Espectacularidad e islamofobia Estrenada hace apenas una semana, Volando alto era una amabilísima fábula deportiva motivacional, de esas que en su momento Hollywood filmaba de forma serializada, que se hacía cargo de su carácter anacrónico apelotonando lugares comunes del subgénero con un grado de seguridad que por momentos dificultaba dilucidar sus auténticas intenciones: ¿se trataba todo una gran parodia o de un “homenaje” a un tipo de cine que ya no existe? Londres bajo fuego invita a hacerse la misma pregunta para obtener una respuesta que, al igual que en el caso del film de Dexter Fletcher, está lejos de ser terminante. Al fin y al cabo, es difícil saber si esta secuela más ruidosa, más ridículamente delirante e igualmente patriotera de Ataque a la Casa Blanca es una gran gastada a los tópicos más tipificados del cine de acción, o no. Si el concepto de la primera remitía a Duro de matar, con un héroe involuntario sometido a un ataque circunscripto a un espacio cerrado como el de la Casa Blanca, el de la segunda remite a una de Schwarzenegger de los ‘80, con Comando como máximo emblema. Su forma e ideología, también. Islamofóbica como pocas, con una aire a berretada evidente y una apilación de cadáveres como no se veía desde los tiempos de gloria de Mr. Olympia, Londres bajo fuego es una de esas historias que ya casi no se cuentan: la del policía/agente/militar/ guardaespaldas embarcado en una cruzada contra una enemigo superior e infinitamente más numeroso, al que él solito terminará vapuleando aun cuando éste sea, tal como ocurre aquí, una organización terrorista tamaño ISIS al cuadrado con la capacidad para cargarse a unos cuantos presidentes en un par de segundos. Con el iraní Babak Najafi reemplazando a Antoine Fuqua como realizador, el film vuelve a poner al presidente de los Estados Unidos (Aaron Eckhart) y a su fiel ladero Mike Banning (Gerard Butler) en medio de un apocalipsis político. El puntapié se da cuando, luego de la muerte del Primer Ministro británico en dudosas circunstancias, la capital inglesa sea sede de un funeral al que asisten varios de los mandatarios más importantes del mundo. En ese contexto, y gracias a una sincronicidad admirable, un grupo terrorista inicia una faena brutal que culmina con varios de los mandatarios pasando a mejor vida. La incompetencia generalizada de los todos los servicios secretos –¿no es un poco mucho que ninguno haya presupuesto semejante golpe?– es directamente opuesta a la de la dupla protagónica, que a partir de ahí inicia un escape por la ciudad rumbo a un helicóptero salvador. En el ínterin, habrá lo que aquéllos dispuestos a pagar su entrada esperan: un sinfín de balaceras filmadas con la eficiencia habitual de Hollywood y un Gerard Butler cada película más desaforado a la hora de manejar armas y dispensar trompadas, patadas y puntazos. Por ahí también andan Morgan Freeman y Angela Bassett como dos funcionarios norteamericanos que monitorean el recorrido desde un comodísimo bunker, ambos con rostros de sorpresa e incredulidad ante las imágenes que devuelven las pantallas. Cualquier similitud con el de los espectadores no es casualidad.
Cine militante Un melodrama que por momentos cede a la tentación de la bajada de línea, pero que el director de las notables Educando a Víctor Vargas y Nick y Norah: Una noche de música y amor logra sacar a flote. Parece que Julianne Moore le tomó el gustito a mostrarse en pantalla padeciendo el sufrimiento de un deterioro físico irremediable. Poco más de un año después de su oscarizado rol de una maestra con Alzheimer en Siempre Alice, la pelirroja –aquí rubia- vuelve a ponerse al servicio de una enfermedad terminal en este dramón con aires militantes llamado De ahora y para siempre. El opus tres de Peter Sollet (el mismo de las muy buenas Educando a Víctor Vargas y Nick y Norah: Una noche de música y amor) arranca como un remedo tardío de las tearjerkers o “películas para llorar”, planteando la historia de amor entre una reputada policía (Moore) y una joven mecánica (Ellen Page, también productora) truncado a raíz del sorpresivo y fulminante cáncer del pulmón de la primera. Podría pensarse en una suerte de Love Story en versión lésbica, pero De ahora y para siempre prioriza la faceta política de la cuestión. Esto es, la lucha para que el Estado conceda la pensión a la pareja de ella y toda la serie de reclamos -primero solitarios y luego multitudinarios- en favor de la igualdad de derechos (la pensión corresponde sólo para esposas o maridos). De allí en adelante, el film recorrerá los tópicos habituales de este tipo de relatos, campeando entre los avances de la enfermedad y las consecuentes visitas al hospital cada día más frecuentes, y el progresivo apoyo social a la causa. Social y también laboral, ya que los compañeros, a excepción de Dane Wells (Michael Shannon), irán del rechazo al respaldo de su compañera. Consciente del material de la propuesta, Sollet tiene la cintura suficiente como para coquetear con los golpes bajos sin abrazarlos. Quizá así se entiende por qué le concede unos buenos minutos a un militante judío homosexual crucial no sólo para la cruzada burocrática, sino también para la película toda. El personaje de Steve Carrell descomprime, airea, vigoriza una historia mediante un rol volcado a la comedia. Así, y aun cuando De ahora y para siempre es un film deliberadamente militante que subsume sus formas a la masificación de su mensaje, el resultado es digno exponente ideal para mojar unos cuantos pañuelos en la soledad de la sala oscura.
Todos los hombres del presidente Bush. Si el arribo a la cartelera argentina de Sólo la verdad no hubiera estado en carpeta desde hace varios meses, sería inevitable pensarlo como consecuencia directa del sorpresivo Oscar a Mejor Película para En primera plana. Pero lo cierto es que, más allá de tener al periodismo como ámbito común, el parentesco no va más allá de lo cronológico y temático. En términos de forma y contenido, la dupla funciona como reverso perfecto, con el galardonado film de Tom McCarthy haciendo del oficio una actividad digna de los espías de John le Carré (invisible, gris, plena de tiempos muertos y empantanamientos burocráticos, ejecutada por hombres y mujeres regidos por la voluntad inquebrantable de su profesionalismo) y Sólo la verdad apostando por la épica de la disciplina concebida como cuarto poder, una definición de manual permitida que la emparienta con un ejercicio casi altruista y de la cual los personajes se apropian. El primer largometraje como realizador del hasta ahora guionista y productor James Vanderbilt (Zodíaco, El sorprendente Hombre Araña) está más cerca del idealismo y romanticismo de salón de la serie The Newsroom que del naturalismo sucio y sincopado de En primera plana, aun cuando su aura de pesimismo sugiera lo contrario. Similar es un punto de partida “real”, en este caso lo ocurrido a mediados de 2004 con la producción del programa 60 minutes y la puesta en marcha de una investigación que en teoría iba a poner contra las cuerdas la carrera política de George W. Bush, por entonces en plena campaña electoral para un segundo periodo en la Casa Blanca. La recopilación de información sobre el supuesto beneficio de permanecer en la Guardia Nacional de Texas y no prestar servicio en la Guerra de Vietnam, su chequeo, la búsqueda de fuentes y la preparación del envío, siempre con la productora Mary Mapes (Cate Blanchett) a la cabeza, conforman el centro de la primera y mejor parte del film. Esto porque, por un lado, Vanderbilt construye su intriga con vértigo y coherencia, pero sobre todo porque, al igual que McCarthy, se inmiscuye en el mundo del trabajo limitándose a mostrar a un grupo de personas tratando de hacer el suyo de la mejor forma posible. Sobre la mitad del film, Mapes deja de funcionar sólo como anclaje moral (entrega, profesionalismo, rigor) para convertirse en uno también emotivo (los intentos de equilibrar trabajo y familia, los traumas con el padre alcohólico), obligando al espectador identificarse con ella ante el tembladeral posterior a la emisión del programa. Las consecuencias fueron escandalosas no para el mandatario republicano, sino para el equipo de la CBS, cuya imposibilidad de probar la veracidad de los documentos terminó con varios miembros obligados amablemente a renunciar, ella despedida después de una investigación interna y el legendario presentador Dan Rather, hasta ese momento una de las voces más creíbles de la pantalla chica estadounidense, retirándose un par de años después. No es casual que él esté interpretado por Robert Redford. Al fin y al cabo, la última hora exhibe una corrección política en línea con sus últimos trabajos como director, dejando de lado la investigación para convertirse en una crítica al corporativismo que se ilustra con la alineación de los ejecutivos del programa con las obligaciones económicas del canal. Los periodistas, entonces, como meros corderos de los leones empresariales.
¿Es una película “en serio” o una parodia? Hubo dos casos documentados y televisados al mundo entero que, con apenas un par de días de diferencia, mostraron que la tierra de oportunidades puede estar un poco más al norte de lo que la cultura global invita a pensar. Más precisamente en la ciudad canadiense de Calgary, donde se disputaron los Juegos Olímpicos de Invierno de 1988. El primero fue el de los jamaiquinos que hicieron historia al participar en la disciplina bobsleigh, anécdota conocida en estos pagos gracias esa fija del Cine Shampoo de Canal 13 que supo ser Jamaica bajo cero. El segundo, el de un tal Eddie “The Eagle” Edwards, un británico medio aparato que logró convertirse en el primer oriundo de la isla en competir en salto de esquí desde 1929. Lo hizo cuando ni siquiera los integrantes de su comitiva olímpica creían en él. Razones no les faltaban: The Eagle estaba a años luz de sus rivales y era un amateur inexperto, torpe como pocos y sin técnica alguna. Pero también voluntarioso, perseverante, tenaz y honesto, factores que rápidamente lo convirtieron en el favorito del público y la prensa, en el deportista “del pueblo” y, claro está, en un personaje de película. Película que tardó casi tres décadas en llegar, pero finalmente lo hace aquí y ahora con el espantoso título de Volando alto. El tercer largometraje como director del actor inglés Dexter Fletcher se encuadra dentro de las fábulas deportivas inspiracionales que en algún momento estuvieron moda y ahora orillan la caída en desuso. Volando alto es consciente de su carácter anacrónico, y lo manifiesta recorriendo todos los lugares comunes formales y narrativos del subgénero. El problema es que lo hace con tanto ahínco, con tanta firmeza, que por momentos no se sabe si se trata de una película “en serio” o de una parodia. Para comprobarlo basta atender a la persistencia de los sintetizadores en la banda sonora y el cierre a puro Van Halen, o ver las imágenes en cámara lenta de los rostros de sorpresa de familiares, amigos, rivales y conocidos de The Eagle ante el salto final, por citar apenas un par de los muchos ejemplos. Fletcher apunta más a la emoción que a la razón, abrazando la empatía por sobre la comprensión y haciendo que todo lo exhibido y sugerido tenga como meta la movilización de la sensibilidad del espectador. De allí la literalidad con la que ilustra el concepto de levantarse y caerse o el juego de contraposiciones: a la madre bondadosa e incondicional le antepone el padre tosco y bruto que aspira a que el hijo continúe con su oficio yesero. A los rivales detestables en el centro de invierno de Alemania donde va a entrenar, una mesera medio calentona y más buena que Lassie. Al cinismo de los miembros del comité olímpico cuando le aseguran que nunca “participará de una competencia”, el carácter bonachón del ex atleta devenido en alcohólico y cuidador de pistas interpretado por un Hugh Jackman que entiende el tono deliberadamente naïf y humanista de un film que no será bueno, pero que difícilmente haga enojar a alguien. Igual que su protagonista.
Puro desborde, reiteración y superficie Era muy fácil pegarle a la última trilogía de Batman por priorizar la palabra por sobre lo cinético, por su tendencia a la gravedad, por el carácter metonímico y/o alegórico de sus personajes, porque a su director, Christopher Nolan, le interesaba menos el cine que la construcción de un relato sobre la idiosincrasia política del mundo destinado a perdurar más allá de su tiempo. También era muy fácil pegarle a El hombre de acero por razones parecidas, a las que se les agregaba un aura mística subrayada y unívoca. Era muy fácil... hasta ahora: la sumatoria de los peores vicios de esos dos universos previos confluyen en Batman vs Superman: el origen de la justicia, obligando a críticos y espectadores a agachar la cabeza y decirle a Nolan “dale, volvé, estás perdonado”.epigrafeLa película se inicia en un entierro. Esa situación se alterna con una pesadilla recurrente y recuerdos traumáticos del recientemente huérfano Bruce Wayne, siempre construidas sobre la base de una estética artificial que los primeros planos en cámara lenta –habitual engañapichanga del realizador Zack Snyder para suplir su imposibilidad de plasmar con claridad qué pasa en cada escena– no hacen más que ensalzar. A esa secuencia, maridada con la voz en off del nuevo Batman (Ben Affleck, quien debería dedicarse full time a dirigir, o a modelar para Calvin Klein) le sigue otra destinada a enlazar este film con El hombre de acero. Allí se ve al alter ego social del hombre murciélago caminando por Metrópolis justo cuando los kriptones derriban cuanta construcción de más de dos pisos exista –entre ellas, la de la Financiera Wayne– con tal de eliminar a su díscolo coterráneo. El fragmento dura no más de nueve, diez minutos, ínfima porción de los más de 150 del metraje total, pero más que suficientes para marcar que Snyder partió de las coordenadas de ambas entregas anteriores para inflarlas hasta límites insoportables.Los films de Nolan son livianitos como comedias de Adam Sandler al lado de BvS. Livianitos y cohesivos, entendiéndose por cohesión el arte de que una escena conlleve a la otra, ésa a la siguiente, y así. Snyder filma con desprolijidad y torpeza, desplazándose de un lado a otro, de una escena de acción a otra “dramática”, sin progresión alguna, con el arbitrio como única regla. La grandilocuencia formal, la predominancia del ruido y la música orquestal, los planos contrapicados como síntoma de la búsqueda de Dios y diálogos solemnes y sobrescritos centrados en la religión, la muerte y la supuesta responsabilidad social de los superhéroes marcan que BvS no quiere ser una película de superhéroes, sino “la” película definitiva sobre ellos, una que hable sobre todo y todos aun cuando llegue tarde, muy tarde. Hoy las disquisiciones abstractas y filosóficas coquetean con lo anacrónico, la destrucción sin autoconciencia confabula contra la empatía y la preocupación del espectador por la suerte de los personajes, y la maldad y locura ya hace años que marchan de la mano. El responsable de esto fue Heath Ledger con el antológico Guasón de El caballero de la noche. El espíritu del australiano sobrevuela en un Jesse Eisenberg que calca sus gestos aun cuando le toque en suerte otro villano como Lex Luthor. Su actuación, entonces, es puro desborde, reiteración y superficie, igual que la película entera.
La rodilla de Maïwenn La directora de Polisse no logra trascender los lugares comunes pese a narrar una historia de amor supuestamente poco convencional. Es muy difícil hablar de una buena película cuando se elige metaforizar los sinsabores de la vida con el estado de una rodilla, pero ese es el camino elegido por la sobrevalorada directora, actriz, guionista y fotógrafa Maïwenn (Polisse) en Mon Roi. Nominado a ocho premios César, el film narra una historia de amor supuestamente poco convencional, pero que a fin de cuentas refleja los vaivenes habituales de las relaciones interpersonales. La protagonista es Tony (Emmanuelle Bercot, ganadora del premio a Mejor Actriz en Cannes ex aqueo con Rooney Mara por Carol), y su objeto amoroso, Georgio (Vincent Cassel). Ambos se conocieron a la salida de un boliche y durante años mantuvieron un intenso romance que se desembocó en el casamiento y un hijo. Esa historia en común es narrada mediante largos flashback mientras Tony se recupera de una rotura de rodilla sufrida durante una jornada de esquí. Ese pasado va del amor más tórrido a otros momentos de tensión surgidos cuando Georgio intenta hacerse cargo de una ex novia depresiva. El paralelismo entre amor y rodilla es el más burdo, pero no el único. Maïwenn no ahorra en metáforas gruesas y trilladas que van desde el agua como síntoma de renacimiento hasta el habitual –y liberador- viaje en auto. Bercot sostiene su papel mediante una actuación intensa, digna del Actor's Studio y tanto o más calculada que todo el relato.
Almas en pena Una curiosa producción con un resultado artístico apenas discreto. Blue Lips es una película cuyo andamiaje de producción es más interesante que su desarrollo narrativo. Surgida en 2011 y con una parte de su costo financiado vía crowdfunding, el proyecto aunó actores y directores de todo el mundo –de Estados Unidos a la Argentina, de Hawái a México- para narrar una historia coral situada en Pamplona durante la fiesta de San Fermín. Hasta allí llega una chica argentina para un tratamiento médico (Malena Sánchez), una hawaiana en conflicto con sus orígenes, un astro brasileño del futbol retirado después de una lesión, un periodista norteamericano, un fotógrafo italiano y una señora española en pleno duelo. Todos ellos vivirán una serie de sucesos entrelazados que podrán –o no- cambiar sus vidas, lo que convierte a Blue Lips en una de esas típicas historias corales del cine norteamericano pero con toros y calor en lugar de árboles de Navidad y nieve. Irregular como nueve de cada diez propuestas de este tipo, el film aspira a tematizar grandes cuestiones: la soledad, el duelo, el amor, etcétera. Lo hace con honestidad y sin un ápice de cinismo, pero también apilando lugares comunes y personajes que caen víctimas del estereotipo debido al escaso desarrollo de cada uno. Epítome de la trasnacionalización del cine, Blue Lips es apenas el retrato del encuentro de un grupo de almas en pena.
El (des)amor en los tiempos de Internet Una ópera prima que intenta exponer la desconexión física y emocional de estos tiempos. “Internet está convirtiendo a la humanidad en zombie”, afirma el realizador de origen israelí Alexander Katzowicz en la gacetilla de prensa a la hora de justificar la elección de las consecuencias de la comunicación 2.0 como el gran tema de su ópera prima, Internet Junkie. Rodado en la Argentina, Israel y México, el film presenta varias historias. Por un lado, un falso coronel (Antonio Birabent) que seduce mujeres en chats. Entre ellas a Lorena (Paula Carruega), quien a su vez habla vía Skype con una mujer en México cuyos hijos viven pegados a la computadora y el celular. También habrá una joven pareja porteña que se envía constantemente videos, y otra mujer que se acuesta con cuanto hombre se le cruce. Lps distintos personajes desandarán sus caminos, cruzándose y separándose según la conveniencia del guión. Katzowicz quiere, como manifiesta en la frase del primer párrafo, usarlos para problematizar la desconexión física de los internautas con el mundo real, pero no logra que ellos adquieran una carnadura propia, convirtiéndolos en hombres y mujeres impulsados por la búsqueda de sexo. Así, el resultado es apenas una acumulación de situaciones más dignas de una comedia de enredos.
De masacre en masacre El director de las remakes de La masacre de Texas, Viernes 13 y Conan, el bárbaro rodó un film cuya historia es sólo una excusa para una auténtica carnicería humana. El lanzamiento de #Exorcismo (¿cuál es el sentido del numeral?) en los cines argentinos es una auténtica rareza: sus antecedentes muestran que se estrenó en casi todo el mundo en formatos hogareños y tuvo ¡tres! nombres en inglés para su distribución internacional. En la pantalla, en cambio, la anomalía no es tal: se trata de otro film de terror plagado de fórmulas y automatismo. El film del hasta ahora “especialista” en remakes Marcus Nispel -el CV incluye La masacre de Texas (2003), Viernes 13 (2009) y Conan, el bárbaro (2011)- transcurre en una vieja escuela para niños con problemas psicológicos devenida en una suerte de hospital semiabandonado y a cargo de la Iglesia. Allí un grupo de adolescentes organiza una fiesta que, obvio, termina mal. La traducción local del título original (Exeter) es inexacto. Los jóvenes irán cayendo uno tras otro no en manos del diablo, sino de “ex alumnos” dispuesto a una venganza, excusa perfecta para una carnicería digna de Hostel, una dosis mínima de suspenso y algún que otro susto menor.
El mundo contra mí La historia del fiscal Fritz Bauer, que persiguió a los jerarcas nazis tras la Segunda Guerra Mundial, narrada lejos del bronce. El fiscal alemán Fritz Bauer fue uno de los máximos referentes de la batalla por sentar en el banquillo de la justicia a los jerarcas nazis desparramados por el mundo después del fin de la Segunda Mundial, entre ellos el devenido argentino Adolf Eichmann. Lo hizo enfrentándose no sólo al poderío y los voluminosos contactos de esos hombres, sino también a un Estado poco dispuesto a mirar hacia su pasado reciente. La acción de Agenda secreta transcurre en los años ’50, con las heridas del Holocausto todavía en carne viva tanto en la sociedad con en las altas esferas de poder. No por nada los servicios secretos rehuyen a cualquier investigación, lo que coloca a Bauer en una posición incómoda, a contramano de la voluntad de varios de sus superiores. El film recupera la gesta de aquel abogado mostrando cómo dio con Eichmann, además de los debates morales y éticos a la hora de hacer su trabajo. Así, el realizador Lars Kraume deja de lado el bronce y la pátina heroica de la gesta para convertir al protagonista en un hombre frágil y por momentos dubitativo y temeroso, y a su película en una interesante aunque demasiado prolija y gélida aproximación a las consecuencias del nazismo.