Tras su paso por el BAFICI, se estrena una de las películas más audaces, provocadoras, desgarradoras y directas del cine argentino de los últimos años. Son cada vez más esporádicas, pero cada tanto aparecen. Se tratan de películas que, antes que buenas o malas, son importantes. Por su capacidad para incomodar física, mental y moralmente al espectador sin nunca golpearlo por debajo del cinturón, para captar con atención audifónica los sonidos particularísimos que apuñalan el silencio nocturno, para empujar hasta la estratósfera los límites de lo mostrable con una firmeza y seguridad apabullantes, para detenerse en los detalles minúsculos hasta transformarlos en gestos de soledad y desesperación, para regalar uno de los finales más luminosos que se recuerden, por su capacidad para todo eso y más, La noche es importante. Y mucho. Si es cierto aquello que las generaciones duran 25 años y que, por lo tanto, al Nuevo Cine Argentino (NCA) le queda poco tiempo –si es que le queda-, el Nuevo Nuevo Cine Argentino sería aquel que ancle sus raíces en películas como El estudiante, Cuerpo de letra, Mauro o las de José Celestino Campusano pre-El Perro Molina (¿La noche es el vacío al que Campusano debería haber saltado después de Fantasmas de la ruta?). Esto es; films que no sólo esfuman aún más la línea que separa la ficción de lo real, sino que optan por una retroalimentación que potencia ambas vertientes por igual. La noche elige el camino de las anteriores enclavándose en un tiempo y espacio concretos, casi despojada de recursos técnicos, munida únicamente por, en este caso, una cámara y un micrófono siempre dispuestos a pegársele al cuerpo del protagonista (el también guionista y director Edgardo Castro). Quizá el homosexual más solitario de la zona de Once y, por qué no, del mundo, palía sus penas embarcándose en trips nocturnos a veces de manera individual y otras acompañado por una amiga travesti que incluyen, en otras cosas, sexo grupal, drogas y alcohol, todo en dosis cosacas. Castro filma casi enteramente en primeros planos cerrados y extensos, entendiéndose por “extensos” no su duración absoluta, sino relativa: el corte siempre parece venir después de cuando nueve de cada diez montajistas lo harían. En ese sentido, los resultados son impecables: en cada felación, en cada línea de cocaína aspirada, en cada segundo de charla sobre nimiedades en la previa al sexo, en cada regreso solo, siempre solo, a su casa, el protagonista aporta un elemento más a ese rompecabezas que es su complejísimo mundo interior. Lúgubre, cruda y honesta visual pero sobre todo emocionalmente, La noche hace de su explicitud –aquí debe haber más sexo que en las otras 399 películas de este BAFICI juntas– un elemento dramático fundacional del relato, diferenciándose de la estilización y el regodeo formalista del cine de, por ejemplo, Gaspar Noé. Por eso Castro acompaña sin enjuiciar, limitándose al acto de mirar y escuchar cómo el hombre se da una y otra vez contra las consecuencias de su soledad. A veces lo hace de cerca, pero otras elige alejarse, como si entendiera que la verdadera intimidad puede ser algo bien distinto a exhibir la anatomía. Y está bien: la última imagen lo dice todo.
Dostoievski adaptado al casino marplatense. “¿Cuál es tu límite?”, pregunta el afiche publicitario de El jugador. Difícil saber hasta dónde podría llegar cada espectador, pero lo cierto es que los protagonistas del film escrito y dirigido por Dan Gueller están dispuestos a traspasar cualquier barrera ética o moral sin inmutarse demasiado. El problema es que sus voluntades son inversamente proporcionales a sus capacidades operativas. En ese choque entre lo anhelado y lo posible, entre el objetivo de máxima y lo viable, anida el gran dilema de este relato basado muy libremente en la novela homónima de Fiódor Dostoievski y que por momentos remite a esos thrillers centrados en el mundo del juego, los robos y los engaños que hace dos décadas protagonizaban Nick Nolte o Alec Baldwin. Sergio Palma (Pablo Rago), su novia Belén (Guadalupe Docampo) y su mejor amigo Dany (Esteban Bigliardi) llegan a Mar del Plata con la supuesta intención de invertir parte del dinero concedido por el abuelo multimillonario del primero en la compra de unos fondos de comercio, pero en realidad quieren involucrarse en el negocio de la compra y reventa de cocaína. Quieren y no mucho más, porque la verdad es que no saben muy bien qué hacer con sus vidas ni mucho menos cómo reaccionar ante una eventualidad. Y eventualidades e imprevistos habrá bastantes, por momentos demasiados, a lo largo de la poco más de hora y media de metraje. El que complica el panorama es Alejandro (Alejandro Awada), otrora as de la ruleta ahora retirado y mano de derecha del abuelo Palma (Oscar Alegre, fallecido a comienzos de esta semana). Su misión es, además de entregar el dinero al nieto, controlar que todo funcione como debería. Algo que claramente no ocurrirá, en parte por negligencia de Sergio, pero sobre todo por su hermana Paulina (la paraguaya Lali González, de 7 cajas). La desaparición del botín en polvo es el núcleo de un relato que oscilará entre la leve intriga por la concreción o no del plan original y la dinámica de un grupo de personajes que coquetea con los de una comedia negra. Deliberadamente cómico es el momento en el que Sergio, en pleno brote de desesperación ante lo que cree que es un robo, tortura a su hermana…frotándole pescados por el cuerpo. O también aquél en el abuelo llega a la Feliz para encontrarse con Paulina atada y el hermano intentando hacerla confesar. Rodada casi íntegramente en el Hotel Provincial y el Casino de la ciudad balnearia, y con una cantidad tan grande de imágenes de los logos de las empresas que los administran que por momentos parece un largo institucional antes que una película, El jugador es tan convencional en su despliegue narrativo como chata en su forma. Gueller elige mostrar las conversaciones y acciones en planos y contraplanos casi siempre cerrados, desaprovechando así la potencia visual de los majestuosos pasillos y ambientes de los edificios creados por Alejandro Bustillo a mediados del siglo pasado. No le hubiera venido mal al film un poco más de vuelo en sus elecciones estéticas, algo de aire que le permita salir de su propio encierro para hacer del espacio un elemento constitutivo de su lenguaje.
Una apenas correcta producción de terror llegada desde Irlanda. Nada nuevo bajo el sol podría titularse esta crítica sobre la enésima película de terror estrenada en lo que va de 2016. Producción irlandesa, Noche diabólica relata las vivencias de una joven pareja que quiere pasar un fin de semana en el campo, pero termina siendo víctimas de una cacería humana. El menú es el de siempre: una casa abandonada, eventos sobrenaturales y una misteriosa entidad que persigue a la pobre parejita. Lo módicamente distinto es que nunca termina de quedar muy claro qué es lo que los acecha ni mucho menos por qué motivo. A partir de esa premisa, Noche diabólica entregará un film de manual, actuado y filmado a reglamento, sin demasiadas sorpresas, pero que sostiene su interés en base algunos logrados climas, un par de sustos bien construidos y un falta de apuro general a la hora de rematar las escenas. No es mucho, pero a estas alturas del año, con una veintena de títulos del género a cuestas, puede ser suficiente.
Cuando los amigos no lo son tanto. La ópera prima del argentino Lucas Santa Ana podría tratarse de un relato de iniciación, aunque Adrián, Daniel y Santiago –los jóvenes protagonistas de veintipocos– tal vez estén algo grandes para eso. Podría ser una comedia, pero no tanto: hay mucho drama en la historia de este trío de “mejores amigos” que se van a la playa, en carpa y en temporada baja, para pasar tiempo juntos y encimados (y mientras más se amontonan, mayor la posibilidad de que los roces acaben en choque). Hay algo de búsqueda de identidad, viajes interiores y dudas existenciales; historias cruzadas, deseos al rojo, celos y la imperiosa necesidad de querer y ser queridos como elementos comunes a todos. Colectivo del que no debe excluirse a Juli, la chica que conocen en el camping, el catalizador que precipitará las acciones. La chispa que faltaba para hacer arder el combustible acumulado entre ellos. No porque se trate sólo de una historia en la que los machos se disputan los favores de la hembra, sino porque su aparición potenciará inseguridades y deseos. Eso hace que se multipliquen los juegos de seducción (y sexuales) entre los chicos y la chica pero también entre ellos, porque si algo queda claro es que este es un relato de despertar gay. Como una novia sin sexo (reveladora frase que ellos usan para definir lo que creen que significa “ser amigos”) presenta de modo verosímil esa etapa de la vida en la que el miedo disfraza de duda hasta las certezas más evidentes. El relato se estructura a partir de dos registros en los que el uso de la tercera y la primera persona son puestos en tensión. La primera de ellas habita en la cámara del director, quien observa a distancia, sugiriendo una falsa imparcialidad. La segunda corresponde a lo que uno de los propios chicos filma con su cámara portátil. Los registros se diferencian además por el formato de pantalla (uno apaisado; el otro en el cuadrado tradicional del video) y porque en las imágenes tomadas por el personaje aparece la fecha sobreimpresa, con la tipografía de las viejas videocámaras. Según esas fechas, los hechos narrados datan del 10 de noviembre de 1996; es decir, literalmente 20 años antes del estreno de la película, ocurrido justo ayer. Como una novia sin sexo logra generar empatía (por las situaciones más que por los personajes), pero también incomodidad. Sobre todo por el destino que le reserva a Juli. Es decir, el lugar que le toca a lo femenino en este universo, porque el film sólo parece realmente preocupado por los conflictos de sus personajes masculinos, reduciendo el rol de la mujer al de mero elemento disruptivo que se descarta tras ser usado. Sea por acción u omisión, los tres chicos acaban maltratándola de todas las formas posibles: física, sexual, verbal, emocional. Todos obtienen de ella lo que quieren, pero se desentienden de su destino final, sin dudas el más amargo de los cuatro. En ninguno de los varones involucrados, incluidos el director y el guionista, hay atisbos de piedad por lo que pudiera pasarle a ella y esa decisión forma parte fundamental de la obra y de la mirada del mundo que representa.
El fuera de campo como amenaza permanente. Avanza el año 1977, amanece en la ciudad de Buenos Aires y Francisco Sanctis se prepara para un día que amenaza con ser igual a tantos otros: desayuno a las apuradas y de parado, llevar a los chicos al colegio y cumplir el horario en la distribuidora de alimentos en la que trabaja con la módica motivación de un ascenso prometido hace meses. Tanto tiempo hace que espera esto último, que ni siquiera su familia se lo toma en serio. “Bla, bla, bla”, responden entre risas sus hijos y su mujer ante la enésima mención de esa posibilidad. Que La larga noche de Francisco Sanctis elija ese recorte para presentar a sus personajes invita a suponer que se estará ante un relato que hará del costumbrismo más perimido una de sus coordenadas fundacionales, pero cuando la cámara no se inmute ante la evidente mueca de malestar del padre por el chistecito, manteniéndose firme en una esquina de la cocina-comedor donde trascurre la escena, se verá que en realidad el rumbo será otro. Porque en esa insatisfacción sutil, no subrayada, podría cifrarse una de las motivaciones para elegir enfrentarse a una encrucijada que le cambiará la vida. Claro que él, a esa altura del día, ni siquiera lo supone. Y el espectador, felizmente, tampoco. Ganadora de la Competencia Internacional de la última edición del Bafici, y parte de la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes, la de Andrea Testa y Francisco Márquez es una de esas óperas primas que no lo parecen. Sólida y segura de sus decisiones formales y narrativas durante sus justísimos 76 minutos, opresiva como esa noche que irá carcomiendo los cimientos éticos del protagonista, la película, basada en la prácticamente inhallable novela homónima de Humberto Costantini, comienza como el relato gris de un hombre gris. Puertas afuera las cosas son distintas: en el colectivo, Francisco (un Diego Velázquez extraordinariamente minimalista) ve una situación de violencia callejera que el fuera de foco difumina hasta volverla una masa de sombras y contornos. Es, además de un uso ejemplar de un recurso sustancial para el relato como el fuera de campo, el síntoma que no todo está tan bien como parece. ¿Por qué lo primero que hace es decirles a sus hijos que no pasó nada, que no miren, casi sin mosquearse? Sucede que Sanctis sabe. Esa misma mañana recibe el llamado de una vieja compañera de militancia –y quizá algo más– para un reencuentro. Reencuentro que en realidad no es otra cosa que la excusa para darle los nombres de dos personas a las que las Fuerzas Armadas irán a buscar esa misma noche y el pedido, casi la exigencia, de que les avise. “Buscar”, dice ella; no “chupar”, ni “secuestrar”, ni “desaparecer”. Porque el guión, lejos del cine declamatorio y con más intenciones expiatorias que artísticas que tematizó la dictadura durante el reverdecer democrático, está construido sobre la base de una conciencia profunda en las circunstancias teñidas de violencia de sus personajes. Mejor dicho, de una idea de violencia. En ese sentido, si la represión estatal de los 70 aparece en el cine argentino contemporáneo (en el documental, pero también en la ficción) tematizada una y otra vez desde su vertiente física, aquí todo es psicológico, casi metafísico. El miedo se ilustra en los sonidos de una ciudad ominosa, solitaria y crepuscular, y en la observación paranoica y cargada de desconfianza de un entorno que no se ve pero siente, cortesía de una cámara dispuesta a todo menos a mostrar la totalidad de lo que ve Sanctis. Testa y Márquez, entonces, se limitan a acompañar las cavilaciones de un antihéroe tironeado entre las convicciones políticas olvidadas y la comodidad de una vida en apariencia modélica. Como en las buenas películas, las dudas no se ponen en palabras sino que se definen en acciones y gestos. Así, hecha sobre esa base de recortes, movimientos y miradas en primer plano, a La larga noche... no le hace falta mostrar Ford Falcon verdes ni militares o fusiles para hacer del aire de época algo tan palpable y maléfico como invisible y concreto, preludiando así una noche que se extenderá bastante más allá del próximo amanecer.
Habrá que buscar las risas en otro lado. Locos dementes es la enésima muestra de que la presencia de un grupo de actores y actrices con amplios pergaminos en el arte de la generación de risas ajenas es elemento fundamental, pero no suficiente, para una buena comedia. Protagonizado por un auténtico dream team encabezado por Zach Galifianakis, Owen Wilson, Kristen Wiig, Kate McKinnon y Jason Sudeikis, el film de Jared Hess (Nacho libre, Napoleon Dynamite) hace de la mecanización y el vuelo bajo dos normas inalterables, y su potencia cómica descansa únicamente en los esporádicos raptos de lucidez de su elenco. El problema es que se trata de una lucidez siempre individual antes que colectiva, como si el realizador no supiera cómo domar ni encorsetar a sus intérpretes, quienes pululan por la pantalla exhibiendo registros humorísticos que de tan disímiles se vuelven imposibles de amalgamar. El resultado es, entonces, similar al de uno de esos equipos de fútbol lleno de estrellas que juega mal porque cada uno parece hacer básicamente lo que se le canta. El peso de la camiseta 10 recae en Galifianakis. Suerte de Jack Black más oscuro y definitivamente más tristón (ver sino esa muy buena serie que es Baskets, donde interpreta a un hombre dispuesto a todo con tal de ser…payaso profesional), su brillo está cada película más atado a la capacidad del director de turno para contenerlo. Cuando no se lo contiene, pasa lo mismo que con el protagonista de Escuela de Rock: da la sensación que su único recurso es la monería más burda. Los poco más de 90 minutos de Locos dementes son un muestrario perfecto de lo anterior. En ese sentido, no parece casual que el remate de una de las primeras escenas lo tenga al barbado disparándose en el culo cuando trata de guardar una pistola en la parte de atrás del pantalón, o que durante el resto del metraje ande disfrazándose una y otra vez para camuflarse durante su exilio en México, país al que su personaje, un guardia de seguridad nocturno de una compañía de vehículos blindados llamado David, llega después de concretar uno de los robos de efectivo más grandes de la historia de Estados Unidos, llevándose ni más ni menos que diecisiete palitos verdes. David no da el golpe solo, sino que es el brazo ejecutor de un plan ideado por un ladrón de baja estofa y aspiraciones mediáticas (Owen Wilson) que a su vez es amigo de una ex compañera de trabajo de David, Kelly (Kristen Wiig). También es su interés romántico, subtrama que se resolverá como mandan los manuales. Lo que hacen ellos es ofrecerle un salvoconducto vía México que David acepta sin saber que en realidad se trata de un engaño. El guardia, inocentón y aniñado, cae en la trampa y comenzará a ser perseguido por policías, agencias internacionales e incluso un asesino a sueldo (Sudeikis) que cruza el Río Bravo con el objetivo de boletearlo pero que después de enterarse que la víctima se llama igual que él decide ayudarlo, decisión que termina convirtiendo al film en una suerte de buddy movie que nunca está a la altura de las circunstancias de sus responsables. Las risas, entonces, habrá que buscarlas en otra sala.
Un falso documental que apuesta al absurdo y contó con la participación de grandes figuras. Leo J. es una auténtica estrella del firmamento argentino: cantante pop exitoso, incursionó en el cine interpretando a un carnicero y un portero, dos papeles bien distintos a la imagen de artista con conciencia social que supo construir. La aparición de unos viejos documentos familiares sobre un supuesto complot para asesinar a Carlos Gardel en una casa heredada será el puntapié para su debut en la realización de documentales. El problema es que Leo J. (Juan Gil Navarro) empezará a involucrarse sobremanera con las teorías que investiga. Teorías que incluyen elucubraciones tan descabelladas como la creación de una Logia antiargentina que durante dos siglos bregó por el fracaso del país, y que lo empujan a una paranoia de niveles astronómicos. Así se plantean las cosas en Campaña antiargentina, de Alejandro Parysow, un falso documental hecho y derecho, atractivo en su premisa y por momentos atrapante en su ejecución. Algo irregular a la hora de sostener la tensión durante poco más de 100 minutos, y con las participaciones especiales de Adrián Suar, Fernando Spiner y Andy Kusnetzoff, entre otras figuras, el film encuentra sus momentos más logrados cuando apuesta a la ironía y el absurdo.
Antihéroe entre la realidad y lo imaginario. ¿Qué saldría de una hipotética cruza entre la amabilidad, la paleta de colores y la tendencia a la simetría visual de las películas de Wes Anderson y el desajuste generalizado que rige a los personajes de la obra de Martín Rejtman? Posiblemente algo muy parecido a Miss. Estrenada en una de las subsecciones del Panorama del último del Bafici, y vista en varios festivales nacionales en los últimos meses, entre ellos el de Bariloche, la ópera prima de Robert Bonomo –nada casualmente asistente de dirección en Rapado– es una de esas películas cuyo grado de sensibilidad y falta de pretensiones hacen que sea imposible enojarse con ella. ¿Pero es buena? En parte, sí. Lo es cuando construye un universo que utiliza un marco referencial evidente como punto de partida en lugar de llegada; es decir, cuando las particularidades del cine de Anderson y Rejtman sobrevuelan el relato sin quitarle su carácter autónomo. No lo es tanto cuando el guión, escrito por el realizador junto a ni más ni menos que Juan Villegas y Santiago Giralt, soslaya algunos atisbos de oscuridad que, con un poco más de intencionalidad venenosa (¿un poco más de Retjman?), complejizarían la parábola amorosa del protagonista. Típico héroe andersoniano, y de filiación china y japonesa, Robert (Roberto Makita) vive tironeado entre el mundo real y uno imaginado. En el primero las cosas no parecen ir del todo bien: él es un aparato (camisa dentro del pantalón, cinturón a la altura del ombligo, desgarbado, flaquísimo, carisma cero) que se gana la vida como extra en publicidades y ocasional cuidador de casas mientras espera la llegada del amor de su vida y la posibilidad de romper un récord mundial para formar parte de su libro de cabecera, el Guinness. Pero en su presente, de mujeres, ni hablar: tiene casi 30 y ni siquiera ha besado a una. Ellas parecen llegar únicamente mediante su creatividad, tal como ilustra la película que él imagina y en la que es objeto de disputa de una rubia y una morocha infernales. La medianía de su vida es irrumpida cuando conozca a Laura, aspirante a modelo pero que tampoco sabe muy bien qué quiere y a la que la actriz Malena Villa le aporta una mirada triste y melancólica digna de Kristen Stewart. Robert, en principio, imagina las mil y un formas de acercarse a ella. Incluso llega al extremo de observarla por la calle, en la puerta de su facultad o en la casa sin que ella lo note, detalle que el film toma como anecdótico cuando quizá ahí estaba la llave para dotarlo de al menos un doblez que lo vuelva menos unidimensional. En ese sentido, da la sensación que Miss confunde el cariño para con su personaje –que indudablemente lo tiene– con incondicionalidad. La chica, casi sin darse cuenta, empezará a incluirlo en sus actividades, forjando un vínculo que concluirá de la misma forma que diez de cada diez comedias románticas. Pero eso a fin de cuentas importa poco, porque aquí, como en las road movies, vale más el viaje que el destino. Y el viaje es ameno, sin rugosidades, ni golpes bajos, ni nada que incomode.
Un valioso documental sobre la crítica situación de las trabajadoras en las minas de Bolivia. Potosí es uno de los grandes emblemas del modelo extractivista que imperó durante la época de la Colonia… y también en la actualidad. Visto aquí en el Festival de Cine de Derechos Humanos del año pasado y premiado hace pocos días en el Festival de Cine de las Alturas de Jujuy, este documental dirigido a cuatro manos por Malena Bystrowicz y Loreley Unamuno retrata las condiciones de vida de tres mujeres que viven en esa zona. Mujeres de la mina aborda a través de sus protagonistas las consecuencias de una discriminación de género que las ubica como los eslabones más débiles de la cadena de producción minera, resaltando sin embargo su fortaleza interna y capacidad de lucha. Una de ellas es Domitila Chungara, conocida por haber iniciado una sentada que, según se dice, fue el puntapié para el fin de la dictadura de Hugo Banzer. Expositivo en su confección, el documental tiene sus principales puntos de interés en la visibilización de un conflicto históricamente silenciado y en el testimonio de Eduardo Galeano, cuya voz supo magnificar una opresión que lleva siglos y está lejos de ser concluida.
De cómo amontonar peras y manzanas. Con el correr del tiempo, las virtudes exhibidas en Roger & Me y Bowling for Columbine se han ido extinguiendo. La nueva película del director de gorrita eterna es la más desganada, dócil y burdamente didáctica de su historial. El tiempo le ha jugado una mala pasada a Michael Moore. Periodista en su juventud, devino documentalista gracias a la notable Roger & Me, alcanzó el pico de su carrera a comienzos de la década pasada con el doblete que significó Bowling for Columbine (Oscar en 2003) y Fahrenheit 9/11 (Palma de Oro en Cannes 04), y desde entonces se diluyó en trabajos que aparentan estar motorizados por el oportunismo coyuntural (el sistema de salud en Sicko, la crisis económica después de la explosión de la burbuja inmobiliaria en Capitalism: A Love Story) antes que por un auténtico interés personal. La tendencia no parece revertirse; más bien lo contrario. Estrenada en el Festival de Toronto del año pasado, donde al gordito de gorra eterna lo aman sin importar demasiado lo que haga, ¿Qué invadimos ahora? no sólo es el film más desganado, dócil, burdamente didáctico y menos chispeante de su trayectoria, sino también el que peor concepción tiene de su público, a quien lleva a puerto seguro sirviéndole en bandeja una conclusión cerradita con moño incluso antes de iniciar el rodaje. Es cierto que el oriundo de Flint nunca se anduvo con sutilezas, que lo suyo es, fue y será el impacto a como dé lugar y que siempre pareció hablarle a Homero Simpson, pero antes, sobre todo en sus comienzos, lo hacía con un buen manejo de la ironía, un espíritu crítico y una capacidad para reírse “de” –y no sólo “con”– el ideario de su target de público que aquí brillan por su ausencia. Tanto así que da la sensación de que ¿Qué invadimos ahora? es una mera excusa para una larga temporada de vacaciones en por lo menos una decena de ciudades de Europa, a las que él llega con el objetivo de ver qué cosas podría “aprender” Estados Unidos para mejorar sus problemas internos. Más o menos lo mismo que hizo Sacha Baron Cohen hace diez años en Borat, pero al revés. Al revés también trabajó Moore: si los buenos documentales adquieren su forma a partir del contenido disponible –algo que hasta en la dudosa Fahrenheit 9/11 aplicaba– y de las circunstancias de su realización, el director elige aquí la vía contraria, yendo en busca de testimonios funcionales a su opinión y de carácter meramente expositivos. Porque la finalidad del film es menos el análisis o el intento de comprensión que el trazo de una tendenciosa comparación con Estados Unidos que culmine en un “pero qué barbaridad” desde la platea. Para esto recorta, edita y retuerce información, e incluso sacrifica verosimilitud: suena medio raro que el ministro de Salud de Portugal no tenga la más mínima idea de los tratamientos antidrogas norteamericanos, o que un chico esloveno que estudia en una de las facultades públicas y gratuitas de su país no sepa qué significa “deuda”, como si allí no existieran bancos o entidades financieras. La buena nueva es que Moore no es tonto y manifiesta una conciencia absoluta de su operatoria: “Sé que en Italia hay problemas, pero vine a llevarme las flores y no la maleza”, dice, quizá a modo de mea culpa, antes de su partida del país con forma de bota y en medio de su alucinación por la cantidad de vacaciones pagas que conceden las empresas a sus empleados. El tour incluye “descubrimientos” tales como la buena alimentación en las escuelas francesas, el regenerativo sistema carcelario noruego, la educación finlandesa y el castigo ejemplar a los banqueros promotores de la crisis económica en Islandia, todo narrado por sus responsables con una parsimonia estudiada y ante la atenta mirada del Moore más concesivo que se recuerde, dispuesto a chicanearlos pero no a interpelarlos y, mucho menos, a contradecirlos. Cíclica en una estructura narrativa que parece armada con el criterio de la agencia de viajes antes que por la búsqueda de una construcción dramática, y de dudosa ética periodística en su confección, ¿Qué invadimos ahora? también reserva algunos momentos para que Moore conciba el cine como púlpito y se lleve puestos doscientos años de historia diciéndoles a sus compatriotas que deberían hacer un mea culpa sobre el régimen esclavista del siglo XIX similar al de los alemanes con el nazismo. Cómo mezclar peras y manzanas, y no qué invadir ahora, es la única pregunta que se responde. Y muy bien.