Una buena porción del cine europeo que llega a la cartelera comercial argentina se compone de comedias que tienen como tema en común las miserias y contradicciones de la clase alta. En este contexto se inscribe esta nueva relectura de la historia de Cenicienta que propone la francesa –aunque con elenco enteramente angloparlante– Madame. Anne (Toni Collette) y Bob (Harvey Keitel) son un matrimonio norteamericano multimillonario que, residiendo en París, decide organizar una cena para agasajar a sus amigos. La llegada sin aviso del hijo de Bob altera los planes de una supersticiosa Anne, quien para evitar el número trece obliga a una de sus mucamas a participar de la velada. María (la almodovariana Rossy de Palma), entonces, se hace pasar por una acaudalada amiga española del matrimonio y, sin proponérselo, termina enamorando perdidamente a uno de los invitados que desconoce su verdadero rol en el hogareño, desatando así los celos de Anne. Lo que sigue es una apuesta por la farsa, la caricatura (todos los actores están varios registros arriba del naturalismo) y los consabidos apuntes sobre la diferencias de clase a través del contraste entre María y Anne, con una volviéndose una presencia fantasmagórica para la otra. El resultado es un film que funciona mejor como una comedia de enredos lúdica antes que en su vertiente más romántica y social.
Las consecuencias del paso del tiempo El director de Boyhood regresa una vez más al tema que vertebra toda su obra con la historia de tres veteranos de Vietnam que se reencuentran cuando su país está inmerso en la guerra de Irak. La obra de Richard Linklater es un buen ejemplo de cómo ser ecléctico sin perder personalidad ni resignar huellas autorales. El director oriundo de Texas se inició en el indie estadounidense a principios de los ‘90 (Slacker, Rebeldes y confundidos), y desde entonces se movió siempre ahí, a la vera de los grandes estudios, resignando espacio en las marquesinas a cambio de libertad artística absoluta. Se entiende, pues, que su filmografía haya alternado entre picos tan distintos como el romanticismo naturalista (Antes del amanecer y sus secuelas), la experimentación animada (Despertando a la vida, Una mirada a la oscuridad), el ejercicio de género (Tape), las comedias punks (Escuela de rock) y negras cargadas de ironía (Los osos de la mala suerte, Bernie), el coming of age o relato de crecimiento (Boyhood, la aquí inédita Everybody Wants Some!!) y hasta el cine de denuncia (Fast Food Nation, quizá el eslabón más débil de su filmografía). Pero todas esas escaladas fueron casi siempre una excusa para hablar una y otra vez de las consecuencias del paso del tiempo, misma obsesión autoral que ahora relee de forma melancólica y agridulce, casi elegíaca, en El reencuentro. A los protagonistas de Linklater podían faltarles muchas cosas, pero no tiempo. Estudiantes que vagabundeaban, una pareja enamorada durante décadas en las tres “Antes del”, el chico que atravesó la infancia encontrándose una vez a la año con la cámara en Boyhood… para todos la vida era una cuestión de proyección, de circunstancias y personas por venir. Para los cincuentones de El reencuentro, en cambio, es una seguidilla de hechos concretos ocurridos en un pasado acumulado a lo largo de más de media vida. Y que deja cicatrices. Sal Nealon, Richard Mueller y Larry “Doc” Shepherd se hicieron amigos en Vietnam a principios de los ‘70, pero desde entonces perdieron contacto, como si con ese olvido intentarán borrar el dolor, la oscuridad y los excesos de la guerra. Así hasta que, a fines de 2003, Doc (un Steve Carell magnífico, contenido y doliente como nunca) recurre a sus ex compañeros de armas –hoy dueño de un bar y pastor baptista, respectivamente– para… ¿para qué? Para enterarse hay que darle sus buenos minutos a El reencuentro, pues Linklater es de esos directores/guionistas humanistas menos interesados en las circunstancias que en qué hacen los personajes con esas circunstancias. El motivo finalmente se devela: Doc enviudó hace meses y acaba de perder a su único hijo en la guerra de Irak, según le dicen, combatiendo con honores y heroísmo. Sin “muchos amigos ni muy cercanos”, como él mismo reconoce, lo único es pedirles a sus camaradas el favor de acompañarlo al cementerio de Arlington, donde lo enterrará acorde al código marcial. Pero su muerte, en realidad, tuvo poco de heroico, y Doc no está muy de acuerdo con que su hijo vaya a descansar en paz vestido con uniforme militar después de que el Ejército le mintiera en la cara. ¿Cuál es el sentido de la guerra? ¿Para qué ir a pelear a un país lejano y desconocido por causas nunca del todo claras? “Hoy los turistas pagan miles de dólares para ir a donde cagaron por última vez 52 mil chicos”, dice Sal (Bryan Cranston) en plena charla que, como todas aquí, llevan invariablemente hacia aquel pasado en común. Una frase en principio contradictoria con el orgullo indisimulable de haber servido, pero en línea con un film ambiguo en su posición bélica. Para ellos Vietnam fue y es la contraseña de ingreso a una cofradía exclusiva, una extraña forma de pertenencia que hoy recuerdan con dolor y risas, quizá la mejor peor experiencia que tuvieron en sus vidas. Basada en el libro homónimo del aquí co-guionista Darryl Ponicsan, secuela a su vez de una novela del mismo autor que dio pie a una de las mejores películas del cine estadounidense de los ‘70 (El último deber, con Jack Nicholson), El reencuentro es el fruto maduro de un director habituado a universos masculinos y que creció junto a sus personajes. Otra vez la dinámica entre hombres en el centro del relato, sólo que ahora las preguntas pasan por el peso del legado, cuál es el sentido de vivir y dónde encontrar motivación para hacerlo. Esas dudas se despliegan en medio de un núcleo argumental que avanza al ritmo del largo viaje en auto, camión y tren hasta el cementerio local. Hay, es cierto, algunas secuencias no del todo logradas, como aquéllas que cargan las tintas sobre la diferencia generacional entre el trío y los jóvenes a través de la trillada recurrencia del (mal) uso del celular. Da la sensación que Linklater no se lleva bien con la acumulación de situaciones, que lo suyo son los diálogos afinados, justísimos, puestos en boca de tres actores en estado de gracia (lo de Carrel es, se dijo, consagratorio) que no hacen más que amplificar y ramificar sus sentidos incluso bastante tiempo después del fin de los créditos.
Todos los premios cinematográficos tienen su prototipo de ganadores, y el Goya no es la excepción. En los reconocimientos de la Academia Española suelen triunfar películas de géneros puros, clásicas en sus formas y más bien luminosas en su desarrollo. La librería venció en los rubros de Mejor Película, Dirección y Guión de la última edición, y es un buen ejemplo de ese modelo triunfante. Rodado en inglés con mayoría de actores ídem, el último film de Isabel Coixet (Mi vida sin mí, La vida secreta de las palabras) sigue las desventuras de Florence (Emily Mortimer) durante su intento de abrir una librería en un pequeño pueblo británico a fines de los años ’50. Sucede que para ella, viuda y solitaria, la única compañía son los libros, objetos preciados que intenta poner a disposición de una comunidad que la mira de reojo. Su némesis es Violet (Patricia Clarkson), una mujer acaudalada que aspiraba a convertir la propiedad comprada por Florence en un centro de exposición de arte. Ella intentará poner los mil y un palos en la rueda para evitar que el negocio funcione, al tiempo que el misterioso Brundish (Bill Nighy) tratará ayudarla desde el caserón que eligió para recluirse y leer todo lo que caiga en sus manos. Basada en un libro de Penelope Fitzgerald, La librería es una experiencia discretamente amena, una de esas películas amables aunque calculadas hasta la última coma. Coixet despliega un arsenal de referencias literarias, como si quisiera demostrar la valía de su trabajo adosándole una pátina culturosa. El problema es que esa defensa de los libros la posiciona en un pedestal de superioridad respecto de los personajes que no leen no por deseo sino por imposibilidad. Coixet filma con elegancia, pero sin suntuosidad, este drama acerca de la superación de adversidades. La librería encuentra su principal mérito en el delicado equilibrio entre sus intérpretes y una puesta en escena delicada y precisa. El resultado es un film irregular y algo obvio en su desarrollo, pero que gana algunos puntos cuando abraza el mismo idealismo literario que mueve a su protagonista.
David “Coco” Blaustein ha mezclado cine y política en todos sus trabajos audiovisuales. Basta recordar que sus documentales más reconocidos, Cazadores de utopías (1996) y Botín de guerra (2000), fueron ambos sobre la militancia de los años ’70. A esa época –y un poco más atrás– vuelve en Fragmentos rebelados. Rodado a principios de la década pasada y cajoneado durante años por distintas obligaciones de Blaustein, el documental se propone indagar en la figura de Enrique Juárez, un reputado dirigente sindical e integrante de Montoneros que, además, incursionó en el cine antes de su desaparición en manos de la dictadura en diciembre de 1976. Blaustein entrevista a familiares (entre ellos su hermano Nemesio, también realizador), compañeros de militancia y también realizadores del Grupo Cine Liberación que compartieron proyectos con Juárez entre fines de los ’60 y principios de los ’70. Esos testimonios y un cuantioso material de archivo (ya visto e inédito) conforman el núcleo duro del film. Fragmentos rebelados es irregular y no logra que todas esas esferas tengan el mismo peso narrativo (los testimonios de familiares en general aportan poco), pero se vuelve sumamente placentero cuando pone la cámara y el micrófono al servicio de Pino Solanas, Octavio Getino, Gerardo Vallejo o Humberto Ríos, conformando así un valorable retrato sobre el sentido y el significado de haber hecho cine durante una de las épocas más oscuras de la Argentina.
La educación en movimiento parte con la intención de problematizar el sentido de la educación analizando a quiénes se dirige y de qué manera se articulan los lineamientos pedagógicos con el entorno. El problema con el film de Malena Noguer y Martín Ferrari es que transmite la sensación de que las conclusiones estaban escritas mucho antes de empezar el rodaje, convirtiéndose así en un clásico documental de tesis. El film pone su cámara al servicio del retrato de modelos educativos latinoamericanos opuestos al tradicional, todos creados –o al menos desarrollados- durante los últimos 20 años. Los directores entrevistan a decenas de miembros de comunidades indígenas colombianas y pequeños pueblos brasileños que subsisten gracias a la agricultura a pequeña escala, además de alumnos de bachilleratos populares porteños y de una Escuela de Mujeres en Quito, entre otros, con la idea de indagar en las metodologías de enseñanza. Deudor directo del formato televisivo, y con las cabezas parlantes como único método para volcar información, La educación en movimiento es un documental sincero aunque volcado al didactismo antes que a la reflexión. Uno con un recorrido que no ofrece matices y cuya búsqueda responde únicamente a la comprobación de una idea previamente armada. Un documental por momentos interesante aunque fallido.
Sermoneos evangelizadores Hay algo peor que las películas con moraleja: las sinopsis que explican esa moraleja. En la de Un viaje en el tiempo se lee que “una niña, con la ayuda de tres guías celestiales, realiza un viaje transformador en el que descubriremos que la fortaleza interna se logra al aceptar nuestras individualidades, y que la mejor manera de triunfar sobre el miedo es viajar usando nuestra propia luz”. Que nadie aspire a encontrar un sentido distinto que ése a las peripecias por el tiempo y el espacio de ella, su hermanito y un amigo en busca del padre de los primeros, pues el resultado será igual de inútil que intentar desagotar el Titanic con un baldecito de playa. Sí debe reconocérsele a la película de la “visionaria directora” (sinopsis dixit) Ava DuVernay la transparencia de no esconder nada: todo está a la vista, como si se tratara de un bazar árabe donde en lugar de especias se ofrecen elementos fantásticos espectaculares pero sin sentido del espectáculo, sermoneos evangelizadores escritos por algún pastor brasilero infiltrado en el equipo de guionistas y una corrección política que de tan obvia e impostada da un poco de vergüenza ajena. Basada en el best seller homónimo de Madeleine L’Engle, catalogado durante años –por lo que se ve aquí, con muchísima razón– como “infilmable”, Un viaje en el tiempo tiene un punto de partida típico de Disney, con la ausencia paterna como gran motor de las acciones. Meg (Storm Reid) es hija de un científico que afirmaba que el universo está dentro nuestro y, por lo tanto, es posible viajar por el espacio con la mente. Algo de razón debía tener, porque cuatro años atrás se fue para no volver. Y es imposible que ese padre rubio de ojos claros (Chris Pine) casado una mujer afroamericana –con quien, además, adoptaron al hermano menor de Meg– no sea un papá buenísimo. En ese contexto, salpimentado con algunos apuntes “de denuncia” sobre el bullying, aparecen tres mujeres sacadas de una de Tim Burton que se autodefinen como guerreras y prometen viajes intergalácticos para hallar la figura faltante. Ellas se llaman Qué, Quién y Cuál y las interpretan Reese Witherspoon, Mindy Kaling y Oprah Winfrey, respectivamente. Sólo por la envergadura de Oprah se entiende que Cuál tenga un tamaño varias veces más grande que el resto y hable siempre desde los cielos: ella es lo más parecido a Dios en este universo plagado de actores y actrices afroamericanos, lo que convierte a Un viaje… en el segundo eslabón de la casa del Mickey atravesado por el empoderamiento negro después de Pantera Negra. Filmada en ostensible primer plano para que se note requetebién quién es, Winfrey usa la pantalla como púlpito prodigando máximas sobre la importancia de ser uno mismo más cercanas al libro de autoayuda que del cine. O del sermón, dado el trasfondo mesiánico del asunto. Con su aparición el film emprenderá el viaje del título, siempre con los motivos de cada parada explicado por un personaje, no sea cosa que alguien no entienda el sentido figurado de lo que sucede.
Injustamente relegada en la disputa por los premios Oscar (recibió apenas una nominación), la nueva película del director de Tangerine es una historia de un humanismo extraordinario: cine en estado puro. El realizador Sean Baker empezó a llamar la atención con Take Out (2004) y Prince of Broadway (2008). En ambos films, vistos en el BAFICI, se entreveían las bases principales de un estilo humanista distintivo, un norte estético y ético que terminó de explotar en Estrellita / Starlet (2012) y sobre todo en Tangerine (2015), y que ahora alcanza su punto máximo en Proyecto Florida. Baker entrevera realismo social y un profundo amor por sus personajes en esta historia que gira alrededor de las vivencias de Moonee (Brooklynn Prince) y dos amiguitos durante el inicio del verano, cuando el calor de Florida se vuelve pegajoso y el tiempo libre, una variable dilatada. Los tres viven en habitaciones de hoteles de las afueras de los parques temáticos de Disney que sus familias (monoparentales, con las madres y abuelas a cargo, sin padres a la vista) pagan semanalmente, con lo justo. Los chicos hacen lo que cualquier chico en sus vacaciones: vagabundean, se entretienen con lo que tienen a mano y, claro, se mandan unas cuantas macanas. Macanas que la jovencísima mamá de Moonee, Halley (Bria Vinaite), no está muy dispuesta a reconocer como tales. En ese contexto donde la ayuda social se vuelve fundamental para comer y la contención está ausente, sobresale la figura de Bobby (Willem Dafoe, único rostro reconocible de un casting plagado de debutantes), gerente del hotel pero también protector de peligros externos y padre putativo de esos chicos para los que, sin embargo, el mundo es un espacio de juego y diversión. Filmada en 35 mm. y nominada al Oscar en el rubro de Actor de Reparto (Dafoe), Proyecto Florida se apropia de ese punto de vista infantil y lúdico, nunca pueril, para aplicarlo a un relato libre y luminoso que acompaña a los chicos en sus aventuras. Incluso parecen ser ellos quienes arman la trama, con sus microaventuras diarias en las que la dureza de la realidad no es motivo suficiente para menoscabar a la alegría. Baker construye un retrato social sobre seres marginales sin miserabilismo ni condescendencia, siempre mirándolos de frente y nunca desde la supuesta superioridad que para muchos cineastas implica la posesión de la cámara. En una época de películas deslocalizadas y genéricas, resulta imposible imaginar el relato transcurriendo en un lugar distinto al que lo hace. Ese componente geográfico particulariza aún más a este film que emociona con nobleza y sin golpes bajos: cine en estado puro.
Un héroe que no quiso serlo Después de Día del atentado, llega otra película sobre el ataque terrorista al Maratón de Boston, que a diferencia de la primera se aparta de la investigación policial para sumergirse en cambio en las consecuencias que tuvo en una de sus víctimas. Pasan las modas, surgen nuevos directores, actores y actrices, cambian la tecnología de las cámaras y los métodos de proyección, pero Hollywood sigue –y todo indica que seguirá– manteniendo la férrea convicción de encontrar héroes donde sea, aun en circunstancias en las que el heroísmo tiende a cero. Ahora le llega el turno a Jeff Bauman, un pibe de 28 años que el 28 de abril de 2013 no tuvo mejor idea que reconciliarse por enésima vez con su novia yéndola a esperar a la meta de la Maratón de Boston. Aquel día hubo un atentado con dos bombas estratégicamente colocadas entre el público, una de las cuales explotó a apenas centímetros del buenazo de Jeff. El resultado fue la amputación de sus piernas por arriba de la rodilla, una silla de ruedas como nueva compañera y un tortuoso proceso de rehabilitación. “¿Soy un héroe porque estaba ahí parado y me volaron las piernas?”, pregunta incrédulo mientras, ya dado de alta, recorre el camino hasta su casa devolviendo saludos a los civiles que lo vitorean desde los puentes y los márgenes del camino. “Y esto recién empieza…”, adelanta el padre. Con esa duda atravesando lateralmente gran parte del metraje, Más fuerte que el destino –título de stock del Stronger original– inicia un recorrido donde el drama personal se entrevera con una circunstancia pública. Pasaron apenas cinco años y ya hubo dos películas centradas en aquellos eventos. La primera fue Día del atentado, de Peter Berg, todo un especialista en historias sobre laburantes queriendo hacer bien su trabajo. Ahora llega ésta del ecléctico David Gordon Green (Prince Avalanche, Pineapple Express), que desplaza el núcleo narrativo de la recreación verista de los hechos y la investigación policial a los sentimientos y sensaciones de los personajes ante las consecuencias de la explosión. De hecho, los médicos y agentes del FBI que aparecen en escena o son filmados de espaldas o quedan directamente fuera de campo. Lo que le importa a Green es el entramado emocional de Jeff (Jake Gyllenhaal) y el resto del clan Bauman: mamá encuentra en la desgracia de su hijo la posibilidad de acceder a sus quince minutos de fama y conocer a Oprah Winfrey (“Sin ella me hubiera suicidado”, dice como al pasar), los hermanos disfrutan las invitaciones VIP a eventos deportivos, papá putea de lo lindo al jefe de Jeff… todo un compendio de seres nobles aunque hoscos, tan bondadosos como brutos, que remiten a la disfuncionalidad familiar del cine de David O. Russell. Entre toda esa fauna sobresale la figura de Erin (Tatiana Maslany), aquella ex novia destinataria del saludo en la meta que nunca se concretó y que ahora, con más culpa que amor, se hace cargo del muchacho. No la tendrá nada fácil al lado de ese sobreviviente que no termina de entender qué ocurrió ni mucho menos por qué le tocó a él. De allí que Jeff pase de la exposición pública a un ostracismo que funciona como reverso de la construcción heroica, y la película, del drama levemente matizado con momentos de comedia negra al drama más puro: todo y todos, invariablemente, lo trasladan al momento más horrendo de su vida. Pero, se dijo, al film le importa el núcleo sentimental disparado por los hechos, y todo ese “detrás de escena” de los reconocimientos ajenos funciona como subtrama periférica a las idas y vueltas entre Erin y Jeff. Green navega las aguas del drama romántico sin caer en el sentimentalismo y apoyándose en las interpretaciones de Gyllenhaal y Maslany, a quienes les reserva una larga secuencia con gritos y litros de lágrimas, la huella más visible de exceso en medio de un film casi siempre sobrio y contenido.
Milo (Roberto Suárez) y Esnal (César Troncoso) son dos amigos que, en plena dictadura uruguaya, deciden tomarle el pelo al coronel del pueblo ficticio donde transcurre la acción secuestrando su colección de enanos del jardín. Pero la humorada no sale del todo bien, y el primero debe perderse sin dejar rastro para proteger a su familia. Dolido por esa partida, su socio se obliga a un largo encierro del que solo saldrá con un plan para revalidar a su amigo caído. Así se plantean las cosas en Otra historia del mundo. Coproducción entre Uruguay y la Argentina que representó al país vecino en la contienda por el premio Oscar a Mejor Película Extranjera, el film de Guillermo Casanova explora cuestiones como la amistad, los vínculos filiales, el poder de la fantasía y su relación con lo real a través de un relato que, en sus mejores momentos, apela a una comicidad solapada, casi imperceptible. El problema con el film es que su puesta en escena es chata y televisiva, y su narración recién se clarifica sobre la segunda mitad del metraje. Con prácticamente todas las escenas rodadas en interiores con huellas visibles de artificio, Otra historia del mundo funciona mejor como virtual episodio extendido de una miniserie de época que como película.
El reinicio que entrega más de lo mismo “No todo pasa”, debería decir el anillo de oro del anular del ejecutivo de Hollywood que pensó que reiniciar la franquicia Tomb Raider era una buena idea. Su protagonista, Lara Croft, había saltado al cine de la mano de Angelina Jolie en 2001, en medio del aumento exponencial de ventas del popular videojuego que servía de materia prima, y tuvo una segunda aparición en 2003, otra vez con la actriz de los labios carnosos como ama y señora. Pero por aquellos años la franquicia gamer mostraba los primeros síntomas de agotamiento después de escupir una entrega anual durante una década. Recién en 2006, con el pase a la órbita de la empresa Crystal Dynamics, vino la lavada de cara con miras a conquistar a nuevos públicos para los que las situaciones imposibles de Croft eran poco más que un objeto de burla kitsch. Con una flamante heroína más humana y frágil que prefiere el pantalón caqui al minoshort ajustado, Tomb Raider: Las aventuras de Lara Croft hace un borrón y cuenta nueva con una maniobra similar a la de casi todos los reboots de los últimos años; esto es, dotar a la protagonista de un andamiaje emotivo anclado en una ausencia familiar. Y como casi todos los reboots, el resultado es más de lo mismo. O menos. Narrada con el automatismo plúmbeo de las superproducciones sin corazón, la película del noruego Roar Uthaug quiere ser tantas cosas con tal de no parecerse a la saga de Jolie, que termina siendo ninguna. Hay una intención evidente de abrazar la “aventura arqueológica” estilo Indiana Jones, con la salvedad de que para eso no alcanza con acumular escenas “de peligro” en lugares remotos ni mucho menos con la inédita idea de meter a los personajes dentro de la tumba de una reina maldita a punto de destruirse. Hasta la remotísima isla del Pacífico que la alberga llega Lara (Alicia Vikander, que dará muy bien en papeles dramáticos pero para tomar las armas le falta bastante) siguiendo la huella de su padre, a quien todos dan por muerto menos ella: Tomb Raider modelo 2018 también quiere ser un drama paterno-filial, aunque es difícil que funcione con personajes sin un mínimo espesor emocional. La única que tiene algo para decir –pero no la dejan– es Kristin Scott Thomas como la madrastra interesada en que Lara reconozca la muerte de papá, en una subtrama de “thriller-corporativista” que recién explota en los últimos quince minutos, cuestión de tener algo para contar en entregas venideras. Da toda la sensación de que con ella como villana Tomb Raider hubiera sido alguito mejor, incluso digno de verse.