que cambia el paisaje, al tiempo que se retroalimentan mutuamente. Claro que para que esa retroalimentación ocurra es necesario que cada uno tenga algo que el otro no: que de tan opuestos resulten complementarios. Y vaya si los protagonistas de Green Book –que para su lanzamiento local agrega el subtítulo Una amistad sin fronteras- lo son: modosito, silencioso, solitario y delicado en su habla y modales uno; recio, brabucón, familiero y charlatán el otro. Todo arranca cuando a Tony “Lip” Vallelonga (un Viggo Mortensen especialmente engordado para la ocasión) le anuncian que el bar en el que trabaja como seguridad cerrará durante dos meses. El dinero escasea en la economía de esa familia amuchada en un departamento del Bronx, tal como demuestran un par de escenas deliberadamente volcadas a la comedia grotesca, en lo que podría ser la única huella del cine de Farrelly, y por lo tanto es necesario encontrar un ingreso extra para soportar la clausura. Un trabajo a priori sencillo como chofer y guardaespaldas de un prestigioso doctor asoma como la salvación. Pero hay dos problemas. El primero es que el doctor es, en realidad, un pianista llamado Don Shirley (Mahershala Ali, el actor afroamericano del momento) que necesita un conductor para una gira de dos meses por el sur de Estados Unidos; el segundo, y más importante, es que el hombre es negro. Y los negros no le caen del todo bien a Lip ni a casi nadie en el sur. La gira, entonces, como escenario de la transformación. Nominada a cinco Oscar, entre ellos Actor principal y de Reparto para Mortensen y Ali, respectivamente, Green Book hace de la transparencia su principal cable de conexión con el público. Transparente es su relato tan predecible como fluido, así como también una mirada inocente, carente de subrayados y alejada de la denuncia burda y bienpensante sobre la segregación. Farrelly muestra diversas situaciones cotidianas de discriminación con el mismo perfil bajo con que Don acepta usar baños diferenciados o dormir en pocilgas por no ser aceptado en hoteles de mayor confort, para indignación de un Lip que, oh sorpresa, descubrirá que el negro es un tipazo. Lentamente irá empatizando y aprendiendo con –y sobre– ese hombre ajeno a las costumbres de “su gente”, como le remarca una y otra vez durante las charlas, mientras Don se nutrirá del “saber hacer” callejero de su chofer. No parece casual que las últimas postas del viaje coincidan con las vísperas de Nochebuena. A fin de cuentas, Green Book utiliza al racismo con excusa argumental para una película navideña en la que triunfa la conciliación y la paz. Quien quiera un posicionamiento político potente, agitador e incómodo sobre el tema, mejor que vea El infiltrado del KKKlan, de Spike Lee.