Entre la tragicomedia, el absurdo y la melancolía. La sinopsis oficial de Una semana y un día prenuncia, casi al borde del spoiler, que el protagonista terminará descubriendo “que todavía hay cosas en su vida que vale la pena vivir”. Luz de alerta, entonces, ante uno de esos potenciales relatos sobre aprendizajes y enseñanzas que, finalmente, no es tal. Estrenada en la Semana de la Crítica de Cannes del año pasado, la ópera prima del realizador israelí –aunque nacido en Washington, Estados Unidos– Asaph Polonsky surfea la historia del duelo de un matrimonio por la muerte de su hijo a raíz de una enfermedad terminal con inteligencia y sin un ápice de conmiseración ni mucho menos el aura trágica y espesa de la escuela de Michael Haneke. Lo que no implica que se tome el asunto para la chacota, como podría haber hecho algún realizador de estirpe nihilista o misantrópica. En todo caso, lo que prima aquí es un sentido de equilibrio entre todos sus componentes. Ese equilibrio debe entenderse como mesura y honestidad intelectual a la hora de observar cómo la pareja protagónica asimila una pérdida cercana, tanto en vínculo como en tiempo, sin enjuiciarlos y tratando de comprenderlos. Sucede que el film comienza el día inmediatamente posterior al fin de la Shiva, la ceremonia judía del duelo que se extiende durante una semana, cuando ya pasaron las comidas y las condolencias de rigor y el matrimonio compuesto por Eyal (Shai Avivi) y Vicky (Evgenia Dodina) está obligado a enfrentarse a la certeza de la soledad absoluta. Las reacciones son opuestas aunque complementarias: ella intenta encontrar un paliativo en el regreso a la rutina (su trabajo como docente, un tratamiento odontológico en ciernes), mientras que él luce más perdido y canaliza su frustración con abruptos ataques de violencia y un vagabundeo aleatorio digno de una película de Linklater. También fumándose algún que otro porro con el hijo de los vecinos, un auténtico slacker (para seguir con las referencias al cine del director Rebeldes y confundidos y Antes del amanecer) que practica air guitar y trabaja como delivery. Este último personaje es la excusa narrativa para la vertiente más humorística y absurda del relato. ¿Humor absurdo en una película sobre una muerte? ¿Y por qué no? A fin de cuentas, el tono de Una semana y un día va entre la tragicomedia y la melancolía sin caer en la elegía, signo de que está más interesada en pensar qué hará la pareja con el futuro antes que en cómo metaboliza el pasado. El problema es que ese humor por momentos se impone al eje más dramático, empujando a la película a coquetear peligrosamente con la relativización del dolor ajeno. Lo que no cambia es la deriva naturalista y extrañada producto del comportamiento impredecible de la pareja. Tampoco los excesos de una banda sonora que irrumpe cuando menos se la necesita con el único objetivo de subrayar sentimientos y un par de escenas que dialogan de forma explícita con la idea central del duelo, quitándole así parte de la sutiliza que hasta ese momento Polonsky había sabido sostener. Con un poco más de seguridad a la hora de confiar en su materia prima, el resultado hubiera sido mucho mejor. A fin de cuentas, capacidad para observar tiene de sobra.
El problema de no tener nada para decir. Es muy difícil, cuando no imposible, que una buena película no tenga algo para decir sobre el mundo que la concibe. O al revés: toda buena película, indefectiblemente, dice algo más allá de su forma. Bueno, interesante, errado o malo, pero algo. El problema de El círculo no es la falta de ideas ni mucho menos que tenga pocas cosas para decir. Al contrario, si hay un mérito del que puede ufanarse la adaptación a la pantalla grande del best seller homónimo del aquí coguionista Dave Eggers, es justamente la capacidad para interpelar mediante una relación directa entre sus planteos y las situaciones que se viven a diario en el mundo “real”. La cuestión, en todo caso, es que esa relación nunca se establece en el marco de un diálogo entre lo que sucede en la pantalla y el espectador, sino de una exposición que, como sus personajes, entrega las conclusiones cerradas con moño. El resultado es una esas películas hechas con la finalidad máxima de ilustrar una serie de conceptos concebidos bastante antes del primer grito de “¡Acción!”, como si importara menos contar una historia que mostrar que las consecuencias del exhibicionismo de la comunicación instantánea. El círculo es la compañía de tecnología y redes sociales más grande y poderosa del mundo, algo así como un alter ego ficticio de una hipotética conjunción entre Google y Facebook, a cuya área de atención al cliente ingresa a trabajar Mae (Emma Watson, la Hermione de la saga Harry Potter). Al principio es todo color de rosa pastel, en línea con la decoración del imponente edificio donde opera: sus compañeros son generosos y atentos, el ambiente es relajado y cordial y la presión laboral, prácticamente nula. Pero cuando a Mae la “reten” por no mostrar toda su vida en redes sociales se encenderá la primera alerta de que nada es lo que parece. Mientras tanto, el CEO de la compañía, Bailey (Tom Hanks actuando de taquito), es lo más parecido a un Dios para sus empleados: uno de esos típicos ejecutivos con conciencia ecológica, social y política atento a las necesidades del mundo y a la vertiente más humana del trabajo, que ahora se apresta a lanzar una cámara del tamaño de una canica que puede colocarse en cualquier lado, permitiendo ver y oír en vivo y en directo lo que está sucediendo desde donde sea. Ambas vertientes terminarán confluyendo cuando Mae decida ponerse una de esas bolitas en el ojal para transmitir su vida entera al mundo. La sobreexposición de ella y los suyos le otorga al film una pátina crítica hacia los usos y abusos de la tecnología en línea con la de Black Mirror. La diferencia es que en la serie británica, al menos en sus primeras dos temporadas, las situaciones se ramificaban hasta adquirir un gramaje interpretativo multifacético que aquí no existe. Tampoco ayuda que el director y guionista hasta ahora indie James Ponsoldt (el de las muy buenas The Spectacular Now y The End of the Tour) quiera hacer honores al título adoptando una estructura narrativa cíclica, vertebrada principalmente alrededor de los monólogos de Mae y/o Bailey ante algún auditorio de empleados o empresarios. Hay al menos cinco, todos de un mismo tono entre filántropo e inspiracional y abundantes en teorías sobre las implicancias del flamante producto. Palabras, muchas palabras al servicio de explicaciones: es lo que sucede cuando una película quiere ser compleja a la vez que multitarget.
El director de la aclamada Krisha (2014) rodó de forma independiente, con un mínimo presupuesto de cinco millones de dólares pero con el aporte de un sólido elenco, otro notable trabajo que se desmarca de la obviedad y la tendencia al impacto y al estímulo constante del terror actual para apostar, en cambio, a una puesta en escena tan elegante como inquietante. Una de las poco frecuentes joyitas del género. Viene de noche (It Comes at Night, Estados Unidos/2017). Guión y dirección: Trey Edward Shults. Elenco: Joel Edgerton, Riley Keough, Christopher Abbott, Carmen Ejogo, Kelvin Harrison Jr. y Griffin Robert Faulkner. Fotografía: Drew Daniels. Edición: Matthew Hannam y Trey Edward Shults. Distribuidora: Diamond Films. Duración: 97 minutos. Apta para mayores de 16 años. Gran parte del cine de terror contemporáneo ilustra la tendencia a la explicitación que afecta desde hace años a los creativos de Hollywood. Viene de noche es un ejercicio que va a contramano de esto mediante una apuesta a reducir la acción a un presente tan inquietante como perturbador. La primera escena muestra la agonía de un anciano rodeado de una familia que lo ha puesto en cuarentena aislándolo en la habitación de un caserón en las afueras de la ciudad. Es un largo plano secuencia que, como el resto de la película, entrega información a cuentagotas. Apenas se sabe que fue afectado por un virus tan letal como contagioso. Lo que no se sabe –y nunca se sabrá- es cómo ocurrió ni qué pasó antes de esa situación. Viene de noche es la historia de dos familias viviendo en constante estado de amenaza externa. Así se entiende la reacción violenta de Paul (el australiano Joel Edgerton) ante el arribo de un extraño a la casa. Will (Christopher Abbott, de la serie Girls) alega que llegó allí de casualidad cuando salió a buscar alimento para los suyos, y es entonces cuando Paul decide darles hospedaje y seguridad a cambio de una puesta en común de los suministros. El director Trey Edward Shults hace un uso ejemplar del fuera de campo mostrando la dinámica del grupo en medio de un mundo que se ha vuelto inhóspito y salvaje por razones desconocidas. Mundo donde impera la desconfianza y la certeza de que el mal puede provenir de cualquier lado, en cualquier momento. La virulencia de corte realista, sus procedimientos visuales, la elegancia de la puesta en escena, los travellings y el tono seco y despojado de cualquier atisbo de golpe a la emoción del espectador le dan al film un tono que remite a lo mejor de los ’70, esa década gloriosa para el cine de suspenso y de terror norteamericano que encuentra aquí un más que bienvenido homenaje.
Un tenso thriller pueblerino a cargo de la codirectora de la saga UPA! Codirectora de UPA! Una película argentina (2007) y UPA 2! El Regreso (2015) y actriz representativa de la primera etapa de Nuevo Cine Argentino gracias a sus participaciones en Sábado, Ana y los otros y Los suicidas, Camila Toker vuelve a incursionar en la realización (aquí en soledad) con este tenso thriller sobre un crimen ocurrido en uno de esos típicos pueblos del interior del país en donde (aparentemente) no pasa nada. La acción comienza con el crimen y la posterior aparición del cadáver de Marga Maier, una solitaria anciana dueña de una imponente estancia que está hace años a la venta. El hallazgo sorprende a toda la comunidad de Punta Indio y sobre todo a Julia (Pilar Gamboa), la heredera de la propiedad, justo cuando ha llegado un potencial comprador alemán. La ¿casualidad? despierta sospechas en el comisario (Alberto Suárez) y su asistente (Sergio Boris), quienes a partir de ahí comienzan una investigación con cada vez más sospechosos (un sobrino, el recién llegado, un poderoso hacendado local). El caso se complejizará aún más cuando también descubran que ha desaparecido un diamante supuestamente maldito. La muerte de Marga Maier conforma su estructura policial adoptando los puntos de vista de los principales involucrados, para conformar así una compleja telaraña cuyas redes pueden (o no) llevar a algún lado. Toker construye un clima inquietante mediante el uso de planos cerrados y una cámara en mano que, además, le imprime urgencia y dinamismo a un relato de “pueblo chico, infierno grande” que, es cierto, se ha contado mil veces, pero sigue dando tela para cortar.
Acción y humor en medio de una trama policial. Supervisor de efectos especiales y veterano doble de riesgo, Federico Cueva debuta en la dirección con un film en el que conviven acción y humor en medio de una trama policial. La fórmula encuentra innumerables antecedentes en el cine norteamericano aunque no en el de la Argentina, donde los habituales presupuestos ajustados configuran un panorama dificultoso para desarrollar las escenas de amplio despliegue visual que caracterizan el ideario de este tipo de películas. Quizá por eso los pocos intentos por emularla han dejado bastante que desear. Sólo se vive una vez (¡¿por qué ese título?!) se hace cargo de esa situación desventajosa mostrando las explosiones en cámara lenta, como para que se note que algo de plata hay. Pero esa no es la apuesta principal. Lo más importante aquí es el aglutinamiento de figuras nacionales de conocimiento masivo (Peter Lanzani, Eugenia “China” Suárez, Luis Brandoni, Pablo Rago) y un par de actores internacionales de fuste como Gérard Depardieu y Santiago Segura, a quien en estas semanas también pudo vérselo en la serie Supermax y un par de meses atrás en la comedia Casi leyendas. El resultado es una película con la tasa de rostros familiares más grande desde Relatos salvajes y algunos chistes que, en el mejor de los casos, obligan a mover las comisuras. Lanzani interpreta a Leo, un estafador de poca monta dedicado a filmar los encuentros sexuales de su socia (Suárez) con hombres adinerados para después extorsionarlos. Se ve envuelto en el asesinato de un científico (otro español conocido: Carlos Areces), a raíz de una lucha por la patente de un producto químico relacionado con la industria frigorífica. El estar en el lugar menos indicado en el momento más inoportuno lo obliga a adoptar una nueva identidad y esconderse en la sinagoga precedida por el rabino Mendi (Luis Brandoni), siempre con el malvado Duges (un monosilábico Depardieu) y su secuaz Tobías (Segura) siguiéndole la huella entre reuniones ultra secretas y cebadas de mates, muestra de que los códigos humorísticos que propone el film no van mucho más allá de los lugares comunes. En realidad, nada en Sólo se vive una vez va mucho más allá de los lugares comunes, con la apelación a los contrastes entre catolicismo y judaísmo, las irrupciones de un potencial interés amoroso y de un compañero de cuarto que pasa del odio a la complicidad, y la presencia de un asesino a sueldo en apariencia imbatible. En ese sentido, tenía razón el periodista Oscar Ranzani cuando, en la entrevista al ex Chiquititas y Casi Ángeles publicada el lunes en estas mismas páginas, afirmó que Sólo se vive una vez está pensada para “pasar el rato –no más que eso– en el cine”. El rato se vuelve ameno cuando Cueva deposita el peso del relato en un Lanzani que actúa con todo el cuerpo y que desde El clan viene mostrando que es bastante más que el galancete juvenil que supo ser. Pero se vuelve más ripioso cuando irrumpen algunos de sus traumas juveniles y Cueva deje espacio para algunos personajes deslucidos, mostrando que un plantel actoral de ensueño no siempre se traduce en una buena película.
Un mundo que parece salido de Instagram. La película de Seth Gordon es una buena comedia cuando ensaya una lectura autoconsciente que raya con la burla. Y deja de serlo cuando se toma en serio su trama delictiva. Se lucen los protagonistas Dwayne Johnson y Zac Efron. Otra serie que en los últimos años pega el salto al cine y van... ¿cuántas? Una enumeración rápida muestra que la cifra supera con holgura la decena e incluye títulos de toda calaña, desde algunos de acción y si se quiere clásicos (Los Angeles de Charlie, Brigada A, Misión imposible, SWAT) hasta comedias de tintes policiales (Comando especial, CHIPS) y, claro, infantiles relativamente contemporáneas (Power Rangers). Hay poco en común entre ellas más allá del origen televisivo. Algunas se limitan a replicar las características principales de su materia prima catódica, convirtiéndose así en un capítulo extendido, poco más que un ejercicio endogámico dirigido únicamente a sus fanáticos. Otras, en cambio, toman las directrices narrativas de antaño para terminar dando forma a algo distinto, y algunas, las menos, ensayan una lectura autoconsciente que raya con la burla. Baywatch: Guardines de la bahía es una buena (incluso muy buena, a veces) comedia cuando se encuadra en este último grupo, y deja de serlo cuando se toma en serio su trama delictiva. La adaptación de la serie que catapultó a la fama a Pamela Anderson y David Hasselhoff –a quienes, claro, se les reservan sendos cameos– no descollará ni entrará en la historia grande de ningún libro, pero tampoco es el desastre que presagiaban las críticas norteamericanas. Es, en todo caso, una película insegura de su rumbo y algo dubitativa a la hora decidir qué quiere ser, pero que cuando apunta la proa hacia la comedia gana gracias a la aplicación y el buen uso de las armas más nobles del género: timing, gags efectivos, situaciones cuyo inverosímil se subraya desde la puesta en escena y un par de protagonistas en estado de gracia como Dwayne Johnson y Zac Efron, dos enormes actores que entendieron hace bastante que la fisonomía es su disparador humorístico más eficaz. Sobre el contraste entre ambos se construyen las bases del relato. El ex The Rock encarna a Mitch Buchannon, el noble y servicial jefe de un puesto de guardavidas, quien ahora se apresta llevar adelante una convocatoria para reforzar el plantel a su cargo. Hay un candidato salido de la factoría de Judd Apatow. Ronnie (Jon Bass) es un gordito tímido, nerd y bonachón que presta su punto de vista para que la película observe con el mismo grado de ajenidad que cualquier espectador promedio todo un mundo que parece transcurrir en Instagram: atardeceres bañados en luz naranja, playas paradisíacas, ejercicio físico y una fauna de hombres fornidos y mujeres voluptuosas que la pasan bien y cuyos ojos son tan claros que cuesta no pensar que hay algún filtro de por medio. Esa distancia es también la que propone el realizador Seth Gordon (Quiero matar a mi jefe y Ladrona de identidades) respecto a la serie original. Baywatch se ríe tanto de las situaciones que se plantean como de la iconografía que Anderson, Hasselhoff y compañía supieron construir, empezando, claro, por la clásica corrida de frente y en cámara lenta. Efron calza de maravillas dentro de esa perfección física. Es un auténtico muñequito de torta –un Ken, como le dicen por ahí– al que la película, y sobre todo Mitch, tratan como tal. El ex High School Musical encarna a un nadador profesional que ganó dos medallas en los últimos Juegos Olímpicos y ahora está en la lona después de haber perdido una carrera de postas por…vomitar adentro de la pileta. ¿Vómitos en Baywatch? Sí, y no uno sino dos. El problema es que en un momento los guionistas dejan de estar convencidos de explotar esa vertiente cómica e incluyen a una traficante de drogas que pone en peligro la tranquilidad del lugar. Johnson, entonces, pasa de ser gracioso a hablar sobre el trabajo colectivo y la importancia de priorizar el equipo por sobre los intereses personales. Efron, a su vez, se da cuenta de que fue egoísta y se redime. Lo que pica en Baywatch no son las aguas vivas, sino el síndrome de la culpa.
Valioso documental sobre uno de los casos emblemáticos de la violencia de género en Argentina: Romina Tejerina. La mañana del 16 de abril de 2003 se presentaba igual que tantas otras en el Hospital de la localidad jujeña de San Pedro, cuando llegaron dos mujeres con una bebé prematura envuelta en una toalla empapada de sangre. Había nacido hacía minutos en el baño de una casa y, desde entonces, la madre estaba ahí, quieta, embalsamada por sus propios demonios. La madre se llamaba Romina Tejerina y tenía por entonces 18 años. Había concebido a la recién nacida tras una violación poco antes de terminar el colegio secundario y ocultado su embarazo a su familia. Aquel rostro que marcó su vida era el mismo que veía ahora en su hija, a quien asesinó en medio de un ataque psicótico. El caso terminó con ella condenada a 14 años de prisión –salió en libertad en 2012– y su victimario, libre de toda culpa y cargo después de que la Justicia en apenas 22 días de proceso validara la teoría del consentimiento mutuo. Tiene sentido que una de las presentaciones de La cena blanca de Romina haya sido en la última marcha de #NiUnaMenos. No sólo porque el caso es uno de los emblemas de la lucha por el derecho al aborto y la violencia de género, sino porque lo que allí se cuenta dialoga de forma directa con la coyuntura. En ese sentido, lo que muestra es desolador. El documental de Francisco Rizzi y Hernán Martín se sirve principalmente de los testimonios de personajes relacionados con la causa y de algunos vecinos y autoridades del pueblo para narrar tanto los pormenores judiciales como la mirada del entorno sobre el caso. Descubren una opinión casi unánime: muy pocos no piensan que “ella se lo buscó”. El veredicto judicial, entonces, no fue más que un reflejo de esa idea colectiva. La película es previsible en su estructura y dueña de un formato más cercano al del periodismo de investigación televisivo que al del cine. Da la sensación de que Rizzi y Martin viajaron a Jujuy sabiendo con qué iban a encontrarse, pero aciertan dejando que sean los propios entrevistados los encargados de justificar esa mirada. Los máximos hallazgos de este documental son los dichos de aquellos que conforman una sociedad patriarcal donde el machismo es norma y la igualdad de género, apenas una utopía.
Los monstruos de la Universal en clave de comic. “Nada se pierde, todo se transforma”, canta Jorge Drexler. Difícil saber si los ejecutivos de Universal conocen al artista uruguayo, pero lo cierto es que tomaron ese axioma químico al pie de la letra para revivir a los monstruos clásicos del estudio y traerlos al siglo XXI mediante una serie de películas agrupadas bajo el rótulo de “Dark Universe”. La faena empieza ahora con La momia y seguirá en 2019 con La novia de Frankenstein. Un poco más adelante será el turno de El hombre invisible, protagonizada por Johnny Depp. Todas ellas estarán conectadas por la presencia de una “organización llamada Prodigium, que bajo la conducción de Henry Jekyll (Russell Crowe) se encargará de estudiar, monitorear y destruir espíritus malignos que toman forma de monstruos”, según adelanta la información de prensa. A lo luz de los resultados del film de Alex Kurtzman, queda claro que no hay que esperar relecturas ni fidelidad a las versiones originales, filmadas en la década de 1930. Tampoco los sustos ni los climas ominosos de antaño, pues el regreso se produce con las formas y contenidos propios de la contemporaneidad. Y “contemporaneidad” en términos de cine-espectáculo global es Marvel. Si en lugar de un Tom Cruise siempre en pose estuviera Robert Downey Jr. haciendo de las suyas dentro del traje de Iron Man o Thor resolviendo sus problemitas familiares a puro revoleo de martillo, si Jekyll tuviera un parche en el ojo y presidiera una agencia de espionaje ultra secreta, y si la arqueóloga sacara de la galera un arma secreta o alguna cualidad sobrenatural, La momia tranquilamente podría ser un producto de esa factoría. Hasta el mismísimo personaje de Cruise parece un superhéroe, con su capacidad para revivir en la morgue después de estrolarse con un avión. De las adaptaciones de los cómics de Stan Lee toma, primero, la idea central de construir universo mediante películas autónomas a la vez que directamente relacionadas y complementarias. También su parafernalia visual y sonora, un tono por momentos grave entremezclado con piscas de acción y comedia y, claro, la clásica destrucción masiva de edificios en pleno centro de una ciudad, en este caso Londres. Pero, ¿y lo monstruoso que prometen las sinopsis? Poco y nada, al menos en La momia, dado que Kurtzman y sus ¡cinco! coguionistas –entre quienes figura Christopher McQuarrie, que firmó los de Al filo del mañana y Jack Reacher– apuestan por crear una típica película multitarget en la que suceden mil cosas sin que se entienda muy bien cómo ni por qué antes que una entidad monstruosa sólida. La acción comienza cuando el soldado que interpreta Cruise encuentra un sarcófago en el que descansa una princesa egipcia borrada de la historia debido a que fue enterrada viva justo después de que la descubrieran intentando hacer un pacto con el Dios de la Muerte. Pacto que se dispone a firmar ahora, cinco mil años después, bajo una forma cercana a la de los zombies de The Walking Dead, mientras el ex de Nicole Kidman anda por ahí viendo gente muerta y descubriendo que su mente está controlada por ella. La buena noticia es que La momia, sin créditos, dura 100 minutos, bastante menos que las dos horas y pico de Los vengadores.
El director de Construcción de una ciudad y El gran simulador ratifica que es uno de los más valiosos documentalistas nacionales. Tras su estreno en el Festival de Mar del Plata 2016, su más recientes trabajo se estrena en el MALBA. Los ganadores (Argentina/2016). Guión, edición y dirección: Néstor Frenkel. Fotografía: Diego Poleri. Música: Gonzalo Córdoba. Sonido: Fernando Vega, Hernán Gerard. Duración: 78 minutos. Los sábados de mayo, a las 22, en el MALBA (Figueroa Alcorta 3415). Es muy probable que si alguien dijera que Los ganadores está dirigida por Christopher Guest, más de uno lo creería sin cuestionárselo demasiado. Igual que en Mascots, el flamante trabajo del realizador de Best in Show, A Mighty Wind y For Your Consideration que puede verse en Netflix desde hace algunas semanas, el film de Néstor Frenkel se adentra en una realidad minúscula para explorar la dinámica y desglosar las motivaciones de los protagonistas de, en este caso, una particular premiación. Solo que aquí, a diferencia de la película de Guest, todo es real. Una voz en off explica los orígenes del proyecto. Mientras filmaba a Jorge Mario, aquel particular superochista de Concordia que protagonizó El amateur, Frenkel escuchó la enunciación de un sinfín de galardones prácticamente desconocidos para él y el gran público. Lo que hizo, entonces, fue proponerse ver qué hay detrás de ellos, quiénes los organizan, por qué y, sobre todo, con qué criterios entregan sus estatuillas. Lo que descubrió es francamente increíble y por momentos graciosísimo. Tanto que a Guest difícilmente podría habérsele ocurrido algo mejor. Los ganadores va lo de general a lo particular, presentando primero algunas ceremonias por demás curiosas y a varios de sus protagonistas, para después centrarse en los Premios Estampas de Buenos Aires, que entrega centenares de estatuillas para cuanta disciplina exista en una ceremonia que dura, mínimo, tres veces más que la del Oscar y se ameniza con sanguchitos y gaseosa en vasos de plástico. En el interín, discursos emocionados, imprevistos técnicos y agradecimientos francamente insólitos. Los criterios de premiación en principio parecen regidos por la generosidad, hasta que se evidencia su mecanismo: el que se postula para participar, gana, lo que obliga a los organizadores (una pareja de ancianos que conduce un programa de tango en una radio entrerriana) a serenar a los invitados con la promesa de que el suyo está al caer. Todo esto es mostrado por Frenkel sin intervención directa pero sí desde el montaje. Consciente de que mueve en el finísimo límite moral y ético entre “reírse con” y “reírse de”, el director de Construcción de una ciudad y El gran simulador apuesta a que sean ellos, los elegidos y los premiadores, los encargados de exponer una serie de sentimientos que el film felizmente respeta, convirtiendo a estas criaturas en seres particulares entrañables.
Las dos protagonistas son lo mejor de esta comedia dramática demasiado correcta y académica. El director de la multipremiada Séraphine –ganadora de 7 César, entre ellos los de Mejor Película y Actriz- y de Violette incursiona ahora en el terreno de la comedia dramática, pero de tintes indudablemente optimistas, en esta historia sobre el reencuentro de dos mujeres opuestas aunque unidas por un pasado en común. Estrenada fuera de competencia en la última edición del Festival de Berlín, El reencuentro sigue a Claire (Catherine Frot), una partera adorada por todos que lleva una vida tranquila y feliz en las afueras de una ciudad, hasta que recibe el llamado de Beatrice. Ella supo ser la mujer de su padre en su infancia y adolescencia, pero después de la separación desapareció sin dejar rastros. Incluso ni siquiera sabe que él murió hace varios años. Beatrice vuelve dispuesta a saldar cuentas con su pasado justo después de saber que tiene cáncer. Para Claire no es un momento muy fácil: está en pleno proceso de enamoramiento de un camionero (rol inhabitualmente alegre para Olivier Gourmet, actor fetiche de los hermanos Dardenne) y su hijo acaba de anunciarle que la hará abuela. La película hilvana las distintas vertientes del relato con eficacia y fluidez, aunque nunca logra quitarse el corsé de un guión de hierro, más preocupado por empatizar con la platea que por construir y describir la complejidad de sus personajes ni mucho menos sus relaciones. Hay algo profundamente enigmático en el hijo de Claire, que es igualito a su abuelo y piensa en abandonar la carrera de Medicina, que -sin embargo- el film desaprovecha dejándolo en la condición de detalle argumental. Lo mismo con el personaje de Gourmet, que de tan bonachón se vuelve plano. Provost ya había demostrado sentirse cómodo en las arenas del cine académico, y acá vuelve a hacerlo filmando con pompa y cierta grandilocuencia que contradice el tono íntimo que propone el relato. En una Catherine Deneuve perfecta en su mezcla de elegancia y decadencia, de necesidad a la vez que entrega, y su indudable química con Flot, están los pilares sobre los que termina descansando este film correcto, quizás demasiado, al que le falta un poco más de carácter huracanado de Beatrice.