Rompecabezas policial sin respuestas Lejos de los lugares comunes de un caso de desaparición, la película argentina desarrolla la historia de una mujer enfrentada a la barrera infranqueable del sistema judicial. El estreno mundial de Una hermana fue en un apartado paralelo del Festival de Venecia de 2016. Sin embargo, hubo pocas referencias sobre ella en los medios argentinos, en parte porque la atención mayoritaria recayó en el sorprendente éxito de El ciudadano ilustre, con premio a Mejor Actor para Oscar Martínez incluido, pero también porque la propia película hace muy poco por facilitarle el trabajo al espectador. Tan poco hace, que por momentos parece darle la espalda, librándolo a su propia suerte para unir e interpretar los puntos que componen el entramado narrativo. En ese sentido, el debut en la realización de Sofía Brockenshire y Verena Kuri (canadiense y alemana, respectivamente, con estudios en común en la FUC) apuesta por la incomodidad y la falta de respuestas, dos pecados imperdonables en un contexto donde el modelo de cine predigerido y con bajada de línea que abraza el film de Mariano Cohn y Gastón Duprat es considerado sinónimo de calidad. Opera prima que por su solidez narrativa y seguridad formal no lo parece, Una hermana parte de una premisa clara, directa y reconocible que desarrolla de modo sugestivo e inquietante, apelando a la sensorialidad de las imágenes y los sonidos. Todo comienza con el incendio durante una madrugada de un viejo Peugeot 505 a la vera de un río de la zona de Lobos, en la provincia de Buenos Aires. Con las primeras luces del día llega la dueña para revisarlo, pero la policía se lo impide excusándose que debe esperar al fiscal de turno, cuyo horario de arribo es incierto. Ella, desesperada, pide que por favor la dejen acercarse porque su hija no volvió a dormir y podría estar entre los hierros chamuscados. Es un choque directo contra los vericuetos de una burocracia que no sabe de sentido común. El primero de varios, puesto que de aquí en adelante el entramado jurídico se transforma en un bastión inexpugnable, sólido como una roca. La madre, finalmente, comprueba que no hay rastros de la hija. El desgaste emocional y la falta de fuerzas obligan a la hermana menor, Alba (Sofía Palomino), a cargarse sobre las espaldas la responsabilidad de la búsqueda. Y ella lo hará con una tenacidad digna de las mujeres fuertes del cine de los hermanos Dardenne. Como en Rosetta, Dos días, una noche y La chica sin nombre, ella se dará una y otra vez la cabeza contra la barrera infranqueable de un sistema en contra, encarnado en el rechazo y maltrato crónicos de los funcionarios de la fiscalía. Tampoco ayuda que los vecinos digan muy poco aun cuando parecen saber bastante, en particular la jefa de la hermana desaparecida (Eugenia Alonso), que entrega un silencio tan sepulcral como potencialmente cómplice. ¿Qué sabe ella? ¿Por qué su punto de vista funciona como contrapunto del de Alba, volviendo a su búsqueda una narración paralela? ¿Ella tiene, efectivamente, la llave que abre el cofre de lo ocurrido? Todas respuestas que entregaría un policial diríase clásico. Todas respuestas que aquí brillan por su ausencia. Otro elemento característico del cine de los Dardenne es el uso de las coordenadas de un mundo en crisis como elementos fundantes de cada decisión de la heroína. Brokenshire y Kuri replican esa idea a lo largo de un camino que puntea las tensiones sociales y la violencia estatal y hacia las mujeres sin subrayarlas, usándolas además como obstáculos concretos –aunque invisibles– en el camino de Alba antes que como disparadores discursivos. Porque Una hermana es una película concentrada en acciones, tiempo y espacio precisos, un rompecabezas que retacea piezas con inteligencia para atender a las sensaciones de quien lo arma. De allí que las directoras hablaran, en una entrevista al portal Otroscines, de “anti–suspense”: aquí no hay culpables revelados en alguna vuelta de guión tardía; tampoco grandes organizaciones con jefes malvados y sicarios descorazonados; sí un aire de desamparo y falta de contención, de menosprecio e impotencia ante una ausencia que nadie, ni siquiera la película, logra explicar.
Distintas ONG aseguran que hay alrededor de tres millones de personas afectadas por la apropiación y el tráfico de bebés en la Argentina. La problemática ha atravesado un amplio arco temporal y está lejos de solucionarse, tal como demuestra el documental Secreto a voces. El film de Misael Bustos indaga en cuatro historias –cada una ocupa un bloque del relato- de personas apropiadas durante sus primeros minutos de vida, todas ocurridas antes de la dictadura militar y en la zona de González Catán, con metodologías similares y entre mentiras y ocultamientos a las familias que aún esperan una respuesta desde el Estado sobre los paraderos (los hospitales aseguran una y otra vez que los archivos se perdieron). No hay demasiado riesgo en las búsquedas de Secreto a voces. Honesto, sencillo, directo, emotivo y respetuoso del dolor ajeno, el film de Bustos evita los golpes bajos priorizando a quienes comparten su historia personal con la máxima voluntad de visibilizar el problema, difundiendo de paso el trabajo de las diversas entidades especializadas en guiar a quienes dudan de su identidad.
Nicolás es un productor musical en plena crisis personal y profesional que, presionado por su jefa, debe crear y llevar al estrellato a una nueva banda musical en seis meses para no perder su trabajo. Su idea es digna de un reality show tipo Popstars: un grupo conformado por un sacerdote, un rabino y un imán. Dirigido, escrito y coprotagonizado por Fabrice Eboué, Dios los cría y ellos… podría haber sido, en otras manos, una película venenosa y crítica, una sátira feroz a los mandatos de las religiones dominantes. El resultado, sin embargo, está lejos de cualquier tipo de incorrección. El film alterna entre los castings, las primeras interacciones y hasta una gira (¡!) del grupo -en lo que es el ascenso más rápido en la historia de la música- con la crisis familiar de Nicolás, a quien su esposa está a punto de abandonar. Sin embargo, ninguno de los conflictos funciona, pues a Eboué le interesa únicamente el llamado a la conciliación detrás de la trama. Así, Dios los cría y ellos… hace agua como comedia, con chistes trillados sobre religiones y razas que no van más allá de la circuncisión y el “cuestionamiento” a los dogmas de cada credo. Y también como drama, pues sus personajes jamás salen de la matriz del lugar común. Los únicos momentos destacables llegan junto a los esporádicos raptos de sorpresa, como el número musical del rabino rapero. Eso, y no mucho más.
La crisis energética de la Argentina alcanzó uno de sus picos más importantes en el verano de 2013/14, con cortes de luz en gran parte de Capital Federal y Gran Buenos Aires durante días en los que el calor no daba tregua. Las jóvenes realizadoras Regina Braunstein y Agustina González Bonorino tomaron esa circunstancia como disparador para El corte, que luego de ser presentada como tesis de grado en la carrera de Diseño de Imagen y Sonido ahora se estrena comercialmente en el cine Gaumont. La acción se sitúa en la zona de Quilmes, en medio del caos desatado por la falta de agua y el desabastecimiento de los comercios. En ese contexto de desamparo y ausencia estatal se desarrollan tres historias que irán acercándose a un punto común a medida que avance el metraje. Habrá un joven que vuelve a la casa de su infancia y encuentra una realidad ajena y desconocida, ilustrada en una madre al borde del colapso emocional; un chico que observa cómo su padre se convierte en un hombre paranoico y violento; y dos hermanos que luchan por sobrevivir en medio de una economía decreciente. Deudoras del cine de John Carpenter, Braunstein y González Bonorino muestran el progresivo desgajamiento de ese orden mediante una amenaza -invisible pero concreta- que se ciñe sobre ese grupo protagónico (Paloma Contreras, Nicolás Mateo y Mateo Silos, Nicolás Goldschmidt, Roxana Berco y Aldo Onofri). A todos ellos se observa sin juzgar. El resultado es un efectivo thriller de tintes sociales en el que incomodidad y la sensación de estallido inminente están a la orden del día.
Con el espíritu de la clase B El spin off del pirata coreliano resulta bastante uniforme, aunque con pretensiones bajas y momentos de aventura en clave retro. Las franquicias de Hollywood llegan a las salas cada vez más grandes y con más conflictos a cuestas. Así sucedió el año pasado con la reunión de superhéroes de DC que fue Liga de la Justicia, que en medio del rodaje pasó de la oscuridad compulsiva de Zack Snyder a la liviandad pop de Joss Avengers Whedon. Y así sucede ahora con Han Solo: Una historia de Star Wars, cuyo derrotero incluyó la eyección de Phil Lord y Christopher Miller de las sillas plegables por las razones que se esgrimen habitualmente en estos casos: “diferencias artísticas” entre los directores y el estudio. Se dice que los responsables de Lluvia de hamburguesas y La gran aventura Lego llegaron al set con un método de trabajo basado en la improvisación y la libertad a los intérpretes –dicho sea de paso, muy en línea con sus orígenes en la comedia– que chocó de frente con el respeto a rajatabla por el guión que pretendía el productor y coguionista Lawrence Kasdan. Y en Hollywood, se sabe, el productor juega con el ancho de espadas. Con prácticamente todo el material filmado, había que buscar un reemplazo. El elegido fue Ron Howard, uno de los pocos directores de la generación analógica que logra mantenerse en la picota de la ola del cine de gran espectáculo a fuerza de un servilismo impersonal, siempre funcional y en ocasiones eficaz. Precisamente eso es Han Solo: un film manoseado pero relativamente uniforme, de pretensiones bajas, livianito y con esporádicos momentos de aventuras en clave retro, con Indiana Jones como gran referencia. Incluso una de las situaciones más importantes se da en el interior de una montaña cuyo ideario se nutre de la secuencia culminante de Indiana Jones y el templo de la perdición. En ese sentido, si no hubiera millones de dólares detrás, si no existiera una campaña de marketing y prensa ejecutada con precisión suiza durante los últimos meses, si la premiere mundial no hubiera sido uno de los eventos estelares del Festival de Cannes, tranquilamente podría pensarse a Han Solo como una película de espíritu clase B devenida en tanque multitarget. Una que toma elementos del western y otros de la ciencia ficción y hasta del género bélico para acompañar el largo periplo intergaláctico del grupo de ladrones encabezado por Beckett (Woody Harrelson) durante la búsqueda de un combustible cuya venta significará un jugoso botín en disputa. Iniciada en 2015 con El despertar de la Fuerza y con culminación anunciada en 2019 con el Episodio IX, la tercera etapa de la saga incluye dos spin offs, es decir, dos películas que funcionan como relatos autosuficientes y medianamente periféricos a la historia central. Han Solo es la segunda de ellas, después de Rogue One (2016). Todo transcurre, como siempre, “hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana”. Un “mucho” más “mucho” que hasta ahora, dado que en la línea temporal se ubica antes que Episodio IV, cuando el enfrentamiento entre el lado oscuro y el lado luminoso de la Fuerza recién establecía sus cimientos y Han (Alden Ehrenreich) ni siquiera se llamaba “Solo”. El film lo encuentra siendo un ladrón de poca monta que huye del planeta Corellia no sin antes prometerle a Qi’ra (Emilia Clarke) que volverá por ella cuando junte el dinero suficiente para concretar el sueño de comprarse una nave espacial. La obtención del Halcón Milenario, los inicios de su relación con Chewbacca y la justificación del apellido son algunos de los elementos que el film aporta al relato global de la franquicia. Pero esas referencias, lejos del guiño canchero que tanto celebran los wikifans, se amalgaman con naturalidad. Sucede que Howard es un director 4x4 que pasa de la adaptación de un best seller de Dan Brown (Inferno) a una película deportiva ambientada en la Fórmula 1 de los 70 (Rush: pasión y gloria) o a una de aventuras en el siglo XIX (En el corazón del mar) como quien se baja del colectivo para tomar un subte. Aquí ejecuta maniobras de piloto de tormentas, timoneando la nave entre las imposiciones de un guión de hierro y reduciendo la imaginaría visual a una escala humana, con escenarios reales en los que la interacción de los actores se construye delante de la cámara, y un andamiaje digital funcional y pertinente. Con esa estirpe old school a cuestas, Han Solo deja varias puertas abiertas para seguir completando los agujeros negros de una galaxia que, aunque lejana en tiempo y espacio, parece más cercana que nunca.
Lars Von Trier, Alejandro González Iñárritu, Michael Haneke, Yorgos Lanthimos... la nómina de realizadores prestigiosos especializados en indagar en los instintos más bajos del ser humano es amplia y variada. A ellos se les suma Armando Bo con Animal, un film que apunta todos sus cañones a pensar la maldad y el egoísmo como elementos constitutivos, intrínsecos e inexorables. Coguionada a cuatro manos por el responsable de El último Elvis y su habitual socio creativo Nicolás Giacobone, Animal narra las vivencias de un hombre envuelto en una situación límite, anormal aunque no extraordinaria. Pero, a medida que el panorama se complejice, la situación se volverá una lucha por la supervivencia del más fuerte, empujando a ese hombre a un tour de force emocional y físico del que todo su entorno saldrá herido. Antonio Decoud (Guillermo Francella) es el gerente de un frigorífico de Mar del Plata con un buen pasar económico, el padre de una familia bien constituida (tres hijos, una esposa interpretada por Carla Peterson) y dueño de una casona en la zona más coqueta de la ciudad balnearia. Esa estabilidad tambalea cuando uno de sus riñones empieza a fallar e ingresa en la lista de espera para un trasplante. La primera solución es una donación de parte de su hijo mayor, algo que no ocurre debido a que el chico sale literalmente corriendo de la puerta de la clínica. No es casual que Armando Bo haya adquirido renombre gracias al guión de Biutiful, de Alejandro González Iñárritu (luego trabajó también en la ganadora del Oscar Birdman). Como en las películas del director mexicano, el conflicto es el disparador de un largo espiral de desgracias que acelerará sus giros cuando, desesperado, Antonio busque donantes en Internet a cambio de una casa y entren en escena el potencial “vendedor” (Federico Salles) y su novia embarazada (Mercedes De Santis). Esta pareja de clase baja, a punto de ser echada del ominoso conventillo en el que vive, encuentra el camino hacia una casa propia, a la vez que asoma como amenaza de la rutina y el orden familiar de Antonio, con visitas sin aviso y autoinvitaciones a cenar cada vez más recurrentes. A medida que el film avanza, el donante se vuelve la encarnación perfecta de una otredad peligrosa. Y pobre, lo que no hace más que incrementar los temores de Antonio y compañía. De ahí en adelante, con Antonio luchando una doble batalla, el film apostará por una tensión creciente centrada en la acumulación de situaciones cobijadas por un universo que irá volviéndose cada escena más cruel y despectivo, con seres aumentando exponencialmente su miserabilidad y egoísmo. Más allá de las actuaciones sólidas y de la factura técnica irreprochable, más allá de la elegancia formal y de la potencia de un relato trepidante, asoma la mirada de un realizador dispuesto a todo con tal de mostrar, por si hiciera falta, que el mundo fue una porquería no sólo en el 510 y en el 2000, sino también en 2018.
Reencuentro incómodo e intimidad sincera En medio de unas vacaciones a Villa Gesell, una mujer se encuentra en el mismo edificio que su ex pareja (y padre de su hijo adolescente) junto a su novia. Con esos elementos, el film aborda los vínculos filiales y sentimentales con tersura y simpleza. Las películas con epicentro en ciudades balnearias de la costa bonaerense conforman un subgénero en sí mismo dentro del amplio espectro del cine argentino independiente. La gran cantidad, sin embargo, no implica necesariamente diversidad: en casi todas ellas la acción transcurre fuera de temporada, y encuentra al personaje central llegando a la arena en busca de paz y tranquilidad, como si quisiera reencontrarse consigo mismo o buscara un refugio ante las adversidades que lo esperan en la ciudad. Adversidades que, no obstante, más temprano que tarde lo encuentran, aun cuando haga todo para ocultarse de ellas. Regreso a la ficción de Juan Villegas después de incursionar durante casi una década en el cine documental, Las Vegas subvierte ese andamio con situaciones propias de la comedia romántica, otro subgénero hecho y derecho, con sus códigos bien afirmados en el inconsciente colectivo a lo largo de décadas de historia, aunque poco transitado por fuera del ala industrial nacional. El mar, metáfora habitual de renacimientos, expiaciones y purgas, es el fuera de campo infinito de un film que aborda los vínculos filiales y sentimentales con tersura y simpleza. Apertura de la última edición del Bafici, el último trabajo del director de Sábado (2001) y Los suicidas (2005) muestra muy rápido que no se trata de la típica película costera poblada de hombres y mujeres abúlicos. Lejos de la soledad ventosa del invierno, aquí todo transcurre en plena temporada veraniega, con los últimos soles del año entregando sus rayos a los primeros turistas que se afincan en los edificios cuadrados de la costanera de Villa Gesell. Hasta uno de ellos, cuyo nombre le sirve de título al film, llega Laura con su hijo Tomás después de un viaje en el que todo lo que podía salir mal, salió peor: demoras, cambios de vehículo y hasta un incidente con la policía a raíz de un piedrazo coronan un arribo a puro conflicto. En esa secuencia quedan claras tres cosas: que Laura es arremolinada, compulsiva de la precisión temporal (“¿Pero cuánto es un rato?”, pregunta al chofer del micro roto ante el anuncio de un refuerzo inminente) y dice lo que piensa sin pensar lo que dice; que con su hijo tiene una relación tirante; y que estará a cargo de llevar adelante el relato, sirviendo además como su termómetro emocional. Fuerza, temperamento y personalidad fuerte: características distintivas de las heroínas de la comedia de rematrimonio. Inmortalizadas durante la época del cine clásico, estas películas muestran el reencuentro de una pareja que supo quererse y ahora no se lleva precisamente bien. Reencuentros disparados, a su vez, por situaciones azarosas y en principio indeseadas. En esa línea, en Las Vegas Laura (Pilar Gamboa, la actriz del momento) y Tomás (el freestyler Valentín Oliva, conocido como Wos) se cruzan con Santiago (Santiago Gobernori), el ex de ella y el papá de él, que justo anda de vacaciones con su joven novia colombiana en el departamento familiar ubicado justo debajo del de Laura. Ninguno está muy contento de ver al otro ni hace demasiado esfuerzo por ocultarlo. Sobre todo Tomás, que trata a papá de psicópata y le pide que se vaya al otro día. Algo que claramente no ocurre, porque de hacerlo no habría película. O no sería esta. Villegas enhebra situaciones en las que los comentarios venenosos y los evidentes celos están a la orden del día. Diálogos afiladísimos y dichos con la precisión quirúrgica que pide toda comedia. Entre los pliegues de ese chicaneo nace el tallo de una melancolía que Laura y Santiago florean con recuerdos y complicidad. Sucede que en ese departamento, entre juegos y tiempo compartido, se hicieron amigos de chicos, y que en ese departamento, de adolescentes, concibieron a su hijo. Allí iniciarán unas vacaciones tan breves como trascendentales para lo que vendrá. Incluso para Tomás, que empieza a mirar con mucho cariño a la guardavida (Camila Fabbri) y a llevarse bastante bien con un padre que al final no era tan psicópata como él creía. Amable y bonachona, Las Vegas elimina cualquier atisbo de villanía en sus nobles, sutilmente quebrados personajes, y apuesta a un naturalismo que, a medida que se aquieta la efervescencia de la incomodidad, abraza la intimidad sincera, esa que sólo se alcanza durante un buen desayuno con seres queridos.
Con la industria dominada desde hace más de diez años por películas de superhéroes, los productores están obligados a buscar nuevas facetas alejadas de lo ya visto para mantener cautivo al público. En esa línea nació hace un par de años Deadpool, una sorpresa mayúscula que apostaba por un humor lleno de puteadas y referencias sexuales. Con esa misma fórmula llega ahora su secuela. Es cierto que hubo varias películas que satirizaron el universo de los superhéroes (desde la seminal Iron Man hasta dos entregas de Kick-Ass, pasando por Ant-Man o Guardianes de la Galaxia), pero ninguna lo hizo de forma tan abierta y autoconciente como este film dirigido por David Leitch y protagonizado por Ryan Reynolds. La nueva aventura de la oveja negra del universo de Marvel lo encuentra al borde del suicidio después de una serie de acontecimientos que conviene no revelar. En plena crisis existencial, tendrá que armar un particular grupo de superhéroes para proteger a un chico mutante con poderes especiales de las garras de Cable, un soldado interpretado por Josh Brolin que viene del futuro con la única misión de matarlo (sí, referencia directa a Terminator que la película reconoce). Deadpool 2 apuesta por un humor zafado y estrictamente autorreferencial, incluyendo en prácticamente todas las secuencias un guiño hacia otras películas del mundo de los encapotados. Más allá de la eficacia como sátira, el problema es que no hay una resonancia más allá de ese diálogo metadiscursivo, lo que convierte al film de Leitch en otro paso hacia la clausura del género a su séquito de fanáticos. Con su humor extremo y adolescente como principal arma, Deadpool 2 es algo irregular y no tan lograda como la primera, dado que lo que hace un par de años resultaba sorprendente hoy ya no lo es tanto. Se trata de un ejercicio disfrutable para aquellxs con conocimiento de los avatares de los últimos quince años de Superman, Batman, Iron Man, Thor y toda la troupe. Para los neófitos, en cambio, se tratará de una experiencia desconcertante.
El trío creativo conformado por el director Jason Reitman, la guionista Diablo Cody y la actriz Charlize Theron vuelven a unir fuerzas –lo habían hecho en Adultos jóvenes (2011)- para este film que aborda la maternidad en todas sus dimensiones, desde una mirada descarnada y vaciada de idealizaciones. Tully debe ser una de las pocas películas tituladas con el apellido de un personaje que no es protagonista central. Quien lleva adelante el relato es Marlo –Charlize Theron, con 25 kilos extra adquiridos, según ha dicho, a base de comida chatarra y gaseosas-, una mujer bella y emprendedora con licencia por maternidad debido a la llegada de su tercer hijo. Más allá de la ayuda de su marido (Ron Livingston), con quien la pasión quedó en el olvido, la situación la empuja al borde del colapso emocional. El film de Reitman (Gracias por fumar, La joven vida de Juno, Amor sin escalas) muestra el día a día de Marlo con crudeza y naturalidad, como si fuera el resultado de un guión hecho de recortes de una vida diaria que tranquilamente podría ser la de Cody, quien escribió la película basándose en sus experiencias personales. Todos los problemas del mundo parecen concentrarse dentro de las cuatro paredes de la casa que el matrimonio sostiene con sacrificio e intentando equilibrar las piezas de una rutina que cuesta demasiado. La solución llega de la mano del hermano de Marlo, un hombre exitoso, con dinero y una familia modelo –o al menos así la ve ella- que se ofrece a pagarle los servicios de una niñera nocturna. Se trata, afirma él, de una nueva moda en los círculos más pudientes destinado a priorizar el descanso de los padres durante la noche. “Ella te despierta cuando haya que amamantar”, promete. Y ahí entonces llega Tully (Mackenzie Davis), una joven bella, enérgica y optimista, con todo el futuro por delante: el espejo perfecto para Marlo. A partir de ahí la película deja atrás el retrato descarnado de lo diario para abrazar la progresiva amistad entre ambas mujeres, que entre charla y charla se descubren muy parecidas, algo que terminará de cerrar cuando el film apele a una vuelta de tuerca cuanto menos discutible. Así y todo, Reitman es uno de los directores norteamericanos que más y mejor comprende el universo femenino. Para esto ayuda, claro, la presencia de Cody como guionista, que aquí apuesta nuevamente a un tono que va de lo agridulce a lo melancólico, de la comedia ácida a la reflexión intimista. Un tono muy parecido a la vida misma.
Amy Schumer con el humor algo desafilado Hay poco espacio para dudar que el objetivo de Sexy por accidente es desmitificar la belleza y la delgadez como las llaves principales del éxito laboral y sentimental de las mujeres. Una apuesta noble y loable, cortada con la tijera de los tiempos de reclamo por una pantalla de Hollywood con más y mejores protagónicos femeninos. Pero para una buena película hace falta bastante más que buenas intenciones. El primer largometraje de la dupla Abby Kohn y Marc Silverstein –guionistas de Jamás besada, con Drew Barrymore, hace ya casi veinte años– está más preocupado por transmitir su mensaje que por construir una historia que vaya más allá de la tipología habitual de las comedias románticas promedio. De allí que a cada rato se diga que lo importante es sentirse bien y en armonía con uno mismo. Se dice en el sentido más literal del término: una y otra vez la protagonista monologa conclusiones frente a un espejo o en la soledad de su hogar, con los espectadores como únicos testigos. La que reflexiona es una heroína regordeta con el autoestima por el piso a la que todo, pero todo le sale mal justamente por no sentir que esté a la altura de las imposiciones estéticas del mundo contemporáneo. Nadie mejor para ese rol que la comediante Amy Schumer, quien en su programa televisivo Inside Amy Schumer y sus monólogos –varios de ellos disponibles en la plataforma Netflix– ha tematizado una y otra vez cuestiones de este tipo a través de versiones aumentadas de sus desventuras sexuales. Allí el humor guarro, crudo y explícito va de la mano con un espíritu crítico, venenoso y de una incorrección política que, como toda incorrección, incomoda. Pero aquí el guión no es de Schumer sino de Kohn y Silverstein, que después de Jamás besada escribieron dramas y comedias románticas al uso. La incorrección habrá que buscarla en otro lado, en otra película. Lo relativamente novedoso aquí es, se dijo, el punto de partida. Renee Bennett trabaja de administrativa en un sótano sin luz, los chicos no la encaran ni la miran, y su última aventura fue romper el asiento de la bicicleta fija del gimnasio. Una desgracia con suerte, porque después del golpazo en la cabeza su vida cambia. Realismo mágico al palo, la chica se percibe distinta en el espejo, capaz de llevarse el mundo por delante. Y allí irá Renee y su flamante seguridad, en busca del trabajo soñado como recepcionista de la empresa de maquillaje de Avery LeClaire (Michelle Williams, todo un hallazgo como actriz cómica), una mujer cuya voz de pito la vuelve risible incluso ante su propia familia; al tiempo que conoce a un hombre... en una tintorería, quizá el lugar menos pensado para el levante de todo Manhattan. Con la pareja ya en escena, Sexy por accidente exhibe dos facetas en tensión. Una es la del humor bravucón de Schumer, que a partir de ese “accidente” inclina la balanza a su favor y entrega varios momentos de gracia inspirada aun cuando los filos de sus chistes están limados para que nadie arrugue la nariz. La otra irrumpe con la segunda oleada de realismo mágico, y es la huella visible de las manos detrás de un guión que reserva una última media hora para que los vientos inspiracionales soplen con la fuerza de un torbellino.