Las complejas afinidades electivas. El debut en la dirección de Constanza Novick acompaña desde la pubertad la relación de amistad entre dos mujeres. Se ven entonces idas y venidas en el vínculo, atravesadas por los diferentes caminos por los que las llevó la vida. Es un tiempo de múltiples presencias en las salas para Dolores Fonzi y Pilar Gamboa. La protagonista de La patota viene de ser ni más ni menos que la hija del presidente que interpreta Ricardo Darín en La Cordillera, de Santiago Mitre. Con ese mismo actor había compartido cartel –y sangre, en este caso como la hermana– a principios de 2017 en la ominosa Nieve negra, y también las butacas de alguna función del último Festival de San Sebastián, a donde ella asistió en calidad de jurado de la Competencia Oficial y el actor, para recibir el premio Donostia a la trayectoria. Gamboa, por su parte, se puso al servicio de Camila Toker y Matías Lucchesi para La muerte de Marga Maier y El pampero, respectivamente, mientras se espera que en algún momento de los próximos meses (¿años?) llegue la segunda parte de La flor, el último y faraónico –la duración total se estima en diez horas– proyecto de Mariano Llinás. Son dos trayectorias que han recorrido caminos y búsquedas tan distintos como válidos durante los últimos años. De esos mismos contrastes se nutren Romina y Florencia, las amigas que Fonzi y Gamboa interpretan en El futuro que viene. Visto en el reciente Festival de Toronto, el debut en la dirección de largometrajes de la hasta ahora guionista Constanza Novick (¿Sabés nadar?, las series El sodero de mi vida, Son amores y Soy tu fan) retrata los vaivenes de la amistad que une a Romina y Florencia desde la más tierna pubertad, tal como se ve una secuencia inicial en la que ambas (Victoria Parrado y Charo Dolz Doval) ensayan una coreografía de un tema del grupo belga Conffetti’s en el comedor del departamento de la madre de una de ellas. Transcurren los últimos años de la década de los ’80 y las chicas comparten tiempo dentro y fuera del colegio, y un interés masculino. A las dos les gusta el mismo chico, pero sólo una de ellas concreta un beso: primera llaga de una relación que tendrá otra tantas a lo largo de la elipsis de quince años que lleva el relato hasta mediados de los 2000, cuando las chicas promedian los 30 y los caminos de la vida no hicieron más que alejarlas. Romina (Fonzi) devino en una madre desencantada con las responsabilidades de la crianza, tiene un trabajo estable en una dependencia pública y convive con su pareja (Esteban Bigliardi). A Florencia (Gamboa) le fue muy bien en el oficio de la escritura, con serias posibilidades de firmar contrato para una saga, y ahora está recién bajada de un avión después de volver de México con una frustración amorosa a cuestas. ¿Qué pueden tener en común esas chicas más allá del pasado? Ni ellas mismas parecen tenerlo muy en claro. Tampoco Novick, quien hace lo que hacer en estos casos dejando que las chicas se reconozcan progresivamente en lugar de apurarlas desde el guión. El último bloque narrativo transcurre en un presente que encuentra a Romina separada, atravesando el duelo por la reciente muerte de su madre y con la hija ya adolescente, y a Florencia en pareja y con una nena chiquita. Mantienen intacta una afinidad plena de contradicciones y matices que explota en la última secuencia. Pero Novick sigue sin encontrar explicaciones. Y mejor que así sea, pues esa búsqueda es el motor de un film pequeño y frágil, que no logra liberarse del lastre de su origen teatral, cuyos méritos descansan principalmente en la sutil química de sus actrices y en un naturalismo que no suena forzado.
Un regreso con no pocos hallazgos al espíritu del giallo italiano. El cine de terror argentino no sólo se nutre del gore, el slasher o el thriller psicológico-metafísico. Estrenada en la edición 2015 del reputado Festival de Sitges, Francesca replica a los giallos italianos de los ’60 y ’70 para, a partir de eso, homenajear a un cine que ya prácticamente no se hace. El film de Luciano Onetti –coescrito junto a su hermano Nicolás– arranca después de un misterioso ataque en la casa del recitador, poeta y dramaturgo Vittorio Visconti que deja como saldo una silla de ruedas de por vida para él y la desaparición sin dejar rastro de su pequeña hija Francesca. Quince años después, una nueva ola de crímenes vuelve a encender la alarma en la comunidad. Sucede que el asesino “firma” sus obras dejando dos monedas muy particulares sobre los ojos de las víctimas, obligando a dos detectives en busca de redención a investigar la conexión aparente con la desaparición de Francesca. Los hermanos Onetti han visto y deglutido toda la obra de Darío Argento, Mario Bava y Lucio Fulci. No por nada su película anterior llevaba como título un “argentiano” Sonno profondo. Aquí estará, entonces, la iconografía, la estética, y el tempo de aquellos films de antaño, desde la tipografía de los créditos hasta los teléfonos rojos, los primeros planos a los ojos abiertos y una imagen granulada y saturada. El resultado es un film que relee –no le hubiera venido mal ensayar una reescritura desde el presente antes que apostar sólo a replicar– todo un subgénero y, con eso, una época. Tiempos en los que mandaba la sugestión por sobre lo explícito, donde había más clima que golpes de efecto. Un tiempo que se ha ido, pero que cada tanto puede volver.
Con algunos puntos en común con la exitosa Perfectos desconocidos, se trata de una comedia melosa y aleccionadora. Algo les pasa a los directores italianos con la tecnología. Unos meses después de la exitosa Perfectos desconocidos (90.000 espectadores, toda una proeza en las actuales condiciones de distribución y exhibición), es el turno de otro título que aborda el uso y abuso de la comunicación instantánea en tono de comedia… aleccionadora. Antes los protagonistas eran un grupo de amigos que decidían compartir todos los mensajes y llamadas que recibieran en sus celulares durante una cena. Ahora son dos maestros los que descubren que todo bien con internet, pero que nada mejor que la familia unida. Fillipo (Marco Gilliani) y Ernesto (Alessandro Gassman) son dos profesores de un colegio secundario enfrentados en todo. El primero es intelectual, educado, severo y con una noción de contemporaneidad bastante extraña por la que, entre otras cosas, desprecia Internet y las redes sociales. Tanto que ni siquiera tiene celular. Ernesto, en cambio, es extrovertido, ignorante y pasional. A ellos los une un pasado en común. Muy común: la mujer de Fillipo tuvo un affaire con su amigo, y la hija que le dijo que durante 15 años le dijo que era suya en realidad fue concebida en esa ocasión. El film de Massimiliano Bruno avanza yendo y viniendo entre el presente y el pasado, mostrando los hitos del vínculo entre los dos. Allí Fillipo y Ernesto rompen la cuarta pared para hablarle directamente a la cámara, en lo que es un intento desesperado por ganarse la complicidad del espectador. La viralización del video de una pelea de ellos en una clase es el disparador de un intento de “unirlos” de la hija “de ambos”, tal como se dice en una película en la que los personajes se agreden y se perdonan con una facilidad tremenda. La propuesta consiste en filmar un documental con los roles invertidos: Fillipo usará dos meses celular y redes sociales, mientras Ernesto deberá recuperar el encanto de lo analógico. Poco importa el proyecto en sí, pues es el camino para un sinfín de máximas burdas y obvias sobre la comunicación y los vínculos, todo condimentado con un compendio de chistes al uso sobre el choque generacional que implica el manejo con soltura en el mundo de los emoticones. Melosa y falsamente reflexiva, difícil darle “Me gusta”.
Un partido soñado que en pantalla grande da sueño. “¿Una de las mejores?”, se lee en el título de un resumen de la final de Wimbledon de 1980 subido a YouTube. Hay un consenso generalizado en torno a que la respuesta a esa pregunta es un rotundo sí. De un lado del cancha estaba el sueco Björn Borg, “la máquina de hielo”, un jugador frío, cerebral, desgastante, de perfil bajísimo y un profesionalismo obsesivo, que empezaba a sentir el comienzo del declive después de haber ganado todo –incluidos cuatro Wimbledon consecutivos– con apenas 24 años. Del otro su némesis: neoyorquino, en pleno ascenso, flemático, pasional, siempre cerca de la red, irreverente, puteador, John McEnroe rankeaba segundo y asomaba como la amenaza más concreta para el liderazgo del nórdico. Era, pues, el enfrentamiento de dos fuera de serie que a su vez encarnaban la depuración máxima de dos concepciones del juego: un partido soñado. De película. Apertura del reciente Festival de Toronto, Borg- McEnroe, la película está armada y pensada para alcanzar su clímax en la recreación de aquella faena. Recreación que es técnica y formalmente impecable en su captura del “aire de época”, aunque le falta, igual que a la hora y pico previa, algo de corazón. Serena, monocorde y gélida como su protagonista, Borg-McEnroe tiene la estructura habitual de las películas “de rivales”, con la fierrera Rush, pasión y gloria como exponente más cercano en el tiempo: dos personajes distintos aunque con recorridos similares a los que se acompañará durante las vísperas de la gran disputa, con ambos funcionando como inspiración y reflejo del otro. Hay también algunos elementos expropiados del manual de lugares comunes del “cine biográfico” más académico, empezando por una buena cantidad de flashback al uso hacia los primeros raquetazos, al inicio de la disciplina absoluta del sueco y de la creciente explosividad del estadounidense. El problema es que no hay mucho más allá del choque de caracteres. A Borg (Janus Metz Pedersen), por ejemplo, se le destina un peso mayor que a McEnroe (Shia LaBeouf, bastante grandulón para dar de veinteañero), y así y todo es un iceberg tanto para su mujer y su entrenador y descubridor Lennart Bergelin (Stellan Skarsgård, secundario cada vez más lustroso) como para la película. Tan monolítico es Borg, que ni siquiera el guion logra penetrarlo. Es muy difícil que un film deportivo funcione si sus protagonistas no se ganan la empatía y la comprensión del espectador. Sin ellas dará lo mismo que les vaya bien o mal, que ganen o pierdan, puesto que la distancia emocional entre ambos lados de la pantalla-red se vuelve insalvable. Quizás esa distancia se deba al concepto de “emoción deportiva” de los suecos, algo que, según se desprende, da toda la sensación de estar bastante alejado del gen argentino-futbolero. O, por qué no, a un gesto de coherencia hacia un deporte que se mira en silencio y se filma casi enteramente con una sola cámara fija. Lo cierto es que el partido final funciona mejor como recreación de un hecho histórico antes que como el elemento de mayor peso dramático de la historia. Borg - McEnroe es, entonces, una rareza absoluta: un film basado en un momento de altísima emotividad que es cualquier cosa menos emotivo.
Un payaso que vuelve más malo que nunca. Destinado a ser un gran éxito del cine de terror, el film del director de Mamá no decepcionará a los fans del rey del género. Hablar de cine de terror en pleno furor del género es hablar de números. Y los números de It asustan tanto o más que la propia película: ya es el estreno de septiembre con mejor taquilla en la historia de Estados Unidos gracias a sus más de 220 millones de dólares conseguidos en apenas dos semanas de explotación comercial. Y los pronósticos auguran un piso mínimo de 300 millones para fin de mes. Esa cifra le permitiría disputarle el trono a El exorcista y convertirse en el film de terror con calificación R (equivalente a un “promedio” entre el SAM 16 y SAM 18 argentino) con mejor recaudación. Aquí las cosas no se vislumbran muy distintas, con la preventa de entradas a todo vapor y una salida con 417 copias –que ocuparán casi la mitad del parque de exhibición– preanunciando un éxito comercial sin antecedentes. Pero las películas aún dirimen su batalla máxima una vez que se apagan las luces. Incluso a veces ellas mismas parecen andar a los tironeos internos. Tal como sucede aquí. El libro de 1400 páginas de Stephen King publicado en 1986 y la miniserie televisiva de 1990 instalaron a It en el inconsciente colectivo de una generación, convirtiendo a Pennywise, el malvado payaso que reaparece cada 27 años en un pueblo de Maine para saciar su apetito con el miedo de los más chicos, en uno de los personajes icónicos del género de los gritos y los sustos. Gritos y sustos que en esta versión adaptada por los guionistas Chase Palmer, Gary Dauberman y Cary “True Detective” Fukunaga –éste último también a cargo de la dirección durante la etapa larval del proyecto y luego alejado por diferencias artísticas– llegan desde la secuencia introductoria, aquélla en la que Georgie sigue el curso del barquito de papel que armó con su hermano Bill hasta verlo caer en las tinieblas del desagüe. Quien se lo devuelve es el Pennywise versión 2017 (un Bill Skarsgård cubierto por toneladas de maquillaje y/o efectos especiales), uno más histriónico, ampuloso y pop que el de 1990, como si el responsable del diseño hubiera sido Tim Burton. Y también más aterrador que su predecesor: al pobre chico le arranca el brazo antes de arrastrarlo a las profundidades del sistema cloacal. Muschietti decía ayer en estas páginas que trató de respetar sus sensaciones al leer la novela incluyendo los detalles más violentos e intensos que habían quedado afuera en la versión para TV. Acá hay un puntazo para el director de Mamá (2013), quien no es explícito ni tampoco su película una de esas ultragore con vísceras y hectolitros de sangre que brotan semana tras semana de la cartelera comercial, pero que se las ingenia para entregar una de las imágenes más fuertes del género en años cuando muestra a Georgie gritando rodeado de un charco de agua rojiza y sin un brazo. Un chico en pleno sufrimiento y agonía primero, y una chica abusada por su padre y con sentimiento de culpa por eso después: pocos terrenos más vedados para Hollywood que ése. Aquí ellos sufren, y mucho, tanto física como psicológicamente. En ese sentido, y como en gran parte de las adaptaciones de la obra literaria de King –con Cuenta conmigo a la cabeza– It es un relato de iniciación centrado en el complejo paso a la pubertad, con toda la pérdida de inocencia y los primeros pliegues del mundo salvaje y “adulto” metiendo la cola que eso implica. Sin los saltos temporales del texto original, que iba y venía entre los 50 y mediados de los 80, ahora la acción transcurre únicamente en 1989, meses después de la desaparición de Georgie, cuando Bill y sus seis amigos son los únicos que lo buscan. Muschietti destina una buena porción del metraje –inhabituales 135 minutos– a presentarlos y construir una progresiva sintonía entre los integrantes de lo que ellos llaman “El club de los perdedores”. Sintonía muy parecida a la de los chicos de Stranger Things, con toda la iconografía de los 80 incluida, mientras Pennywise los persigue en alucinaciones que filtran lo real deformándolo hasta lo terrorífico. A eso debe sumársele otro elemento, el problemático, que es la obligación de funcionar como historia autónoma a la vez que preludio de una segunda película. It funciona mejor separada que como un todo entrelazado. Es muy buena su vertiente de “iniciación” y el manejo preciso de los tiempos en construcción climática de Muschietti, pero el desbalance entre sus componentes hace que el peso monstruoso del entorno le gane la batalla al mismísimo payaso, quien seguramente en unos años volverá para vengar su deslucimiento.
Historia construida a pequeñas partes. El opus cinco de Lerman, que viene de Toronto y competirá en breve en San Sebastián, ofrece una mezcla de drama social y thriller asentado en un uso magistral del fuera de campo, en el que la información sobre lo que sucede se ofrece a cuentagotas. Del relato coral y generacional de un grupo de mujeres sin rumbo en Tan de repente, a la presión de una joven preceptora del Colegio Nacional Buenos Aires en medio de la dictadura de La mirada invisible, y de allí a una madre y su hijo en huida constante de una ex pareja golpeadora en Refugiado. La filmografía de Diego Lerman venía exhibiendo una tendencia a explorar universos femeninos con personajes casi siempre fuertes, tenaces y perseverantes en sus objetivos, a los que el relato encuentra en medio de situaciones que ya no pueden retrotraer y a las que sólo les queda la fuga hacia adelante, cueste lo cueste. Estrenada mundialmente en el Festival de Toronto, y pronta a competir por la Concha de Oro en el inminente San Sebastián, Una especie de familia viene a confirmar el interés de Lerman por estas heroínas. ¿O acaso debería escribirse antiheroínas? Sucede que a diferencia de su última película, donde era imposible no sentir empatía por aquella mujer (Julieta Díaz) en pleno escape de la violencia familiar, la de aquí tiene una misión cuya evaluación moral se vuelve mucho más compleja, casi dilemática, angostando así la capacidad interpretativa de la propuesta. Una especie de familia presenta un gran problema a la hora de hablar de ella: es una película que gira alrededor de un conflicto cuyos detalles no conviene revelar. Esto porque su “gancho” tiene una pata en la resolución de ese conflicto y otra, que pisa tanto o más fuerte, en su construcción. Hasta se diría que es mucho más interesante la forma en que se lo presenta que el desarrollo de las consecuencias que genera. El opus cinco de Lerman comienza con una mujer yéndose de la ciudad antes del amanecer, como si quisiera ocultar su partida. Espacio innominado hasta bien avanzado el metraje, las referencias geográficas (se habla de Brasil) y visuales (tierra roja, calor húmedo y pegajoso, árboles frondosos) llevan a inducir que llega a algún pueblo del norte de la Mesopotamia. Tampoco se sabe por qué esa mujer –que se llama Malena y es doctora– va directo a un hospital con especial interés en el avanzadísimo embarazo de una paciente. Motivos laborales, por el carácter civil de su presencia, está claro que no hay. Pero todos la conocen, incluido el doctor que parece ser el jefe, Costas, y nadie duda en dejarla pasar a la sala de parto para el nacimiento. ¿Quién es? ¿Por qué está ahí? ¿A qué se debe el trato distante pero cordial de las enfermeras y los médicos? Dueña de una economía narrativa inhabitual para el cine argentino con ciertas aspiraciones de taquilla (Telefé es uno de los coproductores), Una especie... requiere de un espectador dispuesto a atrapar las piezas que el guión coescrito por Lerman y María Meira –en la cuarta colaboración conjunta– entrega a cuentagotas y sin subrayados. Piezas que llegan a intervalos que de tan regulares evidencian su cálculo y merman la sensación de urgencia y realismo que desde la cámara cercana a los cuerpos se intenta dar. Si esa urgencia no se pierde del todo es porque la acción recayendo sobre un único personaje ayuda a mantener concentrados el drama y la tensión en medio de un clima de opresión constante. Como en Refugiado, hay aquí una mezcla de drama social y thriller asentado en un uso magistral del fuera de campo, desde donde parece acechar una presencia que va adquiriendo materialidad a medida que Malena se acerque a su objetivo. La diferencia era que si antes todo ese fuera de campo hablaba de una posibilidad de muerte, ahora habla de una vida, lo que se corresponde con una fotografía (cortesía del polaco Wojtek Staron) que deja atrás la nocturnidad de Refugiado para abrazar la luz natural. Impecables son también el uso del sonido y las actuaciones. La española Bárbara Lennie (Magical Girl) soporta con estoicismo todo el peso del relato, y casi que ni molesta su acento forzosamente porteño, mientras que Aráoz da muy bien como ese doctor que sabe mucho más de lo que dice. Que no termine de explotar del todo su carácter siniestro se debe a que, una vez desandado gran parte del camino, la trama empieza a cerrar sus pliegues para quedarse únicamente con el tour de force de Malena y su marido (Claudio Tolcachir) recién llegado de Buenos Aires. De aquí en adelante lo que era fluidez empieza a parecerse a una carrera de obstáculos digitalizada con los corredores avanzando sin hoja de ruta, hasta una meta donde anida una toma de posición de Malena. Y de la película.
La israelí Un novio para mi boda podría haber sido una comedia romántica de Hollywood protagonizada por Meg Ryan o Julia Roberts en los ’90 o, más acá en el tiempo, por Anne Hathaway o Katherine Heigl. Como en aquéllas, la protagonista es una chica más buena que Lassie a la que, sin embargo, no le sale nada bien. Michal es una mujer judía ortodoxa de 32 años que está a punto de casarse. O estaba, dado que apenas un mes antes de la ceremonia el novio decide cancelar. Ella, ya con el catering contratado, decide seguir adelante con su plan original, aun cuando esto implique encontrar un hombre dispuesto a aceptar el compromiso en treinta días. La directora y guionista Rama Burshtein apuesta por una historia al uso, con Michal cruzándose con potenciales candidatos de los más disímiles en disputa. El abanico abarca desde un rabino hasta una suerte de estrella de la música pop romántica. Rodado casi enteramente en primeros planos y dueño de una puesta en escena y decisiones formales dignas del flamante culebrón de Sebastián Estevanez, el film no funciona en ningún aspecto: como estudio de personaje no va más allá del trazo grueso, como comedia dramática apenas esboza alguna situación interesante y como retrato social es un cúmulo de lugares comunes sobre el judaísmo. Así difícilmente alguien quiera dar el “sí” ante esta película.
Los ecos difusos de la paranoia bélica. El Canal de Beagle está en el vértice austral del triángulo deforme que dibujan los límites de la Argentina. Gracias a su ubicación en la puerta de entrada de la zona antártica, tuvo una importancia geoestratégica enorme a lo largo la historia. Basta recordar el conflicto fronterizo con Chile durante los 70. Tenía su lógica pensar en una avanzada militar inglesa durante la Guerra de Malvinas, cuyo teatro de operaciones estaba a apenas unos cientos de kilómetros. Más aún cuando se comprobó que, lejos de la pasividad soñada por Galtieri y sus secuaces, los ingleses vendrían con todo. Sobre esa sensación de incertidumbre, de tensa espera, trabaja el realizador Alex Tossenberger en QTH, en lo que es el segundo intento casi consecutivo (Soldado conocido sólo por Dios se estrenó en abril) del cine argentino por iluminar las zonas más desconocidas de la guerra. La primera escena es una larga toma aérea de paisajes sureños invernales que culmina en una base militar a la vera del Canal, acompañando el camión que lleva a dos flamantes colimbas a su lugar de servicio durante las siguientes semanas. Uno es un tucumano inocente y medio infantil, y el otro un “nene bien” universitario, porteño, evidentemente ilustrado. El suboficial a cargo es un ser siniestro, violento y amante del maltrato psicológico al que Osqui Guzmán, de probados pergaminos en el terreno del teatro y el stand-up, construye mediante una sobre gesticulación que empuja su trabajo a un terreno casi cómico. Cómico y pantanoso, porque esa apuesta despierta una simpatía por el “villano” que no se condice con el aire de denuncia que propone el film. Y además es una simpatía incoherente con el personaje, en tanto que no irrumpe como una herramienta para hacer mejor el trabajo –como en el jerarca nazi de Christoph Waltz en Bastardos sin gloria– sino como una cuestión de personalidad. Ellos tres y un cabo (Jorge Sesán) llevan adelante el día a día de la base y cumplen una misión en principio sencilla: controlar el tráfico marítimo preguntándole a cada barco su “QTH”, término que en el argot de las radiocomunicaciones refiere a la ubicación desde donde se transmite. El único contacto con el exterior es una radio. Desde allí escuchan cómo los comunicados oficiales de prensa pasan del triunfalismo a la certeza de una derrota, volviendo concreto el temor a una invasión. Pero justo cuando los ecos de las balas parecen resonar más cerca, se callan. No le hubiera venido mal a QTH más vuelo e imaginación a la hora de ilustrar desde su montaje y puesta en escena cómo la paranoia bélica erosiona las bases de la convivencia y aumenta las tensiones internas del grupo. Ir más allá de los fundidos a negro como única manera de separar escenas o los primeros planos para mostrar conversaciones. Impecable en sus rubros técnicos, QTH es una película sobre la espera y la locura a la que, paradójicamente, le falta locura.
Esta coproducción checo-eslovaca premiada en los festivales de Karlovy Vary y Gijón es un valioso e inquietante retrato social sobre los finales del comunismo. Corre el año 1983 en los suburbios de la ciudad eslovaca de Bratislava cuando la profesora Maria Drazdechova (una excelente Zuzana Mauréry) empieza a dar clases en una escuela secundaria. Hasta allí llega más interesada en el contexto de los alumnos que en los alumnos en sí, y les pide que, a la hora de presentarse, digan su nombre y la profesión de sus padres. ¿Para qué querría ella saber eso? ¿Qué se esconde detrás de su aparente bondad? Lentamente se hace evidente que las notas están menos relacionadas al rendimiento académico que a la importancia del oficio de los padres, a quienes les pide calculados favores amparándose en su viudez. El intento de suicidio de uno de los chicos obligará a la directora del colegio a convocar a una reunión secreta con los padres para analizar una posible denuncia contra la profesora. Narrada a través de largos flashback desde el “presente” de la reunión, La maestra construye su tensión dramática sin apremios, centrándose en el vínculo de la profesora con tres alumnos y sus respectivos padres, todos ellos ligados directa o indirectamente a las motivaciones de la profesora. Padres cuyas tensiones no tardarán en salir a la luz durante la reunión, en tanto saben el poder que recae sobre Maria y las implicancias que podría tener sobre ellos. Y es justamente sobre el poder que habla este film dirigido por el checo Jan Hrebejk y basado en experiencias personales de la infancia del guionista Petr Jarchovsky. Pero no el poder entendido como enfrentamiento entre el “Bien” y el “Mal”, sino uno mucho más terrenal, humano, cotidiano, en el que las personas se vuelven moneda de intercambio de favores. La maestra es, pues, un retrato social sobre los finales del comunismo que despliega una universalidad que la vuelve profundamente inquietante, aun cuando por momentos coquetee peligrosamente con el lustre visual del cine más académico.
Una saga reducida a su mínima expresión. ¿Cuántas películas hubiera hecho, por ejemplo, un director habitualmente larguero como el neozelandés Peter Jackson con una saga de ocho libros y 4250 páginas a su disposición? ¿Y cuánto hubiera durado cada una? ¿Tres horas? ¿Cuatro, en su versión extendida? La torre oscura es una anomalía en tiempos de sobreexplotación de best sellers épicos o fantásticos de largo aliento de lectura: cuando todo tiende a multiplicarse con diálogos impostados y metrajes quilométricos, ésta se contrae hasta su mínima expresión. Tan mínima es esa expresión, que nunca termina de entenderse muy bien qué sucede. Y eso que suceden muchas cosas. Todo el tiempo. Entonces, lo mejor de la adaptación de la serie de ocho libros que escribió Stephen King es la subversión que significan sus “apenas” 95 minutos, créditos incluidos. El propio King –quien en cuatro semanas volverá a las salas con una nueva versión de It a cargo del argentino Andy Muschietti– ha reconocido que La torre oscura es su “obra magna”. Escrita entre 1982 y 2012, el relato incluye varias recurrencias del autor de Carrie, El resplandor, Cementerio de animales y Misery, trazando un recorrido que va de lo fantástico a lo terrorífico, de la distopía a la historia de crecimiento, de la ciencia ficción al western. En la película todo eso está. Jack (Tom Taylor) es un adolescente que tiene pesadillas sobre un campo de concentración para chicos con poderes mentales desde donde intentan destruir una torre gigante que sirve para mantener el equilibrio en el sistema solar y, con esto, a raya a monstruos y bestias. Son pesadillas tan recurrentes como detalladas, según se desprende de las descripciones y los dibujos de escenarios y personajes que empapelan su habitación. Mamá no se sabe muy bien qué hacer y cree que es una forma de duelo por la muerte de papá, pero al final gana el nuevo marido, que no se banca más a Jack y quiere despacharlo a un loquero. El enfermero que lo viene a buscar tiene una cicatriz muy parecida a los malos de las pesadillas. Todo se vuelve real cuando, después de escapar, descubra un portal hacia el “Mundo Medio”, un escenario calcado al que configuraba su inconsciente. ¿Un portal en una casona abandonada en plena Nueva York? ¿Cómo? ¿Por qué? Sería un error pedirle a La torre oscura un análisis de física cuántica, pero sí que al menos explique y ponga en contexto cómo funciona el mundo que narra, porque una cosa es apegarse a un registro fantástico y otra muy distinta es dejar agujeros a lo pavote, como hacen el realizador danés Nikolaj Arcel y sus guionistas. ¿Cuáles son los poderes mentales que tiene Jack? ¿Por qué son importantes? ¿De dónde sale el Pistolero (Idris Elba) que encarna la resistencia contra el tiránico Walter (el susurrante Matthew McConaughey) en ese Medio Mundo y que ayuda al recién llegado Jack? Y hablando de Walter, ¿qué le pasó? ¿Quién es? ¿De dónde salió? ¿Por qué quiere destruir la torre? La falta de información confabula no sólo contra la construcción de un mundo con reglas propias, sino también contra cualquier atisbo de empatía con el pistolero y su ladero adolescente. Y sin empatía no hay película que funcione, aun cuando dure lo mismo que un partido de fútbol.