Nueva ocupación para el ama de casa. “Por el poder de la pasión de Matilde, diosa del amor y la locura, hagan que mi amiga se coja a una madura. ¡Rompela!”, le grita Vanina (Sofía Gala Castiglione) a su amiga y tutora Matilde (la paraguaya Loren Acuña), señalándole la foto de su marido asesinado durante un asalto a mano armada. La herencia consistió en deudas y la noticia de que tenía un amorío con una compañera de trabajo, y ella acaba de volver a casa tras apuñalar a un hombre en su debut como asesina a sueldo y ahora está prendiendo fuego a la ropa ensangrentada. El “rito espiritista”, y lo que dice el personaje de la hija de Moria, no parece tener mucha coherencia en el contexto de su protagonista. No es la única decisión de Madraza que suena arbitraria. Podría decirse que toda la película está despegada de cualquier lógica, lo que la vuelve un objeto bastante extraño en el cine nacional de género. La ópera prima de Hernán Aguilar no le teme al ridículo y sostiene sus decisiones hasta las últimas consecuencias. El resultado es un film arriesgado y con indudable apetito narrativo, pero que nunca termina de armarse. Y no por falta de ambición, ya que bebe tanto de las aguas del costumbrismo barrial de la primera etapa de Nuevo Cine Argentino como del melodrama, la comedia negra y el policial, entre otras fuentes. A ese último le debe la estructura de un relato presentado de forma algo desprolija, como si Aguilar quisiera empezar a contar lo quiere cuanto antes. Al comienzo abundan las escenas con “microcortes” de edición que rompen la continuidad sin que se sepa muy bien para qué. De todo eso surge con fuerza la figura de Matilde, quien después del asalto de la primera escena recibe el acoso por parte de uno los ladrones. Él termina muerto después de que ella rompa la cabeza con un matafuegos, escena que el realizador muestra en un ralentí que transmite una perversa pasión. Lo que ella descubre al quedarse con su celular es que, además de robar, el muchacho mataba gente a cambio de dinero. Matilde duda, pero se involucra en el negocio: recibe un mensaje de texto, va al chino del barrio y en un locker encuentra la paga y un papel con la dirección del “encargo”. Madraza será, pues, la historia del descenso moral y asenso económico de esta mujer. Las cosas no serán fáciles, ya que la policía, encarnada en la figura del detective del caso (Gustavo Garzón compone a uno de los pocos detectives de la historia del policial que parece conforme y feliz con la soledad y la vida gris), le sigue de cerca la huella. También quiere seducirla haciéndose el simpático. Por ahí también anda una señora paqueta (Chunchuna Villafañe) que se convierte en su nueva amiga, mientras sigue matando con más brutalidad y precisión. Técnicamente impecable, con juegos de cámara que muestran a un director con ideas y un nivel actoral correcto, el problema de Madraza es que somete todos sus componentes a un grotesco que no termina de cuajar. Y contra eso no hay rito que valga.
Valioso documental sobre el tema de la memoria. Quizás el nombre del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) resuene en aquellos que hayan leído la extraordinaria crónica El rastro en los huesos, en la que Leila Guerriero describe con minucioso detalle la historia y la forma de trabajo de este grupo que comenzó identificando cadáveres enterrados clandestinamente durante la última dictadura militar para después ampliar sus horizontes laborales a toda la región. La memoria de los huesos repite objeto de estudio, con la diferencia de que campea menos en la faceta histórica que entre la dinámica laboral y la personal de los que recuperaron parte de su pasado gracias al EAAF. El film de Facundo Beraudi remite al cine de Carmen Guarini, sobre todo al de la última década. Esto sucede cuando se pone al servicio de mostrar la construcción de la memoria no como un proceso estanco, sino como uno voluble y resultante de la interacción humana. No es casual que los mejores momentos sean aquellos en los que la cámara se inmiscuye en la cotidianeidad del trabajo de campo o aquel en el que dos hijos de desaparecidos identificados como tales gracias a la EAAF comparten sus historias mientras pintan un mural. El problema es que La memoria de los huesos parece no confiar demasiado en su aproximación antropológica y apela a testimonios -algunos en off, otros a cámara- de familiares de desaparecidos. La decisión no es errada, pero sí trillada, similar a la que toman nueve de cada diez documentales nacionales sobre la dictadura y los derechos humanos.
La popular saga de piratas regresa a 14 años del film original con unos cuantos hallazgos de la mano de los directores noruegos de Kon-Tiki. Piratas del Caribe debutó en 2003 con La maldición del Perla Negra. Aquella película tenía un equipo actoral en estado de gracia y un sentido del espectáculo puesto al servicio de un relato de aventuras hecho y derecho que, con el correr los años y el avance de la saga, mutó en automatismo y falta de frescura. El guionista Jeff Nathanson ha reconocido en algunas entrevistas que la referencia principal para su trabajo fue La maldición del Perla Nerga. Se entiende, entonces, que la quinta entrega marque un regreso al espíritu de aquel film de Gore Verbinski, convirtiéndose así en una pequeña bocanada de aire para una saga que empezaba a asfixiarse con películas graves y aburridas. El film encuentra a Jack Sparrow escondido en Bahamas, a donde llega un joven marinero con el objetivo de encontrar el legendario Tridente de Poseidón. Él trae también una noticia preocupante para Sparrow: el Capitán Salazar (Javier Bardem) logró escapar de su fantasmagórico destino en una zona inexplorada del Océano y ahora navega ávido de revancha. Sparrow y su ocasional compañero unirán fuerzas con Carina, una astrónoma acusada de brujería, para volver a embarcarse y enfrentarse no sólo a Salazar, sino también a su flamante aliado, Héctor Barbossa (Geoffrey Rush). Dirigida por los noruegos Joachim Rønning y Espen Sandberg (Kon-Tiki), Piratas del Caribe: La venganza de Salasar está menos preocupada por profundizar la mitología de todo ese universo de pulpos gigantes y miles de leyendas marinas que por construir un relato terso y entretenido, aunque por momentos acuoso y con algunos detalles inocuos, que avanza como consecuencia de las acciones y no de las palabras. El que definitivamente no entretiene es Johnny Depp, que desde que encontró en Jack Sparrow a su personaje franquicia no hace más que andar repitiendo una y otra vez los mismos gestos, intentando que la película esté a su servicio. Si entendería que en realidad es él el que debe ponerse a las órdenes de la film, el resultado sería bastante mejor.
Los robos a bancos ya no son lo que eran. Ni siquiera el fanático más acérrimo puede negar que Bruce Willis ya no es la superestrella que supo ser. Y no hay subjetividad que valga: hace un buen rato que el héroe de Duro de matar viene encadenando, salvo contadas excepciones, papeles menores en películas ídem con cameos o participaciones secundarias en grandes producciones, ubicándose así bien lejos de las luces mediáticas que antes marcaban el surco de su carrera. Ancladas en un tiempo definitivamente más pródigo y venturoso para el cine de género volcado al relato antes que a la espectacularidad, las películas de robos a bancos también andan de capa caída, y se han vuelto cada vez más eventuales en la cartelera comercial. La principal sorpresa de El gran golpe –traducción de saldo del Marauders original– es que la unión de dos elementos venidos a menos da como resultado un film que no será muy bueno e incluso se olvida apenas se encienden las luces, pero que al menos entiende y sabe bien cómo contar –muchas veces con imágenes– lo que quiere. El problema en, en todo caso, es qué cuenta. El pelado no tiene el protagonismo que los trailers y afiches invitan a suponer. Un poco viejo para andar pisando vidrios descalzo, ahora le toca en suerte un trabajo actoral secundario, literalmente de escritorio, interpretando a un poderoso dueño de un banco llamado Hubert y que sufre el robo de dos sucursales en un par de días. Robos que este tal Steven C. Miller (con varios antecedentes de thrillers de bajo presupuesto, todos inéditos aquí) muestra con claridad y un montaje veloz pero no frenético, que permite que se entienda qué sucede y dónde se desarrollan los distintos focos de la acción, algo básico pero que nueve de cada diez grandes producciones suele olvidar. En ambos casos, los enmascarados dan el golpe exhibiendo armamentos y coordinación dignas de... los militares. Si a eso se le suma que antes de irse se cargan a un gerente y que van directo a una caja de seguridad con material “comprometedor” para un senador, la teoría de un grupo de ladrones comunes y corrientes cae por su propio peso. El caso será investigado por un agente del FBI viudo a raíz del crimen de su mujer a manos de un poderoso narcotraficante. Lo secundará un joven novato que, claro está, aspira a que el caso sea la plataforma para el despegue de su carrera dentro del Bureau. Por ahí también anda la policía local, con un comisario cuya esposa agoniza en casa por un cáncer terminal, como si a Miller le interesara conformar una cofradía de hombres aquejados por sus circunstancias que encuentran en el robo un motor para seguir adelante. La investigación los irá llevando hasta un pasado en común entre todos los potenciales sospechosos. Que son varios, dado que los guionistas se pasaron de rosca incluyendo varias subtramas a resolverse de forma algo desprolija, volviendo a la última media hora de metraje en un berenjenal de nombres, cargos y vínculos. Quizá Bruce, ya cansado pero con la cara inmutablemente fruncida e inclinada, ate los cabos sueltos en una próxima película.
Una mesa para teatro filmado. Perfectos desconocidos viene precedida de un tendal de logros comerciales en su Italia natal, donde batió cuanto récord de taquilla exista y se alzó con dos premios David di Donatello, entre ellos el de Mejor Película. El éxito abrió las puertas para un estreno en gran parte del mundo (la Argentina incluida) y la puesta una marcha de una remake española dirigida ni más ni menos que por Alex de la Iglesia. Es cierto que el director de La comunidad, 800 balas y Crimen ferpecto anda con la pólvora mojada, pero la habitual negrura de su mirada puede calzarse de maravillas a esta historia que, en su versión original, elige quedarse en la superficie lustrosa de su concepto. El film de Paolo Genovese transcurre íntegramente en el marco de la cena de un grupo de amigos en la casa de uno de ellos. Casi todos tienen vidas medianamente armadas, con pareja, proyectos de familia y trabajos estables, salvo uno que, por lo que se cuenta, es un soltero empedernido. O al menos eso aparenta, ya que si hay algo que quedará claro muy rápido es que en realidad nadie es quien dice ser. La vibración de un celular es el puntapié para una pequeña discusión sobre la absorción de la tecnología que culmina con la idea de poner los aparatos sobre la mesa, y compartir los mensajes y llamadas que cada uno reciba durante el resto de la velada. Las risas por lo que en principio se piensa como una humorada mutarán por rictus de seriedad cuando efectivamente comprueben que la propuesta va en serio. ¿Acaso tienen algo que esconder? Obviamente que sí, sobre todos los hombres, que para Genovese son, casi sin excepción, infieles, cínicos y/o mentirosos, en contraposición a la inocencia y bondad de las mujeres, que a lo sumo ocultan un implante mamario inminente. La dinámica de un grupo de personajes que los franceses llamarían bobó (bohemios y burgueses) sacando los trapitos al sol entre platos y copas encuentra ecos en Un dios salvaje, adaptación de Roman Polanski de la obra de teatro escrita por Yasmina Reza. Igual que aquella, la concentración en tiempo y espacio despoja a Perfectos desconocidos de cualquier complejidad formal o requerimiento extravagante de producción, y obliga a depositar en el guión y en la plantilla la actoral la responsabilidad de amarrar en puerto seguro. El riesgo de esta operación es caer en teatro filmado, tropezón que ocurre apenas se devele la mecánica de batalla discursiva –con la mesa como su campo– del relato. Pero Perfectos desconocidos no es teatro filmado sólo por transcurrir íntegramente en un espacio cerrado, sino por su imposibilidad de hacer de ese espacio un elemento con peso específico dentro del relato, lo que da como resultado una puesta en escena chata que la cámara muestra siempre en planos cerrados, dignos de un lenguaje televisivo más que cinematográfico. Tampoco ayuda demasiado un guión –creado a ¡diez! manos– puesto al servicio de una única idea vertebral, y con una serie de diálogos que por momentos adquieren un grado de artificio que rompen cualquier fluidez y naturalidad. A Genovese le interesa demasiado que su film dialogue con la coyuntura comunicacional, y lleva de las narices al espectador hacia una serie de reflexiones morales y éticas cuyas conclusiones dependen menos de quien mira que de quien la filma.
Un muy valioso documental observacional sobre un particular proyecto educativo. La escuela primaria de Huncal ostenta el que debe ser el récord más triste de la educación nacional al haber estado más de 70 años sin un solo egresado. Sucede que la población de esa pequeña localidad neuquina tiene como principal sustento la cría de chivas y ovejas, y los ciclos de pastoreo de estos animales la obligan a ejercer la trashumancia, es decir, a vivir una parte del año allí y otra en la localidad de Cajón Chico, a 70 kilómetros. Fundada en 1911, la escuela abría sus puertas apenas un par de meses durante décadas, debido a que el resto del año no había alumnos. Hasta que en 1984 llegaron Orlando “Nano” Balbo, Pedro Vanrell y Alejandra Martínez e impulsaron una dinámica educativa adaptada a las necesidades de la población: desdoblaron la escuela en dos sedes (una en Huncal y otra en Cajón Chico) y modificaron el calendario académico para que los periodos lectivos coincidieran con las necesidades de los animales. Así, hay un receso en septiembre por “parición” y otro en diciembre por “trashumancia”, entre otras particularidades. El director Alejandro Vagnenkos (Jevel Katz y sus paisanos) viajó hasta esa región patagónica durante cuatro temporadas con el objetivo de explorar la dinámica de este particular proyecto, que con los años también supo convertirse en uno de los puntos nodales de la vida cívica de la comunidad. Escuela trashumante es una crónica que abarca todo un ciclo lectivo, centrándose tanto en la cuestión académica como en la interacción entre el cuerpo docente y los pobladores, dos sectores que muchas veces tienen intereses contrapuestos. Vagnenkos observa con atención qué sucede a su alrededor poniendo su cámara al servicio de las distintas circunstancias. Clásico documental observacional, aunque con algunos punteos musicales que le quitan cierta potencia al relato, Escuela trashumante muestra sus pliegues temáticos con paciencia y sin subrayados hasta convertirse en una reflexión sobre el diálogo y las formas de comunicación. Es también un interesante aporte a un tema que hoy está en el centro del debate público como la educación.
El realizador de El crimen desorganizado viajó a Cuba para narrar esta valiosa película de iniciación y maduración centrada en una conflictiva relación padre-hijo. El director irlandés Paddy Breathnach.se ha definido más de una vez como un fan acérrimo de Cuba. Fue justamente en uno de esos viajes a la isla que descubrió un show de travestis en un club nocturno que lo emocionó hasta las lágrimas. Años después, aquellas observaciones y sensaciones servirían de materia prima para este largometraje centrado en los avatares de un joven de 18 años en plena búsqueda de su identidad. Jesús es un peluquero homosexual que se gana la vida arreglando pelucas en un club de drag-queens en La Habana, entre otras changas. Una noche pide que lo dejen actuar y, para sorpresa de todos, lo hace muy bien, con pasión, talento y sentido artístico. Su vida cambia drásticamente cuando regresa su padre, un famoso ex boxeador que acaba de salir de la cárcel y al que, claro, no lo pone muy contento que su hijo se suba a un escenario vestido de mujer. Seleccionada para representar a Irlanda en los Oscar del año pasado, Viva mostrará la progresiva reconstrucción del vínculo entre ambos en medio de una ciudad que, lejos de la postal turística, ofrece una carnadura barrial y mundana. Hay, también, largos silencios y miradas entrecruzadas y cargadas de acusaciones que Breathnach muestra con una mezcla justa entre sutileza y ternura. Viva, es cierto, cae en algunos lugares comunes del cine estilo Sundance y por momentos se vuelve condescendiente con el espectador, pero la vitalidad y la energía convierten a este relato madurativo, de reencuentros y vueltas de página, en una más que digna aproximación al siempre complejo vínculo entre padre e hijo.
El sentido de la vida, la fe y la esperanza. “¿Quién le va a creer a un hombre que dice que pasó un fin de semana en una casa con Dios?”, se pregunta una voz en off al comienzo de La cabaña, en lo que es también una involuntaria evaluación filtro para el potencial espectador. Si la respuesta es “yo no”, urge advertir que las más de dos horas de metraje se volverán irrisorias, cuando no francamente insoportables, y que sería conveniente buscar una propuesta alternativa en la cartelera. Si, en cambio, la inclinación es hacia el “sí”... Bueno, quizá este vía crucis por el ideario y la simbología cristiana lleno de alegorías bíblicas pueda volverse módicamente reconfortante, al menos en términos espirituales. Porque la película de Stuart Hazeldine (El examen) tiene como única virtud la honestidad intelectual de nunca aspirar a ser algo distinto de lo efectivamente es: un panfleto religioso hecho y derecho, un panegírico sobre las bondades de Dios –siempre en mayúsculas– encarnado en la salvación de un hombre que se cuestiona los límites de su fe a raíz de un hecho trágico. Basada en un libro de William Paul Young que lleva vendidos más de seis millones de ejemplares en todo el mundo desde su publicación en 2009 y al que Wikipedia cataloga como uno de los grandes exponentes del género “novela cristiana”, La cabaña gira pura y exclusivamente alrededor de Dios, a quien en los primeros veinte minutos se lo nombra no menos de una docena de veces, dado que todos los personajes son presentados en situaciones cuyo eje es Él. O “Papá”, como le dicen cariñosamente Mack Phillips (Sam Worthington) y su pequeña hija, una suerte de mini Flanders que cree que las estrellas brillan cuando Dios está escuchando plegarias y que no duda en interrumpir una charla para pedir que por favor vayan a rezar con ella. Tan buena es la nena, y tan poco sutil la mecánica doctrinaria del relato, que se vuelve evidente que algo va a pasar. Y lo que le pasa es que desaparece en pleno campamento, lo que pondrá patas para arriba todo el andamiaje eclesiástico del resto de la familia Phillips, sobre todo de Mack. Hasta que recibe una carta de Dios en su buzón con una invitación a la cabaña del título, la misma donde la niña murió años atrás. El hombre duda e incluso tiene la sensatez de pensar en la posibilidad de una locura galopante, pero va. Y encuentra a Dios –no, no es Morgan Freeman; el honor recae aquí en Octavia Spencer–, al Hijo y al Espíritu Santo. La cabaña no ahorrará planos a contraluz ni imágenes brumosas para ilustrar el aire beatífico del ambiente, marco ideal para que se afirme que, efectivamente, Dios siempre está con una oreja dispuesta y, de paso, ilustrar algunas de las situaciones más famosas de la Biblia. El buenazo de Mack aprovechará el fin de semana para largas peroratas sobre el sentido de la vida, la fe, el amor y la esperanza, siempre expresándose mediante el lenguaje figurado y metafórico de una sesión de autoayuda. El costado milagroso del asunto es que hayan logrado arrancarle dos o tres lágrimas a Worthington, que acá está menos creíble que siempre.
Peter Berg, prolífico director de cine y TV (filmó episodios de series como Bloodline, The Leftovers y Ballers), se reunió con su actor fetiche Mark Wahlberg luego de El sobreviviente y Horizonte profundo para esta película coral que reconstruye desde distintos puntos de vista el atentado ocurrido en abril de 2013 durante la maratón de Boston. Los primeros 40 minutos son notables, pero luego cede a la tentación de la frase altisonante, la imagen metafórica y la máxima de autoayuda. “Dedicado a todos los heridos, a los que brindaron primeros auxilios y a los médicos y policías que demostraron coraje, compasión y dedicación durante los trágicos eventos de abril de 2013”. Esa leyenda, escrita sobre una placa negra, es la imagen previa a los créditos finales de Día del atentado. Su funcionalidad es más bien nula, ya que si había algo que podía desprenderse del film de Peter Berg era justamente su carácter de homenaje. Con “los trágicos eventos de abril de 2013” se refiere al atentado ocurrido durante la maratón de Boston de aquel año, que dejó un saldo de tres muertos y 260 heridos, casi todos en sus miembros inferiores debido a que las dos mochilas que contenían explosivos estaban en el piso. Ese contexto signó el presente de la ciudad del este de Estados Unidos y agigantó aún más el fantasma del terrorismo. En vísperas de aquel domingo empieza Día del atentado, una suerte de relato coral compuesto por las historias de un grupo de personajes durante esa jornada (policías, heridos y victimarios). Entre todos ellos destaca la figura del policía Tommy Saunders (Mark Wahlberg), un devoto marido que está pagando un castigo laboral y tendrá en la maratón su último deber antes de volver a su puesto original. Si uno pudiera desglosar una película por bloques, el de los primeros 40 minutos estaría entre lo mejor del año. Berg solía ser uno de esos directores de la industria apenas eficaces y ruidosos, pero en los últimos años ha venido depurando un particular ojo para construir vértigo en situaciones concentradas en tiempo y espacio: basta recordar la materialidad y la tensión de Horizonte profundo, otro título basado en hechos reales y con Wahlberg haciendo de laburante (da perfecto en el rol de “hombre común sometido a situaciones extraordinarias”). Aquí aumenta la apuesta mediante un uso magistral del montaje paralelo y de una cámara en mano que, a la manera de Paul Greengrass, se invisibiliza en medio del caos. Pasado el caos inicial y la llegada de un grupo del FBI al mando del agente DesLauriers (Kevin Bacon, notable), el film mantiene su ritmo trepidante mostrando los primeros pasos de la investigación a puro nervio. A medida que las pistas empiecen a volverse concretas, el relato irá dándole más protagonismo a los responsables del atentado, dos jóvenes de origen checheno a los que el film les concede rápidamente el rol de “malos”, característica que significa también la primera luz de alerta de lo que vendrá. Y lo que vendrá es un vuelco deliberado del film hacia una zona de emotividad y efectismo cargada de diálogos altisonantes, grandes verdades y máximas de autoayuda del estilo “el amor vence al odio”. Berg cambia imágenes nerviosas y urgentes por otras inflamadas por el peso metafórico: allí está la captura del último sospechoso mostrada en cámara lenta y en contrapicado para comprobarlo. El resultado es, entonces, una película de acción muy buena durante su primera hora, y una fábula burda sobre la superación de adversidades, una elegía obvia a una ciudad que ya no es durante la segunda. Cada espectador decidirá con cuál de las dos partes quedarse.
La saga que pide a gritos una parada en boxes. Resulta difícil encontrar una saga de Hollywood que haya llegado hasta ocho películas usando una y otra vez una fórmula prácticamente calcada, más allá de algunas pequeñas variaciones narrativas de rigor. Más aún una que lo haga con los resultados de Rápidos y furiosos, es decir, convertida en un fenómeno de escala global, con una taquilla dispuesta a devolver cifras cada vez con más dígitos, y otras dos entregas confirmadas de aquí a cuatro años. Lo cierto es que ahora, ya sin uno de sus protagonistas fundacionales, Paul Walker, fallecido en plena etapa de rodaje de la séptima RyF, pide a gritos una parada en boxes. No para abandonar la carrera, pero sí al menos para un ajuste generalizado similar al que hizo seis años atrás, cuando en su quinta parte pegó un vuelco definitivo hacia el cine de acción más puro y duro, relegando a un segundo plano los dilemas de los hombres y mujeres sentados al volante. Esos dilemas, burdos y de escaso gramaje emocional, volvían a asomar la nariz en la 7, y ahora ocupan el centro del relato. Aunque, en verdad, ese relato es –y siempre lo fue– secundario. Tanto así que el film empieza prácticamente igual que el anterior, y que el anterior de ese anterior. Es decir, con Dominic Toretto (Vin Diesel, uno de los fenómenos más inexplicables de Hollywood del último medio siglo) pisteando a la vera del océano en alguna ciudad balnearia (ahora es La Habana) y rodeado de mujeres pulposas con pollera tamaño vincha. La excusa para volver a juntar al equipo es la aparición de Cipher (Charlize Theron, flamante incorporación al staff fierrero), una cyberterrorista dispuesta a todo con tal de, básicamente, destruir el mundo. Incluso a extorsionar a Toretto para que viole uno de sus mandatos principales y traicione a su “familia”. A su noviecita (Michelle Rodríguez, revivida hace un par de películas sin que se entendiera muy bien cómo ni por qué) no le sorprende demasiado el panquequeo. Ni tampoco parece importarle. Ni a ella ni a nadie, tal como demuestra el hecho de que a los dos minutos ya estén todos sobre sus autos en… Berlín. A estas alturas del partido, carece de sentido pedirle sutileza, complejidad, realismo o sofisticación a una saga que tiene autos capaces de atravesar tres edificios. Delirante, musculosa y absurdamente hueca, Rápidos y furiosos 8 mantiene esa directiva tácita dedicando varios minutos a construir varias de las escenas más inverosímiles que se recuerden. Allí está, entonces, el Agente Hobbs (Dwayne “The Rock” Johnson) redirigiendo un torpedo munido únicamente de sus brazos tamaño XL. O los muchachos manejando sobre el hielo mientras son perseguidos por un….submarino. El problema es que esos momentos se cuentan con los dedos de una mano, y que la mayor parte del tiempo el film apuesta por aumentar el peso específico de sus personajes, todos básicos y con un grado de inteligencia sub-normal. Tampoco ayuda la evidencia del trucaje digital en medio de un universo regido hasta ahora por lo analógico. Sin olor a nafta ni manchas de aceite, difícil ir rápido y mucho menos ser furioso.