Sinfonía animada del desenfreno a dúo. A contramano del cine infantil actual, el film de Soren es un desquicio en el que sus protagonistas parecen tener el control. Suele decirse que en Hollywood faltan ideas, que es muy difícil encontrar películas con huellas personales, con el gen de una mirada propia. Parte de razón hay: allí se hace un cine cada vez más despersonalizado y automático, pensado en escritorios, con giros alrededor de un par de mandatos narrativos y formales a los que los creativos se aferran como si sus vidas dependieran de ello. Divertidísima pero agotadora, Las aventuras del Capitán Calzoncillos es un planchazo a la rodilla de todo ese cine al uso que se estrena semana tras semana, una expresión de osadía que no duda en llevarse puesto todo lo que encuentra y que avanza como una trompa... ¿hacia dónde? Hacia donde pinte, porque al director David Soren (la irregular Turbo) y al guionista Nicholas Stoller (autor del texto de Los Muppets, otro título de inhabitual energía anárquica) lo único que parece interesarles es pensarse a sí mismos como chicos que alguna vez fueron para explorar –y explotar– al máximo las posibilidades de la animación al servicio de la comedia. Adaptación de una serie de libros infantiles del estadounidense Dav Pilkey, Las aventuras... tiene la forma de un forúnculo de irreverencia en la llanura de las películas infantiles. De ellas parece despreciar todo, incluida la idea base de un relato clásico. Deudora directa de la “ida por las ramas” con microrrelatos de la escuela de Bob Esponja y Padre de familia, lo más parecido a una estructura es un delgadísimo hilo conductor encarnado en las figuras de George y Harold, dos de esos mejores amigos que comparten todo, desde clases en la escuela hasta una pasión por la escritura de historietas de superhéroes. La obra cumbre de la dupla está protagonizada por el Capitán Calzoncillos, un gordiflón llegado de un planeta donde todos viven en ropa interior, que en el papel tiene una forma muy similar al director de la escuela. Escuela que es como una prisión. Hasta nubes salen cuando suena el timbre. A contramano de la idea de replicación perfecta de lo real de Pixar y compañía, con sus fondos perfectamente construidos y ojos cargados de expresividad, la animación aquí es, como el divertimento de los chicos, una mezcla de juego e invención. Los recursos van desde recreaciones de stop motion a marionetas, de imágenes planas que remedan al tradicionalismo del 2D hasta explosiones de colores que hacen lucir la imagen digital. Es una variante enorme de formatos y apariencias de texturas que subraya el carácter cartoonesco de este mundo. George y Harold no se parecen a las blancas palomitas que impondría el lugar común. Jodones, incitadores del bullying, parlanchines, vagos, chantas, cómplices, mentirosos, no sería de extrañar que una hipotética secuela dentro de diez años los reencuentre con un vínculo muy parecido al de los habituales personajes de Seth Rogen o Jonah Hill, a quienes Stoller dirigió en Buenos vecinos y Get Him to the Geek, respectivamente. No parece casual: como en gran parte de la Nueva Comedia Americana, lo que se cuenta aquí es una historia sobre la amistad masculina. Y es justamente el potencial fin de ese vínculo el que enciende la primera luz de alerta a los chicos, mediante una situación que no tiene ni pies ni cabeza. Salvo, claro, que se trate de una película de reglas cambiantes donde todo puede pasar. Incluso hipnotizar al director para que, chasquidos de dedos mediante, se convierta en el auténtico Capitán Calzoncillos. Su némesis será un maquiavélico profesor de ciencias que nunca oculta sus intenciones de venganza. Tampoco un acento ridiculísimo que, claro, se perderá en la generalidad del doblaje. El profe es un hombre triste que ha estudiado durante décadas el fenómeno de la risa para entender por qué nada le causa gracia. Que este villano recién entre en acción en la mitad del metraje se debe a que a Soren y Stoller parecen armar el relato en vivo, atendiendo únicamente a los caprichos de George y Harold, como si fueran ellos los verdaderos autores creativos. El resultado es puro desenfreno. El problema con ese desenfreno es que por momentos deviene en descontrol, como cuando un chico rompe todo durante largo rato y el adulto responsable interviene con el caos ya desatado. No le hubiera venido mal a Las aventuras... parar la pelota cada tanto, despegarse de George y Harold para acomodar y reajustar las piezas. O, al menos, limpiar los vidrios rotos... para que los vuelvan a romper.
Con esta comedia arranca la temporada fuerte del cine argentino (en realidad comenzó con el notable éxito de Mámá se fue de viaje) que continuará luego con los nuevos films de Ricardo Darín (La cordillera), Guillermo Francella (Los que aman, odian) y Oscar Martínez (Las grietas de Jara). En este caso, el director de Elsa & Fred, Viudas, Corazón de León e Inseparables conduce el film sobre caminos tan eficaces como previsibles. Históricamente bastardeado desde el ámbito cultural por su condición de popular, el fútbol permaneció bien lejos de los radares del mainstream argentino contemporáneo. Hasta que hace un par de años los ejecutivos de las productoras locales se dieron cuenta de que allí, en ese componente constitutivo de la identidad nacional, había un material más que redituable en términos de taquilla. Así, dos años después de Papeles en el viento, una de las grandes apuestas comerciales nacionales del año tiene como eje los vaivenes de la pelota. Aunque, en realidad, los resultados de los partidos importan poco para Pedro (Adrián Suar), un fanático empedernido capaz de saltar de un estadio a otro durante el fin de semana y de poner el despertador a la madrugada para ver la definición de una liga asiática. Su pasión le jugará una mala pasada cuando, con apenas días de diferencia, pierda su trabajo –lo echan por, claro, estar viendo fútbol- y a su mujer (Julieta Díaz), quien lo pone entre la espalda y la pared obligándolo a elegir entre su familia y el fútbol. Solo y viviendo en una casa de prestado, Pedro empezará un tratamiento contra… el alcoholismo. Sucede que, sin saber a dónde ni a quién recurrir, termina llegando a un grupo de alcohólicos anónimos en el que conoce a su flamante “padrino”. La interpretación desatada, al palo, de Alfredo Casero es el único eslabón que parece no seguir la corrección generalizada que impera durante los poco más de 100 minutos de metraje. Sucede que El fútbol o yo –como casi todas las películas de la filmografía de Marcos Carnavale– es un tren que avanza sobre la ruta inamovible que dibujan los carriles de un guión de hierro. La sensación de cálculo detrás de cada situación hace que a El fútbol o yo le cueste respirar, como si se asfixiara en sus propias “obligaciones” narrativas. ¿Es graciosa? Por momentos sí, sobre todo en las bienvenidas apariciones de Casero (el relato sobre su madre es antológico) y en algunas escenas de Suar, quien, es cierto, siempre hace lo mismo, pero lo hace bien. ¿Es emotiva? También, pero únicamente a fuerza de golpes de efecto y reiteración (hay al menos tres largos parlamentos “confesionales” de Suar en la última media hora). Sin carnadura para ir un poco más allá, con poco coraje para superar sus propias taras, El fútbol o yo se contenta con ser lo que todos esperan de ella. El resultado deja el mismo gusto a poco que un 0 a 0 de local.
Mundo ágrafo. En Emoji: La película se dice que ya no es cool escribir y que ahora garpa más acertar un emoticón para que el interlocutor sepa exactamente qué está pasando. También que leer no tiene sentido, que para qué si ahora todo se puede ilustrar. Celebración de las patologías y de los vicios más dañinos de la era digital, Emoji olvida que quien no lee difícilmente pueda alguna vez articular un discurso propio que vaya más allá de la reiteración de ideas ajenas. Sus creadores tampoco parecen saberlo, dado que no hay prácticamente nada que no huela a refrito. Acá entran incluso sus lineamentos básicos: lo de meterse “dentro” de la tecnología informática es algo con lo que Hollywood viene fantaseando desde Tron (1982), y ya el año pasado Angry Birds le birló el rótulo de “Primera película basada en una aplicación”. Dueño de una estética que de tanto brillo obliga a entrecerrar los ojos para no encandilarse, el film de Tony Leondis tiene a las caritas conviviendo en un mundo llamado “Textópolis” mientras esperan el turno de salir a trabajar. Es decir, a que el pibe tímido y secretamente enamorado de su compañerita que comanda el celular abra el aparato y se disponga a mandar un emoticon. No a escribir, claro: parece que en la adolescencia ahora hay que ser ágrafo para levantar. Lo que sucede a partir de ahí es algo muy parecido a Intensa-mente: un control central desde donde se pulsa la figura elegida, y de allí al exterior mediante la pantalla. El tema es que todas las caritas tienen que tener ese único gesto, porque si no dejarían de servir para su misión ilustradora, e “Indiferencia”, que la llaman algo así como “Meh”, tiene muchas. Es una falla que un Triunvirato de emoticones, liderados por la malvada sonrisa dientuda y alertados de un pedido de cita del pibe con el servicio técnico, decide solucionar pidiendo su cabeza. Sin imaginación para crear un mundo metadigital, a Emoji no la ayuda ni siquiera el doblaje, que hace perder la potencia explosiva de la voz de T. J. Miller (el programador dueño de la casa de la serie Silicon Valley) en el idioma original. Otra cosa del doblaje: atención al icónico sorete con la sonrisa, porque por su voceo y su forma de conjugar verbos parece ser, mínimo, rioplatense. El buenudo de “Meh” escapa con la manito “Hi-5”, otro descastado, y se vuelven terceto cuando den con una hacker que sabe moverse por el sistema operativo, incluida la temida papelera de reciclaje. La mezcla entre fallados y descastados también estaba en Ralph El demoledor. La diferencia es que la película de Disney era autónoma de su contexto “real” y, por lo tanto, siempre vigente, y en ésta se habla con nombre propio de Spotify, Youtube, Dropbox, Facebook, Twitter y demás, lo que significa condenar a la película a envejecer de acá a cinco años, cuando el desarrollo informático haga que todas esas aplicaciones sean superadas por otras mejores. Otra diferencia es que Ralph era genuinamente emotiva a pesar de su moraleja. Ésta, en cambio, intenta que sea la moraleja el motivo de la emoción. Emoji es un pulgar abajo al lado de la carita roja de bronca.
La historia detrás de Antoine de Saint-Exupéry en Argentina, según el director de Orquesta roja. Se sabe que Antoine de Saint-Exupéry pasó un par de años en la Argentina a comienzos de la década de 1930 trabajando como piloto, y que aquí encontró inspiración para su obra cumbre, El principito. Lo que no es muy conocido es de dónde provino esa inspiración. Estrenada en la última edición del Festival de Mar del Plata, Vuelo nocturno propone ahondar en las motivaciones detrás del proceso creativo de una de las obras más populares da la literatura mundial. Motivaciones que tienen dos nombres y un apellido: Edda y Suzzane Fuchs, dos chicas de 10 y 15 años que vivían en el caserón donde el francés recaló a raíz de un aterrizaje forzoso en Concordia. Construido sobre la base de material de archivo y testimonios de distintos personajes relacionados con la familia y la ciudad, Vuelo nocturno va del rigor periodístico a la sensibilidad personal. Para este último punto –donde el film mejor funciona- resulta fundamental el uso de los audios que Saint-Exupéry le enviaba a su amigo Jean Renoir para una película que nunca llegó a filmarse. Allí deja ver una profunda admiración por la madurez de esas dos chicas -“las princesitas”, tal como las llama- provenientes de un mundo totalmente ajeno al suyo. El director Nicolás Herzog (Orquesta roja) se mueve alrededor de ese vértice para reconstruir una historia con partes iguales de mito y leyenda, de hechos concretos e imaginación, de fascinación ante lo extraño e incluso cierta incertidumbre ante lo desconocido. Quizás haya sido justamente aquí, a la vera del río Uruguay, que Exupéry descubrió que lo esencial es invisible a los ojos.
En la línea del cine de John Carpenter, este film de terror canadiense supera con holgura la media del género. La gacetilla de prensa de Conjuros del más allá asegura que se trata de uno de “los mejores retornos al cine de terror de los ’80”. La afirmación es exagerada: ha habido innumerables películas que revisitaron aquellos años con mejores resultados. Pero entre tanto producto de género plagado de fórmulas que inunda semana tras semana la cartelera comercial, este film canadiense se erige como una propuesta más que digna. Dirigida por Jeremy Gillespie y Steven Kostanski, ambos veteranos en el terreno del maquillaje y el diseño de arte, The Void –título original que podría traducirse como “El vacío”– comienza cuando un policía encuentra a un joven herido en la ruta y decide llevarlo a un pequeño hospital de la zona, sin saber que será el principio del desastre. Sucede que a partir de su llegada una extraña amenaza sobrenatural empieza a acecharlos, obligando tanto a la dupla como al resto de los ocasionales pacientes y trabajadores a resguardarse en el edificio. La idea de un grupo encerrado debido a la presencia de una entidad misteriosa remite invariablemente a John Carpenter, cuya filmografía Gillespie y Kostanski parecen haber estudiado en profundidad. Pero Conjuros del más allá no es tanto un homenaje como una relectura en la que los directores no temen entremezclar la premisa inicial con una lovecraftiana épica fantástica y, claro está, los sustos y golpes de efectos característicos del género. Si el resultado no es del todo redondo se debe a que por momentos el relato pierde el rumbo y se convierte en un cocoliche menos festivo y anárquico que arbitrario y confuso.
Un documental ácido y valioso sobre una de las grandes pasiones argentinas. Apenas un par de meses después del estreno de Todo sobre el asado, de Mariano Cohn y Gastón Duprat, tanto en salas como en la señal I.Sat, llega otro documental que aborda uno de los fenómenos más característicos de la sociedad argentina: la pasión por la carne. Carne propia utiliza a un viejo toro campeón que emprende el último viaje de su vida, desde la pampa húmeda hasta el matadero. A lo largo de ese viaje, su pensamiento -materializado en la voz en off con tintes gauchescos de Arnaldo André, idea original aunque algo sobreexplotada- irá recorriendo distintas facetas y anécdotas de la historia cárnica local. En particular aquellas relacionadas con las tensiones entre trabajadores y patronales. La historia de Liebig, la primera fábrica de carne procesada en la Argentina y una de las más grande del mundo, la importancia de los matarifes durante el 17 de octubre de 1945 y el funcionamiento de un frigorífico recuperado por sus trabajadores son algunos de los ejes que abordará el relato durante su metraje. Lo hará con corrección y sin un atisbo de solemnidad aunque de forma algo desprolija, como si por momentos quisiera contar más de lo que finalmente puede. Por momentos ácida y volcada a un bienvenido humor negro, Carne propia termina siendo una película original e interesante, con méritos suficientes para que el espectador se deje llevar en el viaje de ese viejo toro, que es también el de toda una cultura.
Marcha atrás para recuperar identidad. La tercera entrega propone una vuelta al pago de Rayo McQueen, que intenta ser quien fue, un poco como la saga misma. Toda historia tiene momentos que las situaciones posteriores se encargan de marcar como bisagra. En la de Pixar hay varios, aunque ninguno más importante que el ocurrido el 26 de enero de 2006. Fue ese día que Disney anunció la compra del estudio responsable de Toy Story, Monsters, Inc. y Los increíbles a cambio de 7.400 millones de dólares. La negociación incluyó el pase de quien hasta entonces había sido su figura autoral más importante, John Lasseter, al máximo cargo creativo del departamento de animación de la casa de Mickey, convirtiéndolo en uno de los hombres más poderosos de Hollywood. Las consecuencias de estos movimientos tardaron en llegar a la pantalla debido a que el proceso de producción de cada proyecto de Pixar demanda alrededor de cuatro años, pero cuando llegaron mostraron rápidamente que el velador saltarín tiene una lamparita distinta, de menor potencia. Es cierto que una película no del todo redonda de la casa de Buzz Lightyear es mejor que el 80 por ciento del cine de animación que se estrena semana tras semana en las salas de todo el mundo, incluida la ultra taquillera Mi villano favorito 3, al lado de la cual Cars 3 es El ciudadano. El problema es que durante décadas el estudio alimentó a su público con productos de altísimo pedigree, y ahora, en plena planicie creativa y secuelas (Buscando a Dory en 2016, Los increíbles 2 el año que viene, Toy Story 4 el otro), la sensación de automatismo deja un regusto a poco. En Pixar parecen saberlo. La aventura anterior del Rayo McQueen sucedía en París, Londres y Tokio. La salida del pueblito donde transcurría la primera parte equivalió a que los autos antropomorfizados (que tienen dientes aunque se alimenten únicamente a combustible) perdieran una capa de pintura: menos espesor a cambio de lugares comunes, chistes obvios sobre las diferencias idiomáticas y escenas con aire de postal turística. Como la propia saga, en Cars 3 McQueen vuelve al terruño para intentar ser quien fue. Quizá el título de corte más infantil de Pixar junto a Un gran dinosaurio (2015), Cars 2 tomaba los usos del cine de espías para convertirse en un híbrido entre una de James Bond –las glamorosas de Connery, no las del machote Daniel Craig– y Jason Bourne, con confabulaciones internacionales, identidades dobles y un espíritu cosmopolita que bordeaba la canchereada. La tercera vuelve a afirmarse sobre un modelo narrativo clásico y conocido como el de las películas deportivas, con la clásica parábola de ascenso, descenso y posterior redención. Lo que se cuenta aquí es la típica historia del deportista exitoso que de repente descubre que los más jóvenes no sólo están a su altura, sino que traen un impulso que los vuelve difíciles de alcanzar. De chapa gris oscura y un motor hecho con tecnología de punta, Jackson Storm es el nuevo rival a vencer, la flamante atracción mediática que empuja al auto 95 a un segundo plano y a su equipo, a las manos de un nuevo dueño. Dueño que piensa seriamente en pasar a McQueen a retiro después de un brutal accidente para volverlo marca de franquicias, en lo que es, involuntariamente, un apunte sobre el modelo económico de gran parte de la industria del cine. No hay mucho más doble sentido ni interpretaciones abiertas al espectador durante la hora y pico que sigue, dado que Cars 3 elige siempre los carriles seguros del relato sobre la “vuelta a las raíces”, que se da cuando a McQueen le pongan una autita entrenadora llamada Cruz Ramírez y descubra que lo suyo no es practicar en simuladores sino salir a las pistas, rodeado de sus viejos amigos. Es un recorrido parecido al de Días de trueno, aquella grasada noventosa de Tony Scott con Tom Cruise haciendo de piloto de Nascar. Pero hay otra vuelta aquí, mucho más interesante, y es la del propio estudio a sus obsesiones: el efecto del paso del tiempo, el gran tema de la obra de Pixar. Impecable en sus rubros técnicos, la película de Brian Fee –que, como casi siempre en el estudio, debuta en la dirección después de peregrinar por distintas áreas técnicas– alcanza varios picos de emoción genuina cuando apuesta por la tristeza y melancolía, pero se extraña la sedimentación, el gramaje que marcó a fuego la obra de Pixar. El de Cars 3 es un mundo con más colores y movimiento que corazón, como si su combustible fuera de bajo octanaje.
Una ópera prima sobre la paternidad narrada de forma seca y visceral por este realizador, guionista y también protagonista. Se lanza en 6 salas tras su estreno en el Festival de Mar del Plata 2016, donde ganó el premio FIPRESCI de la crítica internacional. El cine ha tematizado el vínculo padre-hijo en incontables ocasiones. Lo que tiene de particular Los globos no es entonces su conflicto principal, sino la forma visceral en la que se aproxima a la relación entre el protagonista (el también realizador y guionista Mariano González) y ese pequeño del cual debe hacerse cargo después de la inesperada muerte de la madre. El pasado de César es una incógnita, pero las consecuencias están a la vista. Su rutina está integrada por un trabajo en una desvencijada fábrica de globos del conurbano bonaerense, clases de crossfit y algunos encuentros casuales con mujeres. En ese contexto reaparece su ex suegro para imponerle el cuidado de su pequeño hijo Alfonso, a quien no ve desde hace años y prácticamente no conoce. A duras penas puede hacerse cargo de él, tanto emocional como económicamente. Ante ese panorama, y con la ayuda de la empleada de un bar, toma una decisión que le traerá consecuencias irreparables: darlo en adopción. Las dudas, los temores y la inseguridad propia de ese acto trascendental son los ejes principales sobre los que se asienta este relato tan íntimo como desesperante. González le imprime a su ópera prima un tono seco, por momentos de un realismo suburbial crudo y descarnado, siempre misterioso, igual que los procesos internos de este hombre en pleno enfrentamiento con el desafío más grande de su vida.
La directora de Todos tenemos un plan apuesta ahora por una película más ensayística y experimental. La directora Ana Piterbarg pega una vuelta de campana respecto a su ópera prima, Todos tenemos un plan (2011), para este pesadillesco film de aires ensayísticos, casi al borde de lo experimental, sobre un hombre apresado en los confines de su inconsciente. Todos tenemos un plan se encuadraba dentro de un género claro y definido (el thriller), tenía el respaldo de una major (Fox) y contaba con un protagonista de fuste internacional como Viggo Mortensen. Alptraum, en cambio, es una producción casi artesanal, rodada en interiores, en un blanco y negro expresionista y sin grandes figuras delante de la cámara. El protagonista es Andreas, un actor bastante menos exitoso de lo que piensa, posesivo y bastante paranoico, que se separa de su novia y se muda a un departamento para extranjeros propiedad de su tío. La vecina es una traductora alemana también en crisis, y su rutina se convertirá rápidamente en una obsesión para Andreas, al tiempo que aumentarán las pesadillas que involucran a una bestia mitológica llamada Krampus. El sentido de esas pesadillas desvelará a Andreas, quien entrará en una espiral de descenso psicológico cuyo piso está lejos de vislumbrarse. Más allá del buen uso de algunos elementos lyncheanos en su premisa y su desarrollo, Alptraum nunca logra sostener el tono entre fantástico y ominoso que propone. Con más carencias que hallazgos, es una película a la que le falta un poco de la locura de su protagonista.
Nuevo inicio para un viejo superhéroe. No hay, respecto de los anteriores títulos de la saga, grandes variaciones en el núcleo duro del relato ni mucho menos en el arco narrativo, y las que hay tienden a eliminar cualquier atisbo de complejidad. Los seis guionistas parecen querer llevar agua para distintos molinos. Caso curioso el de Spider-Man. La trilogía de Sam Raimi (2002-2007) tuvo a su cargo la responsabilidad –aunque difícilmente alguien lo supiera en ese momento– de consolidar las franquicias de superhéroes como las más redituables del siglo XXI. Pero inmediatamente después llegaron Iron Man, Thor, Capitán América y todo el grupete de Marvel, y el pobre Peter Parker, enredado en una telaraña de derechos que impedía su préstamo a la órbita de Disney, perdió terreno. Dos películas con Andrew Garfield en lugar del ya crecidito Tobey Maguire lograron que el personaje se mantuviera en el candelero a la espera de una solución que finalmente llegaría en 2016, cuando Capitán América: Civil War marcó la primera aparición oficial del arácnido dentro del Universo Cinematográfico de Marvel. Breve y de peso narrativo medio tirando a poco, su arribo fue más bien un tentempié para el debut en soledad con Spider-Man: De regreso a casa. Tercer debut, mejor dicho, dado que el Parker del UCM es el inglés Tom Holland. Aunque da lo mismo que sea el primero, el tercero o el vigésimo, porque parece que todos los inicios van a contar lo mismo. Las primeras partes anteriores podrían resumirme así: nerd adolescente tiene súper poderes después de la picadura de una araña, se divierte, salva vecinos, le gusta una chica muy linda, aparece un malo y el nerd, ya convertido en Spider-Man, se da cuenta de todo eso del poder y la responsabilidad. La de 2017, también. No hay grandes variaciones en el núcleo duro del relato ni mucho menos en el arco narrativo, y las que hay tienden a eliminar cualquier atisbo de complejidad y reemplazarlas por elementos habituales del universo Marvel, con sus guiños y referencias internas a la cabeza. Aquí la tía (una Marisa Tomei más MILF que nunca), por ejemplo, es un elemento decorativo, más bien una cómplice antes que la figura de autoridad para Parker que supo ser. La chica de sus sueños y toda una subtrama dentro del colegio secundario (el Homecoming del título original refiere a la fiesta de fin de curso) vuelven a estar. Por ahí también anda un mecánico que tunea armas con material extraterrestre robado al gobierno llamado Adrian Toomes, que hará las veces de némesis. Tía, un villano, el siempre magnético Robert Downey Jr, la necesidad de que el UCM se mueva en vistas a próximos títulos, y en medio de todo eso una comedia adolescente: difícil que entre todo y bien. De regreso a casa sufre un tironeo constante entre todas sus microhistorias, como si los ¡seis! guionistas intentaran llevar agua para un molino distinto. Los que terminan imponiéndose en el primer bloque son aquellos que están a favor de la High School Movie y del relato madurativo de Peter, a quien le ponen como segundón a un amigo tanto o más nerd que él y lo llevan a un concurso de conocimiento en Washington, que usará como pantalla para investigar una pista sobre una banda que vende armas. Hasta llegar a un tercio final marveliano, con el consabido enfrentamiento final entre el héroe y su rival. Un rato antes, tras una voltereta de guión, Toomes había empezado a adquirir un volumen que muestra el villano más que atendible que hubiera podido ser. No deja de ser una lástima que se hayan acordado tan tarde de él, porque al renacido Michael Keaton se le notan unas ganas bárbaras de comerse la película cada vez que aparece. La escena pos créditos muestra que habrá revancha. Salvo, claro, que reinicien todo de nuevo.