Un “Proyecto Blair Witch” asiático Una semana atrás, en estas mismas páginas se escribió sobre Locamente millonarios. La gran sorpresa de la taquilla norteamericana de 2018 –aquí su performance fue apenas discreta– agrupa un elenco de origen enteramente asiático y sitúa su acción en Singapur, donde las vísperas de un casamiento tensan la relación de una pareja de origen chino aparentemente sólida y estable. Pero su trama abraza todas y cada una de las imposiciones de las comedias románticas tradicionales: la raigambre asiática que promete su título original (Crazy Rich Asians) licuada por la búsqueda de globalidad de Hollywood. Algo similar puede decirse de Gonjiam: Hospital Maldito. Más allá de su origen surcoreano –donde el cine de género local disputa cabeza a cabeza, tanto en términos artísticos como en resultados de taquilla, la hegemonía estadounidense–, el film de Beom-sik Jeong se nutre de la tradición de falsos documentales sobre hechos terroríficos instaurada hace ya dos décadas por El proyecto Blair Witch, deteniéndose en todas las paradas habituales de este tipo de relatos. Igual que nueve de cada diez películas de terror, la historia es disparada por la voluntad de un grupo de jóvenes de comprobar la veracidad de una leyenda maldita. En este caso, la que pesa sobre el Hospital Gonjiam, una suerte de Elefante blanco coreano que funcionó como psiquiátrico hasta el suicidio en masa de sus pacientes y la posterior desaparición de su directora, a fines de los años ‘70. Los rumores sobre fenómenos paranormales han sido una constante desde entonces, más aún luego de la desaparición de dos adolescentes consabidamente registrada con sus cámaras personales. Ese hecho y el inminente aniversario redondo del cierre del hospital son el contexto ideal para que el conductor de un programa sobre edificios malditos se proponga desmitificar –o no– lo que se dice que ocurre puertas de la mole de cemento. Y de paso sumar unos millones de seguidores en las redes sociales transmitiendo la experiencia en vivo y en directo vía streaming, puntapié para una poco sutil crítica a la búsqueda de espectacularidad y sensacionalismo del contenido digital. En ese sentido, no parece casual que el personaje del director terminé convertido en un auténtico desquiciado ávido de clicks. La comitiva está encabezada por ese director y el conductor, secundados por algunos jóvenes sin demasiados rasgos particulares como acompañantes. Alrededor de ellos se estructura una narración que replica la de las películas norteamericanas sin sonrojarse, yendo de la festividad estudiantina inicial –el grupo pasa unos cuantos minutos divirtiéndose de lo lindo en las noches previas– a la comprobación de que, efectivamente, los mitos son parte de la más cruda de las realidades. Como en la saga Actividad Paranormal y la española Rec, Beom-sik Jeong apela a las tomas de (falsas) cámaras de seguridad y a las capturas tomadas desde los cascos de los protagonistas para mostrar el progresivo enrarecimiento de un recorrido que incluye la aparición de animales muertos, puertas que se cierran y abren solas, paredes escritas por vaya uno a saber quién y sonidos provenientes de otros tiempos. Además, claro, de los clásicos fantasmas torturados y con deseo de venganza. ¿Venganza por qué, contra quién? No se sabe, pues el guión toma la sabia decisión de no ahondar en explicaciones del pasado. A cambio muestra sus consecuencias a lo largo de una hora y media en la que no faltarán los sustos de rigor –algunos construidos con una paciencia que no existe en el Hollywood– y unos cuantos litros de lágrimas salidos de los ojos de esos protagonistas aterrados que lloran mientras se filman.
Película concebida dentro de los cánones de la corrección política (inclusiva, didáctica, aleccionadora), Somos campeones (Campeones en España) podía caer en el paternalismo y la condescendencia o trabajar con sensibilidad y nobleza. Y, más allá de los límites que la propia propuesta impone, por suerte Javier Fesser apela más a lo segundo que a lo primero. El director de El milagro de P. Tinto, La gran aventura de Mortadelo y Filemón y Camino apela a una historia ambientada en el universo del deporte y con personajes discapacitados (o con capacidades diferentes para no caer en la incorrección política) para dejar moralejas que no por conocidas dejan de ser valiosas en estos tiempos de prejuicios y rechazos hacia lo(s) diferente(s). Vamos a la trama: Marco (Javier Gutiérrez) es el asistente del entrenador de un equipo de básquet de la Liga ACB (la primera división) de España. Una pelea con el DT y un choque con su automóvil en estado de ebriedad lo llevan al peor de los mundos: lo echan del trabajo y lo condenan a una probation que consiste en dirigir a un equipo de jóvenes con diferentes discapacidades intelectuales. Cínico y frustrado, nuestro antihéroe cumple el trabajo a regañadientes pero -claro- estamos ante una película sobre redenciones y segundas oportunidades y será él quien aprenda los valores de estos queribles jugadores (muchos de ellos actores debutantes). Comedia absurda y épica deportiva construida con la fórmula pero también con el know how del crowd-pleaser, Somos campeones es tan previsible como finalmente irresistible, aunque sus 124 minutos luzcan exagerados. De esas películas familiares que apuntan al corazón y consiguen que alguna lágrima inevitablemente corra por nuestras mejillas.
El director de Buscando a Reynols, Construcción de una ciudad, Amateur, El mercado y El gran simulador continúa indagando en universos reconocibles a la vez que extraños para cualquier ciudadano de a pie. Así como en su película inmediatamente anterior, Los ganadores, exploraba el enorme submundo detrás de las premiaciones, ahora el ojo curioso de Frenkel focaliza en quienes dedican todos los diciembres a vestirse de Papá Noel. Todo el año es Navidad se estructura a través del seguimiento de una docena de hombres de orígenes muy disímiles: está desde el que vive de entrenamientos de defensa personal y fue un avezado luchador grecorromano hasta un ferretero y un artesano, pasando por un dirigente social perseguido durante la época de la Triple A y otro cuya misión en el mundo es, afirma, difundir a los duendes. A todos ellos acompaña en sus rutinas diarias y los entrevista… envueltos en el clásico traje rojo. Porque en común tienen el haber encontrado en sus parecidos físicos con Papá Noel no sólo una salida laboral estacional, sino también una forma de ver el mundo. En ese sentido, y más allá de una mayor o menor pasión por el trabajo, todos coinciden en que no hay retribución más grande que la alegría de un chico ante la figura del oriundo del Polo Norte. Quizá sea esa motivación noble, profundamente genuina, la que convierte a Todo el año es navidad en la película más amable y menos incómoda de la filmografía de Frenkel. Sucede que si el director suele apelar a un humor que brota en el finísimo límite que separa el reírse “de” sus protagonistas y reírse “con” ellos, aquí se desplaza hacia la segunda opción. Los “Papá Noeles” son conscientes de la propuesta del film y se prestan al juego con espíritu lúdico. El mismo espíritu que los mueve a pasarse largas horas sudando la gota gorda envueltos en un traje de invierno en pleno verano.
La comedia globalizada El término “sleeper” se usa en la jerga cinematográfica anglosajona para referirse a las películas que revientan la taquilla de forma sorpresiva, cuando nadie esperaba demasiado de ellas en términos de rendimiento económico. Aun faltando dos meses para el fin de 2018, es casi imposible que alguien le robe el premio de “Sleeper del año” a Locamente millonarios. Los números impresionan: los más de 170 de dólares que lleva recaudados desde su estreno en Estados Unidos la convirtieron en la comedia romántica más exitosa de los últimos diez años. No sería de extrañar que para diciembre, con el lanzamiento en el poderoso mercado chino ya consumado, supere la barrera de los 241 millones de Mi gran casamiento griego y sea la película de este género más taquillera de la historia. Pero, ¿qué tiene Locamente millonarios para causar semejante furor? Las razones hay que buscarlas en su apuesta por un elenco de origen enteramente asiático, toda una oda a la diversidad biempensante en tiempos de Donald Trump. Por fuera de esa particularidad, el film de Jon M. Chu (G.I. Joe: La venganza, Nada es lo que parece 2) es un ejercicio de género clásico y eficaz, sin grandes rispideces ni sorpresas. La raigambre asiática es licuada por la búsqueda de globalidad de Hollywood: si en lugar de asiáticos fueran rusos, italianos o argentinos, el resultado en la pantalla no variaría demasiado. Habría, eso sí, algunos mínimos rasgos culturales a modificar, cuestiones cosméticas de poca incidencia en el arco dramático. A fin de cuentas, Locamente millonarios cuenta una típica historia romántica entre dos personas de diferentes orígenes sociales que deben luchar contra la adversidad de entorno para entregarse libremente a los designios del corazón. Un argumento digno de un melodrama pero que aquí es el trasfondo de una comedia que incluye a los habituales personajes secundarios (Ken Jeong, el chino desaforado y drogón de ¿Qué pasó ayer?, y la hiphopera Awkwafina) dispuestos a aparecer cuando las lágrimas se convierten en una amenaza latente. El muchacho es Nick –interpretado por el británico de ascendencia malaya Henry Golding, también protagonista de Un pequeño favor, otro estreno de esta semana–, un joven chino con una vida en Estados Unidos sin grandes lujos ni ostentaciones, en oposición directa a la riqueza del clan familiar afincado en Singapur. Esta última información la conocerá el espectador al mismo tiempo que su novia Rachel (Constance Wu, estadounidense e hija de padres taiwaneses) cuando viajen –con las piernitas bien estiradas en Primera, desde ya– hasta el país insular para el casamiento del mejor amigo de Nick. Allí Rachel pasa de la sorpresa por el desconocimiento de los orígenes de su pareja a ser escrutada por una familia que no duda en catalogarla de arribista y cazafortunas. Sobre todo Eleanor (la malaya de origen chino Michelle Yeoh), la mamá de Nick y principal celadora de la abultada cuenta bancaria. Ellos tres propulsan el relato hacia puertos archivisitados por las “rom-com”: la visible incomodidad de Rachel ante el ninguneo de Eleanor, un casamiento incomodísimo para una Rachel más visitante que nunca, el resquebrajamiento de la relación y la amenaza de una ruptura que, claro, difícilmente se concrete. Porque acá serán todos asiáticos, pero les pasa lo mismo que a Meg Ryan o Julia Roberts.
Paul Feig ha construido una filmografía cruzando universos femeninos con los mecanismos más habituales de la comedia. Así lo hizo en Damas en guerra (2011), Chicas armadas y peligrosas (2013), Spy: una espía despistada (2015) y Cazafantasmas (2016). A eso le suma en Un pequeño favor una dosis de oscuridad y una trama más volcada al thriller que a la comedia pura. La protagonista es Stephanie (Anna Kendrick), una bloguera viuda y madre de un chico que comparte aula con el hijo de Emily (Blake Lively) y Sean (Henry Golding, protagonista de Locamente millonarios, otro estreno de esta semana). Las “citas de juegos” para los chicos son la excusa para que, entre martinis bien cargados de alcohol, las madres inicien una relación amistosa, casi confidente. Un día Emily le pide a Stephanie el pequeño favor del título: cuidar un rato a su hijo mientras soluciona unos problemas laborales de último momento. Ese rato se prolonga durante horas, y después por días. La policía no tardará en encontrar el cadáver de Emily sumergido en un lago. Pero, claro, las cosas no son tan claras como parecen. Un pequeño favor arranca con la sensibilidad y el timing de una comedia: una protagonista buena, inocente pero no tonta, que se contrapone a la seguridad avasallante de su contraparte. Pero lentamente las cosas comienzan a enturbiarse debido a la revelación de diversos secretos sobre ellas. Las chicas, lejos de la imagen de perfección que transmiten, esconden un pasado oscuro y tortuoso. Feig irá abandonando ese tono cómico para abrazar el thriller siguiendo la investigación de Stephanie, al tiempo que el crecimiento en peso dramático del personaje de Sean sirve para elaborar un triángulo romántico que oscurece aún más la tonalidad del relato. Lentamente se irán colocando las piezas de un rompecabezas que involucra tanto el presente como el pasado de Emily. El director maneja con destreza los cambios de tono y el carácter ominoso que asoma en el trío protagónico. Pero el problema es que las costuras del guión se vuelven visibles. No le hubiera venido mal reducir –sobre todo en su última media hora- el encadenamiento de vueltas y contravueltas de la historia. Con algo más de concisión estaríamos hablando de una película menos manipulada y más orgánica que la que finalmente es.
Esa eterna resistencia del western Charlie Plummer, Steve Buscemi y Chloë Sevigny le ponen especial carnadura a una representante del género que se corre de los tópicos habituales, una especie de relato en reversa que termina abrevando en algunas características de la road movie. El western es, como el musical, un género que tuvo su esplendor en la época de gloria del cine clásico pero aún hoy, en pleno siglo XXI, circula por las pantallas de forma esporádica, como quien se resiste a abandonar la lucha contra el olvido. Eso sí, ya no hay lugar para grandes épicas ni pastoreos filmados con gran angular. Tampoco para la construcción de los mitos fundacionales de una nación. Al contrario, si sobrevive es gracias a un puñado de películas que toman algunas de sus características principales para releerlas desde un presente teñido de tristeza y desencanto. Así lo hizo un par de meses atrás la australiana Dulce país, que abrazaba el aura revisionista de los westerns crepusculares de los 60 para narrar la brutal imposición del hombre blanco en el país oceánico a principios del siglo XX, y así lo hace ahora la británica Lean on Pete, estrenada aquí con el espantoso título de Apóyate en mí. Pero el cuarto largometraje del inglés Andrew Haigh (45 años, con Charlotte Rampling) está lejos de ser un western puro. Es, en todo caso, un western en reversa cruzado por un relato madurativo y estructurado como una road movie. Lo de reversa se debe no sólo a que el recorrido no es de este a oeste, como el de los viejos cowboys, sino desde las costas del Pacífico al centro de los Estados Unidos. También, y sobre todo, a que el protagonista atraviesa un arco simbólico opuesto al de los grandes héroes del género, yendo de la falta de contención y la soledad a la búsqueda de un techo y un rostro familiar, de la incertidumbre y la aventura involuntaria a la necesidad de límites impuestos. Quien trajina largos kilómetros de llanura es Charley (Charlie Plummer, visto aquí hace unos meses en Todo el dinero del mundo, de Ridley Scott), un joven de quince años abandonado por su madre cuando era chico y que desde entonces vive en los suburbios de Portland al cuidado de un padre cuyas características lo ubican bien lejos del ejemplo a seguir. Era muy fácil condenarlo, empujar al pobre tipo al rol de único culpable de las futuras desgracias de su hijo, pero Haigh suma un puntazo evitando la caracterización monstruosa. Porque el padre será alcohólico, mujeriego y poco atento a las necesidades de Charley, pero también honesto y laburante. Lo suyo no es maldad; sí imposibilidad, ignorancia, ausencia de herramientas y posibilidades. Charley pasa largas horas trotando sin rumbo. En una de esas giras conoce a un cuidador de caballos de carreras venido a menos llamado Del (Steve Buscemi, extraordinariamente contenido) y a su jocketta habitual, Bonnie (Chloë Sevigny). Son dos personajes quebrados, al borde de un abismo emocional y económico, a los que Charley asistirá en diversos eventos para ganarse algunos billetes verdes. Y aprenderá menos sobre caballos que sobre la crudeza del mundo. Con ese primer contacto asomará el inicio de un relato de descubrimiento, el primer paso del camino del protagonista rumbo a la adultez. El segundo lo da cuando escapa con uno de los caballos rumbo a Wyoming, donde supuestamente vive una tía a la que no ve desde hace años. Incluso ni siquiera sabe si sigue allí. La huida empieza en auto y termina a pie, con largas horas de caminata por una inmensidad campestre que Haigh retrata mediante los clásicos planos generales y abiertos del western, siempre junto a ese caballo devenido en confidente, durmiendo donde se pueda y recibiendo ayuda de quienes lo compadecen. Inevitable escuchar en esa travesía los ecos del clásico beatnik En el camino, de Jack Kerouac, pero Apóyate en mí es tanto un western en reversa como un anti-Kerouac: el viaje idealista y romántico de esos chicos burgueses muta por otro duro, ripioso, violento y marginal, que retrata una “América profunda” deprimida. Ocupar casas deshabitadas es un juego de hippies con Osde al lado de las vivencias de Charley junto a esos hombres empujados a los márgenes del sistema, desde una familia con un soterrado núcleo de violencia interna hasta la de un white trash que cuando se emborracha trompea a quien se cruce. En la última parte del film, con el ansiado arribo a destino, se revela si Charley encuentra o no a su tía. Y entonces la desesperanza, los pesares y el desamparo podrán quedar atrás para un nuevo comienzo, una nueva vida para ese chico que ha dejado de serlo.
No alcanza con las buenas intenciones Alan Sabbagh acierta tono para un personaje que intenta hacer las cosas bien, pero es una usina de momentos incómodos. Las “comedias de excursiones” son toda una especialidad del cine estadounidense. En ellas suele haber una parejita que viaja a algún lugar paradisíaco (Hawai en nueve de cada diez casos) con la idea de cortar la rutina viviendo unos días de relax y distensión. Pero todo sale mal. Y mejor que así sea, pues no habría película sin esa irrupción de lo inesperado. En All Inclusive las cosas se complican incluso antes del viaje. Lo hacen por obra y gracia de Pablo (Alan Sabbagh), un arquitecto embarcado en el diseño de un edificio para un grupo de japoneses que no tiene mejor idea que incluir un árbol Ginkgo Biloba –similar al que sobrevivió a la explosión de la bomba atómica en Hiroshima– en el centro del patio como una forma de “mirar hacia el futuro”. A los japoneses, desde ya, no les entusiasma recordar el holocausto nuclear cada mañana. Miradas entrecruzadas, silencio sepulcral, el jefe (Martín “Campi” Campilongo) intentando consentir a los clientes y Pablo explotando, puteando y renunciando: momento incómodo. Uno de los tantos de esta película cuya principal herramienta cómica es justamente esa: la incomodidad, el desajuste constante, la desubicación involuntaria. Los hermanos Diego y Pablo Levy debutaron en la realización de largometrajes con un documental sobre una sedería del barrio de Once llamado Novias - Madrinas - 15 Años (2011). Allí la comedia afloraba gracias a la indudable bonhomía de sus personajes, un grupo de veteranos, entre ellos el padre de los realizadores, que conocían al dedillo las mañas de cada uno. Era, pues, un documental-comedia. De allí pasaron a la ficción con Masterplan (2012), sobre un pobre tipo (también Sabbagh) que se prestaba a un plan para estafar a los bancos reventando la tarjeta de crédito y luego denunciando el robo del plástico. ¿Cómo salía el plan? Pésimo, obvio. La tercera película de los hermanos tiene a un protagonista lleno de buenas intenciones al que no le sale una. Antes de la reunión con los japoneses, fue a cenar a lo de la mejor amiga de su novia Lucía (Julieta Zylberberg). El novio de ella es un progre infumable a cargo de una ONG y con un discurso sensible y bienpensante sobre la pobreza en África. Pablo no se lo banca, y la cena es un suplicio: momento incómodo dos. PUBLICIDAD En aquella cena el novio progre habla maravillas sobre un viaje a Brasil. Para sorprender a Lucía, Pablo contrata una excursión de una semana para luego de la presentación. El sentido común impone, si no cancelar el viaje luego del fracaso con los japoneses, al menos avisarle a Lucía. Pero las comedias se construyen sobre una pequeña contravención que luego se desbanda hasta desatar la catástrofe. Obviamente Pablo no dice nada y ambos parten rumbo a las playas de arenas blancas y agua clara, donde los recibe Gilberto (Mike Amigorena divirtiéndose de lo lindo con un personaje deliberadamente exagerado) y sus compañeras de viaje, una pareja de lesbianas que celebra su luna de miel. “Las felicito por su valentía”, les dice Pablo durante un almuerzo, en lo que quiso ser un elogio pero terminó siendo todo lo contrario: momento incómodo tres. Luego vendrán el cuatro, el cinco, el seis, el siete... Porque Pablo es de esos personajes que quiere hacer las cosas bien pero no sabe cómo. Y cuando sabe, falla, igual que los personajes más recordados de Ben Stiller, que quería quedar bárbaro con el suegro en La familia de mi novia y no le salía, seducir a una chica bailando salsa en Mi novia Polly pero al final no, o agasajar a su esposa en La mujer de mis pesadillas y, claro, no. En ese sentido, los Levy aprendieron la lección fundamental del género: importa menos lo que se cuenta que la forma en que se lo cuenta. Lo que causa risa no es la situación sino la forma en que se traduce en gestos y palabras. Se dice que una comedia tiene timing cuando esos gestos y palabras están perfectamente ensamblados a las situaciones. Y All inclusive es una comedia con timing perfecto gracias a Sabbagh, quizá el mejor actor de comedia del cine argentino contemporáneo, con esa pinta de tipo común sobrepasado por todo que aquí muestra que se puede ser empático sin ser simpático. De regreso a Buenos Aires, la comedia de excursión da paso a una romántica más clásica y con algunas decisiones de guión demasiado apegadas a la fórmula, haciendo que Pablo termine ajustándose. Un ajuste con mucho olor a aprendizaje, máxima concesión al lugar común por parte de una película que, hasta ese momento, no había ofrecido ninguna.
Los primeros 15 minutos de Criaturas nocturnas son de lo mejor del año. Todo comienza con el primer plano de la boca de un adulto contándole a una nena la historia de los Wildlings, unos seres peludos y de uñas largas que acechan afuera y se comen a los chicos. Con ese argumento –y el picaporte electrificado- el hombre, al que la chica llama “papi”, la mantiene encerrada durante años. Cuando lega a la pubertad, le inyecta drogas para retardar la maduración física: pocas veces el terror más comercial llega a tal nivel de sadismo y perversión. Pero después la película rumbea hacia otro(s) lado(s). La larga secuencia inicial culmina con el intento de suicidio de él y la posterior liberación de ella. Toda una vida encerrada en una habitación tiene sus consecuencias, como por ejemplo que no sepa qué es una mamá ni mucho menos qué es la menstruación. Anna (Bel Powley) queda a cargo de la sheriff del pueblo, Ellen (Liv Tyler). De allí en adelante, y durante sus buenos minutos, la película abraza el relato madurativo mostrando el ingreso de Anna a la vida social y amorosa, para luego reingresar en la esfera de un terror si se quiere más “social”, con la transformación de ella en la criatura del título y la idea del peligro a la otredad como gran eje. Criaturas nocturnas tiene ecos de otra película con el término criatura en su título (Criatura de la noche: Vampiros) y también de la saga Crepúsculo, con toda una subtrama romántica con el hermano menor de Ellen. Así de amplio es el marco de referencias de este film tan ambicioso como falto de temor al ridículo. Hay mil cosas para achacarle, desde la inexplicable velocidad madurativa de Anna (que pasa de no entender nada a comprender todo en un 15 minutos) hasta una pulsión por acumular situaciones y vueltas de guión en cada escena o esos flashback que rompen con el punto de vista. Pero el realizador alemán Fritz Böhm se las ingenua para construir un film original (siempre dentro del panorama semanal de estrenos, desde ya), atrapante y entretenido. Las sutilezas y profundidad psicológica habrá que buscarla en otro lado.
Disney podrá expandir hasta el infinito y más allá el universo de Marvel o la saga de Star Wars, pero siempre vuelve a sus temas y personajes predilectos para ensalzar la importancia de la familia, el juego y la fantasía. Tal es el caso de Christopher Robin: Un reencuentro inolvidable, que trae (en versión digital) a Winnie-the-Pooh y a su troupe de animalitos parlanchines. El protagonista es Christopher Robin, que en la vida real era el hijo del creador del osito fanático de la miel y aquí es un chico que se cría en el bosque para luego irse a un internado y olvidarse de su pasado. Un regreso fortuito a ese lugar siendo adulto (Ewan McGregor) marcará el reencuentro con sus viejos amigos, al tiempo que expondrá cara a cara las diferencias entre el hombre que es hoy y el niño que alguna vez fue. Más allá de su carácter predecible, la película se sigue con interés debido al oficio indudable del realizador alemán Marc Foster (Cambio de vida, Descubriendo el país de Nunca Jamás, Más extraño que la ficción, Cometas en el cielo, 007 Quantum of Solace, Guerra Mundial Z) y sus guionistas a la hora de puntear las cuerdas más sensibles del espectador con las armas habituales del estudio de ratón. En ese sentido, Christopher Robin: Un reencuentro inolvidable es un Disney clásico: emotivo, con bienvenidas dosis de humor y un típico cierre moralista donde el protagonista aprende cosas.
Un nuevo superhéroe en la pantalla grande y van… ¿cuántos? Difícil saberlo cuando los universos cinematográficos de Marvel y DC se expanden año tras año. Lo cierto es que Venom asoma como el intento de crear una nueva saga centrada en esta particular criatura en la que conviven un hombre y un extraterrestre viscoso. Venom tiene el mismo problema que todos los inicios de sagas, y es que no logra despegarse de su carácter de prólogo introductorio a un relato macro. Todo suena automático y reglamentario en este film que marca la llegada del personaje al mundo audiovisual de Marvel. O, mejor dicho, el regreso, ya que Venom fue el enemigo de El Hombre Araña en Spiderman 3, el cierre de la trilogía a cargo de Sam Raimi. Si allí Venom era interpretado por Topher Grace, ahora le toca a Ton Hardy. El británico es Eddie Brock, un reputado periodista que cava su tumba profesional cuando se mete con quien no debe. Sucede que en una entrevista con el multimillonario empresario Carlton Drake (Riz Ahmed, de la serie de HBO The Night Of), en lugar de ceñirse a las preguntas pautadas, interroga sobre una serie de juicios en su contra. Sin trabajo y sin su mujer (Michelle Williams), Brock terminará involucrado en una serie de experimentos de la empresa de Drake con extraterrestres gelatinosos y amorfos capaces de meterse en las personas y tomar el control de sus cuerpos. Lo que sigue es el clásico enfrentamiento entre Brock/Venom y Drake. La película no elude ninguno de los lugares comunes del género de los superhéroes, sumándole algunas vueltas de guión que de tan casuales se vuelven arbitrarias. Sin gracia pero tampoco grave, al menos debe agradecérsele a Venom la humildad de no pelear por salvar el mundo ni la galaxia, sino por su entorno más cercano.