"Algo acecha en la oscuridad”, advierten los carteles de Paranormal. Ese suspenso se diluye rápidamente cuando el film revele que acecha lo mismo que en 9 de cada 10 películas de terror: un fantasmita traumado que vuelve para saldar viejas deudas pendientes. La protagonista de esta producción irlandesa es Dana (Shauna Macdonald), una mujer atlética (lo primero que dice cuando se levanta es que va a correr 20 kilómetros y vuelve) que sufre un accidente automovilístico que la deja convaleciente en el hospital. La muerte de ella durante algunos minutos es la trillada excusa narrativa para avalar lo que vendrá. Lentamente empezarán a suceder cosas extrañas –asegura ella– provocadas por un hombre alto y de dedos largos. Un hombre que solo ella ve. Paranormal intentará construir una módica tensión alrededor de ese misterio, apelando al remanido truco de un viejo enfermero que se ha suicidado justo, justo en esa habitación. Paranormal es una de esas producciones de bajo presupuesto que, en lugar de hacerse cargo de esa condición, apuesta por una imaginería visual y narrativa de gran escala para mostrar un monstruo que genera cualquier cosa menos miedo. Con un guión tan automático y predecible como lleno de agujeros que, para colmo, coquetea con el drama interno de su protagonista, y actuaciones que apenas superan lo amateur, se trata de un film que aporta poco y nada al género de los sustos.
Veterano doble de riesgo y hermano del aquí protagonista Joel, el australiano Nash Edgerton dirige este film que sigue las vivencias de un empleado de una empresa farmacéutica que termina enredado en una trama de narcotráfico en México. Harold (David Oyelowo) está preocupado por los rumores sobre el cierre de la empresa. Tranquilizado por su amigo y jefe Richard (Joel Edgerton), parte rumbo a México junto a él y a su mano derecha Elaine (Charlize Theron) para una supuesta reunión laboral que en realidad es parte de un negociado oscuro. Cuando Harold descubra la verdad, fingirá un secuestro en el país azteca para cobrar un seguro, al tiempo que un cartel local pedirá su cabeza. Gringo: se busca vivo o muerte amalgama comedia negra, acción, intriga corporativa y enredos a lo largo de casi dos horas de metraje. Una mezcla que en sus mejores momentos funciona a la manera de las viejas producciones clase B, con un espíritu libre y anárquico, y que en otras se empantana ante la imposibilidad de definir un camino narrativo sólido. Hay varias cosas que no funcionan del todo bien. La primera es la subtrama de una joven Amanda Seyfried y su novio. La segunda tiene que ver con el personaje de Theron que arranca pisando fuerte y luego se diluye. Así y todo, Gringo: se busca vivo o muerte es una comedia de acción que entretiene y no defrauda.
Camino a la felicidad Como si tres películas no hubieran sido suficientes, la saga de Cincuenta sombras continúa revoloteando en la cartelera comercial reconvertida ahora en disparador narrativo de las acciones de Cuando ellas quieren, el más novel exponente de lo que los norteamericanos llaman “Chick Flick”, esto es, comedias románticas diseñadas principalmente para el consumo femenino y en cuyo centro anida la voluntad de movilizar las emociones a través de cuestiones relacionadas con los vínculos humanos y los sentimientos a flor de piel. Es, también, un nuevo aporte al subgénero de las “comedias geriátricas”, que parece rendir bien en la boletería aun cuando las fórmulas de sus exponentes sean prácticamente iguales: un nutrido grupo de veteranas que, con todos los caprichos, taras e inseguridades de una vida sobre la espalda, se las arregla para sortear los obstáculos y ofrecer la siempre temida lección de vida. Las protagonistas son cuatro mujeres setentonas que desde la juventud se juntan una vez al mes a compartir las sensaciones y opiniones de un libro. La lectura de los best-sellers de E.L. James enciende en ellas una llama sexual extinguida por el paso del tiempo y la dilución del deseo, enfrentándolas con la realidad de cada una. Si a la viuda Diane (Diane Keaton, cada película más parecida a Pepito Cibrián) le cuesta negarse al trato bienintencionado pero sobreprotector de sus hijas, el problema de Vivian (Jane Fonda) es la imposibilidad de establecer un contacto más allá de lo físico. Para Sharon (Candice Bergen), una reputada y tímida jueza federal, la cuestión pasa por la soledad y las dificultades a la hora de conocer hombres; mientras que Carol (Mary Steenburgen) debe lidiar con un marido recientemente jubilado más preocupado por reparar su moto que por compartir la cama con ella. Con su paleta de colores claros, los ambientes amplios y luminosos, los banquetes que vaya uno a saber quién cocina pero siempre están sobre la mesa y un tono optimista y reivindicatorio digno de una publicidad de las perimidas AFJP, Cuando ellas quieren está armada con la idea máxima de mostrar un camino a la felicidad. Un camino terso y directo en el que nada puede salir del todo mal, dado que las preocupaciones se reducen únicamente a encontrar una media naranja. De allí que en los encuentros no se hable de libros pero sí de hombres. Y cada una, claro, tendrá su parte del botín, su propio Christian Grey. Diane cruza camino con un piloto de aviones (Andy Garcia) que vive en una mansión, rompe cuanto protocolo de seguridad aeronáutica exista solo para invitarla a cenar (porque acá el hombre propone y la mujer dispone) y maneja un BMW en una escena y un Mercedes Benz clásico en la siguiente. Dueña de un hotel igual de lujoso que todo lo que aparece aquí, Vivian se reencuentra con un viejo amor de la juventud (Don Johnson). Carol, por su parte, logrará encender a su hombre después de la inevitable secuencia cómica basada en el uso del Viagra, al tiempo que Sharon descubre el matcheo a través de internet. Un auténtico elenco de lujo e indudable oficio para manejar el timing cómico son los elementos distintivos de una película sobre gente linda que habita un mundo maravilloso donde el sufrimiento no existe.
Basada en la novela homónima escrita en 2002 por el chileno Jaime Hagel Echeñique, Calzones rotos, revancha de mujeres es una comedia dramática de época centrada en una misteriosa sucesión de muertes en el núcleo de una familia chilena de alta alcurnia. Coproducción argentino-chilena, el film del italiano (radicado del otro lado de la Cordillera) Arnaldo Valsecchi transcurre en una casona habitada por mujeres: Matilde, la matriarca, sus tres hijas solteras y la más joven, una adoptada. La inminente muerte de Matilde obliga a sus dos nietos a regresar al hogar –uno lo hace con novia norteamericana- desatando así una serie de hechos confusos que develarán varios secretos silenciados durante años. Con una estructura coral que salta entre diversas épocas, Calzones rotos... aborda cuestiones como el abuso de poder, los mandatos familiares y el machismo a través de un tono de comedia negra que aligera la densidad dramática de los temas abordados. Hay también una mirada descontracturada sobre el sexo, que aquí se utiliza tanto como herramienta de placer como de dominación. El resultado es un film irregular, con bastante desparpajo, algunos personajes desdibujados y situaciones donde se notan las huellas del guión, pero que está en perfecta sintonía con las discusiones públicas que actualmente atraviesan a la Argentina.
Las grandes ciudades generan una sensación de soledad y pequeñez, como si la majestuosidad edilicia transformara a quienes las caminan en seres autómatas e insignificantes. En esa línea va la primera secuencia de La voz del silencio, que presenta a un grupo de personajes trabajando en actividades sin prestar atención alguna, con sus miradas vacías, perdidas en las profundidades de sus pensamientos. Esta coproducción argentino-brasileña transcurre íntegramente en la ciudad de San Pablo. Allí viven el empleado de un call center, una madre soltera a punto de perder su trabajo, un hombre mayor apasionado de la música clásica con problemas de memoria y otro con varios empleos para terminar sus estudios, entre varios personajes que el guión del también director André Ristum irá uniendo a medida que avance el relato. Magnolia aparece como la gran referencia (aquí no hay una lluvia de sapos pero sí un eclipse lunar) de este film que tematiza cuestiones como la opresión y la soledad a través de esos hombres y mujeres atrapados en sus rutinas, víctimas de un sistema que les exige mucho más de lo que les ofrece. Más allá de sus acertadas construcciones climáticas y un elenco parejo, La voz del silencio cae en el pecado de usar a sus criaturas como vehículos para decir lo que para el director son grandes verdades acerca del mundo. Hay un tremendismo más cercano a Alejandro González Iñárritu que a Paul Thomas Anderson en la forma en que las historias se van entrelazando, a la vez que una tendencia al subrayado que muestra que Ristum está más interesado en construir una ambiciosa radiografía social que en comprender cómo y por qué las cosas son como son.
Aun con algunos pasajes graciosos, lo mejor del nuevo film de Pixar proviene de algunos pocos momentos de inspiración. Veinte años es la brecha instaurada en el inconsciente colectivo para medir las consecuencias del paso del tiempo. Entre la primera y la segunda parte de Los increíbles pasaron casi quince, pero así y todo es posible entrever cómo el cine ha transformado a los superhéroes en objetos pop. En 2004, con el mundo paranoico y en pleno proceso de pérdida de inocencia post 11-S, los grandes estudios lanzaban los primeros exponentes de la era moderna de los encapotados. Faltaban años para la consolidación definitiva del modelo gracias a los personajes de Marvel, y Pixar apostó por un film sobre una familia con poderes especiales obligada a dejar atrás su oficio: los “salvados” empezaban a quejarse y hacerles juicio a quienes, llevados por las buenas intenciones, los salvaban. Aquello podía ser novedoso, pero hoy ya no. Esa falta de sorpresa, la sensación constante de deja vu, es un problemón que Los increíbles 2 no logra sortear. Los increíbles mostraba la inserción en la vida civil de los Parr, con Bob/Mr. Incredible devenido en vendedor de seguros y Helen/ Elastigirl, en ama de casa. Esta muestra el camino inverso, esto es, cómo aquellos mismos personajes obligados a dejar atrás una vida ahora deben regresar a la lucha. A los Parr les ha costado convertirse en gente de a pie. Alejados de la celebración pública y mirados de reojos por su entorno, cada tanto no pueden con su genio y se calzan sus trajes ajustados –nunca capas, como bien se explicaba en el mejor gag de la primera entrega– casi como un hobbie, un pequeño bálsamo de libertad en medio de la opresión a la que fueron condenados. ¿Otra de héroes trágicos que batallan contra el sendero marcado de sus destinos? Para nada, pues Los increíbles 2 funciona, igual que la primera, como tributo y parodia, entremezclando los tópicos del cine de superhéroes, el de espías (la banda sonora con instrumentos de viento remite invariablemente a James Bond) y la comedia física más clásica. Para esto último es fundamental la inventiva del realizador Brad Bird y compañía, quienes dejan atrás la búsqueda de realismo visual de las últimas producciones de Pixar para explotar al máximo las posibilidades de una animación cuya plasticidad se lleva muy bien con el combustible lúdico que motoriza la acción. Que el film espeje al anterior usándolo como modelo a replicar antes que como plataforma de despegue muestra que la pólvora creativa del estudio del velador saltarín, al menos en términos narrativos, está mojada. Acorde a los tiempos que corren, ahora es Helen/Elastigirl la que debe ponerse las calzas para salir a la calle y ganarse nuevamente la confianza de la ciudadanía, siempre con el respaldo de una poderosa campaña de marketing ideada por dos hermanos millonarios detrás. A Bob, en tanto, le toca mantener el equilibrio familiar puertas adentro de la casa. Un equilibrio imposible, con una hija que intenta ensamblar sus poderes con las vicisitudes de la adolescencia, un hijo hiperquinético y agotador, y el bebé Jack Jack exhibiendo sus primeros –son muchísimos– superpoderes. Esa dinámica hogareña, con Bob incapaz de manejar todos los hilos de la paternidad, tendrá mucho del veneno de Los Simpson, serie que nada casualmente tuvo a Bird como parte del equipo creativo durante los ‘90. Los increíbles 2 entrega varios momentos graciosísimos, como aquél que reúne a superhéroes con los poderes más originales que se hayan visto, incluido uno viejito y petiso llamado Reflujo que escupe sus regurgitaciones al rojo vivo. El problema es que la gracia proviene únicamente de momentos de inspiración y no de una búsqueda generalizada. A medida que el film avance, la historia se volcará definitivamente a su faceta de acción y aventuras, con los malos mostrando la hilacha y la familia uniéndose para lograr el bien común. Así, la película menos reflexiva, melancólica y tristona de Pixar es apenas un ejercicio simple, efímero y feliz.
Ababacar y Mbaye son dos veinteañeros senegaleses que, sin perspectivas de un futuro promisorio y con las puertas de Europa más cerradas que nunca, decidieron probar suerte en la Argentina. Llegaron en distintos momentos con poco más que lo puesto y, ni bien se conocieron, entablaron una amistad que perdura hasta hoy. Los directores Juan Manuel Bramuglia y Esteban Tabacznik retratan ese vínculo –y sus ramificaciones– en Estoy acá (Mangui Fi), un documental noble y con un profundo sentido ético a la hora de escrutar en sentimientos ajenos: la cámara está allí para ver y oír antes que para juzgar. La película los acompaña en la vida cotidiana y los escucha en entrevistas cuyos ejes son los recuerdos, el desasosiego de los primeros días en el país y la discriminación. Pero hay más que ese pasado doloroso, pues con el correr de los minutos se va desplegando un universo con usos y costumbres particulares (los rituales religiosos musulmanes, las formas de pensar, la sangre como lazo sagrado). Algunos nuevos amigos, una novia argentina y hasta algunos proyectos para dejar definitivamente atrás la venta de bijouterie en Once y Congreso componen un presente distinto, cargado de ilusiones. Con ellos el construye una interesante reflexión sobre el exilio, el compañerismo y el dolor del destierro.
El film de James Marsh (La teoría del todo) se desarrolla en 1968, cuando un navegante amateur llamado Donald Crowhurst (Colin Firth) decide competir en una carrera organizada por el periódico The Sunday Times. El objetivo es dificilísimo: partir de un pequeño puerto inglés para navegar en solitario alrededor del mundo, sin amarrar en puertos, hasta llegar, varios meses después, al mismo punto de inicio. Aunque en principio mirado de reojo por su entorno, Donald lentamente empieza a conseguir apoyos para financiar su gran aventura, siempre con su mujer (una desdibujada Rachel Weisz) e hijos como sostenes. Algunas demoras de último momento y ciertos errores menores –pero que en la inmensidad del océano pueden ser mortales- asoman como principales obstáculos. Pero nadie pensó –ni siquiera Donald– en las consecuencias de la soledad. Si Hollywood hubiera tomado la historia de Donald, la película habría sido el vehículo perfecto para una batería de efectos especiales con la construcción de un héroe como eje. Marsh, en cambio, apuesta por un relato sin grandes picos dramáticos y un diseño de imagen académico, de esos que prodigan bellos encuadres y planos a contraluz, para mostrar en paralelo la creciente locura de Donald y la tensa espera de sus familiares y amigos en Inglaterra. El film se queda a mitad de terreno en la exploración psicológica de ese hombre en una situación límite y el relato aventurero. Con demasiados lugares comunes (ay, esas cartas leídas en off…) para lo primero y con poco espíritu aventurero para lo segundo, Un viaje extraordinario es apenas un paseo en velero en las aguas seguras de un lago manso.
Estrenado en la sección oficial Un Certain Regard del Festival de Cannes de 2016, El enemigo interior se presenta como un inquietante film sobre los conflictos desatados dentro del núcleo de una familia israelí. El resultado, sin embargo, queda a mitad de camino entre la crítica política y el espíritu conciliador. La película arranca el día de retiro de David del ejército después de 27 años de servicio. Su reingreso a la esfera civil será cualquier cosa menos sencillo: el país es muy distinto al de sus años de juventud. Su familia tampoco atraviesa un buen momento, con una mujer docente que inicia un affaire con un alumno y una hija que no tiene mejor idea que salir con un chico árabe. El realizador Eran Kolirin acompaña a los tres personajes a lo largo de una serie de vivencias que más temprano que tarde terminarán cruzándose. El problema es que ese cruce implica que la película se vuelva por momentos confusa y superflua en el tratamiento de sus distintas líneas narrativas, haciendo que su intento de “comprender” las múltiples aristas de la sociedad israelí coquetee con la banalización -y, lo que es peor, la naturalización- de ciertas prácticas cuanto menos peligrosas.
El ritual de las amantes del cine La cámara de la directora acompaña a seis mujeres en su pasión por las películas. El film encuentra su principal mérito en ir más allá del carisma de sus protagonistas, para terminar indagando en cuestiones más profundas como la vejez y el paso del tiempo. Google devuelve que la pasión es un “sentimiento vehemente, capaz de dominar la voluntad y perturbar la razón”. Si el apasionado aplica todo ese fragor interno al cine -a las películas, pero sobre todo a su consumo en una sala oscura-, habrá de convertirse en miembro de la numerosa aunque languideciente cinefilia. Las seis mujeres que acompaña la cámara de la debutante María Alvarez son exponentes perfectos de esta comunidad: personas que viven para, por y desde el cine, y para las que sentarse junto a ilustres desconocidos a mirar cómo en una pantalla se construye una historia tiene el peso de un rito sagrado. En común tienen la pulsión por los datos enciclopédicos y las fichas técnicas. También algunos rasgos relacionados con un profundo temor a los fantasmas de la soledad y la añoranza de los mejores tiempos del pasado. Ese espíritu entre naif y melancólico abraza el documental Las cinéphilas. De Buenos Aires a Mar del Plata, y de ahí a Madrid con escala en Montevideo. Alvarez elige a seis mujeres de más de 60 años para acompañarlas mientras desarrollan sus cinefilias. A una de ellas la muestra armando la grilla del Festival de Mar del Plata con un método que explica con lujo de detalles. A otra, esperando ansiosa una función en la cinemateca uruguaya mientras dice, casi como al pasar, que no entiende como alguien puede casarse para toda la vida. Para ellas el cine significa un refugio a los avatares diarios. Ganadora del Premio del Público del Bafici del año pasado, la película va y viene de un lugar a otro, de una mujer a otra, con un respeto que coquetea el homenaje tanto a ellas como a una forma de consumo. Aquí no se habla de DVD ni Netflix, sino que el centro es el ritual y cómo éste se convierte en articulador de agendas. Pero, ¿qué hay detrás de todo eso? Simpática y arremolinada como sus protagonistas, Las cinéphilas encuentra su principal mérito en ir más allá del carisma de las mujeres, evitando caer en el subgénero de “documentales sobre viejitxs simpáticxs”. Álvarez es respetuosa en su aproximación y se mimetiza con ellas anulando la distancia entre observadora y observadas, develando progresivamente una faceta intimista. La cinefilia, entonces, funciona como plataforma de despegue para indagar en cuestiones más profundas como la vejez y las consecuencias del paso del tiempo. Ese mismo tiempo que, dentro de una sala, queda en un estado de suspensión.