De larga trayectoria como guionista y productora, Piantanida debuta en como directora de largometrajes con una película inquietante y pesadillesca. Coguionista de un par de films de Adrián Caetano (Mala, NK: la película), asistente de dirección de Néstor Frenkel (Vida en Marte, Construcción de una ciudad) y productora de La larga noche de Francisco Sanctis, Luciana Piantanida debuta en la realización de largometrajes con el thriller rural Los ausentes. De ausencias se componen los presentes de sus cuatro protagonistas: una joven pareja al borde de la separación (Jimena Anganuzzi y Agustín Rittano) que espera su primera hijo y regentea una fonda, un silencioso hombre que llega en busca de su mujer y pide alojamiento (Jorge Prado) y otro que sufrió un accidente y ahora trama un plan al respecto (Alberto Suárez). Todos ellos confluirán en un pequeño pueblo bonaerense en vísperas del Carnaval. Rodado en la localidad de Beguerie, ubicada en el partido de Roque Pérez, el film relata el encadenamiento de sucesos personales de los personajes y la tensa interacción entre ellos. Interacción dominada por el silencio y lo oculto. Piantanida construye un relato que absorbe la quietud y la tensión generadas por la predominancia de lo no dicho, que aquí opera como barómetro del malestar que los acecha. Los ausentes se vuelve algo cíclica en su propuesta estética y narrativa, pero mantiene un carácter regido por lo inquietante y lo pesadillesco. Es justamente allí donde parecen vivir estos personajes. Son, al fin y al cabo, víctimas de sus propios monstruos.
Una acumulación de lugares comunes del género que no le hace honor a este buen año del terror. Este 2016 no venía nada mal en materia de cine de terror, en gran parte gracias a la presencia de algunos estrenos europeos (Cuando despierta la bestia, Goodnight Mommy) y a la consolidación de las voces norteamericanas más importantes del género, principalmente James Wan en su rol de director (El conjuro 2) y productor (Cuando las luces se apagan). En ese contexto, Satanic: El juego del demonio es, sin duda, un puntazo… en contra. Remedo del cine clase B pero sin autoconciencia ni gracia, el film de Jeff Hunt (conocido en el ámbito televisivo gracias a sus trabajos con director en CSI, Fringe y Person of Interest) muestra a cuatro jóvenes (dos primas y sus respectivos novios) en pleno viaje rumbo a un festival. Viaje que incluye una parada en Los Angeles para seguir la pista de un asesinato satánico ocurrido décadas atrás. Una serie de eventos inesperados los llevarán a “rescatar” a una bella señorita al borde de un asesinato con tintes ritualistas, desatando así el preanunciado descenso a los pagos de Satán. Satanic no ofrece nada nuevo, ni tampoco quiero hacerlo. Lo suyo, en cambio, es apilar lugares comunes sin ningún atisbo de relectura o al menos de ensayar una vuelta de tuerca medianamente original. Berreta en el peor sentido del término, ni siquiera construye una mínima empatía con esos personajes sacados de una de esas series estudiantiles para adolescentes de la década de 1990. Así, sólo queda esperar que el Diablo haga su trabajo de la mejor forma posible.
Una avalancha de niños disfrazados de grandes. Promedia el metraje de cuando José (Nahuel Mutti) pone en palabras ante su hijo Leopoldo (Ángelo Mutti Spinetta) y su pareja (Esteban Meloni) aquello que las acciones previas ya permitían inducir: “¿Vos ves a alguien maduro acá? Son todos niños vestidos de grandes”. No es casual, entonces, que gran parte del nuevo largometraje de Santiago Giralt transcurra en fiestas (de cumpleaños, de disfraces, casamientos o sin motivo aparente) ni que el realizador y también guionista se apropie de ese tono para maximizarlo a todos los componentes del relato, incluidos los intérpretes. La quinta película en soledad de uno de los codirectores de UPA! Una película argentina deja atrás las elegíacas y contenidas aproximaciones al cine de John Cassavetes que había ensayado en Antes del estreno y Anagramas para construir un remedo tardío de la etapa más explosiva y burbujeante de Pedro Almodóvar. El relato es, como la primera parte de la obra del manchego, colorido, intenso, kitsch, artificioso y abrumador. Quienes los habitan, también: al padre e hijo se le suman la hormonal y embarazadísima Greta (Catarina Spinetta), ex del primero y mamá del segundo; su actual pareja (Mike Amigorena); el ex cuñado de ella y posible pretendiente (Chino Darín); una suerte de madrina artística de José (Moria Casán en plan Moria Casán); un chofer que no se saca su traje celeste ni para bañarse (Alejandro Paker) y la actriz de una flamante obra a punto de estrenarse (Luisa Kuliok). Los famosos entre paréntesis muestran que si algo no le falta a Primavera es elenco. Lejos de apichonarse, Giralt los maneja con soltura y logra equipararlos en una misma clave interpretativa regida por la desfachatez y la exageración. Todos confluyen una y otra vez durante las innumerables fiestas que organizan desde los inicios de la primavera hasta Navidad, encontrándose y desencontrándose al ritmo de los ensayos teatrales, subtrama que le permite al realizador volver, aunque sea de forma lateral y deliberadamente caricaturesca, al mundo de la creación artística, quizá el gran tema de su filmografía. Filmada en gran parte mediante virtuosos y orquestados planos secuencia, a estas alturas uno de los recursos predilectos de Giralt, Primavera es también una celebración chillona y glam –allí está el uso de “Una luna de miel” en la mano como leitmotiv musical– de las familias ensambladas y la diversidad sexual. Sus personajes han forjado vínculos que trascienden la volatilidad de los sentimientos y los rótulos, constituyendo una auténtica cofradía. Giralt es consciente de ese carácter celebratorio, e imprime a esta comedia de enredos una levedad y un espíritu lúdico innegociables aun cuando no le hubiera venido mal algún momento de silencioso respiro ante tanto movimiento, personajes y escenas huracanadas.
La guerra, negocio al alcance de todos. Basado en un artículo periodístico que dio cuenta de la “democratización” de las licitaciones militares, el film narra el ascenso, apogeo y caída de personajes que viven la acumulación de dinero fácil como un triunfo sobre el sistema. Algo está pasando en la Nueva Comedia Americana. Meses después de la incursión de Adam McKay en el terreno de los films “basados en hechos reales” con La gran apuesta, otro de sus directores-estrella cruza el Rubicón rumbo a un cine si se quiere “serio”, abierta y deliberadamente político. Se trata de Todd Phillips, máximo responsable de esas topologías del descontrol que son Old School y la trilogía ¿Qué pasó ayer? Como el multinominado largometraje de McKay (cinco para el Oscar y los Bafta británicos, cuatro en los Globos de Oro), Amigos de armas se ampara en la impunidad de un género históricamente bastardeado como la comedia para abordar un tema espinoso cuyos coletazos pegan fuerte en gran parte del mundo (la burbuja inmobiliaria allá, el negocio de la guerra acá). Pero a diferencia de McKay, Phillips se ríe más del sistema y no meramente del canal que lo contiene. La gran apuesta culminaba en una toma de conciencia generalizada, manifestada en el pesar de sus protagonistas por haberse vuelto recontra ricos a costa de la estafa a millones de ciudadanos. Lo más parecido a una trasgresión era, en todo caso, el desparpajo a la hora de evidenciar las costuras de su verosímil rompiendo la cuarta pared y preanunciando sus próximas secuencias. La forma de disponer los elementos dramáticos de Phillips es menos pirotécnica. Su articulación con el relato, más convencional. Pero el resultado es una sátira más vitriólica, definitivamente menos culposa. Porque Amigos de armas es, igual que Viaje censurado o ¿Qué pasó ayer?, la crónica de cómo un escape ante una insatisfacción puede devenir en un auténtico desmadre. “La guerra es un sector de la economía”, dice la voz en off de David Packouz (Miles Teller) en la escena introductoria, segundo después de que, elipsis mediante, sobreviviera a una brutal amenaza en… Albania. Esa voz habla desde un presente ubicuo y tiene un tono cínico del que la película se apropia durante gran parte del metraje. Cinismo hay en la mirada a ese pobre pibe que pasa sus días masajeando millonarios por unos dólares y que recibe un baldazo de agua fría con forma de test de embarazo de parte de su novia. Pero sobre todo en la dispensada al universo contratista al que ingresará después de la aparición de Efraim Diveroli (Jonah Hill, oscuro como nunca), un viejo amigo de la infancia devenido en emprendedor armamentístico que le propone sumarlo al negocio como socio. El rótulo de “hechos reales” no hace más que acrecentar el absurdo de todo lo que se ve: en los últimos años de la administración Bush, las críticas de favoritismo a las grandes empresas obligó al gobierno a “democratizar” las licitaciones militares, abriendo sus concursos a prácticamente cualquiera. Incluso a dos pibes de menos de 30 años. Basado en el artículo periodístico “Arms and the Dudes”, escrito por Guy Lawson para Rolling Stone, Amigos de armas narra el ascenso, apogeo y caída de estos aspirantes a Tony Montanas –fumones en lugar de cocainómanos– con una velocidad e intensidad similares a las aplicadas por Martin Scorsese en la excitadísima El lobo de Wall Street, referencia nada casual si se tiene en cuenta que, en ambos casos, se trata de personajes que viven la acumulación de dinero fácil como un triunfo sobre el sistema. Tanto a Jordan Belfort como a Efraim y David los mueve esa pulsión de querer más, de enfrentarse a los pesos pesados, de sentirse invencibles…hasta que se dan cuenta que en realidad nunca lo fueron. Los muchachos intentan dar el salto definitivo con una venta a gran escala de productos cuya adquisición implicará dejar definitivamente atrás la zona jurídica gris para entrar en una ilegal. Phillips celebra su crecimiento acompañándolos en su frenesí, pero, igual que Scorsese, no les suelta las manos cuando los hilos del negocio empiecen a cortarse, ni tampoco los somete al escarnio aun cuando ellos sepan que son parte de ese grupo de personas que “se hacen ricas sin pisar un campo de batalla”, tal como dicen por ahí. Porque para Phillips no existe la culpa, o al menos no como valor cinematográfico. En Amigos de armas, igual que para Nietzsche, no hay hechos morales, sino interpretaciones morales de esos hechos. Interpretaciones que, aun cuando gran parte del cine de Hollywood no lo entienda, deben ser patrimonio innegociable de los espectadores.
Un entretenimiento módicamente efectivo. El título de la crítica de este diario de Nada es lo que parece fue “una película irresponsablemente feliz”. Vaya si era acertado: los cuatro ilusionistas sobre los que giraba la acción le hacían pito catalán a cualquier atisbo de lógica imaginando los trucos de magia más descabellados, saltando de una geografía a otra con una destreza que los mismísimos Jason Bourne o James Bond envidiarían y perpetrando el robo más inverosímil que se recuerde, todo con un tono entre desfachatado y canchero que la volvía irresistible. Que esta secuela inicie con un extenso flashback situado a mediados de los ‘80 destinado a profundizar en el pasado y las motivaciones de uno de los personajes centrales muestra que aquí importará menos la irreverencia y la inventiva que la lógica y la psicología. Y así difícilmente pueda hablarse de “una película irresponsablemente feliz”. A lo sumo, de una que genera el efímero placer de un entretenimiento módicamente efectivo. Con Jon M. Chu (G.I. Joe: La venganza) reemplazando a Louis Leterrier (El transportador, Furia de titanes) en el sillón de director, Nada es lo que parece 2 vuelve a unir al grupo autodenominado “Los cuatro jinetes” (Woody Harrelson, Jesse Eisenberg, Dave Franco y la incorporación de Lizzy Caplan en lugar de la colorada Isla Fischer) para un nuevo golpe movido ahora no por la satisfacción robinhoodiana de quedarse con una parva de dólares de un multimillonario, sino por la idea de desbaratar los planes de un empresario de las telecomunicaciones. El plan falla porque debe hacerlo: en realidad todo se trata de una pantomima similar a la que ellos montan en sus shows, y los ilusionistas terminan huyendo por un ducto cuya desembocadura está en….Macao (?), donde los recibe uno de los ¡tres! malvados de turno (Daniel Radcliffe) con una propuesta que, obvio, no podrán rechazar. Mientras tanto, de este lado del Atlántico, el descubrimiento del agente infiltrado en el FBI (Mark Ruffalo) pone patas para arriba la logística del grupo, y un desbaratador de trucos (Morgan Freeman, cada película más de vuelta de todo) mueve los hilos de la vendetta desde la cárcel. Como en la primera entrega, todo aquí es deliberadamente absurdo. La diferencia es que antes era uno festivo y ahora uno culposo, como si a Chu y al guionista Ed Solomon les interesara menos el despliegue creativo que la validación de reglas físicas. Menudo objetivo para un relato pródigo en escenarios, viajes a velocidad aparentemente ultrasónica y que ata y desata no menos de una docena de enredos y engaños durante el metraje. Enredos y engaños que Solomon utiliza como salvoconducto para airear el relato. Paradójicamente, los que mejor resultado obtienen, al menos en términos cinematográficos, son aquellos más simples y directos en su confección: ver sino los pases del naipe con el microprocesador para sacarlo de la bóveda ultravigilada o la capacidad de hipnosis de un Woody Harrelson que a falta de uno interpreta a dos personajes, convirtiéndose en el único que parece haber entendido que magia y el espíritu lúdico son partes constitutivas de cualquier truco.
Dos grandes comediantes para una comedia pequeña Dwayne "The Rock" Johnson y Kevin Hart se lucen en una buddy-movie demasiado mecánica y gastada. Un espía y medio podría haber sido una comedia sobre la insatisfacción, en línea con el film anterior del realizador Rawson Marshall Thurber (¿Quiénes *&$%! son los Miller?). O, por qué no, una negrísima aproximación a las consecuencias del bullying. Sin embargo, termina optando por el camino más sencillo, el menos rugoso, el más convencional, convirtiéndose en un apenas efectiva buddy-movie con módicas dosis humorísticas, cortesía de esa mole de carisma y fibra llamada Dwayne Johnson. El ex The Rock es aquí Robbie Wheirdicht, que pasó de ser el típico gordito de las high school movies a un poderoso y eficiente agente de la CIA. Veinte años después de haber terminado el secundario, y ahora rebautizado como Bob Stone, reaparece en el Facebook de Calvin Joyner (Kevin Hart), gran promesa académica de la camada que compartieron en el colegio. La aparición de Stone le sirve a Calvin para espejar su vida monótona, aburrida y sin motivaciones, abriendo así una línea de insatisfacción que el film dejará rápidamente fuera cuando la CIA llegue a su casa buscando a un supuesto desertor con mucha información y un negocio turbio en vías de desarrollo. Desertor que es, claro, Stone. Un espía y medio tiene las coordenadas habituales de toda película de compinches, con dos personajes opuestos que deberán alinear sus esfuerzos en pos de un objetivo común. El film luce gastado y mecánico, poco venenoso y con demasiada corrección política, pero sostiene su esporádico interés en un Johnson que con cada película es mejor comediante y en el histrionismo de un Kevin Hart al que el rol de “hombre ordinario en situaciones extraordinarias” le cuadra a la perfección.
Los malvados no eran tan malos No se trata de una gran película de superhéroes, pero tampoco del horror que tantos anticipaban. Esta nueva propuesta del tándem DC/Warner es bastante superior a Batman vs. Superman (no hacía falta mucho) y hasta por momentos el guionista de Día de entrenamiento logra encarrilarla entre tantos tironeos y expectativas. Tras su notable arranque comercial en Estados Unidos (135 millones de dólares en tres días) y en varios otros países, habrá que ver si tiene “patas” para seguir galopando y, sobre todo, para sostener los múltiples films que sus productores piensan sumarle a la franquicia. La polémica (al menos en Argentina) recién empieza. Warner y DC no tenían que esforzarse demasiado para hacer de Escuadrón suicida una película mejor que Batman vs. Superman: El origen de la justicia. Al fin y al cabo, la de Zack Snyder fue una de las peores aproximaciones al universo de los superhéroes de la era moderna, un paquidermo de proporciones bíblicas enlastrado por su autopresumida importancia y un trabajo visual que de tan recargado y manipulado se volvía insoportablemente empalagoso. Lo primero que debe decirse de Escuadrón suicida es que, efectivamente, es bastante mejor que el enfrentamiento entre los encapotados más emblemáticos del cómic. Lo que no significa que sea buena ni mucho menos. El film se sitúa (atención: spoiler para quienes no hayan visto Batman vs. Superman) inmediatamente después de la muerte del oriundo de Krypton, cuando en Ciudad Gótica se eleva la certeza de que quizá el próximo espécimen con poderes sobrenaturales no luche a favor del Bien, la Justicia y la Patria, sino del Mal. La figura que acecha al mundo, despierta los peores temores y desata el enésimo cataclismo urbano en la última década- es uno de esos habituales gigantones digitales provenientes del pasado con ganas de dominar el presente. Bien, Justicia, Patria, Mal… los términos invitan a pensar en otro tratamiento geopolítico for dummies similar al de la trilogía de Batman de Christopher Nolan, pero el director y guionista David Ayer evita cualquier atisbo de reflexión sobre la responsabilidad del héroe y su relación con el mundo “real”, preocupándose más por el movimiento y la acción que por el alcance discursivo. El principal centro de gravedad será, entonces, la interacción de ese grupo de psicópatas encarcelados y luego “utilizados” por el gobierno norteamericano a cambio de una reducción de penas. El beneficio personal como meta máxima: característica inhabitual en una fauna repleta de hombres y mujeres dispuestos a encontrar la redención personal mediante el sacrificio altruista en pos del bien común. El problema es que hay más… porque “tiene” que haber más, como si a fin de cuentas el carácter autónomo de la película importara menos que su encastre en ese rompecabezas cada vez más extenso y endogámico que es el universo de los superhéroes. Así se entiende la inclusión de un Guasón con un grado de caricaturización digno del trencito de la alegría de Mar del Plata, personaje de protagonismo inminente en las próximas entregas de DC, pero que aquí tranquilamente podría no estar y no sólo el relato se mantendría indemne, sino que adquiriría más ritmo y cohesión. Ayer luce tironeado entre la obligación de enmarcar su trabajo dentro de ese mandato general -el pie para la secuela, obvio, está servido en bandeja-, la imposibilidad de ir más allá de lo “mostrable” en el cine mainstream y el intento de particularizar el relato construyendo no sólo la psicopatía de cada personaje -algo que parcialmente logra en la primera parte-, sino también la interacción y alineación de todas ellas con un objetivo en común. Y es justamente en ese último punto donde anida el principal defecto de Escuadrón suicida: en que estos locos, asesinos, ladrones, piromaníacos y hombres-lagartos se convierten, sin que se entienda por qué ni cómo, en seres bondadosos, conscientes de su carácter funcional y capaces de construir una dinámica grupal que envidiarían los primos de Marvel, quienes anduvieron a las peleítas y sacaron los trapitos al sol en la reciente Capitán América: Civil War.
Disney, en versión clásica y mod Una película que remite al mejor cine de aventuras y fantasías de Steven Spielberg. Si las fichas técnicas no aseguraran lo contrario, daría toda la sensación de que 2016 será uno de esos años en los que, como 2005, 2002 o 1993, Steven Spielberg estrena dos películas en un año. La primera, la que es oficialmente de su autoría, es El buen amigo gigante, que pasó con más pena que gloria por la cartelera comercial de vacaciones de invierno. La segunda no la filmó él, llega este jueves y se llama Mi amigo el dragón. El espíritu aventurero, la capacidad para amalgamar fantasía en un mundo de coordenadas “reales” –o al menos todo lo “real” que puede ser una película de Disney– y una mirada lúdica pero no pueril son algunas de las marcas spielbergianas que sobrevuelan de punta a punta en el segundo largometraje de David Lowery, un director sin experiencia previa en las grandes ligas pero con buenos antecedentes como editor y realizador en el ámbito indie. Basado en el film homónimo de 1977, Mi amigo el dragón logra ser estéticamente contemporánea y mantener un cálido e inocentón espíritu felizmente anacrónico, convirtiéndose en una pausa del ritmo vertiginoso y de la búsqueda de espectacularidad de las superproducciones de los últimos años. El protagonista es un chico huérfano de diez llamado Pete y su mejor amigo, Elliott, un dragón que vive escondido en un bosque contiguo a un pequeño pueblo en donde es una figura casi mitológica. Uno de los pocos que afirma haberlo visto es Meacham (Robert Redford), padre de la mucho más descreída guardaparques Grace (Bryce Dallas Howard). Menuda sorpresa se llevará ella cuando Pete, a quien encuentre durante una de sus recorridas, afirme que vive allí con un dragón. Grace se dispondrá entonces a comprobar qué tan ciertas son esas afirmaciones. Lowery desandará los caminos habituales de este tipo de relatos con seguridad y convencimiento, alejándose de la mirada pop y canchera que campea en los productos old-fashioned. Es cierto que la subtrama ecologista nunca termina de adquirir peso específico y que sobre el final evidencia la búsqueda emotiva encadenando tres secuencias de clausura, cada cual más lacrimógena que la anterior, pero también que el verdadero núcleo del relato está en otro lado, en una apuesta por la magia y por la recuperación de un tempo narrativo caído en desuso pero que, queda claro, todavía tiene bastante por entregar.
Hechos y leyendas de una extraña obsesión. El periodista Daniel Riera llegó a la cena anual del Círculo de Ventrílocuos Argentinos del año 2008 solo, y terminó yéndose acompañado por un hombrecito de 79 centímetros, morocho, de ojos saltones, nariz chata y boca grande al que días después llamaría Oliverio. Ese muñeco sería el puntapié de su incursión en el universo de la ventriloquía, a la vez que disparador de una minuciosa crónica publicada hace cuatro años por la editorial Tusquets bautizada, claro está, Ventrílocuos. A lo largo del relato se vuelve una y otra vez a Chasman y Chirolita, máximos referentes de la disciplina en el país y figuras ineludibles de los programas ómnibus de la televisión del siglo pasado. La dupla “Ch” es también el centro narrativo ¿Dónde estás, Negro? O al menos de sus primeros minutos, ya que lo que seguirá después es una exploración del complejo vínculo entre esos hombres y mujeres con sus muñecos. Estrenado en una de las secciones paralelas del último Bafici, el primer largometraje del realizador Alejandro Maly –hijo del actor Arturo, fallecido en 2001– se divide en tres capítulos. El inicial, “Chasman y Chirolita”, se sirve de testimonios a cámara e imágenes de archivo para trazar un recorrido por la historia de Ricardo Gamero, el pie humano de la pareja, desde sus inicios en la ventriloquía, en los 50, hasta su muerte, en 1999, año a partir del cual el destino de su alter ego de paños y madera es una auténtica incógnita que el film apenas sobrevolará más adelante. El fragmento es más que un aporte bibliográfico; es también una elegíaca reflexión sobre un mundo del espectáculo caído en desuso, anclado en esos tiempos de anchos televisores de tubo que el film usa como ventanas hacia el pasado. Es cierto que es una elección visual algo obvia, pero muestra a Maly como un documentalista preocupado no sólo por los fines informativos de su trabajo, sino también por su articulación con el sentido de las imágenes. Sobre el cierre de este capítulo empieza a construirse una pátina de oscuridad en derredor de Gamero, a quien varios le achacan, incluso cuando nadie parezca muy dispuesto a ensuciarlo, una tendencia al alcoholismo y la soledad, además de un peligroso apego hacia su muñeco. Esa oscuridad coqueteará con la locura en las últimas dos partes del relato. “Los ventrílocuos” y “Los muñecos” analizan el legado de Chasman y Chirolita en el presente, yendo y viniendo entre las referencias de los artistas contemporáneos a sus maestros e ídolos y una indagación en sus facetas personales y laborales. Algunas lagunas narrativas no impiden observar cómo esas facetas se entreveran hasta formar un todo indivisible, con el ejemplo máximo de uno que confiesa sin tapujos estar tan enamorado de su muñeca y que piensa en ella cuando tiene sexo. Maly no hace hincapié en las connotaciones de esa afirmación, limitándose a escucharla sin enjuiciarla ni burlarse de ella, como si entendiera que esa “gente grande que juega con muñecos”, tal como la define Riera en el subtítulo de su libro, no hace más que disparar sus propias fragilidades a través de las armas del humor.
Para tuercas con más lágrimas que aceite. Si en lugar de italiano se hablara en inglés, y si los autódromos en los que se desarrolla el campeonato de autos turismo no se circunscribieran a la geografía del país con forma de bota, Veloz como el viento podría pasar tranquilamente por una película norteamericana. Mejor dicho, hollywoodense, que no es lo mismo. Preestrenada en la Argentina a comienzos de junio en el marco de la Semana del Cine Italiano, el opus tres del realizador y aquí también coguionista Matteo Rovere se sirve de todos y cada uno de los lugares comunes de las fábulas deportivas, secuencia de montaje de entrenamientos incluida, y de un acabado técnico impecable para tematizar cuestiones tan caras a la Meca de la industria como la autosuperación, la familia, la redención y el compañerismo. La diferencia es que Hollywood tiene bien engrasados los engranajes del motor de este tipo de relatos, y Veloz como el viento, no. En la información de prensa ofrecida por la distribuidora se anuncia que los componentes principales del film son “una joven campeona y una vieja gloria caída en desgracia, la adrenalina de las carreras a 300 kilómetros por hora y una familia destrozada”. Hay una buena porción de verdad en esa afirmación; lo que no es del todo cierto es que Rovere los disponga en una misma línea de largada ni mucho menos que les conceda una importancia similar. Porque Veloz como el viento arranca como para hacer de los fierros su centro absoluto, invitando a pensar que, a la manera de Rush, pasión y gloria, ellos serán los hilos conductores no sólo de la narración sino también del comportamiento de sus protagonistas. Pero la muerte del padre y jefe de equipo de la piloto Giulia De Martino (Matilda De Angelis) procedida por el llanto desconsolado de ella dentro del auto sin que nadie la anoticiara muestra que al film le importa menos el aceite que las lágrimas. No hay nada necesariamente malo en la búsqueda de movilizar las cuerdas emocionales del espectador. El problema aquí es la evidencia de esa búsqueda. El guión no escatima golpes de efecto ni mucho menos desgracias para su protagonista, quien, además de ser menor de edad y perder a su padre, no tiene recursos para mantener la casa ni a su hermano más chico. Y ni hablar de correr. La única posibilidad de salvar la situación es que se haga cargo el primogénito Loris (Stefano Accorsi), otrora as del volante y campeón devenido en un auténtico yonqui que al principio no quiere saber nada, pero al que el olor a nafta quemada todavía moviliza del tal forma como para que se convierta en tutor legal de sus hermanos y entrenador de la chica. Así, Veloz como el viento alternará entre el retrato de esa familia disfuncional y otro tuerca centrado en los avatares en las pistas. Pistas que empiezan a ocupar un rol progresivamente más secundario hasta prácticamente extinguirse. El efecto de ese cambio es un traqueteo similar al de pasar de nafta a gas, una muestra de que la épica deportiva y el dramón telenovelesco pueden estar a apenas un par de curvas de distancia.