La saga salda cuentas con el pasado Rocky, que maduró junto a sus films, se corre del centro de la escena y recién cobra relieve sobre el final. El protagonista es Adonis, el hijo de Apollo, que debe vérselas con el hijo de Ivan Drago. Reminiscencias de Rocky IV que ponen al personaje de Stallone en otro plano. Pocas películas pueden atribuirse la creación de un universo capaz de traspasar los límites de la pantalla. Mucho menos el hecho de que su banda sonora se haya convertido en la música oficial de uno de los deportes más populares del mundo. Porque hablar de Rocky es hablar, indefectiblemente, del carácter icónico de este paladín de la clase obrera que hace cuarenta y dos años crece a través de sus películas. Crece en edad, desde ya, pero también en complejidad emocional, modificando sus preocupaciones y motivaciones acorde al inexorable avance del tiempo. En mayor o menor medida, la saga ideada por Sylvester Stallone es un extenso melodrama familiar en el que el boxeo oficia como canalizador de las expectativas internas de ese pugilista solitario y bonachón, de ese hombre que desde la seminal Rocky (1976) piensa tanto en el presente como en el futuro de su gente. Con esa nobleza como norte ético inquebrantable, tres años atrás llegó a las salas Creed, en la que cruzaba caminos con Adonis Creed, el hijo de su rival y posterior amigo Apollo. Ahora, en Creed II: defendiendo el legado, el asunto se vuelca a las vicisitudes familiares y deportivas de un Adonis campeón. Rocky, vigía espiritual de su discípulo, observa a prudente distancia, en lo que podría significar el cuelgue definitivo de los guantes. Es curioso que la primera escena de Creed II no muestre a su protagonista sino a su némesis. La cámara panea trofeos oxidados y fotos descoloridas ubicados en un ambiente gris. Allí, desterrado y condenado al olvido desde su derrota ante Rocky en el mismísimo corazón de la Unión Soviética, vive esa máquina roja llamada Ivan Drago (Dolph Lundgren). Un Drago ávido de revancha que entrena a su hijo con rigor militar con la idea de cruzarlo con Adonis (Michael B. Jordan), en lo que sería una pelea cargada por el peso de la historia, en tanto Drago mató a Apollo en Rocky IV. El hijo de la víctima contra el hijo del victimario, un padre putativo contra un padre sanguíneo: la importancia del legado en su máxima expresión. La propuesta oficial encuentra a Adonis coronado en la categoría de los pesos pesados y consolidado con su pareja Bianca (Tessa Thompson). A todas luces no es un buen momento para enfrentar a esa mole silenciosa e inamovible. La sed de venganza siempre fue mala consejera en la saga, y aquí no es la excepción. Rocky, que, como se dijo, ha madurado junto a sus películas, lo sabe y desiste de entrenarlo. El resultado es una paliza inmisericorde al buenazo de Adonis. Que Rocky se corra del centro de la escena implica un protagonismo mayor de Adonis. Luego de esa derrota, la película centra su atención en la recuperación de ese boxeador tironeado entre la sed de revancha y las responsabilidades de una familia, flamante hija incluida. Una historia contada mil veces antes: quien quiera originalidad y sorpresa, que busque en otro lado. A cambio, Creed II ofrece una amabilísimo drama sobre los vínculos y las responsabilidades filiales entreverado con una fábula deportiva de descenso, reconversión y ascenso, que por momentos se empantana por la sencilla razón de que su principal mérito es también su propia trampa. Sucede que Rocky es tan magnético y su presencia, tan poderosa, que a Adonis le es imposible no permanecer bajo su sombra. Aun cuando sus conflictos están bien desarrollados, aun cuando el guión evite subrayados y apueste por un tono lo-fi, manso y tranquilo como río de llanura, resulta muy difícil pensar en Adonis como una criatura particular, emancipada de Rocky. Pero en el último tercio Stallone vuelve al centro de la escena y, entonces, la película toma un segundo aire para los preparativos de revancha. Otra vez en Rusia, reforzando así los vínculos con Rocky IV. Será el turno de la espiral ascendente de Adonis, ilustrada con la esperada secuencia de montaje de entrenamiento, quizá la más polvorienta y sudorosa de la saga y, por qué no, de todas las películas de boxeo. Quedará una pelea donde los golpes se sienten y los cuerpos transmiten la dolorosa sensación de progresiva destrucción, filmada con muy buen pulso por Steven Caple Jr. Desde ya que aquí no se adelantará el resultado final, pero no hay que ser un genio para saber quién gana. Se sugiere prestar atención a cómo termina ese combate y al plano final. Dos momentos que, con sutileza, clausuran una etapa saldando cuentas con un pasado que se va para no volver.
Un cineasta que es un caso clínico Ambientada en un pabellón psiquiátrico, la nueva realización del director de Sexto sentido viene a cerrar una trilogía que se inició con la ya lejana El protegido y que continuó con Fragmentado, pero que, al igual que sus protagonistas, sufre de delirios de grandeza. M. Night Shyamalan pasó de ser un ilustre desconocido a poco menos que un director canónico luego de Sexto sentido, El protegido y Señales, para luego desbarrar durante una década con películas que, aun capaces de sostener la tensión hasta volverla una sensación física, oscilaron entre el alegato político for dummies (La aldea) y una espiritualidad ecofriendly y solemne (La dama del agua, El fin de los tiempos, Después de la Tierra). Entre medio, ese disparate inexplicable llamado El último maestro del aire. Pero cuando su carrera parecía desbarrancada, Shyamalan dejó atrás la grandilocuencia y filmó Los huéspedes, una comedia de terror (¿o una de terror cómica?) que daba vuelta como una media los tópicos del cine hecho en base a “grabaciones caseras”. Fue un primer paso rumbo a un cine menos ambicioso y de menor presupuesto que continuó con el thriller psicológico Fragmentado, sobre un hombre víctima del “trastorno de personalidad múltiple”. El muchacho no tenía dos o tres identidades; tenía 24. La última de ellas, la Bestia, le sirve al realizador para cruzar a este personaje con el de El protegido y cerrar una trilogía que nunca estuvo pensada como tal. Como si Shyamalan sufriera el mismo síndrome que el protagonista de Fragmentado, la película parece haber sido dirigida por dos realizadores. El primero es uno plenamente consciente de sus herramientas cinematográficas, alguien que utiliza la potencia de las imágenes y los sonidos para crear una atmósfera incómoda alrededor del encuentro en un mismo psiquiátrico de David (Bruce Willis), Kevin y su galería de personalidades (James McAvoy) y Elijah Price (Samuel Jackson), autodenominado Mr. Glass debido a una enfermedad que convierte sus huesos en piezas más frágiles que una copa de cristal. ¿A quién se le ocurrió juntarlos a todos? Paciencia, porque todo se explicará más adelante. Por ahora se habla de la parte de Glass a cargo de un director que intenta hacer una película que orbita menos alrededor de la viabilidad de lo heroico en el mundo real que de los límites de la cordura, una suerte de mezcla entre el universo de mentes retorcidas de David Fincher –quizá el cineasta contemporáneo más interesado en las mil y un formas posibles de locura– y el de Atrapado sin salida, con la salvedad de que el nosocomio es apenas una locación y no un elemento que contribuye a la alteración de quienes lo habitan. Glass presenta las coordenadas habituales de las películas psiquiátricas. La más evidente es la idea de un grupo de personajes convencidos de una realidad que el relato abraza para luego empezar a cuestionarla a través de los ojos de un tercero que encarna la mirada menos distorsionada de los hechos, rol a cargo de la doctora Ellie Staple (Sarah Paulson). En este aspecto, igual que Fincher, Shyamalan maneja con maestría el progresivo corrimiento del punto de vista, haciendo que en el espectador crezca la duda sobre qué es real y qué no de todo lo que se ve y se oye. Pero entonces aparece la otra faceta del director, y aquí la cosa empieza a complicarse. Glass deja de preocuparse por el mundo interno de sus personajes para priorizar las marchas y contramarchas de un guión que, nobleza obliga, tiene algunas ideas muy buenas. El problema es que el Shyamalan está muy convencido de esas ideas y por lo tanto se encarga de ponerla en boca de alguno de sus protagonistas, cuestión de que quede bien clarito que es un genio. Vendrán diálogos graves y sentenciosos sobre el heroísmo, algo que para la época de El protegido –años antes que Marvel y DC explotaran en la pantalla los derechos de sus viñetas– podía ser novedoso, pero que hoy no. Más aun después de la trilogía de Batman a cargo de Christopher Nolan, que abrió la puerta para hacer de los encapotados seres torturados por su pasado y preocupados por cuestiones geopolíticas. Shyamalan debe haber visto toda la filmografía del británico, en tanto replica su tendencia a forzar la espesura y la densidad donde no la hay. Para cuando llegan las vueltas de tuerca que signan su filmografía, y que en este caso se ven venir a mil kilómetros de distancia, Glass adquiere una tonalidad mesiánica, trágica y oscura, acorde a una película que, al igual que sus protagonistas, sufre de delirios de grandeza.
Ariel (Shai Avivi) es un cincuentón próspero, dueño de una fábrica exitosa, soltero, sin hijos ni grandes apremios. Pero un encuentro con su novia de la juventud, a quien no ve hace 20 años, pondrá su vida patas para arriba: ella lo citó para confesarle que, cuando rompieron, estaba embarazada de un chico que acaba de morir en un accidente de tránsito. Descubriendo a mi hijo narrará el viaje de Ariel a la ciudad natal de ese hijo para reconstruir las distintas facetas de ese joven al que nunca conoció. Lo hará a través del diálogo no sólo con su madre, sino también con su novia, sus amigos y sus profesores, en especial con una maestra de francés. La presencia de esta profesora abre la primera de las subtramas del film. El hijo fue expulsado del colegio debido a una pintada con referencias sexuales hacia ella. Lejos de la burla o la agresión, lo hizo porque estaba profundamente enamorado. ¿Y ella de él? Durante su primer tercio, Ariel descubrirá que ese enamoramiento fue consecuencia de algunas actitudes de la profesora. La idea del amor prohibido da una pátina pecaminosa que, sin embargo, rápidamente se convertirá en un relato mucho más amable sobre el duelo. Esto porque luego del asunto de la profesora vendrá una parte con eje en el intento de casar al hijo con otra chica muerta (¡!), y una tercera vinculada con su pasado. Son situaciones de índole y tonos muy distintos que impiden que el film fluya como un todo homogéneo. Los tres grandes bloques narrativos están hilados por el peso de la ausencia y logran conectar con la platea a través de la empatía de sus criaturas y un desenlace que apuesta por la esperanza y la luminosidad.
Son el tesoro más preciado del Museo de Arqueología de Alta Montaña, a la vez que uno de los hallazgos más importantes de la disciplina en Sudamérica. Se trata de los cuerpos de tres niños perfectamente conservados por el frío durante miles de años en la cumbre del volcán Llullaillaco, en la provincia de Salta, a 6.700 metros de altura sobre el nivel del mar, descubiertos en 1999 por un grupo de especialistas estadounidenses, peruanos y argentinos. Uno de esos especialistas fue Christian Vitry, quien en El volcán adorado rememora aquella hazaña a través de sus recuerdos y de diversas imágenes de archivo tomadas por él mismo durante la travesía. Años después, se dispone a iniciar una nueva aventura con el objetivo de tomar mediciones ambientales para entender por qué esos cuerpos lograron mantenerse en ese estado. Ese viaje le sirve al realizador Fernando Krapp –codirector de Beatriz Portinari. Un documental sobre Aurora Venturini- para otro viaje centrado en la historia del pequeño pueblo de Tolar Grande, para quienes el volcán es un lugar sagrado. Dueña de varias imágenes impactantes de la geografía puneña, El volcán adorado explora tanto la relación del hombre con la naturaleza como el peso de la historia comunitaria en el día a día de esos pobladores que sienten que les han robado un pedazo de su cultura. El resultado es un film que puede leerse tanto como una exploración etnográfica como un diario de viaje rumbo a lo desconocido.
La era de reivindicación feminista Las películas con situaciones “accidentales” son una constante en la cartelera comercial. O al menos eso se desprende del uso recurrente de términos alusivos en la traducción argenta de los títulos originales, incluso de aquéllos en los que no hay referencia alguna a la incidencia de lo fortuito. A esos socios, maridos, esposas, hadas, padres y hasta sexies por “accidente” que hubo en los últimos años, se suma ahora una jefa que llega bien alto en el organigrama de una empresa de cosméticos debido a una situación impensada. La elección de Jefa por accidente –el original es el mucho más pertinente Second Act– es cuanto menos curiosa no sólo porque va a contramano de una película visible, evidentemente reivindicativa y cocinada al calor de los pedidos de igualdad genérica dentro de una industria dominada por hombres como es Hollywood. También porque si hay algo por lo que lucha el personaje encarnado por Jennifer Lopez –en su regreso a los primeros planos cinematográficos luego de casi una década dedicada al perreo en videoclips de reggeatón– es justamente por el reconocimiento de sus habilidades en el mercado laboral. Ningún accidente a la vista. Jefa por accidente está dirigida por un veterano de la comedia como Peter Segal, cuya trayectoria incluye desde La pistola desnuda 33 1/3 hasta Como si fuera la primera vez, pasando por El profesor chiflado II y El Superagente 86. La aplicación de esa experiencia se traduce en una película que durante gran parte de su metraje transita de manera segura y sin rugosidades los lugares comunes del género. Los ingredientes son conocidos: una empleada de una cadena de supermercados voluntariosa, cortés y con ideas para mejorar la dinámica de trabajo que sin embargo no recibe reconocimiento de sus jefes –hombres, desde ya–, secundada por un grupo de amigotas/compañeras toscas pero nobles que cumplen perfectamente devolviendo paredes a la protagonista. También hay un marido dulce y atento a quien ama pero que no la completa, y un sobrino que, harto de escuchar quejas por el menosprecio de su tía, pone manos a la obra inventando un currículum pródigo en estudios y títulos que ella no estuvo ni cerca de tener. Uno de esos CV llega hasta las oficinas de una poderosa empresa de cosméticos, donde Maya tiene una entrevista ante el mismísimo presidente. Para sorpresa de todos, incluida la de la hija déspota y celosa de ese ejecutivo (Vanessa Hudgens), consigue un trabajo como encargada de desarrollar un nuevo producto enteramente natural, convencida de que ese nicho de mercado no está lo suficientemente explotado. Sobre esa base arrancarán diversos enredos que obligan a Maya a seguir sosteniendo la mentira y que Sigal hila con oficio, colando algunos chistes certeros con el mismo profesionalismo automático con que un chofer de micros recorre todos los días de verano la Ruta 2. Pero sobre la mitad del relato el guión escrito a cuatro manos por Justin Zackham y Elaine Goldsmith–Thomas decide que esa liviandad es insuficiente y ahonda en una serie de situaciones relacionadas con el pasado oscuro de Maya. Aparecerán elementos propios del melodrama, como los recuerdos de una maternidad adolescente, el dolor por el abandono y una creciente culpa por haber adquirido un lugar en la cúpula directiva a raíz de un engaño. Esos elementos desbalancean una película que no se contenta con su eficacia genérica y a la que la ambición le juega una mala pasada.
El año cinematográfico comienza en la Argentina de la mejor manera: el regreso en gran forma de uno de los últimos directores y actores clásicos de Hollywood. Como en Gran Torino (donde también se lucía delante y detrás de cámara), el creador de Los imperdonables, Bird, Río místico y Million Dollar Baby regala una película reflexiva y testamentaria en lo social, lo político y lo sentimental construida con el inoxidable pulso narrativo de uno de los grandes realizadores estadounidenses de todos los tiempos. La historia de Leo Sharp –conocida desde la publicación de varios artículos en el diario The New York Times– pedía una película. Este veterano de la guerra de Corea tenía una pequeña granja donde cultivaba y comercializaba lirios. Pero, a principios de este siglo, el negocio dejó de ser redituable, empujándolo a una quiebra que lo llevó a perder casi todo. Fue en ese momento que, a través de un conocido, trabó vínculos con el cartel de Sinaloa y se convirtió en uno de sus choferes estrella, distribuyendo decenas de toneladas de droga a lo largo de los Estados Unidos. Apodado “El Tata” por sus 87 años, fue apresado una década después por la DEA con más de 100 kilos de cocaína en los bolsos que llevaba en la caja de su camioneta. ¿Qué motivó a un anciano de apariencia tranquila a involucrarse en una de las actividades ilegales más peligrosas del mundo? Alrededor de esa pregunta el inoxidable Clint Eastwood construye La mula, un thriller con tintes dramáticos que funciona como una nueva entrega de ese extenso y complejo testamento social, político y sentimental que el director de Más allá de la vida, Cartas desde Iwo Jima e Invictus viene escribiendo desde hace más de una década. No parece casual que Eastwood haya elegido dirigirse a sí mismo por sexta vez exactamente diez años después de Gran Torino, la que hasta ahora era su última película cumpliendo ambos roles. Como en aquella película, aquí se narra el proceso retrospectivo de un hombre que, empujado al abismo de la soledad y la inminencia de la muerte, mira hacia atrás para observar cómo el mundo y su vida han dejado ser aquello que alguna vez fueron. La primera escena muestra, por si hiciera falta, que el pulso clásico de Eastwood es inoxidable. Es una extensa secuencia que pinta, a través de un montaje paralelo, el comportamiento habitual de Earl Stone. Hosco, gruñón, desconfiado y autosuficiente, en él entran todos los personajes anteriores de Eastwood, como si quisiera marcar el peso de su legado a través de la autoconciencia. Esa escena tiene a su hija a punto de casarse y visiblemente nerviosa ante la ausencia paterna, al tiempo que él se pasea muy tranquilo por una convención de floricultores donde es tratado con un respeto que devuelve con caballerosidad y simpatía. Son, entonces, las dos caras de una persona que, como dirá él mismo más adelante, ha priorizado siempre las obligaciones (auto)impuestas por sobre sus responsabilidades familiares. Un tiempo después, fundido a raíz de la venta vía Internet y tapado de deudas, ensaya un intento de amistarse con los suyos en vísperas del casamiento de su nieta, la única que todavía parece quererlo. Rechazado por su ex mujer (Dianne Wiest) e ignorado por su hija (Alison Eastwood, hija real de Clint), termina hablando con un invitado que lo pone en contacto con uno de los infinitos brazos del cartel de Sinaloa. Otra vez como en Gran Torino, lo primero que hace el viejo Earl es dejar de lado sus convicciones. O, mejor dicho, problematizarlas, porque dejarlas implicaría un simplismo narrativo que Eastwood felizmente evade. Xenófobo y orgullosamente proamericano, es ahora empleado de una organización dominada por latinoamericanos. Los viajes, además de algunos bienvenidos toques de humor, aportarán pequeños elementos que muestran la comprensión de Earl de que los hilos del mundo contemporáneo se mueven hacia direcciones distintas a las de antaño. Plácida y reposada como gran parte de la obra crepuscular del director, La mula tiene tres subtramas que avanzan en paralelo. La primera es el progresivo encaje de Earl dentro de un sistema que no por ajeno le resulta incómodo. Al contrario, aprovecha los viajes para visitar amigos y viejos conocidos, en línea con la idea de que la finitud es una amenaza constante. Esto último motoriza una mirada hacia ese pasado lleno de errores que intentará remendar. Pero ojo, porque aquí remendar no implica redención, sino la certeza de que esos errores son irreparables y que solo queda intentar asumir las responsabilidades de los daños causados, tal como muestra la escena final. La última subtrama está centrada en los avances de una investigación policial que lentamente empezará a cerrarse sobre él. Lejos de la mirada maniquea de El francotirador y 15:17 Tren a París, no por nada sus películas más flojas en años, el agente encarnado por Bradley Cooper es un hombre de convicciones firmes que encuentra en Earl –antes de saber que es su objetivo– una referencia masculina. Este agente encarna, igual que el personaje de Tom Hanks en Sully, al personaje ordinario –ordinario entendido como normalizado dentro del sistema– que intenta hacer su trabajo de la mejor manera posible, en lo que es otra aproximación al heroísmo y cómo se construye un héroe, uno de las grandes temas del Mundo Eastwood. Un mundo que muta sus variables acordes a estos tiempos, que dialoga con lo real a través de la mirada desencantada que diagnostica un estado de situación crítico aun cuando esto sea favorable para Earl: nadie, nunca, jamás pensaría que él es la tan buscada mula. Una mula que encuentra la paz interior al final de su camino.
Uno de los actores más conocidos y reputados del cine francés contemporáneo, Daniel Auteuil se prueba como director por cuarta vez en su carrera (sus tres películas anteriores son inéditas en la Argentina) al mando de la adaptación de una obra teatral del dramaturgo Florian Zeller centrada en los avatares emocionales de un sesentón durante una cena con su mejor amigo y su nueva novia. Auteuil interpreta a Daniel, un editor de buen pasar económico y, en principio, felizmente casado con Isabelle (Sandrine Kiberlain). Un día se cruza de casualidad con su amigo Patrick (Gérard Depardieu), a quien no veía hace mucho tiempo, y lo invita a cenar con su nueva pareja, una bellísima española (Adriana Ugarte, vista en Julieta y la serie El amor entre costuras) mucho más joven que el resto del grupo. Pero lo que debía ser una cena amistosa terminará desencadenando en Daniel una serie de fantasías amorosas y sexuales con ella, al tiempo que su mujer empieza a sospechar que el trato atento y bienintencionado esconde otras cuestiones de fondo. La primera parte de Enamorado de mi mujer se presenta como un relato que alterna entre la imaginación idílica de Daniel ante cada dicho de la novia de su amigo y la realidad de una cena fría y protocolar. Una alternancia inicialmente simpática pero que a la larga se vuelve reiterativa y confusa, difuminando la separación entre lo “real” y lo ficticio. A medida que la película avanza, el tono cómico muta por uno dramático centrado en la crisis emocional de Daniel disparada por ese encuentro. Enamorado de mi mujer tampoco funciona del todo bien en esta faceta, pues no escapa a ninguno de los lugares comunes de las historias de “crisis de mediana edad”. Tampoco ayuda un desenlace abrupto y conformista que se preanuncia desde su título.
La franquicia Taxi inició en 1998 de la mano del productor Luc Besson. La primera película fue un éxito comercial gracias a su buen funcionamiento como comedia de acción, pero a medida que avanzaron las entregas la saga fue perdiendo potencia. Once años después de la cuarta, llega una quinta película que está muy pero muy lejos de los logros iniciales. 5ta. a fondo (hasta su título es poco destacado) es algo así como una cruza berreta entre el espíritu fierrero y grasoso de Rápido y furioso -incluso su protagonista, el también director y coguionista Franck Gastambide, no sólo tiene un parecido físico notable a Vin Diesel sino que hasta imita sus gestos- y ese humor costumbrista basado en las diferencias culturales entre distintas regionales de Francia. Los “chistes” son dignos de las peores comedias argentinas de los años ’80: pocas cosas peores para una comedia que el humor chillón, burdo y predecible puesto en boca –y en los cuerpos– de personajes deliberadamente exagerados. En ese sentido, un buen ejercicio es pensar a 5ta. a fondo como una película de Guillermo Francella de la época de Exterminators: un planteo policial absurdo al que le sigue un desarrollo que mezcla las escenas de acción con menos adrenalina y emoción que se recuerden y, lo dicho, una búsqueda humorista articulada alrededor de motivos mil veces vistos. Ni siquiera el regreso del Peugeot tuneado salva a 5ta. a fondo del bochorno.
Amor al club y pertenencia barrial El film de Sergio Criscolo da cuenta del sentimiento de los simpatizantes y su lucha para volver a su lugar histórico. Pocas veces el fútbol argentino dominó la agenda pública, mediática y social como durante noviembre y los primeros diez días de diciembre. La bola de nieve empezó a crecer cuando se confirmó que Boca y River jugarían la final de la Copa Libertadores, y luego aumentó de tamaño hasta niveles astronómicos, aunque con lo estrictamente futbolístico relegado por promesas de público visitante, piedrazos, sucesivas postergaciones, reclamos de un equipo y de otro, acusaciones de traición y la mudanza del último partido a Madrid. En este contexto se estrena Volver a Boedo, un documental que borra –al menos simbólicamente– algunas de las tantas manchas estampadas en la pelota centrando su atención en el sentimiento más puro y genuino de hinchas comunes y corrientes, ciudadanos y ciudadanas de a pie unidos por un amor incondicional a su club y, sobre todo, a lo que éste implica. O al menos debería: un punto de encuentro, un enclave de contención, un pilar fundamental del sentido de pertenencia barrial. Todo eso que a los seguidores de San Lorenzo les sacaron, y que cada vez están más cerca de recuperar. La referencia del comienzo al duelo bíblico entre David y Goliat es tan obvia como pertinente, además de una toma de posición sobre lo que se narrará a continuación. Sin ninguna intención de esconder su sentir cuervo, el director Sergio Criscolo se remonta hasta principios del siglo pasado para sobrevolar los orígenes del club y luego aterrizar en un registro pormenorizado de la historia del Viejo Gasómetro, aquel estadio demolido después de que la última dictadura militar obligara a San Lorenzo a vender los terrenos a precios irrisorios para una serie de negocios inmobiliarios que terminaron con la construcción del hipermercado que funciona hasta hoy. El equipo pasó más de una década jugando de local en distintas canchas, hasta que en diciembre de 1993 volvió a tener un estadio propio en Bajo Flores. Un estadio que no muchos quieren, pues se sienten igual de visitantes que antes. Ese sentir motivó la creación de la Subcomisión del hincha con miras a regresar al barrio del que, piensan, no deberían haberse ido nunca. Tan clásico en su formato de cabezas parlantes como ordenado a la hora de la exposición informativa, Volver a Boedo tiene todas las voces que un documental sobre este tema debería tener. Las de aquéllos que recuerdan partidos vistos desde los tablones de madera y las de algunas viejas glorias azulgranas -incluida la de un inesperadamente sensible José Sanfilippo-están teñidas por una nostalgia que Criscolo comparte pero no abraza. Sí está más interesado en la de quienes han hecho de su pasión un motor creativo (el poeta y escritor Fabián Casas; el periodista político Pablo Calvo) y, desde ya, en la más importante de todas las voces, la de uno de los hermanos que se embarcaron en la aventura de presentar un proyecto en la Legislatura -la primera vez que un proyecto presentado por un vecino adquiere estado parlamentario, según se dice- que abrió paso a una negociación formal para la recompra de los terrenos. Hay lugar también para el color, cortesía de un hincha conocido como “Gordo ventilador”, quien hace diez años decidió sacarse la remera y revolearla todos los partidos. Y, claro, para la emoción sincera y profunda de quienes se sienten cada vez más cerca de volver a Boedo. Una emoción que solo el fútbol, cuando es fútbol, puede despertar.
La protagonista de Algo celosa es Nathalie (Karin Viard), una profesora de literatura con clase e inteligencia que promedia sus 50 con un buen pasar económico y una hija de 18 años de indudable talento para la danza. Una vida envidiable, con la excepción de un malestar que se ha vuelto un compañero molesto en su rutina. Tan molesto que la convierte en un ser despreciable. Ese carácter despreciable, sumado a la falta de respuestas del guión sobre los motivos del malestar, vuelve a Nathalie un personaje anómalo para el común de este tipo de comedias sobre la crisis de la mediana edad. Algo celosa dedica un buen tiempo a mostrar su caída a un abismo sin fondo, convirtiéndola así en una mujer dispuesta a dañar a un entorno al que percibe feliz y sin grandes problemas. Y nada de daños pequeños: a su ex marido, con quien tiene una relación cordial y amena, le cancela unas vacaciones con su nueva novia; a un pretendiente que cena en su casa lo echa por mirar a su hija, a quien a su vez le provoca una alergia (sin querer, según dice) justo antes de una audición. Esa complejidad –y la consecuente incomodidad en el espectador– se extiende hasta que los hermanos David y Stéphane Foenkinos encausan su film en los carriles habituales de estos relatos, dando pie a un desenlace en el que la conciliación con su gente y con ella misma será la norma.