Una tesis obligada a dar respuestas En diálogo con el presente a través del énfasis en la alegoría, la infatuación y la crueldad, el film parte del asesinato de la pareja y el hijito de una ex narcotraficante, quien termina ejecutando una acción que desprende el olor más rancio de la fábula revanchista. Todos los grandes eventos cinematográficos tienen un tema de agenda que los atraviesa. Sin ir más lejos, en la última ceremonia del Oscar fue el rol de la mujer dentro de la gran industria, con el escenario ocupado por discursos contra los abusos sexuales y la poca representación tanto en la pantalla como en el historial de los premios. En el Festival de Cannes de 2017, el centro había estado en la compleja situación geopolítica de Europa. De allí que su Competencia Oficial haya registrado varios títulos que dialogaban con el presente apostando “al énfasis en la alegoría, la infatuación y la crueldad”, tal como describió Luciano Monteagudo en su crónica para este diario. Ganadora del Premio a Mejor Actriz, En pedazos pertenece al núcleo más duro de esta tendencia. Un núcleo donde las películas son concebidas como tesis que deben dar respuestas en lugar de ensayar preguntas, y donde esas respuestas son muy parecidas aun cuando sus responsables provengan de puntos opuestos del globo terráqueo: la vida es una cadena de atrocidades impulsada por factores externos; el mundo, un lugar imperado por la barbarie, y los mecanismos de contención del Estado, una ausencia que debe llenarse como sea. Ganador del Globo de Oro a Mejor Film Extranjero, el último trabajo del realizador alemán de origen turco Fatih Akin (Contra la pared) arranca con la felicidad de un casamiento, como para que quede clarito, a puro contraste, que lo que viene después es horrible. Katja (Diane Kruger) y Nuri (Numan Acar) viven tranquilos y en armonía después de haberse alejado del mundo de las drogas. Tienen un hijito que los mantiene sobrios, por el sendero de la vida familiar y rutinaria. Hasta que asesinan a papá y al nene con una bomba casera en la puerta del local familiar. ¿Quiénes podrían ser los autores? Todos menos la pobre viuda y su entorno cercano, básicamente. La policía cree que se trató del “cobro” de una deuda por parte de algún viejo cliente de Nuri, que antes de terminar tras las rejas había hecho una sólida carrera como narcotraficante. Una carrera que pudo haber seguido, teoría avalada por un paquetito de cocaína encontrado durante un allanamiento que la policía, igual de mala que todo, incauta para una causa. Katja, en cambio, sostiene desde el principio que fue un grupo de xenófobos no muy contentos con que un hombre de origen kurdo se empareje con una mujercita bien rubia como ella. Narcos kurdos o neonazis arios: esa es la cuestión. Como en el 99 por ciento de las películas de qualité sobre “temas importantes”, las referencias a situaciones y agrupaciones contemporáneas son moneda corriente. Lo mismo que la obligación de cada personaje de encarnar una posición moral definida y explicitada, nunca un punto intermedio, nunca algún indicio de matiz que ponga en abismo los valores que debe encarnar. Al bando del Bien pertenecen Katja y el amigo de su marido que oficia de abogado durante el juicio, proceso que ocupa el segundo y más extenso de los actos. Parece que las cortes en Alemania son un show de lucha libre retórica, con hinchada aplaudiendo los discursos más punzantes, y una defensa encabezada por un abogado más malo que sus clientes y William Boo juntos, un tipo con pinta de jerarca del Tercer Reich, socarrón, sobrador y canchero que hasta se da el lujo de dormir en plena faena. Conviene no adelantar cómo culmina el proceso, aunque no es muy difícil suponer que mal, muy, muy mal. Sí es sorprendente lo que viene después, cuando Akin redondea su película empujando a la pobre Katja a ejecutar una acción que desprende el olor más rancio de la fábula revanchista.
Al cine argentino suele achacársele un exceso de minimalismo y falta de ambición. El director, escritor y guionista Gonzalo Calzada intenta ir a contramano con La trinidad de las vírgenes, una saga de tono fantástico centrada en las historias de tres jóvenes vírgenes víctimas de una posesión. Luciferina es la primera entrega, y luego vendrán Inmaculada y Gótica. El film sigue a Natalia (Sofía del Tuffo), una joven de 19 años con un particular don que le permite ver el aura de las personas. Su reclusión en un convento se interrumpe a raíz de la muerte de su madre. Con la idea de encontrar alguna pista sobre la verdad, junto a su hermana (Malena Sánchez), su pareja y algunos amigos emprenden un viaje a una isla de Tigre. Una vez allí, el grupo iniciará otro viaje, en este caso metafísico, espiritual, a través de la ayahuasca, desatando así una serie de revelaciones, giros y situaciones que ponen en evidencia los orígenes del secreto familiar. Impecable en sus efectos especiales y ambientación, Luciferina se inscribe en el terror religioso imaginando un enfrentamiento entre el Bien y el Mal sin subrayarlo y cambiando declamación por un deseo manifestado en una tensión sexual constante. Más allá de algunos excesos en su último tercio, cuando aparecen las habituales vueltas de tuerca del género, Luciferina es un digno exponente del cine de sustos y gritos argentos.
Lucie es una mujer de 40 años con una hija de 15 y un cáncer de mama recién curado, pero con secuelas todavía visibles. A raíz de un encuentro casual en un bar conoce a Clovis, un hombre entrador y simpático que no oculta su deseo de seducirla. Charla va, charla viene, poco a sus intentos empezarán a dar indicios de resultados positivos. Inscripta en un contexto íntegramente femenino, la historia de La más bella parece hablar, en un principio, de un tema instalado en la agenda argentina –y de gran parte del mundo- como el rol de la mujer en el entramado social. La hermana, la madre, la hija, una particular profesora de danza… son ellas quienes llevan la voz del relato y las encargadas de empoderar el derecho a decidir cómo quieren llevar sus vidas adelante. Sobre la segunda mitad, ya con Clovis corrido del centro de la escena, el film de Anne-Gaëlle Daval profundizará la línea argumental de la enfermedad y sus consecuencias. Hay algo por momentos mecanizado en el avance de los hechos y los diálogos, aunque también un punto de partida genuino y un evidente interés de Daval por evitar que su ópera prima caiga en el terreno del mensaje obvio y subrayado. El resultado es, pues, un film correcto, ligero, previsible y módicamente disfrutable.
Tres hermanos atraviesan un duelo en una estancia de la fotogénica región de Borgoña, con los viñedos como marco. La premisa y las locaciones invitaban a pensar en un derrape al terreno del sentimentalismo y la postal turística. Pero, felizmente, al realizador Cédric Klapisch (Piso compartido, Las muñecas rusas) le interesa menos el regodeo visual (aunque se regodea un poco) que la construcción de un cálido drama sobre los vínculos familiares. El film comienza con el regreso de Jean a la casona rural familiar después de haber recorrido el mundo durante diez años. Lo hizo para “huir” de los mandatos de su padre, quien junto a sus otros dos hijos, Juliette y Jérémie, se hizo cargo del emprendimiento vitivinícola y ahora está internado en grave estado. Con su muerte saldrán a la luz los secretos y sinsabores de la distancia, mientras deben decidir qué hacer con una herencia que incluye, además de viñedos, una deuda de seis dígitos. Una de las razones de este estreno en la Argentina es la proliferación de secuencias centradas en el vino (el tour de Jean incluyó unos meses en Mendoza, según cuenta). Degustación de las uvas, la larga y artesanal vendimia, las barricas gigantes para la maceración, cientos de referencias a cepas y estilos, todas las etapas del largo proceso de producción… difícil no sentir ganas de maridar la proyección con una buena copa. Pero Entre viñedos, aun con sus momentos artificiosamente “bellos” y la proliferación de atardeceres a contraluz, tiene un núcleo humano que la vuelve algo más que una mera publicidad vitivinícola. Sucede que a Kaplish le importan los personajes, sus sentimientos, sus tiempos y sus deseos, y dedica igual atención a ellos que al trabajo manual que entre todos realizan. Aunque desequilibrada y por momentos excesiva (la música, por ejemplo), Entre viñedos deja un retrogusto dulzón y burbujeante.
Celebración de las barras y estrellas Hace poco, el crítico y director Nicolás Prividera publicó un texto en el sitio Conlosojosabiertos.com en el que señalaba al punto de vista como la principal razón de la fría recepción estadounidense de Detroit. “No se trata sólo de que los guardianes del orden son ahora los villanos, sino de que sus víctimas son aquí los héroes”, escribió el responsable de M y Tierra de los padres, para luego afirmar que lo que más molesta de la recreación de Kathryn Bigelow de los disturbios raciales y la represión policial en 1967 en esa ciudad es “que la crudeza ya no se aplica a los terroristas, sino que el trabajo represivo está exento de toda nobleza”. Como para corregir esa bienvenida subversión, Tropa de héroes advierte desde su título que se inscribe en el largo linaje de relatos en los que la valentía, el compañerismo, la nobleza y el amor por la patria, la familia, la libertad y la democracia vuelven a vestir uniforme. Y no cualquier uniforme, sino el verde fajina de las Fuerzas Especiales estadounidenses. Pensada para la contemplación embelesada de Trump y Homero Simpson, Tropa de héroes tiene su principal problema no en su carácter patriotero –de ninguna película, per se, lo es–, sino en la tenacidad burda y subrayada para poner los elementos del relato al servicio de esa hipótesis, clausurando cualquier interpretación distinta a la de los guionistas. Acá los doce muchachos “fuertes” del título original se meten en el desierto afgano a dispararle a cualquier cosa con turbante porque ellos, la inmensa otredad que para Hollywood son los talibán, se lo buscaron poniendo una bomba en el Word Trade Center en 1993 y derribando las Torres Gemelas en 2001, tal como marca la secuencia de apertura. Tan malos son que, en un clásico ejemplo de la parte por el todo, el único “enemigo” que abre la boca lo hace para ordenar la ejecución de una mujer acusada de enseñarle a leer a una chica de ocho años. Las imágenes del 11-S son la mecha que enciende el motor beligerante del Capitán Mitch Nelson (Chris “Thor” Hemsworth), quien regresa a la base para ponerse al servicio del Tío Sam no sin antes prometerle a su familia que va a volver, como para que quede claro que aun matando se puede tener sentimientos. Eso sí, siempre y cuando uno sea rubio y de ojos claros, porque todo el resto en esta película merece morir. Instalado en Medio Oriente, junto a su grupo será el responsable de liderar la primera incursión militar destruyendo una reserva miliciana. Deberán ir a caballo, como en los viejos tiempos, porque los talibán, malos pero no estúpidos, eligieron un lugar de difícil acceso. El largo periplo será la excusa para esta road movie mechada con escenas de acción, nobleza obliga, filmadas con solvencia y claridad espacial. El resto es una celebración del poder de fuego norteamericano más obvia que la de la última ceremonia del Oscar, cuando entre tanto discursito progre a favor de las mujeres, los negros, los latinos y los dreamers la Academia coló un homenaje a las películas bélicas dedicado “a los hombres y mujeres de nuestras Fuerzas Armadas”.
Epecuén era una fiesta Ubicada a 530 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, la localidad de Villa Epecuén supo ser uno de los puntos turísticos más importantes del interior profundo de la provincia de Buenos Aires gracias a sus aguas termales de alta salinidad, hasta que en noviembre de 1985 ocurrió lo que ocurre cuando la negligencia y la desidia meten la cola. Después de años de obras públicas truncas y promesas incumplidas, las lluvias intensas provocaron el desborde de la laguna y el posterior hundimiento del pueblo bajo siete metros de agua. Tal como recuerda Josefina Licitra en su muy buen libro El agua mala, recién con las obras para evitar el ingreso del caudal realizadas a mediados de los ‘90 el nivel empezó un descenso progresivo que, quince años después, dejó al descubierto el esqueleto del pueblo donde supieron vivir más de mil quinientas personas y veranear casi 25 mil por temporada. Desde entonces Epecuén se ha convertido en objeto de series fotográficas e innumerables notas periodísticas, además de locación ideal para rodajes necesitados de escenarios distópicos, tal como ocurre en Los olvidados. No deja de ser una iniciativa loable imaginar una ficción allí, sobre todo en un país con un cine de género (terror, pero también comedias) acostumbrado a borrar cualquier marca de tiempo y espacio concretos. En ese sentido, el film de los hermanos Nicolás y Luciano Onetti (los mismos de Sonno profondo, Francesca) encuentra su principal mérito en la imposibilidad de trasladar las particularidades de su desarrollo en un lugar distinto al que sucede. El tema es que las particularidades no son demasiadas, puesto que la estructura, el tono y la búsqueda estética son típicas de las slasher movies, subgénero que desde La masacre de Texas (Tobe Hooper, 1974) viene construyendo un largo linaje de familias retorcidas que despachurran jóvenes como mecanismo para acallar los traumas del pasado, y que aquí encuentra su encarnación argenta en el grupo encabezado por Mirta Busnelli. Los protagonistas son tres hombres y tres mujeres cortados con las tijeras del estereotipo que llegan hasta Epecuén para filmar un documental sobre una joven que huyó durante la inundación y recién ahora vuelve por primera vez. Las cosas empiezan a salir mal muy rápido para ellxs, con la rotura de la manguera de nafta primero y la aparición de lugareños con supuestas intenciones de ayudarlos después. Uno a uno irán cayendo en las fauces de la familia, que como base de operaciones usa el matadero diseñado por Francisco Salamone en la década de 1940. Ver en pantalla grande la majestuosidad expresionista, casi mefistofélica, de la obra de aquel arquitecto maldito redescubierto en los ‘90 y conocido entre los cinéfilos por el segmento de Historias extraordinarias es uno de los módicos placeres que entrega esta película “geográficamente” original, pero demasiado para parecida a otras tantas.
Al filo de la ludopatía y de la muerte La nueva comedia de los directores de Vacaciones tiene enredos, una ración de humor negro y también una pizca de acción. John Francis Daley y Jonathan Goldstein debutaron en la dirección de largometrajes con Vacaciones (2015), relanzamiento a la vez que relectura del inicio de la saga homónima protagonizada por Chevy Chase durante los 80 que ya tiene anunciada una secuela para 2018, otra vez con ellos en la silla plegable. Noche de juegos es la segunda película del dúo y casi que también una remake. Una encubierta, sin acreditar, más cerca del liso y llano robo que del “homenaje” reconocido. La deudora directa es Al filo de la muerte, aquélla con Michael Douglas y Sean Penn en la piel de dos hermanos (el primero multimillonario; el segundo, un díscolo con tendencia al caos) envueltos en la telaraña de un misterioso juego en el que resulta imposible –para ellos y para el espectador– saber qué es verdad o mentira, en qué momento la fantasía oscura da lugar a la más cruel de la realidades. De ella Daley (uno de los chicos de la seminal Freaks and Geeks, luego devenido guionista) y Goldstein toman su premisa prácticamente al pie de la letra, aunque disparándola hacia la comedia negra antes que al estudio de la locura con formato de thriller psicológico, toda una especialidad del realizador de Pecados capitales y Zodíaco. Noche de juegos avanza más rápido que una partida de truco, con la presentación de los integrantes de la pareja protagónica, Max (Jason Bateman) y Annie (Rachel McAdams), conociéndose mientras hacen lo que más le gusta: competir. Amantes de todo tipo de juego hasta el límite de la ludopatía, tienen la costumbre de dedicar una reunión semanal con amigos a la velada del título. A una de ellas llega Brooks, que se presenta como inversor y empresario multimillonario y desde chico ha vencido a su hermano Max en cuanta partida hayan disputado. A diferencia de Al filo…, Brooks dice abiertamente que con lo que vendrá a continuación harán cumbre en la cima de los juegos, a lo que uno de los amigos responde que podrían hacer algo similar a El club de la pelea, pero con otros pegándose y ellos apostando. Nuevo llamado –ahora oficial– a la obra de Fincher. Brooks anuncia que fingirá su secuestro y los otros deberán encontrarlo siguiendo las pistas. Por esas casualidades que sólo suceden en Hollywood, y que abundarán a lo largo de la poco de más hora y media de metraje, al ingreso de un agente del FBI falso le sigue el de dos enmascarados que se llevan a Brooks. Pero éstos no están jugando a nada sino que quieren saldar una vieja deuda de alguien que no es quien dice ser. Así, la noche de juegos original dará pie a una comedia que va de la negrura a los enredos, y de allí al coqueteo con el thriller de acción, veta en la que menos cómodos se los nota tanto a los actores como a los realizadores. Sí se mueven mejor en el terreno cómico. Bateman, cara de tipo común y corriente, es todo un especialista en personajes ordinarios sobrepasados por situaciones extraordinarias, algo así como una mezcla entre Tom Hanks y Ben Stiller, que soporta con cara de nada que su mujer le intente sacar una bala desinfectando la herida con champán. McAdams la juega de algo tonta, y le sale perfecto. Aunque aquí todos son de “algo tontos” para arriba, empezando por el fanático de El club…. Daley y Goldstein parten de esa leve subnormalidad generalizada (algo similar ocurría en Vacaciones) acompañando a sus personajes a lo largo de la búsqueda. La buena noticia es que ellos no juzgan la tontería: se divierten “con” y no a costa “de”. La mala es que al final de la noche algunxs habrán aprendido cosas que enuncian con la misma seguridad con la que hasta ese momento habían jugado.
La educación, o el juego de las diferencias La educación pública está en el centro del debate social y mediático, como casi siempre en vísperas del inicio de un nuevo ciclo lectivo. La paritaria docente es la punta del iceberg de un debate mucho más complejo, centrado en cómo debería ser una metodología de enseñanza que en los últimos años ha subido por escalera en el contexto de un mundo que lo hizo por ascensor. Dirigido por Mariana Lifschitz, el documental Primer grado en tres países propone sumar algunos elementos a esta discusión a través de las experiencias de tres madres cuyos hijos inician la educación primaria en tres países distintos. Una de ellas es la propia Lifschitz, a quien la vida le puso adelante las bases para su primer largometraje como realizadora cuando, buscando un jardín para su hijo, pensó qué había ocurrido para que muchos padres educados bajo el paraguas público aspiraran a mandar a sus chicos a escuelas privadas. Casi al mismo tiempo, su amiga y colega Caroline Behague se mudó a Francia para que su hijo Leo empezara la escuela allá, y Agustina Lagomarsino hizo lo mismo pero con la gélida Finlandia como destino. Clásico documental de cabezas parlantes y puesta en escena televisiva, Primer grado…. no aporta números pero sí corazón, sentimientos y humanidad. Poco importan aquí los presupuestos o la viabilidad del sistema educativo. El núcleo está en las experiencias compartidas –primero vía Skype, después cara a cara– de esas tres madres durante los primeros meses de sus hijos sentados en un pupitre. Experiencias atravesadas por los mismos temores y dudas aun cuando los tres sistemas educativos estén en las antípodas, igual que los mecanismos sociales y culturales que los generan. Así, Agustina se manifiesta sorprendida cuando descubre que es la única madre que va a buscar a su hijo a la puerta de la escuela (el resto se vuelve solo) o que es indispensable que el pequeño sepa vestirse sin ayuda de un adulto. Desde Francia, a su vez, la sorpresa proviene del espacio para la creación y el desarrollo de la faceta artística de los chicos. A Lifschitz, por su parte, le interesa tanto su experiencia personal como indagar en las implicancias del guardapolvo blanco en la Argentina. Para eso entrevista a padres y maestros de colegios ubicados en diversos puntos de la Ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, evidenciando una vez más las diferencias según el poder adquisitivo de cada zona. En los testimonios hay un predominio de voces de clase media que señalan a la educación pública como la mejor forma para que los hijos amplíen sus miradas conociendo realidades por fuera de su entorno más cercano. No le hubiera venido mal al film ampliar ese espectro sumando alguna voz que rompa con ese discurso dominante. Porque si bien es cierto que “elegir es un verbo de estos tiempos”, tal como dice la voz en off de la realizadora, para muchos lo público no es el resultado de una elección sino el de una lisa y llana necesidad.
Esta nueva incursión del cine argentino en el género de terror -ligada al universo de H.P. Lovecraft- resulta demasiado solemne y didáctica. Cuenta la leyenda que Necronomicón fue un libro que permitía invocar a dioses oscuros y poderosos que, una vez despiertos, podrían dominar el mundo. Cuenta también que quedan solamente cuatro copias en todo el mundo, una de ellas en la Argentina, y que el mismísimo Jorge Luis Borges, desde la dirección de la Biblioteca Nacional, fue el encargado de catalogarla. Sobre la base de esa historia imaginada por el escritor H.P. Lovecraft, el realizador Marcelo Schapces construye este film de terror en el que la disputa entre el Bien y el Mal se da en pleno barrio de Recoleta y con un bibliotecario común y corriente (Diego Velázquez) como principal implicado. Necronomicón: El libro del infierno parte de la loable intención de ponerle nombre propio a las locaciones donde transcurre, algo inhabitual en un cine de terror local cuyas historias se desarrollan en ámbitos genéricos. Tiene, además, algunos momentos de suspenso logrados y ofrece la posibilidad de ver por última vez a Federico Luppi en la pantalla grande con una pequeña participación como Dieter, el cuidador del libro al que el bibliotecario debe reemplazar. El problema es que su enorme caudal informativo la vuelve por momentos didáctica y explicativa a través de largos parlamentos de sus personajes, quienes deben enunciar, siempre en un tono entre solemne y ominoso, todos y cada uno de los pormenores de la historia imaginada por el autor de El color que cayó del cielo. El resultado es un film con poco ritmo, demasiado serio y sin espacio para la sorpresa.
Valioso rockumental sobre el proceso creativo y la trayectoria artística de Palo Pandolfo. El mítico músico Palo Pandolfo se propuso un proyecto ambicioso con su nueva banda La hermandad: grabar los sonidos del quinteto en vivo, todos juntos, en un mismo estudio. El detrás de escena de ese proceso es retratado por el cordobés Iván Wolovik en Transformación. Estrenado en el Festival de Mar del Plata, el film se inscribe en el efervescente panorama de rockumentales argentinos poniendo su cámara al servicio de un artista para registrar los pormenores de un trabajo tanto individual como colectivo, a la vez que abre una puerta hacia el pasado del líder de Los Visitantes revisitando, a través de su testimonio, su trayectoria profesional y personal. Transformación cuenta con participaciones de cantantes de la talla de Ricardo Mollo e Hilda Lizarazu. Junto a Pandolfo dan cuenta de una voluntad creativa que los obliga a saltar constantemente al vacío para ampliar sus horizontes artísticos. Transformación (disco y documental) es, pues, el resultado de la unión de varias voluntades transformadoras.