El 27 de junio de 1976, un vuelo de Air France partió desde Tel Aviv sin que ninguna de las 248 personas a bordo supiera que entrarían en la historia. El avión fue secuestrado por cuatro individuos –tres hombres y una mujer– que ordenaron aterrizar la nave en Entebbe, Uganda, con la idea de cambiar rehenes por presos palestinos. Conviene no dar muchos detalles de lo que ocurrió después. Primero, porque la información está disponible en Internet, ya que el hecho marcó una bisagra en la seguridad aeroportuaria y en la forma de encarar negociaciones con secuestradores de las grandes potencias. Pero además porque Rescate en Entebbe –traducción local del menos revelador Entebbe– apuesta a crear suspenso alrededor de ese desenlace. Que lo logre o no, esa es la cuestión. El film del brasileño José Padhila (Tropa de élite) se divide en dos grandes bloques articulados a través de un montaje paralelo. Por un lado, el secuestro, las vivencias previas del grupo encabezado por Wilfried Böse (Daniel Brühl) y Brigitte Kuhlmann (Rosamund Pike) y la tensión creciente con los rehenes a medida que avanzan los días. Del otro, la cocina de una respuesta dentro del núcleo del gobierno israelí, con voces a favor de negociar y otras de la mano dura y la represalia. El problema con todas esas vertientes es que falta un hilo que las una. Padilha había dirigido la remake de Robocop con pulso y ritmo, algo que aquí se ve a cuentagotas en las escenas de acción. Sucede que el film está más cerca de la adustez de las biopic que suelen ganar Oscar que de la tensión de un thriller, como si se tratara de un documental histórico con la recreación como centro. Una película que, para colmo, cierra con una placa sobre la importancia del diálogo para la paz, pero que le interesa más escuchar a los israelíes que a los terroristas y ugandeses.
La pizza con amigos, la pasta familiar, la milanesa de bodegón. La comedia italiana es, sin duda, una de los componentes fundamentales de la dieta de los argentinos, aunque, claro, con variaciones autóctonas. En busca de los orígenes de esas transformaciones y del arte culinario de la bota, además de sus múltiples influencias, parte la realizadora Mercedes Córdova en E il cibo va. El documental recorre distintos puntos de la Argentina para después armar las valijas y partir hacia Nueva York, otra ciudad que, como Buenos Aires, supo acoger una oleada enorme de italianos entre fines del siglo XIX y mediados del XX. El destino final es Italia, cuna de los platos y los sabores que, globalización mediante, paladea el mundo entero. En todos esos lugares Córdova da lugar a testimonios de cocineros de todo tipo (desde los más sofisticados hasta los callejeros), miembros de asociaciones italianas no muy contentos con la pizza al molde y el chorreante de queso de la Argentina, vendedores de productos y algunos académicos que indagan en la historia de los movimientos migratorios. E il cibo va es, pues, un viaje por momentos caótico -sobre todo en un comienzo bastante desordenado- pero que nunca pierde la gracia y la frescura de esas pequeñas historias. El resultado es ameno y divertido, ideal para ver antes de una gran comilona.
Memorias del saqueo sojero-agrotóxico El director de La hora de los hornos pone su mirada sobre el modelo agroexportador que envenena la tierra y los alimentos. Pasan los años y Fernando “Pino” Solanas sigue siendo uno de los pocos directores interesados en radiografiar los problemas estructurales de la Argentina casi en vivo y en directo, manteniendo la creencia de que el cine aún tiene la potencia de modificar el estado de las cosas. Didácticos y expositivos pero nunca pueriles, transparentes y honestos en su punto de vista, sus documentales son despertadores que persiguen el objetivo de visibilizar las consecuencias sociales de situaciones que, ya sea por aval directo o lisa y llana omisión, tienen al Estado como máximo responsable, llamando de paso a la acción de la ciudadanía para combatirlas. Así ocurría con el neoliberalismo en Memorias del saqueo (2003), el 2001 en La dignidad de los nadies, el desguace crónico del sistema ferroviario en La próxima estación y la explotación minera y petrolífera en las dos Tierra sublevada y La guerra del fracking. Y así ocurre con la contaminación de alimentos cultivados en grandes pools de siembra en Viaje a los pueblos fumigados. El mismo Solanas reconoce el hilo que cose su obra de los últimos quince años. Al comienzo del film, su clásica voz en off explica que en uno de esos rodajes conoció a una mujer que hurgaba en los bosques salteños desforestados para llevarse troncos que luego revendía. Aquel desmonte era propulsado por la expansión del modelo agroexportador que sostiene la Argentina desde hace unos cuantos siglos, y que en lo que va del milenio le sumó la automatización y una peligrosa tendencia al uso de semillas modificadas genéticamente para resistir herbicidas. “Mirá, Pino: toda esta soja se sembró en menos de una hora desde un celular”, dice un ex miembro de la Federación Agraria de Santa Fe, mientras señala un mar de hojas verdes que se prolonga hasta más allá del horizonte y que Solanas capta con uno de sus habituales planos generales. Aquellas tierras solían tener varios dueños que aunaban fuerzas para cultivar durazno; hoy forman parte del núcleo duro del negocio del campo. Un negocio que, como se sabe, genera más daños que dividendos, más concentración y desocupados que derrame y empleo, pocos ganadores y muchos perdedores. De esa punta del carretel tira Solanas para emprender un viaje que lo llevará de Salta hasta Mar del Plata y de allí a Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, Salta, Misiones, Chaco y el norte de la Provincia de Buenos Aires, siempre con la cámara y el micrófono apuntando a esa polifonía de voces que él llama “el pueblo”. Ese pueblo son los desplazados por las topadoras y palas mecánicas, la mano de obra barata que manipula herbicidas tóxicos sin protección, las docentes de escuelas alrededor de campos envenenados por aviones que fumigan durante los recreos, los grupos académicos que quieren investigar y no los dejan e incluso cualquier hijo de vecino que pasa por una verdulería. Solanas entrevista a diversos especialistas que coinciden en el diagnóstico y alumbran posibles soluciones centradas, como siempre en el director de Las horas de los hornos, en el colectivismo en general y en la aplicación de sistemas de cultivo a menor escala en particular. Qué tan viable es ese modelo en un mundo que piensa el alimento como producto en lugar de como derecho es un problema que el film soslaya, envolviendo las posibilidades de revertir la situación con un papel celofán color utopía.
El movimiento que le gana a la palabra Estrenada en el último Festival de Berlín, la película sigue los (fuertes) pasos de Gaspar, un malambista en el ocaso que busca redimirse de una vieja derrota. “Un bailarín de malambo se prepara durante toda una vida para el campeonato. Si alcanza la victoria será su fin. El vencedor ya no puede competir y debe retirarse. Podrá entrenar a otros que intenten el mismo desafío. Esta es una ficción sobre la vivencia de algunos malambistas”, se lee en la placa de inicio de Malambo, el hombre bueno. La frase entrega un par de elementos fundamentales para lo que está por venir. El primero es que la regla sagrada de este baile folklórico –llegado a la Argentina desde Perú, según los expertos– impone a los ganadores de competencias la obligación de abandonar las pistas una vez coronados. De allí que los malambistas convivan con la certeza de la gloria no como el principio del fin, sino como la consumación definitiva de una carrera: el triunfo es un punto de no retorno donde el éxito y la aniquilación suceden en el mismo instante. La segunda es que el polifacético dramaturgo, guionista, director y escritor Santiago Loza convertirá esa ambivalencia en el motor invisible de un relato en el que, como acostumbra el responsable de Extraño, Los labios y La Paz, lo real y lo ficticio conviven en un mismo plano. Estrenado en el último Festival de Berlín y programado fuera de competencia en el último Bafici, Malambo podría leerse como una fábula de superación deportiva en clave ensayística. Una que va de los apuntes personales de Loza en voz en off a la clásica secuencia de montaje de entrenamiento no sin antes puntear las cuerdas del drama familiar y hasta la comedia romántica. Una en la que el protagonista, como suele ocurrir en estos casos, usa la pasión como combustible, pelea menos contra otros que contra sí mismo e intenta alcanzar un equilibrio entre sus deseos y las posibilidades concretas de materializarlos. El encargado de atravesar ese arco es Gaspar (el malambista Gaspar Jofre), a quien la película encuentra con un físico agotado incluso años después de haberse alejado del baile. Entre tratamientos y natación para combatir la hernia que lo aqueja se da un cruce casual con el rival que en su momento lo venció en una competencia. Esa es la señal que el hombre bueno del título necesita para desoír definitivamente los consejos médicos y regresar al arte del zapateo y la contorsión de las piernas con miras a una revancha en un torneo en Cosquín. No contra su némesis, claro, que ya no baila sino que, como todos los ex campeones, enseña. Si Gaspar tiene un profesor y también enseña es porque de enseñar habla Malambo. No, hablar no, puesto que aquí, al menos en lo referente a la transmisión de conocimientos, se habla poco y nada. Retratar es mejor y más acorde a un film que hace de la pedagogía un acto práctico y corporal, de puro movimiento y vértigo físico. Loza es de esos directores cultores del plano fijo que filma –en este caso en un ascético blanco y negro– a la distancia justa para invisiblizarse detrás de lo que muestra, permitiendo que la danza dialogue con el espacio ( la escena del galpón) y despliegue una belleza auténtica y poderosa. Una belleza tan real y magnética que por momentos absorbe las situaciones ficticias que la rodean. Hay, por ejemplo, una abuela moribunda y un posible interés amoroso encarnado en la masajista que funcionan muy bien para que el espectador comprenda un poco mejor a Gaspar y empatice con él, pero se diluyen a medida que se acerca el gran duelo final. Distinto es el caso del compañero de cuarto obeso, un personaje simpatiquísimo capaz de marcar el ritmo de la música golpeándose la panza, interpretado por el actor Nubecita Vargas. Un roommate que habla lo justo y necesario, lo mismo que una película que hace de la economía de palabras y el movimiento sus armas más nobles.
Yossi Ghinsberg (Daniel Radcliffe) es un joven israelí que decide combatir el aburrimiento de la rutina y la falta de certezas sobre su futuro haciendo un viaje de autodescubrimiento al Amazonas. Allí conoce a Marcus (Joel Jackson) y su amigo fotógrafo Kevin (Alex Russell), con quienes parte rumbo a una aventura en la que todo, todo sale mal. La idea del trío protagónico de Jungla es internarse durante unos días para dar con una comunidad indígena aislada del contexto, tal como les promete un supuesto guía especializado en tours fuera de las hojas de ruta habituales. Pero las cosas se complican primero cuando las heridas en los pies de uno de ellos los demore y, después, con el grupo ya dividido, cuando Yossi se separe de Kevin y quede solo, sin comida ni agua, en medio de la jungla del título. Como Tom Hanks en Náufrago, pero con árboles en lugar de agua. Basado en hechos reales, tal como anuncia una placa al inicio y validan las fotos de los auténticos protagonistas en los créditos, el film del australiano Greg McLean (El cazador de Wolf Creek) es un clásico thriller con la supervivencia como meta. Uno que construye una tensión sólida, cruenta y visceral y sabe cómo volver el entorno selvático un elemento ominoso y aterrador que deja huella en la piel de Yossi. Con una sólida actuación de Radcliffe, Jungla podría haber sido una película todavía mejor que la finalmente es. Sucede que McLean no es partidario de la concisión y narra no sólo la supervivencia sino también el “viaje interior” de Yossi a través de fragmentos constantes de alucinaciones o flashback hacia la vida familiar que se estiran hasta bastante más allá de lo aconsejable, igual que esas vacaciones de las que uno sin duda anhelaría volver.
Exponente estandarizado del cine de terror sin nada demasiado novedoso por ofrecer. Hace diez años se estrenó una película de terror que adelantó el reverdecer del género que explotaría durante esta década. Protagonizada por Scott Speedman y Liv Tyler, Los extraños narraba el ataque de un grupo de enmascarados a una joven pareja mientras estaba en su casa. Atacaban al voleo, sin motivos aparentes, algo que la película convertía en uno de los pilares de la angustia del espectador. Con su responsable, Bryan Bertino, fungiendo como guionista y Johannes Roberts (A 47 metros, estrenada aquí un par de meses atrás) reemplazándolo en la dirección, la secuela Los extraños: Cacería nocturna presenta un núcleo argumental similar: una familia visita un campamento para intentar recomponer el vínculo pero, de buenas a primeras, son víctimas de tres personas con los rostros cubiertos. Lo que es distinto es el resultado. Lo que en Los extraños era fuera de campo, sugestión y trabajo de cámara (el tal Bertino se tomaba todo el tiempo del mundo para rematar las escenas) ahora es exhibicionismo, urgencia y golpes de efecto, en línea con un modelo de cine asentado en la producción serializada. Incapaz de generar tensión y mucho menos un relato atrapante, apenas quedan en la memoria algunos sustos módicamente bien logrados y la presencia de Christina Hendricks, al menos para recordar unos minutos a la serie Mad Men.
La normalidad se ha ido del barrio del conurbano bonaerense donde transcurre Aterrados: una joven autodestruye su cabeza contra las paredes de la bañera; el cadáver de un chico no parece precisamente muerto; las cosas se mueven solas y las casas emiten sonidos misteriosos. Así se plantean las cosas en el inicio del nuevo largometraje de Demián Rugna. El veterano de mil batallas en el terreno de los sustos y las vísceras deja atrás la autoconciencia de ¡Malditos sean!(2011) y No sabés con quién estás hablando (2016) para despacharse con este thriller psicológico -o de terror paranormal- centrado en el intento de descubrir la entidad maléfica detrás de esos hechos. Los responsables del hallazgo serán una dupla de policías, una doctora especialista en actividades paranormales y su asistente, quienes montarán una suerte de laboratorio en las tres casas sospechosas. Aterrados es una de esas películas que tarda sus buenos minutos en armarse, pero que cuando finalmente lo hace no para. La segunda mitad deja atrás los golpes de efecto gratuitos para abrazar una construcción climática centrada en el enrarecimiento de lo cotidiano, llegando a un desenlace donde la locura explota como pocas veces en el cine de terror argentino.
Más grande y entreverada que las anteriores A principios de abril, los realizadores Anthony y Joe Russo publicaron un tweet pidiendo a los futuros espectadores de Avengers: Infinity War que por favor mantuvieran discreción sobre la trama: querían, dijeron, que “todos los fanáticos tengan la misma experiencia al verla por primera vez”. Allí también enunciaron el mantra fundamental de la ética de reciprocidad que rige el consumo audiovisual del siglo XXI: “No le spoilees a otros, así como no querrías que te spoileen a vos”. Da toda la sensación que a los Russo les importa más conservar bajo siete llaves las mil vueltas de guion que cualquier crítica negativa contra el resultado de su trabajo, todo un síntoma de la tiranía del argumento que supo construir el mundo de Marvel, con su Universo Cinematográfico expandiéndose en cine, tv y streaming… hasta ahora, dado que Infinity War ensaya algo así como el principio del fin que llegará en 2019 con la cuarta Avengers. Y ojo que esto último no es spoiler ni nada: hasta el mismísimo presidente del estudio, Kevin Feige, confirmó que el año que viene se iniciará un nuevo periodo de los encapotados. Que los Russo se queden tranquilos tomando caipiriña en Hollywood, porque se necesitaría este diario entero para contar todo lo que sucede en las dos horas y media de metraje. Desde ya que a aquellos neófitos con ganas de acercarse por primera vez a Avengers se les recomienda evitar Infinity War, quizá la película menos autónoma y más enraizada en la historia macro que viene desarrollándose desde 2008. Como si se tratara de un Aleph superheroico, los diez años de Marvel confluyen en una película aún más grande y voluminosa que las anteriores. Una que entreverá personajes de la primera generación en plan despedida (Iron Man, Thor, Hulk, Loki, Capitán América) con aquéllos que continuarán el legado (Pantera Negra, el Hombre Araña, los Guardianes de la Galaxia), y que al habitual despliegue de acción, destrucción de ciudades, guiños y chistes autorreferenciales (otro cameo de Stan Lee y van….) le suma una pátina existencial y oscura hasta ahora ausente en la saga. Porque, claro, Infinity War quiere ser muchas cosas. Que lo logre o no es otra cuestión. Igual que Thor: Ragnarok, aquí se evidencia el tironeo entre la voluntad de asumirse como objeto pop y la imposibilidad de abandonar el tono trágico, casi sepulcral, con que los protagonistas dirimen sus dispuestas internas y externas. El mérito de los Russo en medio de esa neurosis del ADN de Marvel es conseguir una relativa homogeneidad entre todas sus partes haciendo que todo lo que sucede sea pertinente y necesario para que el relato avance a ritmo regular, corriendo cuando deben hacerlo y parando cuando la fluidez lo reclama. Hay decenas de escenarios y sin embargo se entiende dónde transcurre la acción, quiebres de guión bien distribuidos, una docena de protagonistas que se complementan sin superponerse y, la yapa, un buen villano enfrente. Thanos, como todos los malos, persigue el objetivo de destruir el mundo, con la salvedad que lo suyo no es megalomanía sino el intento de aliviarle a la humanidad el sinsentido de vivir. Para eso deberá conseguir las Gemas del infinito, un grupo de piedras que, unidas, le permiten al portador controlar el universo. ¿Lo logrará? La respuesta llegará en 2019. Paciencia, ya se acaba.
Gloria Grahame fue una actriz norteamericana que durante la década de 1950 tuvo un breve lapso de fama gracias a los film noir en los que participaba. Coronada con un Oscar por Cautivos del mal en 1952, pagó caro su intento de salir del encasillamiento, y con los años su nombre pasó de ocupar los primeros planos de las marquesinas a llenar páginas de revistas de espectáculos gracias a la relación amorosa con su hijastro Anthony Ray (hijo del director Nicholas Ray). Las estrellas de cine nunca mueren toma aquella figura para trazar un recorrido que cruza las fórmulas de la biopic con las del melodrama. El film del inglés Paul McGuigan va y viene entre 1979 y 1981.En el primer periodo narra los inicios de la relación entre la veterana Grahame (Annette Bening) y un joven conserje de hotel y aspirante a actor llamado Peter Turner (Jamie Bell). El segundo periodo es el de mayor peso narrativo y comienza cuando Grahame vuelve a la vida de Peter después de un par de años de ausencia. Los cuidados de él se contraponen con el deseo contradictorio de esa mujer en crisis que duda entre rendirse ante los brazos de su amado y enfrentar sola sus problemas de salud. Las estrellas de cine nunca mueren tiene, por un lado, la voluntad de nunca juzgar las acciones de sus personajes. La diferencia de edad no es un problema para los protagonistas ni para McGuigan, que deja que sean ellos los encargados de construir su vínculo sin levantar el dedo acusador. Más allá de eso, a medida que avanza el metraje la tórrida historia romántica da paso a un melodrama de ínfulas académicas con epicentro en la enfermedad de Gloria y las reacciones de Peter y su familia. El paso de la contención al exceso convierte al film en una película digna de recordado Hallmark Channel.
Tiene sentido que entre los agradecimientos de La intimidad figure Gustavo Fontán. Tal como ocurría en el Ciclo de la casa, el film de Andrés Perugini aborda la relación entre la desaparición de un personaje y las huellas que deja en el espacio físico que supo habitar. Todo registrado durante un largo período de ocho años. Irene tiene 96 años y pasa los días limpiando y ordenando su casa del pueblo bonaerense de Germania. Su muerte obliga a una reunión familiar para decidir qué hacer con los objetos reunidos durante una vida. Es un dolor apenas sopesado por la certeza de una partida tranquila y natural. “A todos nos va a llegar este momento”, dice una de las hijas mientras vacía el placard. La intimidad toma los mecanismos del documental observacional –nula intrusión en la puesta en escena, cámara en mano atenta al “vivo” de las situaciones, el director invisibilizado detrás del dispositivo– para un relato que, como los de Fontán, se mueve entre la elegía y la nostalgia, entre los recuerdos del pasado y los objetos que los rememoran desde el presente. Sobre el último tercio, el arribo de una familia a la casa evidencia que, más allá de las circunstancias, hay un futuro posible.