Apenas 16 meses después del film original se estrena en todo el mundo esta más que digna secuela de la factoría Blumhouse que repite guionista, director y algunos elementos. Ryan (Phi Vu) se despierta en su auto, va a la facultad, se junta con sus compañeros para trabajar en un proyecto científico que durante la noche tuvo un pico de consumo irregular, camina por los pasillos y es asesinado por un enmascarado (o enmascarada). Pero no muere sino que “revive” en el mismo día, lo que le permite intentar atrapar al asesino antes de que perpetre el crimen. Así comienza Feliz día de tu muerte 2, secuela del film de 2017 producido nuevamente por Blumhouse (compañía de moda tras los éxitos de ¡Huye!, Fragmentado y La noche de la expiación). Un comienzo que enciende las luces de alerta: otra franquicia que, en lugar de expandir su universo, se limita a replicar una fórmula exitosa. Pero el nuevo film del guionista y director Christopher Landon, felizmente, no es más de lo mismo. Sucede que el error en el proyecto científico generó una alteración en la temporalidad que ha puesto a Ryan en un bucle, pero su solución implica que esa alteración se traslade nuevamente a Tree (Jessica Rothe), quien volverá a vivir una y otra vez el día de su cumpleaños 18. Feliz día de tu muerte 2 es una secuela original que apuesta menos al terror tradicional que a un tono de comedia negra y posmoderna, algo ilustrado en los mil y un suicidios (algunos de ellos, verdaderamente hilarantes) de Tree para cerrar el famoso bucle. La película refuerza así una apuesta por lo metadiscursivo que por momentos funciona, pero que en otros agota. Porque, si bien durante más de la primera mitad de metraje todo es leve y simpático, el relato virará hacia algunas decisiones éticas que debe tomar Tree. Cierto apremio por resolver todas sus vertientes narrativas (el bucle, el destino de Tree, el descubrimiento del asesino) exhibe algunas inconsistencias de un guión que, de haberse concentrado más en su negrura autoconsciente, hubiera funcionado mejor.
Tres chicos en un mundo sin adultos Con más de 200 películas estrenadas cada año, y aun siendo uno de los más variados en formas, formatos, estilos y abordajes temáticos del mundo, el cine argentino tiene sus predilecciones. Las historias centradas en niños y adolescentes son una de ellas, con Amor urgente o Mi mejor amigo como los mejores ejemplos vistos en los últimos meses. En esta corriente suelen predominar las historias de iniciación, de descubrimientos generalmente relacionados con el amor o los vínculos, que adoptan el punto de vista de sus protagonistas: películas donde los chicos recorren un arco madurativo en consonancia con el avance del relato. Sería muy sencillo encuadrar a El día que resistía en este corpus, en tanto los protagonistas son tres hermanitos de entre 7 y 9 años. Sin embargo, la ópera prima de Alessia Chiesa es un objeto cargado de particularidades que la convierten en una rareza absoluta. Estrenada en la Berlinale del año pasado y parte de la Competencia Argentina del último Festival de Mar del Plata, El día que resistía es igual de enigmática que su título. ¿A qué, o a quién, resisten esos chicos? Difícil saberlo en los primeros minutos, cuando la cámara observa a prudente distancia al trío –hermana mayor y menor, hermano del medio– jugando a las escondidas en medio de un bosque. Una distancia no sólo prudente sino también carente de cualquier cálculo, en tanto esa cámara parece sorprenderse con los movimientos de los chicos: a ellos persigue como si fuera un jugador más que no debe ser encontrado. El día es diáfano y la alegría, indisimulable. Lo mismo que cuando vuelven a la casa y Fan, la mayor, organiza una fiesta de caramelos que los otros celebran. “Lávense los dientes”, ordena Fan antes de que se vayan a dormir. El panorama es similar al otro día, cuando se levanten y se encuentren igual de solo que antes. Recién sobre la media hora de metraje uno de ellos pregunta lo mismo que el espectador viene preguntándose hace rato: “¿Y mamá y papá?”. “Ya van a volver”, tranquiliza Fan, a estas alturas ya convertida en lo más parecido a la líder del clan. Durante esta escena afloran los dos lineamientos principales del film. El primero es que se trata de un universo de información escamoteada, entregada a dosis justísimas, donde los adultos no participan. No participan porque no están. Literalmente no están: los padres se fueron y dejaron una carta –que se lee recién en la mitad de la película– notificando de la partida y avisando que pueden contactarlos escribiéndoles a una dirección postal. Esto le sirve a El día... para llevar el punto de vista infantil hasta su extremo, en tanto no se trata de chicos viviendo una experiencia en la que lo adulto es un factor condicionante, sino de chicos viviendo en un mundo de chicos. Difícil recordar otra película donde no haya ni un personaje mayor dando vueltas. La ausencia de miedo, la aceptación sin cuestionamientos de esa soledad y la soltura a la hora de moverse solos por el lugar son síntomas del segundo lineamiento de Chiesa, que es hacer de esa anomalía algo cotidiano, como si fuera lo más normal que tres sub-10 sean los únicos ocupantes de un caserón en medio de la nada durante días. Pero lentamente las cosas empiezan a enrarecerse, sobre todo cuando cae la noche, ese momento donde la oscuridad es capaz de despertar las fantasías más oscuras. En ese sentido, no es casual que la lectura de cabecera de los chicos sea Hansel y Gretel: igual que el clásico de los hermanos Grimm, aquí la luminosa aventura infantil dará paso a un incipiente terror basado en la deformación de lo rutinario y en un fuera de campo pleno de amenazas, con lo sonidos de la noche usados como elementos de enorme peso dramático. El día que resistía no sería lo que es sin sus tres actorcitos. Los tres están bárbaros y se llaman Mateo Baldasso, Mila Marchisio y Lara Rógora. Esta última se lleva los laureles como esa hermana mayor cuya autoridad coquetea peligrosamente con el autoritarismo, lo que le permite al film de Chiesa explorar la construcción de las dinámicas de poder en el mundo de los bajitos.
César González es una bienvenida anomalía dentro del cine argentino. Nacido y criado en una villa, su filmografía aborda cuestiones relacionadas con el día a día de los sectores más carenciados y olvidados de la sociedad. Problemáticas poco visibilizadas como la marginalidad, la discriminación y el mundo post-carcelario. González filma un mundo –su mundo– con urgencia y honestidad intelectual, metiéndose en la cultura villera sin un ápice de miserabilismo ni condescendencia. Con indudables eco de la primera parte de la filmografía de José Celestino Campusano –incluyendo la disparidad de las interpretaciones de actores no profesionales y cierta dispersión narrativa-, Atenas es una nueva incursión en un realismo sucio, vaciado de estilizaciones. La protagonista es una chica de 20 años que acaba de salir de la cárcel en libertad condicional. Sin familia ni amigos ni nadie que la contenga, arranca un largo peregrinar que culmina cuando otra mujer con una historia de vida similar le ofrece techo y comida. A través del personaje principal, González muestra con brutalidad la trata de personas, el consumo de drogas y la lucha diaria por ganarse el mango de un sector importante y estigmatizado de la sociedad. Lo hace sin un ápice de morbo ni moralina, mostrando la villa como un organismo vivo y efervescente. Cine-despertador en estado puro.
Escape Room: Sin salida es una de esas películas que se han visto muchas veces antes. No porque se trate de una franquicia o un reboot, sino porque su premisa es cualquier cosa menos novedosa. Lo que no sería necesariamente malo: es sabido que si hay algo que escasea en el cine de Hollywood contemporáneo son justamente las ideas. El problema es que su trajinar por lugares archiconocidos tiene un automatismo y una falta de vuelo notables, como si se tratara de una película hecha a reglamento. La historia, se dijo, remite a otras tantas, desde la de El cubo hasta las de El juego del miedo y Hostel: seis desconocidos fácilmente encuadrables en arquetipos (el nerd, la chica tímida, el empleado pobretón con aspiraciones de crecer, un empresario millonario y sigue la lista) reciben un misterioso paquete citándolos en una oficina para vivir una experiencia que los aleje del tedio de la rutina. Sin saber muy bien de qué se trata, los seis acuden y, charla va, charla viene, descubren que el picaporte para salir no anda. Primer indicio de que las cosas no son exactamente como les prometieron. De allí en adelante, el film de Adam Robitel irá mostrando cómo uno a uno irán cayendo ante las trampas –ninguna muy original– ubicadas en las distintas habitaciones del recorrido. La falta de empatía de los protagonistas y la previsibilidad de los mecanismos vuelven al asunto poco más que un acto burocrático, haciendo que importe poco quién sobrevive y quién no. El resultado es un juego donde nadie se divierte. Ni siquiera el espectador.
La causa social se impone a la del cine “Hay momentos en los que miro a ese niño que crié, y que creía conocer por dentro y por fuera, y me preguntó quién es”, le confiesa un atribulado David Sheff (Steve Carell) a un especialista en adicciones. El motivo de la visita tiene nombre y apellido: Nic Sheff (Timothée Chalamet) se llama ese hijo adolescente que desde hace años se mete cuanta sustancia se le cruce, desde bebidas alcohólicas hasta marihuana, pasando por cocaína y el flamante y más devastador plato del menú, la metanfetamina del cristal. El largo proceso de recuperación de Nic, con sus infinitas recaídas y las consecuentes idas y vueltas en las relaciones familiares, puntúan las distintas etapas narrativas de Beautiful Boy, que para su lanzamiento argentino agrega “Siempre serás mi hijo” como subtítulo. Esa apelación a la incondicionalidad no es casual, en tanto el punto de vista es el de David, ese pobre hombre dispuesto a dar las mil y un batallas con tal de salvar a su primogénito de las garras de las drogas. Batallas complejísimas, con daños colaterales para el entorno cada vez más severos, que se retratan con la misma crudeza con la que se muestra el proceso degenerativo de Nic, en una decisión estética que coquetea peligrosamente con la estilización. Basada en dos libros escritos por los David y Nic “reales” y publicados casi en simultáneo a fines de la década pasada, Beautiful Boy propone una narración no lineal que alterna entre el presente oscuro y un pasado luminoso en el que padre e hijo parecían compartirlo todo. Ese paralelismo remarca la entrega del primero y una creciente oscuridad interna en el otro. Pero nunca se explica ni se intenta justificar las adicciones, dejando esas motivaciones en un piadoso un fuera de campo. Porque, a simple vista, la vida de ese chico es igual a la de muchos otros y no asoman traumas puntuales: padres separados pero de relación cordial y hasta amistosa, él nuevamente en pareja y con otros dos hijos chicos que quieren a Nic y a los que Nic quiere, una vida económicamente cómoda y hasta una noviecita durante uno de sus intentos por empezar la facultad. Esa ausencia de motivos es, además, un elemento dramático fundacional del relato, ya que deja flotando en el espectador la misma pregunta que David se hace una y otra vez: ¿por qué? La película no entrega respuesta alguna. A cambio se dedica a mostrar los vaivenes de ese hijo que a veces pide ayuda y otras huye de ella, y las reacciones de un padre sin herramientas para solucionar el problema. Es así que Nic viaja a la casa materna, donde las cosas empiezan a mejorar… hasta que dejan de hacerlo. Una nueva recaída, con escapada incluida, suma aún más desconcierto en un núcleo familiar cuya tensión aumenta. Esa recaída no fue la primera ni será la última, lo que es un problemón tanto para los personajes como para el relato. Beautiful Boy entra en una circularidad que, sumado a la estructura fragmentada que va y viene en el tiempo, la vuelve reiterativa, como si, al igual que Nic, no supiera como salir de su propia encerrona. Sobre el final, el realizador belga Felix Van Groeningen se fascina con el consumo llegando a límites mortales e incluye varios planos bellos y luminosos en los que parece regodearse en la desgracia ajena. Las inevitables placas finales con datos sobre consumo de estupefacientes en Estados Unidos confirman que la voluntad máxima de Beautiful Boy es aportar al mejoramiento social antes que al cine.
Un exitazo que avanza sobre ruedas Después de la argentina, llega la versión angloparlante de la historia de una improbable amistad entre un tetrapléjico millonario y cascarrabias y un negro pobretón e irreverente. Dos opuestos que, como ocurre casi siempre en el cine, terminarán atrayéndose. Los norteamericanos llaman sleepers a las películas que revientan la taquilla cuando nadie esperaba demasiado de ellas. Pocos casos más ilustrativos de sleeper que Intouchables, que entre 2011 y 2012 se convirtió en una de los títulos franceses más vistos en ese país, con más de 20 millones de espectadores sobre un total de 67 millones de habitantes: como si, para trazar un paralelismo local, a la próxima de Darín la vieran 12 millones de argentinos. A ellos se sumaron otros 20 en el resto del mundo, entre ellos ocho millones de alemanes y casi dos de surcoreanos. Como no podía ser de otra forma, al exitazo le siguieron anuncios de remakes en países tan disímiles como Argentina (Inseparables, 2016), India (Oopiri, 2016) y, of course, Estados Unidos. Después de años de idas y vueltas que incluyeron varios cambios en el elenco y en la silla del director, finalmente llega la versión angloparlante de la historia de una improbable amistad entre un tetrapléjico millonario y cascarrabias y un negro pobretón e irreverente. Dos opuestos que, como ocurre casi siempre en el cine, terminarán atrayéndose. Basada, ay, en “una historia real”, la película de Neil Burger (El ilusionista, Sin límites) replica de toooodas sus antecesoras una estructura narrativa cuyo primer acto arranca con Phillip Lacasse (Bryan Cranston, rol que en la versión argenta desempeñó Oscar Martínez), postrado en una silla de ruedas desde un accidente en parapente, en plena convocatoria para elegir un nuevo cuidador. Hasta su lujoso piso en Nueva York llegan candidatos atentos, otros chupamedias y varios de currículum intachable, pero el hombre elige al menos pensado, para descontento de su secretaria (Nicole Kidman, a quien en estos días se la ve hasta en la sopa). Un negro recién salido de la cárcel, bravucón y puteador llamado Dell (Kevin Hart, Rodrigo de la Serna aquí) que, por esas arbitrariedades de guión sin las cuales no habría película, cautiva a su futuro empleador. Y entonces arranca esta buddy movie hecha con partes iguales de melodrama y humanismo en la cada uno se retroalimentará de los saberes y formas de ver y pensar el mundo del otro. Phillip, por ejemplo, se fumará algún que otro porrito para reírse un rato y recuperará cierto ánimo vital y un deseo de goce sexual, en tanto Dell descubrirá los placeres de la música clásica y cierta sapiencia a la hora de vincularse con su familia. Amigos por siempre tiene la anómala virtud de ser una remake superior a la original. Ojo, tampoco hacía falta demasiado, en tanto Intouchables era básica en todos los aspectos posibles: en su paternalismo pueril, en la falta de tapujos a la hora de golpear bajo el cinturón, en el descaro a la hora de aleccionar a través de la parábola emocional de sus protagonistas, en la apelación a todos los clichés raciales y clasistas. Más allá de que algo de todo eso se mantiene, debe agradecerse que esos clichés aparezcan como disparadores humorísticos y no tanto como arquetipos negativos. Lo mismo que con las temidas moralejas sobre la importancia de las segundas oportunidades y otros tópicos similares (no por nada su título original, The Upside, podría traducirse como “Lo positivo”). Esas moralejas, si bien abundan, se desprenden de las acciones -obvias y deliberadamente metafóricas, pero acciones al fin- y no de los parlamentos de un personaje. La última razón por la que Amigos por siempre se deja ver mide apenas 1,63 y se llama Kevin Hart. Ilustre desconocido en estas tierras pero de amplio recorrido en el terreno cómico estadounidense, el actor tiene una lengua velocísima, por momentos imparable, y una voz aguda que coquetea con el falsete. Sus pequeñas explosiones son bienvenidos desvíos en una película que no se caracteriza precisamente por salirse de lo esperable.
Perro (Juan Minujín) y Gordo (Néstor Guzzini) son dos amigotes que sobreviven con lo que tienen a mano en un pequeño pueblo uruguayo. Allí “cuidan” un hotel vacío, mientras esperan la llegada de los dueños húngaros, cultivan marihuana en el patio y, en el caso de Perro, hace algunos trabajos de jardinería. Como suele ocurrir en las “comedias policiales”, los amigos literalmente se cruzan con la oportunidad de sus vidas cuando, en uno de sus trabajos como jardinero, Perro encuentra a los dueños de la casa muertos y unos cuantos millones de euros. ¿Qué hacer con semejante cantidad de dinero? Coproducción argentino-uruguaya a cargo de Gabriel Drak, Los últimos románticos irá cruzando a sus diversos personajes (el nuevo comisario, un malvado mafioso húngaro, algunos policías involucrados en el negocio de la marihuana) a largo de esta historia en la que los enredos estarán a la orden del día. Si bien es entretenida y liviana, la película adolece de una pereza formal por la que le cuesta escapar de la estructura del plano y contraplano. Tampoco ayuda que el guión exhiba sus costuras no sólo a través del carácter fortuito de la cadena de sucesos, sino también por algunas líneas subrayadas que rompen con la impronta naturalista y campechana de sus protagonistas. El resultado es un film con un planteo más interesante que su resolución.
Villa Elisa es una pequeña localidad entrerriana cercana a la ciudad de Colón. Un típico pueblo de casas bajas y siestas sagradas que, sin embargo, esconde una historia que debe ser única en la Argentina. Allí, arriba de un comercio igual a tantos, un viejo albañil apasionado por el cine construyó una sala con sus propias manos. Le demandó todos los domingos durante cuatro años. Un cine en concreto es una película pequeña, dueña de una honestidad, amabilidad y nobleza similar a la de su protagonista, un hombre de apariencia frágil y vulnerable, con la piel curtida por los años de trabajo bajo el impiadoso sol mesopotámico, llamado Omar José Borcard. La realizadora Luz Ruciello acompaña el día a día de su aventura unipersonal: Omar no sólo puso todas y cada una de las maderas, sino que también se encarga de la selección de las películas y de la difusión de sus contenidos en el programa radial que conduce. Lentamente irán desplegándose las distintas facetas de Omar, desde su familia hasta un pasado tortuoso en el que encontró en el cine una tabla de flotación. Ruciello logra traspasar esa amor por el cine –a las películas, pero también al ritual– a una película que funciona tanto como el registro de una cotidianeidad cansina como una historia inspiracional de perseverancia y esfuerzo.
Como un ladrillazo caído del cielo La nueva versión se presenta como secuela y sucesora espiritual del clásico de 1964 protagonizado por Julie Andrews. Hace algunas semanas circula por redes sociales una imagen con varios gráficos que muestran la cantidad de películas norteamericanas de géneros clásicos estrenadas anualmente desde 1910 hasta 2018. El musical registra un pico a comienzos de 1930, en consonancia con la aparición del sonido, y luego la tendencia marca un descenso progresivo -con algunas subas ocasionales- hasta llegar a un siglo XXI en el que su existencia es prácticamente nula. Con sus últimos esplendores apagándose a mediados de los ‘60, los pocos musicales que en estos tiempos circulan por la pantalla grande remiten a un pasado cargado de inocencia y bonhomía, operando como registros involuntarios de un tiempo que ya no es. Así ocurrió el año pasado con El gran showman, una colorida fábula que recuperaba la idea de Hollywood como máquina de sueños. Y así ocurre ahora con El regreso de Mary Poppins, nueva versión de la historia de la niñera voladora que funciona al mismo tiempo como secuela y sucesora espiritual del film de 1964 protagonizado por Julie Andrews. Acreedora de cuatro nominaciones en rubros técnicos para los Oscar, El regreso de Mary Poppins transcurre unos 20 años después de la primera película. Esto es, a comienzos de los años 30 y en una Londres atravesada por la crisis económica y el malestar social. Pero ese ambiente lúgubre se extiende hasta el primer número musical, que llega antes de la presentación de los personajes y muestra al farolero Jack –interpretado por el dramaturgo y compositor Lin-Manuel Miranda, de amplia reputación en el teatro musical– haciendo un llamado a iluminar la ciudad: toda una declaración de principios de un relato que durante sus dos largas horas construirá un alegato tan amable como inofensivo sobre el optimismo y la esperanza. Alegato que no dudará en abrazar un espíritu naif y demodé, idea que un diseño de producción preocupado por recrear al dedillo los escenarios originales y la apelación a animaciones en 2D, dibujadas y pintadas a mano, no harán más que validar. El foco de atención recae nuevamente sobre los hermanos Michael y Jane Banks, los mismos que de chicos habían recibido a la dama del paraguas y que ahora están sobreviviendo como pueden bajo el mismo techo, con uno viudo y a cargo de dos hijos y la otra intentando dar una mano con lo que puede. Ahogados en deudas, los Banks tendrán menos de una semana para conseguir una abultada suma de dinero que evite el remate de su casa por parte del banco timoneado por Wilkins (Colin Firth). Sin demasiadas ideas sobre qué hacer, la solución caerá literalmente del cielo. Como si, efectivamente, veinte años no fueran nada, Poppins (Emily Blunt) regresa para insuflarle esperanza a esta familia al borde de la quiebra. Michael (Ben Bishwa) y Jane (Emily Mortiner), chochos de la vida, la aceptan. Es tentador replicar la información de prensa y hablar de “nueva” aventura. Pero de “nueva”, en realidad, aquí no hay nada. A no ser por la inevitable batería de efectos visuales y una majestuosa recreación de época, podría pensarse a El regreso… como una película filmada un par de años después de la original. El realizador especializado en musicales despersonalizados Rob Marshall (Chicago, Nine, En el bosque) se limita a filmar reglamentariamente una buena cantidad de números bien coreografiados y con canciones pegadizas que, sin embargo, no transmiten una idea por fuera de su forma, dando como resultado un film que piensa al género como algo monolítico y momificado desde su época de gloria. Todo lo contrario a lo que ocurre, por ejemplo, con los western, que también escasean pero combaten el paso del tiempo releyendo sus coordenadas narrativas y simbólicas desde el presente en lugar de replicarlas al pie de la letra.
En agosto de 1889, más de 800 inmigrantes judíos de origen ucraniano desembarcaron en el puerto de Buenos Aires con la idea de instalarse en el campo y dedicarse a la agricultura. El lugar elegido fue un terreno inhóspito en el centro de la provincia de Santa Fe, donde fundaron la colonia Moisés Ville. Hoy, más de 125 años después, Ivan Cherjovsky y Melina Serber viajan hasta allí para averiguar qué quedó de los llamados “gauchos judíos”. La Jerusalem Argentina es un registro del día a día de esa pequeña localidad santafesina. Un día a día en el que el pasado y el presente conviven en cada pared, en cada construcción que remite a los orígenes judaicos de una comunidad que, más allá de su envejecimiento, intenta mantener vivo el legado de los primeros pobladores. El relevamiento de un museo con reliquias, paseos guiados para turistas por sinagogas, compras en locales con trato familiar y los preparativos para la celebración de un aniversario del pueblo son algunas de las situaciones que los realizadores captan con calidez y respetuosa empatía. El film despliega una nostalgia solapada a través de los testimonios de quienes han visto cómo la población de Moisés Ville ha ido cambiando y ampliando sus horizontes culturales. Una nostalgia no exenta de alegría que marca el fin de una época, pero también el inicio de otra.