Dos familias para un drama romántico Se dice varias veces durante las casi dos horas de La vida misma que “la vida es el narrador menos confiable que existe”. Ex guionista de Disney (Enredados, Bolt, Cars 2) y uno de los responsables de la reputada serie This Is Us, Dan Fogelman no será el narrador menos confiable pero sí uno con el que hay que tener cuidado. Su segunda incursión en la realización de largometrajes después de la amable Directo al corazón es uno de esos dramones románticos de largo aliento temporal y con tintes fabulescos que entrecruza a los integrantes de dos familias, siempre con la voluntad de pulsar los botones emocionales de la platea. Un tipo de cine que mide su éxito en lágrimas derramadas y, por lo tanto, reorienta las marchas y contramarchas del guión según ese objetivo, relegando la coherencia y el verosímil a un lejano, lejanísimo lugar secundario. Aquella frase se repite a intervalos regulares, como para que hasta el espectador menos avispado se percate de su importancia, y es dueña de una grandilocuencia que se condice con las aspiraciones del film de abordar “temas importantes” como el amor, la muerte, la familia y, claro, el destino. Fogelman ata la suerte de sus personajes a un sinfín de situaciones que van de lo trágico a lo fortuito y de allí a lo involuntariamente risible, dejándolos sin un instante de paz o estabilidad. No hay nadie que no cargue con un pasado en el que todo lo que podía salir mal, salió peor. Allí está, por ejemplo, el buenazo de Will (Oscar Isaac), que pasa del sueño de formar una familia con Abby (Olivia Wilde, una de las actrices más fotogénicas que haya pisado la Tierra) a la desgracia absoluta luego de un accidente de tránsito. Por su parte, Abby estaba embarazada y era huérfana desde los siete años, cuando sus padres murieron en un choque de autos del que ella sobrevivió, y luego estuvo a cargo de un tío abusador al que le pegó un tiro en la pierna. Otro detalle: en aquel accidente papá murió decapitado y la nena estuvo una hora viéndolo antes del rescate. Imposible que Will termine bien. De allí la acción se traslada a España, donde un solitario hacendado de billetera abultada (Antonio Banderas, que no suma arrugas ni canas en los más de veinte años que recorre su personaje) asciende a capataz a uno de sus mejores empleados. Este muchacho, a su vez, tiene una novia con la que luego tendrá un hijo. Al principio todo es alegría y felicidad, pero a Banderas le cae muy bien el pibe. Tan bien que el padre se manda a mudar. Ambas líneas narrativas terminarán confluyendo nuevamente en Nueva York, no sin antes incluir un cáncer (al que no se lo menciona como tal) que terminará en otra muerte. Tanta desgracia es borrada de un plumazo durante un desenlace que reivindica la importancia del linaje con los primeros planos de todos los protagonistas (tooodos los muertos y los pocos sobrevivientes) mirando a cámara, en una secuencia que podría funcionar muy bien como comercial de Coca Cola.
El jardín de la clase media transcurre cuando las listas de candidatos para las elecciones legislativas están a punto de cerrarse. En ese contexto político agitado y de negociaciones tras bambalinas aparece el cadáver de una mujer decapitada en la casa de uno de los potenciales aspirantes a diputado (Luciano Cáceres). El hallazgo obliga a su pareja, una médica a cargo del área de psiquiatría de un hospital público (Eugenia Tobal) y a un detective de la policía (Esteban Meloni) a unir esfuerzos para esclarecer el crimen. Leonor Manso y Enrique Liporace encarnan a las figuras más importantes y oscuras de la cúpula encargada de tomar las decisiones que involucrarán directamente al político ascendente. Basado en la novela homónima de Julio Pirrera Quiroga, el film de Ezequiel C. Inzaghi se presenta como un thriller político donde nadie es quien parece ser. La investigación tirará del ovillo de una trama mafiosa que involucra al núcleo duro del gobierno en maniobras donde lo límites entre lo legal e ilegal se difuminan. El problema de El jardín de clase media es que nunca logra trascender los límites férreos del thriller, volviéndose previsible y adoptando algunas vueltas de guión varias veces vistas. Dueña de un involuntario espíritu clase B, se trata de un film cuyo interesante punto de partida (el retrato de la cocina del poder nacional) se diluye a medida que el relato queda preso de los tironeos entre la vertiente policial y la política.
Una casa que se parece demasiado a una prisión Aquí se sabe poco y nada sobre los crímenes de Andrew Jackson Borden y su segunda esposa Abby Durfee Gray, pero son una auténtica leyenda en un país con toda una mitología alrededor de la violencia como los Estados Unidos. Los cuerpos fueron encontrados con incontables hachazos en sus cabezas en un caserón de un pequeño pueblo del estado de Massachusetts en agosto de 1892. Aun cuando él tuviera unos cuantos enemigos producto de sus negocios con la compra de tierras a campesinos que no podían pagar sus créditos hipotecarios, todas las pistas señalaron como potencial culpable a su hija menor, y fruto de su primer matrimonio, Lizzie. Una culpabilidad que, sin embargo, nunca fue probada en la Corte, por lo que hasta hoy los crímenes permanecen impunes. Estrenada en el Festival de Sundance de este año, El asesinato de la familia Borden no indaga, como su título local haría suponer, en los pormenores de la causa ni en la investigación policial, sino en el complejo entramado familiar establecido puertas adentro de una casa donde el patriarca movía los hilos con mano de hierro, haciendo y deshaciendo a su voluntad. La primera escena transcurre inmediatamente después del hallazgo de los cuerpos, cuando Lizzie (una Chloë Sevigny a cara lavada) testimonia ante la policía con evidente nerviosismo, para luego retroceder seis meses hasta el primer día de trabajo de la joven irlandesa Bridget (Kristen Stewart, siempre enigmática y melancólica) como parte del servicio de mucamas. Las órdenes son claras: se hace lo que se le pide y está prohibido extralimitarse. Esa opresión opera como punto de encuentro entre ella y esa hija menor que no sólo carga con el mote de oveja negra de la familia sino también con una epilepsia que debilita aún más su posición frente a un padre intransigente y gélido. Tan gélido como la paleta de colores elegida por el director de fotografía Noah Greenberg, que ilumina los espacios con tonalidades claras pero sin brillo, como si en ese fuera de campo constante demarcado por las paredes externas de la mansión se viviera un día nublado eterno. Descastadas y solitarias, las dos establecen un vínculo que va de la curiosidad a una atracción física que no tardará en materializarse, para disgusto de un padre que por esas casualidades que suceden en el cine justo las ve. Resulta difícil saber si la relación entre ellas se debe a la consumación de un deseo genuino o a una manera de marcar las líneas de la cancha donde se disputa el juego de poder que las une aun cuando no lo parezca, pues el director Craig William Macneill apuesta por una distancia emocional con esos personajes que de dan monolíticos por momentos resultan impenetrables hasta para el propio guión. Ese carácter enigmático tiene más sentido en el último tercio, que inicia en el mismo punto donde arrancó la película pero ahora avanza hacia adelante. Los encuentros posteriores entre ellas, sumado a un largo flashback explicativo destinado a poner las piezas faltantes del rompecabezas en su lugar, coronan un relato que deja flotando el misterio sobre la verdadera personalidad de Lizzie, quien tranquilamente podría ser tanto una lunática como una víctima del maquiavélico sistema que papá Borden se encargó de construir y, por qué no, de terminar.
Creced y multiplicaos, pero no mucho El director de Guerra de papás vuelve a la comedia ATP con la historia de un matrimonio en un bizarro plan de adopción. Una de las reglas no escritas de la distribución argentina dice que con la llegada de diciembre debe estrenarse una comedia de espíritu navideño. La de este año se llama Familia al instante y, si bien no transcurre en épocas de arbolitos y villancicos, tiene todo lo que se puede esperar de ese tipo de películas: personajes queribles y bondadosos, una buena cantidad de chistes multitarget de fácil digestión y otros tantos basados en golpes contra cualquier superficie, un relato que podrá desviarse –y que cuando se desvía es cuando mejor funciona– pero que invariablemente culminará en una amable celebración de la unión y el amor. Tan celebratorio de la unión y el amor, que su última escena muestra la realización de una foto en un juzgado donde posan todos los integrantes del Tribunal, los policías e incluso quienes hasta segundos antes habían estado sentados en el banquillo. Difícilmente alguien pueda ofenderse con una película de estas características, que para colmo tiene en los roles centrales a dos intérpretes de probada solvencia en el género como Mark Wahlberg y la australiana Rose Byrne, y dos actrices de reparto infalibles como Octavia Spencer y Margo Martindale. Pete (Wahlberg, especialista en encarnar tipos bonachones y módicamente torpes) y Ellie (Byrne, la novia/esposa por excelencia de la comedia americana de la última década) son un matrimonio feliz pero incompleto. Así piensan y así lo sienten cuando en cada charla con amigos y familiares sobrevuele la idea de tener hijos. El problema es que ya están grandes y, de embarazarse ahora, deberían hacerse cargo de adolescentes cuando ellos no puedan seguirles el ritmo. O al menos eso piensa él, traumado por un hecho de la juventud mostrado a través de un inspirado flashback. Ella, entonces, hace lo que hacen nueve de cada diez mujeres en el cine de Hollywood aun en tiempos de #Metoo y reclamos de igualdad de género en la pantalla: concede sin chistar. Desechada la vía natural, la adopción asoma como una posibilidad latente. Para eso deberán hacer un curso introductorio donde explicarán sus motivaciones y conocerán a quienes, como ellos, se disponen a emprender la aventura de una familia. La película de Sean Anders (Quiero matar a mi jefe 2, las dos Guerra de papás) tiene un grupo de futuros padres y madres sacados de una galería de freaks. La pareja homosexual progre, otra de ultracatólicos que afirma estar allí por mandato de Dios y –la cereza del postre– una alemana que quiere a un negro adolescente con capacidades deportivas para ganar una beca, invitan a pensar que Familia al instante se reirá de aquellas causas que supuestamente abraza. La sensación aumenta cuando, interesados en una adolescente y sus dos hermanitos menores, Pete y Ellie pregunten por los padres biológicos. Antes del chequeo en la base de datos, todos suponen que mamá, de origen latino, está presa, y efectivamente lo está. “¿Y el padre?”, retruca él, a lo que la asistente social responde riéndose a carcajadas. Pocas veces una comedia familiar se permitió un comentario tan abiertamente político a través del sarcasmo. Un sarcasmo que de allí en adelante aparecerá en dosis homeopáticas solo durante las charlas en las que los flamantes padres comparten sus miserias… y todos se ríen de ellos. El asunto se complica luego de la adopción. Se complica para una pareja para la que no será nada fácil lidiar con una quinceañera rebelde y contestataria (la cantante de ascendencia peruana Isabela Moner), un chico de diez años torpe y con una excesiva tendencia a mandarse cagadas y luego disculparse, y una nenita de cuatro dócil y cariñosa hasta que se encapricha. Se complica también para la película, pues con el quinteto ya unido el guión coescrito por Anders y su habitual socio creativo John Morris vuelve al llano del humor facilongo y ATP. Como es de esperar, habrá tiempo para las consabidas justificaciones de por qué cada uno es como es, un progresivo acercamiento de los padres hacia la adolescente y una amenaza externa a ese débil equilibrio construido con esfuerzo y perseverancia. Amenaza que, desde ya, difícilmente pase a mayores, porque de hacerlo Familia al instante sería una película distinta… y posiblemente mejor.
Si no tuviera una pata de su coproducción en la Argentina a través de la compañía de Daniel Burman, sería imposible no pensar en la enorme influencia italiana en la cultura argentina como la principal razón del estreno en estas tierras de El hombre que compró la Luna. Es que el nuevo film de Paolo Zucca (El árbitro) apuesta por un relato que cruza la fábula romántica con elementos propios de la tradición peninsular. La historia es disparada por un hecho absurdo. Un hombre de Cerdeña afirma ser el dueño de la Luna, desatando así una locura en los servicios secretos de todo el mundo. Sin datos concretos sobre el presunto comprador, una agencia de seguridad internacional traza un plan que consiste en enviar a un agente de origen sardo camuflado al núcleo de la comunidad. Claro que para camuflarse primero deberá manejar a la perfección los usos y costumbres de la comunidad, lo que da pie a un entrenamiento en el que no faltarán múltiples referencias a la cultura local: algo así como que en una película argentina se hicieran chistes sobre el acento cordobés o la siesta santiagueña. Lo que sigue es un film que lentamente irá mutando hacia el surrealismo y la metáfora, no sin antes coquetear con los descubrimientos personales del agente encubierto ligados a sus orígenes, todo matizado con pequeñas dosis de humor que irán extinguiéndose a medida que avance el relato. El resultado es un film irregular e indeciso, cuyo principal pecado es abarcar mucho y apretar poco.
El pueblo que se entregó a la siesta El realizador toma un tópico al parecer trillado –un grupo de niños enfrentado a una situación inesperada, sobrenatural– pero lo recorre sin caer en lugares comunes. El film viene de obtener una Mención Especial del Jurado en el Festival de Mar del Plata. La Competencia Argentina del reciente Festival de Mar del Plata mostró que la cinematografía nacional tiene sus mandatos. Desde ya que ninguno está escrito o forma parte de los contenidos académicos de alguna facultad, pero sus huellas son indisimulables en la pantalla grande. El principal y más visible es aquel que parece desaconsejar filmar lo que se tenga a mano, como si recurrir a universos cercanos y conocidos fuera un pecado. De allí que hayan abundado documentales, ficciones e “híbridos” que apostaban por conjugar lo exótico con lo desconocido viajando hasta lugares alejados e inhóspitos: películas que piensan que a mayor distancia del punto de origen de sus realizadores, mayor será el carácter sorprendente de lo mostrado. Iván Fund es una de excepciones más notables a esta regla, un director que ha construido gran parte de su obra basándose en la observación atenta de las diferentes aristas de la rutina de la localidad entrerriana de Crespo y sus alrededores. Una obra que con Vendrán lluvias suaves pega un volantazo radical entrelazando esa observación con un modelo narrativo ampliamente trajinado –no aquí, desde ya– como el de las aventuras infantiles. Lo sorprendente, entonces, como consecuencia de dejarse sorprender. Tal como afirma el catálogo de Mar del Plata –de donde el film se llevó una Mención Especial del Jurado de la Competencia Internacional–, el guión coescrito por Tomás Dotta y el realizador de Hoy no tuve miedo, Me perdí hace una semana y Toublanc tiene como grandes referencias a Los Goonies y Súper 8. De ellos toma la idea madre de un grupo de chicos sometidos a una experiencia extraordinaria a raíz de un evento anómalo y un tono que coquetea entre el terror infantil y un progresivo corrimiento hacia lo fantástico. Spielberg y la reciente Stranger Things podrían sumarse a la nómina de antecedentes de este film que comienza cuando, luego de un apagón nocturno, los adultos del pueblo caen en un sueño profundo, una suerte de maleficio sin final a la vista que deja a los niños y adolescentes librados a su propia suerte. Fund muestra ese apagón desde una toma aérea que capta el carácter plano y apacible del lugar. Un lugar que, aunque mayormente dormido, tendrá un peso narrativo igual de importante que el de sus protagonistas de carne y hueso. Esa noche Alma había dormido por primera vez fuera de su casa, por lo que el destino de su familia es una auténtica incógnita. Lentamente irá cruzándose en la calle con otros chicos en su misma situación. ¿Qué pasó? ¿Por qué todos duermen menos ellos? El punto de partida pone al espectador a la espera de novedades sobre los motivos del sueño. Pero esas novedades nunca llegan. A cambio, Vendrán lluvias suaves –el título proviene de un cuento breve de Ray Bradbury– muestra el recorrido de los chicos a lo largo de esas calles vacías rumbo a la casa de Alma, donde su hermanito está solo. En ese acompañamiento se cifra la operación del director: las calles son las mismas de siempre, al igual que esos perros que vagabundean sin rumbo definido, pero lo que ha cambiado es la forma de observarlas y su significación. Habitual ámbito de hastío y tiempos dilatados, el terreno funciona ahora como una pista de obstáculos acordes a las particularidades de su fisonomía. Acá no hay monstruos gigantes ni grandes desafíos por la supervivencia; sí una aventura construida sobre la acumulación de pequeñas épicas cotidianas. Rescatar a un perro encerrado en un auto, atender a un chico lastimado luego de caerse de un árbol o atravesar una nube de mosquitos son algunas de las postas que atravesarán los chicos durante el periplo. Fund pega la cámara a ese grupo de chicos de entre 5 y 11 años sometidos a una experiencia bisagra, el potencial inicio de una nueva etapa, para captar al detalle sus expresiones y la construcción de una dinámica. Quizá sea esa contención mutua la que explique la pasividad interna que los atraviesa. Lejos de la desesperación, tanto Alma con el resto del grupo lucen llamativamente calmos. “¿No tenés miedo que tus papás no se despierten?”, le pregunta uno a otro, que responde con un rotundo “no”. En ese sentido, y aun tratándose de un universo con reglas propias, no le hubiera mal a Vendrán lluvias suaves acrecentar la sensación de sorpresa y temor, dos elementos fundamentales del género de aventuras ante la aparición de lo sobrenatural.
Llegar al hueso de la identidad Este cronista no recuerda una película como El silencio es un cuerpo que cae. Bueno, sí, es cierto que indagar en el pasado familiar partiendo de la base de grabaciones, audios y demás registros privados se ha vuelto una recurrencia en el documental argentino contemporáneo. Tan cierto como que las últimas ediciones del Festival de Mar del Plata y Bafici entregaron varios exponentes que se inscriben en esta tendencia. Pero ninguno de ellos transmitió la sensación de carne viva, de intento desesperado de explicar lo inexplicable –la muerte, pero también otras cosas–, como la ópera prima de Agustina Comedi. La realizadora cordobesa radicada en Buenos Aires construye un artefacto de explosividad radiactiva centrado en su padre, Jaime, fallecido luego de caerse de un caballo cuando ella tenía 12 años, en enero de 1999. Hasta minutos antes de ese accidente, papá había empuñado una cámara de video Panasonic con la que filmaba toda la vida familiar, incluido el asado previo a la cabalgata mortal. Pero antes de convertirse en padre y marido modélico que llevaba a sus mujeres de viaje a los destinos más top del mundo, antes de ser un abogado premiado que vestía pulóveres cerrados y se peinaba prolijo, Jaime fue otro. “Cuando vos naciste, una parte de tu papá murió para siempre”, le dice a Comedi una confidente de Jaime. Aquella frase es la punta del iceberg de un pasado que permaneció oculto bajo siete llaves, pues ni ella ni nadie del círculo íntimo previo a la conformación de la familia estuvo dispuesto a quebrantar el pacto de silencio, ese contrato ético jamás firmado pero de innegable peso en el presente. ¿Quién era Jaime? ¿Qué parte de él murió cuando se casó? ¿Por qué no hay ni un registro audiovisual propio previo al nacimiento de su única hija? ¿Cuáles fueron las razones para filmar horas y horas de situaciones familiares cotidianas? Movida por éstas y otras preguntas, Comedi se sumerge en un viaje de poco más de una hora hasta el pasado más lejano de su padre, llegando hasta el hueso de una identidad opuesta a esa imagen de hombre próspero y exitoso cultivada en sus últimos años. El silencio... desnuda la personalidad de Jaime poniendo a dialogar aquellas imágenes familiares caseras con los testimonios de quienes lo conocieron antes de que filmara su vida. Un diálogo que muchas veces genera el mismo efecto que el choque frontal entre dos trenes, pues el contraste entre la apolínea felicidad en los VHS se contrapone al desparpajo del pasado. La directora tira del ovillo y se entera que papá tuvo no una sino dos parejas de larga duración antes que su madre. Dos parejas de las que, desde ya, nunca se había hablado aun cuando luego entablaron un fuerte lazo de amistad. Incluso una de ellas, de profesión obstetra, comandó el parto y ofició de testigo del casamiento. Dos parejas que amaron a Jaime y fueron amadas por él. Dos parejas que no eran mujeres: el secreto de Jaime, aquello que archivó cuando empuño la cámara, era su homosexualidad. Es muy difícil seguir hablando de El silencio..., puesto que implica contar más detalles acerca de las situaciones que el relato irá revelando con un ritmo arremolinado a medida que se suman más voces a la (re)construcción de Jaime. Es indudable que el combustible narrativo de El silencio... son las dudas acumuladas durante toda la vida de la directora. Pero esas dudas no implican que persiga la catarsis pública. O, si la persigue, lo hace sin olvidar que el cine debe ser más que un diván. De allí que Comedi tome una distancia emocional absoluta: quien narra no es la hija, sino una directora plenamente consciente de las herramientas cinematográficas. A falta de una, aquí hay dos historias interesantísimas. La de su padre en sí, cuya figura es inasible aun con todas las cartas sobre la mesa, y otra vinculada con cómo esa esfera personal fue consecuencia directa de un contexto, lo que le da a este retrato en principio íntimo y privado una dimensión pública y política: el pasado personal es también el de todo un colectivo, con la persecución de principios de los ‘70 y la brutal represión a quienes no cuadraran en los patrones de lo que se consideraba “normal”. Y Jaime, desde ya, no lo era. No se sabe, ni se sabrá, el porqué de esa “normalización” posterior. De allí que el hilo que atraviese de punta a punta el film sean las diversas formas que puede adoptar la libertad de ser y hacer lo que cada quien disponga. Una libertad que, como se dice en la última escena, es algo tan sencillo y a la vez difícil como no estar encerrado en una jaula propia.
La “narcofascinación” generada por la lluvia de series y películas sobre Pablo Escobar da otro paso con este film basado en el libro escrito por su amante, la periodista Virginia Vallejo, que narra la clásica parábola “ascenso-apogeo-caída” de un gigante. Dirigida por Fernando León de Aranoa, Pablo Escobar: La traición arranca a principios de los años ’80, cuando Escobar (Javier Bardem) consolidaba su emporio narco a pasos agigantados. En una de sus habituales fiestas faraónicas conoce a la periodista Virginia Vallejo (Penélope Cruz), quien rápidamente queda fascinada por su figura. La película intenta correrse de la línea tradicional de relatos sobre Escobar abordando los diez años posteriores desde una mirada “periférica” (el punto de vista es el de Vallejo) y humana. Años en los que Escobar incursionó sin éxito en la política para luego convertirse en el botín más preciado de la DEA y las fuerzas armadas colombianas. León de Aranoa construye un relato violento y atrapante narrando en paralelo las ideas y vueltas del triángulo amoroso entre Escobar, su esposa y su amante, y la pelea política y armada detrás de su “negocio”. El resultado es un film correcto e interesante que no escapa a los lugares comunes de las biopics sobre personajes oscuros terminados en la desgracia luego de su apogeo.
De la comprensión al aprendizaje mutuo En su primer largo, el cineasta platense mira a dos adolescentes desde la altura de un par, con una capacidad de sorpresa similar ante lo novedoso. En este coming of age, los personajes opuestos están destinados a atraerse, pero el film no explicita de qué forma. “A veces, aunque esté rodeado de mucha gente, me siento un poco solo”, le confiesa Lorenzo (Angelo Mutti Spinetta) a Caíto (Lautaro Rodríguez) en la intimidad de una carpa durante un campamento nocturno en un bosque. Caíto se toma unos cuantos segundos para responder, y devuelve un “maricón” con tono de reto. “Y vos qué comprensivo, boludo”, se enoja Lorenzo. La escena transcurre cuando promedia Mi mejor amigo e ilustra los indisimulables contrastes entre los protagonistas. Hijo mayor de una familia de clase media, Lorenzo ronda los 16 años, le va bien en la escuela, es responsable, ávido lector, centrado, maduro, y anda medio enamorado de una compañerita. El otro es hijo de un viejo amigo de una época que papá prefiere no recordar, un chico algo más grande, rebelde, poco adepto a los límites y lleno de tatuajes que llegó hasta el pueblo patagónico donde transcurre la acción huyendo de algo pesado. Y ya sabe que, al menos en el cine, dos personajes opuestos están destinados a atraerse. Pero, ¿de qué forma? ¿”Atraerse” en qué sentido? Primer largometraje del platense Martín Deus, Mi mejor amigo no entrega respuesta alguna. Hay algo muy noble en el tratamiento de los personajes que propone Mi mejor amigo. A ellos les dispensa una mirada acorde a ese periodo de la vida en el que las relaciones suceden sin preocuparse demasiado por la nominación que pueda darles el mundo adulto, con toda la caterva de prejuicios y cuestionamientos morales impuestos por el entorno a lo largo de más de media vida a cuestas. Porque tanto Lorenzo como Caíto son adolescentes y, por lo tanto, sus horizontes, intereses e inquietudes son distintos a los de los mayores. Distintos, ni mejores ni peores. Deus lo sabe y toma dos buenas decisiones. La primera es posicionarse como un par antes que como figura de autoridad, lo que se traduce en capacidad de sorpresa similar a la de los chicos ante la irrupción de lo novedoso. Con la adopción de ese punto de vista juvenil es inevitable encuadrar a Mi mejor amigo como un coming of age, ese subgénero centrado en relatos madurativos con adolescentes que crecen –emocional, sentimentalmente– durante el metraje. La segunda buena decisión se relaciona directamente con la anterior, y es dejar que sean las propias acciones de los chicos las que se encarguen de establecer un lazo igual de inesperado que el arribo de Caíto. “Se va a quedar un tiempo acá”, dice papá (Guillermo Pfening). “¿Cuánto es un tiempo?”, pregunta el hijo menor. “Un tiempo”, reafirma el primero. Nadie sabe muy bien hasta cuándo estará. Papá y mamá (Moro Anghileri) sí saben por qué viene, pero retacean la información a los hijos –y, con ello, también al espectador– porque se trata de un detalle secundario, al menos para esos chicos que, como en todo coming of age, trajinan el ripioso camino de definir una identidad. Al principio las cosas no son para nada sencillas. A Caíto le cuesta encajar en una dinámica familiar aceitada y respetada a rajatabla por todos los integrantes, y por eso cada quiebre de las reglas le vale unos cuantos retos. Es muy sencillo pensar esos quiebres como actos de provocación, de rebeldía ante lo impuesto. Pero a Deus, coherente con su posicionamiento como par, le interesa más comprender que castigar, y entiende que las salidas entre semana o los paseos en bicicleta hasta la madrugada son síntomas de... ¿De qué? De algunas cosas que Lorenzo irá desbloqueando cuando, convertido en los ojos y oídos del director, decida acompañar a Caíto para descubrir que, detrás de esos actos, detrás de esos silencios, hay una criatura frágil, lastimada por las dagas del pasado. Así, Mi mejor amigo va de la contención al aprendizaje mutuo, de la piedad al cariño, de la desconfianza a las confidencia, y de allí a algo que podría ser amor pero que, felizmente, a nadie le importa rotular.