Dan Brown y una más del profesor Langdon. Los aportes de Dan Brown al cine son más bien pocos. Y ni siquiera positivos: el récord absoluto que en su momento significaron las 208 copias con las que se estrenó El código Da Vinci marcó el puntapié inicial para el actual modelo de lanzamiento oligopólico de las grandes superproducciones de Hollywood tanto en la Argentina como en gran parte del mundo. La tercera película basada en un best seller de Brown llega diez años después de aquel suceso, cuando sus títulos ya no se venden como pan caliente y la gran industria de la pantalla grande mantiene su matrimonio por conveniencia con los superhéroes. Quizá por ese desfasaje entre mercadotecnia y lanzamiento, y porque el realizador Ron Howard parece haber salido renovado del baño de aceite y grasa que significó la fierrera Rush, pasión y gloria, es que Inferno resulta una adaptación mucho menos explícita, más redonda y autoconscientemente efímera. Explicada hasta la exasperación, grave como rito litúrgico en latín, con sus acciones enteramente supeditadas a los mandatos del didactismo y un sinfín de vericuetos narrativos que la volvían un pantanal, El Código Da Vinci era un ejemplo supremo de todo lo que no debe hacerse en el cine. Le siguió Ángeles y demonios (2009), que no era buena pero sí menos enroscada en su propia trascendencia, y ahora llega Inferno, basada en el libro homónimo editado en 2013, y con Ron Howard y Tom Hanks repitiendo los roles de director y protagonista. El actor con voz nasal es por tercera vez Robert Langdon, un reputado profesor de iconología y simbología religiosa con una innegociable capacidad de estar en el lugar incorrecto en el momento menos oportuno. En este caso, en la ciudad de Florencia días después que un malvado millonario haya plantado un virus cuya liberación podría ocasionar la desaparición de media humanidad en cuestión de días y que sólo Langdon, con su conocimiento enciclopédico, puede encontrar. Como en los dos films anteriores, la anécdota podría reducirse a la trashumancia de Langdon por Europa (Florencia, Venecia, Estambul) siguiendo pistas dejadas en esculturas, pinturas y libros con el objetivo de encontrar el botín de turno. La diferencia de Inferno, entonces, no está en la dinámica narrativa, construida sobre la base del encadenamiento de situaciones inverosímiles y casi siempre referidas, en este caso, a la obra de Dante Alighieri, sino en la ausencia de misticismo y el apego a una levedad que terminan convirtiendo a este relato en uno que se olvida al rato de salir de la sala, pero que ofrece dos horas de aceptable entretenimiento. No será mucho, pero sí bastante más que antes.
Nueva Comedia Americana, pero made in Argentina. Un treintañero, vigilante de un museo de arte y eterno aspirante a ilustrador, se separa de su novia. La respuesta de sus dos mejores amigos, con quienes comparte un vínculo forjado en la más tierna infancia, no es apoyarlo ni prestarle el oído, sino organizar una fiesta a todo trapo en la mansión que uno de ellos debe vender. La velada incluye, entre otras delicias, hectólitros de alcohol, decenas de gramos de marihuana y muchas, muchísimas minas lindas. Una de las ellas (Eva de Dominici, objeto de deseo de Leonardo Sbaraglia en la reciente Sangre en la boca) se volverá primero obsesión de uno y, después, de todos: resulta que el anfitrión le regaló un cuadro que ahora, aparición de un asesino a sueldo mediante, deberán recuperar. Si todo lo anterior suena a típico núcleo argumental de una de esas comedias norteamericanas que hacen del rompan todo y el reviente sus mandatos rectores, con ¿Qué pasó ayer? como referencia más cercana, se debe a que, efectivamente, la historia se contó mil veces antes. La particularidad de La última fiesta es que el desahuciado vigilante no es Ed Helms, ni el amigo medio tonto Zach Galifianakis, ni el galán Bradley Cooper, sino Alan Sabbagh, Benjamín Amadeo y Nicolás Vázquez, respectivamente. Dirigido por Nicolás Silbert y Leandro Mark (Caídos del mapa), el film es plenamente consciente de ese marco referencial exportado de uno de los modelos narrativos más trajinados en la esfera cómica del Hollywood moderno. El problema es que éste sirve simultáneamente como base y límite, convirtiendo aquello que debería ser su plataforma de despegue en el punto de llegada, como si sus mismísimos creadores hubieran establecido que el techo de su trabajo era conseguir “que se parezca a” en lugar de apostar por un relato con vuelo propio, sostenido y de anclaje argento. En ese sentido, La última fiesta, igual que varias de las comedias románticas nacionales más exitosas en términos de taquilla de los últimos años, resigna particularidades en pos de sostener su filiación angloparlante. Tanto así que la historia podría transcurrir en Buenos Aires, el Distrito Federal mexicano o Bangkok que el resultado final no sería muy distinto, más allá de los modismos propios de cada escenario. Debe reconocerse, sin embargo, que la copia es módicamente eficaz, entendiéndose por ello que, en sus mejores momentos, maneja los resortes humorísticos con soltura y firmeza. Sucede sobre todo cuando el guión confía en esos personajes secundarios que son partes iguales de absurdo y deformidad. Sometidos a una sucesión de situaciones deliberadamente inverosímiles –otra norma del subgénero: recordar sino las apariciones de un tigre de bengala o Mike Tyson en ¿Qué pasó ayer? –, el dealer con un Edipo más grande que el barco que le sirve de guarida (Julián Kartún), el hitman pollerudo (César Bordón) o el guardia siempre dispuesto a contar sus penurias diarias (Atilio Pozzobón) son pequeños lapsus de originalidad dentro de un universo que, paradójicamente, de original tiene poco y nada.
Un drama que arranca en la línea de los hermanos Dardenne y el nuevo cine rumano, pero termina demasiado cerca de la crueldad del cine de Iñárritu. Nadezhda es una joven profesora de inglés envuelta en dos situaciones engorrosas. A nivel laboral, debe lidiar con una serie de robos recurrentes dentro del aula, problema que intenta solucionar sometiendo a la clase a una requisa por parte de la alumna afectada. El dinero también es un problema en la esfera íntima: su pareja usó los fondos destinados a saldar una deuda con el banco para comprar una caja de cambios para el motorhome que tienen en venta, y en tres días ejecutarán la hipoteca de la casa por falta de pago. Estrenada en el Festival de San Sebastián de 2014, de donde se llevó el Premio Kutxa-Nuev@s Director@s a la Mejor Película, La lección irá anudando ambas situaciones hasta volverlas un todo indivisible, las dos caras de una misma moneda. Los realizadores búlgaros Kristina Grozeva y Petar Valchanov apelan a un realismo de raigambre documentalista acompañando a su protagonista a lo largo de complejo recorrido en busca del dinero, convirtiendo a Nadezhda en una suerte de Rosetta del siglo XXI. Los hermanos Dardenne también parecen haber sobrevolado la confección del guión, ya que el cumplimiento de un objetivo económico en un plazo breve remite a Dos días, una noche. Por otro lado, el choque contra los mandatos más absurdos de la burocracia, los encuadres despojados de artilugios y el apego físico de la cámara a los cuerpos muestran que los realizadores búlgaros han visto y deglutido varias películas de sus vecinos rumanos. El problema es que, a diferencia de la anteúltima película de los belgas o del cine de Corneliu Porumboiu, Radu Muntean, Cristi Puiu y compañía, Grozeva y Valchanov se ensañan con su protagonista mediante el sometimiento a lo más parecido a un calvario, empujando al film de un realismo social a una crítica bastante burda sobre el capitalismo y la burocracia. De los Dardenne a Iñárritu hay un trecho que, al menos en el caso de La lección, se recorre en apenas un par de minutos.
Muchos pergaminos, pocos logros. Los codirectores de Cigüeñas, Nicholas Stoller y Doug Sweetland, provienen del núcleo duro de la Nueva Comedia Americana y del Departamento de animación de Pixar, respectivamente. Entre los productores figuran Chris Miller y Phillip Lord, responsables de dos grandes películas de animación como Lluvia de hamburguesas y La gran aventura Lego, además de John Requa y Glenn Ficarra, dupla a cargo de las venenosas Una pareja despareja (I Love You Phillip Morris) y Loco y estúpido amor, y del guión de la vitriólica Un Santa no tan santo. Es cierto que el cine no es una ecuación aritmética ni mucho menos, pero los nombres detrás de Cigüeñas invitaban a pensar que el resultado sería bastante distinto al deslucido, esquemático producto infantil que finalmente es. Lo primero que llama la atención de este film es la eliminación de cualquier elemento que remita al universo de sus hacedores: aquí no hay absolutamente nada de la chispa retorcida de las comedias de Stoller (recordar las dos Buenos vecinos, sobre todo la segunda), ni de la inventiva audiovisual de Lord y Miller, y ni hablar del espíritu corrosivo de la ópera prima de Requa y Ficarra. Lo que hay, en cambio, es una típica película construida en el escritorio de un ejecutivo de Hollywood, una amabilísima fábula que funciona –intenta funcionar– menos por progresión dramática que por acumulación de situaciones. Que son muchas: Junior (voz de Andy Samberg en el doblaje original) puso durante años sus alas al servicio de una empresa de transporte de bebés, y ahora hace lo propio pero con aparatos electrónicos. Junto con el anuncio de un ascenso le llegará otro: deberá echar a Tulip –ojazos claros y rizos colorados, como si Sweetland se hubiera afanado los diseños de Valiente antes de vaciar su escritorio en Pixar–, una humana criada entre los plumíferos debido a un revire de la cigüeña encargada de trasladarla hasta su casa. Igual que en casi toda la obra del estudio del velador saltarín, la familia –natural o electiva– es aquí el gran tema del relato, a la vez que su motor: por ahí también anda un chico que, hastiado de la adicción laboral de sus padres, pide un hermanito. ¿Los encargados de traerlo? Junior y Tulip, obvio. Ellos iniciarán un larguísimo viaje con el bebé a cuestas atravesando las mil y un adversidades. En ese sentido, no hubiera venido mal suprimir algunas en pos de un mayor desarrollo de cada una de las restantes, ya que el resultado es un congestionamiento de subtramas a resolverse a como dé lugar. Las hay bien resueltas (los lobos formando vehículos es, nobleza obliga, un hallazgo bellamente delirante), pero en su mayoría no. Los nombres de los responsables de Cigüeñas, entonces, tienen más peso en los créditos que en la pantalla.
De un universo de terror a uno cómico. El director de La corporación le suma una deliberada apuesta por el humor, el absurdo y la parodia a una vertiente fantástica: un grupo de hombres –y uno de ellos en particular, exponente perfecto del macho argentino– purgando en la Tierra las consecuencias de su misoginia. Con siete largos y un par de cortos como realizador, queda claro que a Fabián Forte le gustan los géneros. Le gustan para transitarlos, respetando sus códigos estéticos y narrativos (el cine gore más puro y visceral en Celo y Mala carne), e incluso sus taras (el evidente lastre de la comedia televisiva en Socios por accidente), pero también para mixturarlos. Basta recordar que La corporación –último trabajo en soledad antes de la codirección junto a Nicanor Loreti de los dos films protagonizados por José María Listorti– se cocinaba a fuego lento en las brasas del thriller corporativista, el suspenso y un enrarecimiento de lo cotidiano motorizado por una entidad controlando los mecanismos del sistema digno de una novela de Philip K. Dick o Ray Bradbury. El muerto cuenta su historia se hizo en la misma parrilla, aunque modificando algunos de los elementos combustibles: aquí ya no hay una vertiente empresarial pero supervive la fincheriana idea de juego mortal, a la que se le suma una apuesta más deliberada por el humor, el absurdo y la parodia que se amalgama con una vertiente fantástica ilustrada en la idea de un grupo de hombres purgando en la Tierra las consecuencias de su misoginia. El protagonista del opus siete de Forte tiene, igual que el de La corporación, todo aquello que cualquier exponente promedio de la clase media con aspiraciones podría anhelar: un empleo con proyección, buena pilcha, lindo auto, una casa amplia y una hermosa morocha a su lado. Pero puertas afuera deja mucho que desear. O al menos eso piensan las integrantes de una cofradía de la mitología celta que se caracteriza por los intentos de vengar a aquellas mujeres maltratadas por los hombres. Ellas ven en Ángel (Diego Gentile, el novio de Érica Rivas en Relatos salvajes) un muestrario perfecto de todo lo que está mal: es burda y brutalmente machista, cosificador, infiel, superficial y discriminador compulsivo de todas y cada una de las modelos que presentan sus materiales para el casting del próximo proyecto de su agencia de publicidad. La visión de una hermosa señorita en un bar (Emilia Attias), y el inevitable intento de seducirla, serán el puntapié para la alteración absoluta del mundo tal como lo había conocido hasta ese momento. Prolijísima en sus rubros técnicos, El muerto cuenta su historia amenaza con ser una revalidación feminista obvia y subrayada, al tiempo que su dramaturgia parece empantanarse en la mixtura de la realidad del personaje con sus fantasías deformadas y pulsionales. Hasta que en su última mitad muta encierro psicológico y opresión por liviandad y humor. Sucede cuando Ángel encuentre “apoyo” en un grupo de hombres afectados por el mismo hechizo. Como si fuera una de Mel Brooks, o una adaptación nac & pop de La muerte le sienta bien, de Robert Zemeckis, el realizador desplaza a sus criaturas de un universo terrorífico a uno cómico, en este caso mediante la irrupción de una cena –menú: carne cruda– en la que ellos establecen una topología del descaste que incluye, entre otras cosas, la puesta en común de sus penurias, análisis de las consecuencias y elucubraciones posibles formas de volver a ser quienes fueron, primeros esbozos de que el Más allá también puede ser un irremediable Más acá.
La directora de Trelew filmó un relato autobiográfico demoledor, que tiene como eje la figura de su padre. Mariana Arruti recuerda hasta los detalles menos significativos de la casa de sus tíos, pero absolutamente nada de su padre, quien murió en un supuesto accidente ferroviario cuando ella apenas era una niña en los primeros años de la agitadísima década de 1970. O, al menos, eso le dijeron durante toda su vida. Con la idea de validar o no aquella teoría, la realizadora de la excelente Trelew viajará hasta los lugares más oscuros de su pasado familiar. Que son también los lugares más oscuros de la historia reciente de la Argentina. El padre es la crónica del intento de reconstrucción de una figura ausente, a la vez que el retrato de una época signada por una violencia estatal ocultada bajo rótulos eufemísticos: la versión oficial, la misma que le transmitieron a su madre y ella, a su vez, a su hija, habló de un descuido de José Arruti a la hora de cruzar los playones de maniobra del Ferrocarril Roca en Avellaneda. Pero la cuestión se complejiza cuando se sepa que se trataba de una figura con amplio reconocimiento en el sindicalismo obrero, un hombre combativo que era observado desde hacía meses por las fuerzas policiales y parapoliciales que en 1973 timoneaban los destinos de las tensiones sociales del país, y del cual existían, al menos para quienes lo vigilaban, numerosas pruebas de sus ideas “comunistas”. La realizadora reconstruye su historia –y la de su gente– mediante testimonios de sus familiares, compañeros de lucha y amigos de José. Los testimonios evidencian, por un lado, dos universos ajenos y complementarios: el ilustrado y profesional de la madre de Arutti, y otro forjado al calor del trabajo manual y la práctica obrera del cual provenía el padre. Por el otro, la presión y el carácter catártico de la enunciación de secretos, temores, recuerdos y puntos de vista silenciados durante décadas. No es casual, entonces, que casi todos se muestren emocionalmente quebrados: es, en todo caso, la consecuencia directa de la verbalización de lo oculto y, en el caso de los compañeros de trabajo, la más triste prueba de la existencia de un sueño destruido a fuerza de balas y represión. El resultado es un relato de una crudeza por momentos insoportable, sobre todo en aquellos que las entrevistas se exhiben sin cortes de edición, como en la que el tío paterno cuenta cómo fue el reconocimiento del cuerpo o la madre recuerda el instante preciso en el que el mundo pareció derrumbársele a sus pies: “Pero qué iba cuestionar, Mariana, ¡no entendía nada!”, le dice a su hija en medio de una electricidad que trasciende la pantalla. El padre es una experiencia autobiográfica demoledora, incómoda y de una tristeza infinita, construido con herramientas puramente cinematográficas. Sí, es cierto que la materia prima son las entrevistas a cámara, pero Arruti las encadena con sentido dramático, dotando de más capas a su padre y haciéndolas dialogar con escenas ficcionalizadas que, lejos de subrayar o remarcar, podrían ilustrar la reconfiguración interna de aquella figura en la mente de la directora, una suerte de concreción audiovisual de una serie de recuerdos que nunca existieron pero que ahora, después de la película, quizás estén más cerca de hacerlo.
Documental que reconstruye en primera persona la historia de una familia argentino-uruguaya que vivió en la China de los años ’60. La familia Doudchitzky se embarcó en un viaje cuyo destino aun hoy resulta exótico: China. Ni hablar de lo que significaba ir hasta allí en 1963, justo en la previa de la Revolución Cultural que marcaría el puntapié inicial para que aquel país se convierta en la gran potencia del mundo que es hoy. Aquella familia, timoneada por un padre profundamente convencido del comunismo y de su funcionamiento modélico en aquel país, se instaló en el hotel Ioipinwang, que en español significa “Hotel de la amistad”, donde vivieron cerca de media década, hasta 1968. Casi medio siglo después de haber vuelto, Pablo y Yuri, dos de los hijos, regresan al gigante asiático para reconstruir el recorrido de su padre e intentar comprender cómo fue el proceso social, político y económico de ese período. Hotel de la amistad comienza como una suerte de diario personal, con el realizador Pablo Doudchitzky y su hermano y guionista Yuri contando los motivos del viaje. La idea es ir tras los pasos de algunos de los compañeros del padre en la Facultad en la que daba clases de español, además de sus niñeras y chóferes, contrastando los recuerdos con la realidad del presente. Durante su primera parte el film parece empantanarse en los sentimientos contradictorios que envuelven a sus directores, convirtiéndose así en una experiencia menos cinematográfica que catártica. En su segunda mitad, en cambio, el relato toma ritmo y fuerza gracias a la decisión de utilizar ese marco personal para guiar la mirada sobre la reconstrucción de los hechos. Así, Hotel de la amistad va de menos a más, pasando de ser un ejercicio íntimo a otro en el que la memoria y la Historia se vuelven un todo indivisible.
Un tributo sin épica ni estridencias. El film de Muñoz elude el típico trayecto de inicio-ascenso-superación de adversidades-apogeo-caída, y elabora un retrato algo melancólico, con una pátina clásica. Resulta fundamental la impecable performance de Natalia Oreiro. Gilda: No me arrepiento de este amor empieza con el plano fijo de un ataúd mostrado desde adentro de la caja del coche fúnebre que lo alberga. En la imagen se impone la cruz de Cristo plateada empotrada sobre la madera; de fondo, separados por un vidrio empañado, algunos deudos lloran a mares la pérdida reciente. Que esta secuencia inicial se prolongue durante un par de minutos marca, por un lado, no sólo la apelación a un lenguaje y un tempo inhabituales para los frenéticos cánones narrativos que suelen imperar en proyectos de aspiraciones populares como éste, sino también la intencionalidad manifiesta de esfumar el aura beatífico que rodea la figura de Miriam Alejandra Bianchi –tal el nombre de Gilda– desde su muerte, ocurrida en un accidente de tránsito en Entre Ríos hace poco más de 20 años, hasta la actualidad. Así, lo que parece decir el arranque del debut en la realización de ficción de la hasta ahora documentalista Lorena Muñoz (codirectora de Yo no sé qué me han hecho tus ojos y responsable de Los próximos pasados) es que su interés se limita a la vida y obra de una arista, y que los alcances e interpretaciones quedan a merced de los ojos que ven… y de los oídos que escuchan. Es cierto que hoy no se estrenaría esta película si aquella maestra jardinera no se hubiera convertido en uno de los máximos referentes de la música tropical, autora de varios must de todo playlist festivo e incluso en una criatura mística para los miles que la entronizan como una santa. Pero a Muñoz le importa poco el mito y la estampita, y construye, con la excepción de una escena en la que una nena y su madre lagrimean ante la presencia de quien supuestamente “ayudó” en la curación de una enfermedad terminal con sus canciones, un film terrenal y humano, centrado en un presente histórico disociado del bronce generado por los efectos del tiempo, que arranca en 1991 y culmina en el instante mismo del accidente. Tanto así que prácticamente no entrega indicios que vinculen de forma directa esa trayectoria artística con la trascendencia del presente. Incluso los números musicales, que los hay y muchos, se muestran sin ornamentos ni movimientos ampulosos de cámara, con planos concentrados en su protagonista (Natalia Oreiro) o los integrantes de la banda –algunos de ellos partenaires “reales” de Gilda– que la secundan. Muñoz honra su película filmándola como lo que es: la historia de una mujer enfrascada en un trabajo rutinario que un día decidió probar suerte incursionando en la música, y que llegó al pináculo del éxito por situaciones fortuitas y ajenas a su control; es decir, la historia de un triunfo módico y parcial. Quizá por esa amputación del arco dramático habitual de este tipos de relatos, que suele describir una parábola de inicio-ascenso-superación de adversidades-apogeo-caída, es que Gilda es una película–tributo melancólica, sin épica ni estridencias, tersa, lo-fi y con una pátina clásica que la atraviesa de punta a punta. Pátina que por momentos muta en mano de brocha gorda: no le hubiera venido mal desprenderse de algunos vicios exportados de las biopics de Hollywood, en especial los flashback que muestran la relación de Miriam y su padre muerto y cómo éste le traspasó el gusto por la música, ideas que ya podían defenderse muy bien con la aparición de esa guitarra vieja que la protagonista acaricia después de su primer casting. Noctámbula como los ambientes donde transcurre casi íntegramente, Gilda es contenida y mesurada tanto en su narración y estética como en la manera de aproximarse al submundo de las bailantas. Aquí no se muestran tetras ni botellas cortadas, o al menos no con un peso dramático; sí un universo de reglas particulares que choca con el ideario de clase media laburante de los Bianchi y familia, sobre todo de su marido (Lautaro Delgado). Muñoz adopta la mirada extrañada de su protagonista y se hace cargo de los chispazos culturales a través de la indisimulable tensión de ella ante el carácter ajeno de la forma de cantar –“no prolongues tanto las palabras, esto es cumbia”, le dice su descubridor, Toti Giménez (Javier Drolas)–, de los vestuarios, del paradigma de la voluptuosidad, de un entorno timoneado por barones (allí está el empresario encarnado Roly Serrano poniendo un arma para negociar el contrato), del modo de vida; en fin, de todos los componentes que conforman su flamante circunstancia. Claro que para que la directora pueda hacer todo esto necesita una actriz capaz de corresponderla. Y vaya si Natalia Oreiro lo hace. La uruguaya entrega aquí su mejor performance en la pantalla grande junto con la de la injustamente soslayada Francia, de Adrián Caetano, ante la atenta mirada de una cámara que hace lo que tenía que hacer: limitarse a acompañarla y observar cómo lleva con estoicismo espartano el peso del relato, cómo habita los recovecos de su personaje y cómo se desplaza con una soltura apabullante por los escenarios. Misma soltura que hace que, de este lado de la pantalla, resulte inevitable mover la patita y tararear esos temas que desde hace dos décadas sobrevuelan el aire por motivos que la película, felizmente, no quiere ni le interesa explicar.
Misoginia disfrazada de feminismo. La insatisfacción ha sido el motor de varias comedias americanas recientes –sigue en cartel Amigos de armas para comprobarlo–, y El club de las madres rebeldes no es la excepción. La cuestión en ese tipo de relatos pasa, casi irremediablemente, por qué se hace con ella, cómo combatirla o al menos aceptarla. Los personajes centrales del segundo largometraje de la dupla Jon Lucas y Scott Moore (responsables de 21, la gran fiesta y el guión de ¿Qué pasó ayer?) son tres mujeres hastiadas de sus trabajos, de sus maridos, de sus hijos, de sus vidas. Ellas cuestionan todo lo que les toca en suerte, menos el rol que parece habérseles impuesto por una entidad supra terrenal, como si la dinámica puertas adentro de una casa se tratara de una serie de compartimentos infranqueables, estáticos, de los cuales es imposible escapar aun cuando se quiera. ¿Y el espíritu contestatario que preanuncia el título local? ¿Y esos “fuck you” –blureados, no sea cosa que alguien se escandalice– del poster? Puro marketing, se diría: las muchachitas son cualquier cosa menos rebeldes. Salvo que el espectador considere como “rebeldía” cosas como alocarse en un supermercado, salir de levante a un bar o hablar abiertamente de sexo. Hablar y no mucho más: ésta es una de esas películas en la que la libertad sobre el cuerpo se pregona pero no se ejerce, se dice pero no se hace. La película tiene una dinámica basada menos en la acumulación humorística (los chistes son trillados y automáticos) que en la de lugares comunes sobre distintos modelos de maternidad. Mejor dicho, sobre lo que Lucas y Moore creen que son “modelos de maternidad”, si es que tal cosa existe. La responsabilidad de la voz del relato recae en Amy (Mila Kunis), una mujer en sus treinticortos y madre a los 20 que ahora balancea como puede las responsabilidades hogareñas y laborales, todo ante la pasiva mirada de su marido, una suerte de Homero Simpson menos gordo, pero igualmente inepto y cada plano más detestable, que no tiene mejor idea que masturbarse en un chat erótico y negarlo ante la pesca in fraganti de su mujer. Porque aquí los hombres son más buenos que Lassie (un viudito hot que servirá de interés romántico para Amy), unos pibes engreídos (el jefe de ella), unos auténticos imbéciles o unos tiranos. Por ahí también andan el arquetipo de una sumisa sin dobleces (Kristen Bell), otro del reviente más exacerbado (Kathryn Hahn, a cargo de los únicos atisbos de zarpe en una película que hace de la corrección una norma) y uno de la cogotuda sin demasiadas responsabilidades más allá de la organización de kilométricas reuniones de padres (Christina Applegate), todas definidas a puro trazo grueso, generando la misma empatía que las protagonistas de un comercial de lavandina. Pero a tranquilizarse, porque les llegará el momento de justificar por qué son como son, puntapié para un desenlace con un mensaje cuyas buenas intenciones no le quitan el carácter burdamente expositivo. Aparente revalidación de la mujer moderna, este club es pura misoginia y machismo.
Eran océanos, pero de lágrimas. Apenas cuatro películas le llevó a Derek Cianfrance obtener la membresía del club de directores académicos y moralistas que circulan –y, lo peor, con relativo éxito de premios y crítica– por Festivales Clase A y alfombras rojas de la temporada de estatuillas. Reconocido internacionalmente gracias a la demoledora Blue Valentine: una historia de amor (2010), su nuevo largometraje se titula La luz entre los océanos. Hay una evidente búsqueda de épica y grandilocuencia detrás de esa elección, y también en la historia de largo aliento temporal y destinos entrecruzados que allí se cuenta. El film es un melodrama demodé, casi anacrónico, al tiempo que los parlamentos en tono confesional de sus intérpretes, sumados a las largas escenas románticas situadas en atardeceres furiosamente anaranjados filmados en planos mayormente cerrados e inexorablemente sonorizados con una pista orquestal de fondo, muestran que Cianfrance hizo muy bien los deberes y está más cerca de convertirse en hijo putativo del Terrence Malick más arty –el mismo que acaba de presentar su último trabajo, el documental Voyage of Time: Life’s Journey, en la Sección Oficial del Festival Venecia, mismo apartado donde se estrenó internacionalmente La luz…– antes que en el discípulo de John Cassavetes que alguna vez amenazó con ser. Nobleza obliga, debe reconocerse que Cianfrance encadena las casualidades que hilan el relato con la firmeza, el convencimiento, la seguridad y el aplomo de un narrador consciente del potencial lacrimógeno de su materia prima, en este caso la novela homónima de la escritora australiana M. L. Stedman. Lágrimas –y mocos– emanan la pobre Isabel (Alicia Vikander) y su obstinado marido Tom (Michael Fassbender) después de perder no uno sino dos embarazos. Pero para esos fluidos debe esperarse una buena porción de metraje, ya que antes hay uno de esos idílicos relatos amorosos de época (todo transcurre en Australia durante la década del 20) dignos de la imaginación de Nicholas Sparks. Con ella destruida y él cargando el peso de la lejanía del nidito de amor que impone su trabajo como cuidador de un faro, la aparición de un bote con un hombre muerto y una beba llorando –porque acá todos lloran– trae la solución a todos los problemas: deshacerse del cuerpo y criar a la nena como propia. Total, nadie sabe del inesperado arribo, ni muchos del segundo aborto espontáneo. La decisión implicará, en términos formales, más sol y atardeceres, algunas tomas áreas limitadas a captar la inmensidad del paisaje y un par de secuencias de montaje que ilustran el crecimiento de la nena. Y en términos narrativos, una culpa de parte de él silenciada…hasta que se manifiesta. La aparición de la madre biológica marca el campanazo de largada para que Cianfrance, igual que en su film inmediatamente anterior, The Place Beyond the Pines, despliegue la funcionalidad aleccionadora del arco dramático sometiendo a sus protagonistas a un sinfín de padecimientos y castigos. Impersonal y pulcro como nueve de cada diez films académicos, La luz entre los océanos tiene un imponente diseño de producción, geografías majestuosas, un actriz y un actor intensos, encrucijadas morales, dilemas éticos, religión, stress postraumáticos y una búsqueda constante de redención. Sólo le faltan un par de Oscars.