Por caminos seguros El film protagonizado por Muriel Santa Ana y Peto Menahem tenía todo para ser una aproximación intimista a la soledad y la desolación, pero elige ir por el camino seguro del clasicismo del género. El clima invernal no alcanza a la comedia romántica nacional, que sigue atravesando una primavera gracias a títulos como Me casé con un boludo, Una noche de amor y, ahora, después de la polémica pública por la postergación de su estreno, Caída del cielo. Aun cuando dura poco más de una hora y cuarto, hay varias películas dentro de este relato centrado en Julia (Muriel Santa Ana) y Alejandro (Peto Menahem), dos seres deprimidos que coquetean con el suicidio y terminarán conociéndose cuando ella caiga desde una terraza al patio del departamento de él. En varias de las escenas de Alejandro solo en la casa se transluce la desolación de una vida sin sentido aparente, abriendo paso a un potencial film intimista. Por otro lado, las escenas de su trabajo como sonidista en una obra silente que incluye a Evita y al General Paz (?) invitan a un absurdo que muy pocas es explotado en su justa medida. El principal problema de Caída del cielo es que el realizador Néstor Sánchez Sotelo (Testigos ocultos, Los nadies) elige quedarse con la más convencional, la más luminosa y menos atrapante de todas ellas: la de la historia romántica. Así, desechado el núcleo de tristeza y de comedia más pura, apenas queda ver cómo esos dos personajes, que de tan tontos se vuelven tiernos, se encaminan hacia el inevitable Happy Ending.
Ante la encrucijada, apostar por lo seguro Somnia: antes de despertar es una de esas películas que empiezan bárbaro y terminan mal, hundidas en parte por los agujeros y licencias demasiado arbitrarias dentro de su lógica narrativa, pero sobre todo por el peso de sus propias taras, de su falta de seguridad a la hora de ir más allá del canon impuesto por la actualidad del género aun cuando había dispuesto cuidadosamente sus elementos dramáticos para transgredirlo. Es como si el realizador Mike Flanagan, el mismo de las atendibles Ausencia (2011) y Oculus (2013), fuera consciente de la incorrección política que implicaría centrar un relato en la explotación de las consecuencias del trauma de un hijo adoptivo en beneficio de los padres y, presentada la encrucijada de arriesgarse por ese camino ripioso o ir por el seguro, eligiera lo segundo. El resultado, entonces, es una historia de tragedias, muertes y duelos irresueltos y silenciados devenida en una de fantasmitas vengativos. La buena nueva es que para los fantasmitas habrá que esperar bastante, más precisamente alrededor de una hora. Lo que hay antes es un film no muy original pero con una idea interesantísima en su núcleo. El matrimonio compuesto por Jessie y Mark (Kate Bosworth y Thomas Jane), en pleno duelo por la muerte de su hijo a raíz de un accidente hogareño, descubre que Cody, el nene que adoptaron (segundo paso de Jacob Tremblay después de La habitación para convertirse en el nuevo Haley Joel Osment), anda boyando de casa en casa desde bebé porque tiene la capacidad de materializar sus sueños. Sueños que inicialmente se presentan como mariposas brillantes volando en el living, pero que después de hablar sobre el nene muerto y ver videos de la última Navidad, se traducirán en su regreso al mundo de los vivos. Lo que hacen los padres, sobre todo la madre, visiblemente más dolida y menos circunspecta que él ante la pérdida, no es contener a Cody, ni cuestionarse su particularidad, ni muchos menos tratarlo –o tratarse– psicológicamente. Por el contrario, deciden manipularlo para que siga soñando con el primogénito, dándose a sí mismos la oportunidad de volver a verlo y abrazarlo. Somnia podía haber sido un peliculón si, llegado este punto, redoblara la apuesta poniendo a sus protagonistas contra las cuerdas éticas y morales de sus acciones. Al fin y al cabo, ¿a alguien se le ocurre algo más perverso y egoísta que dos padres dispuestos a hacerle sentir a un nene de ocho que es un vehículo y ocupa un espacio eminentemente secundario en el entramado familiar, de reemplazo de alguien que no va a volver? Flanagan sabe del potencial radiactivo de su materia prima y, quizás por eso, mete un rebaje y desactiva la bomba introduciendo una serie de abducciones en manos del tan mentado fantasma, que aquí lleva el nombre de Canker y es una de las pesadillas recurrentes de Cody. Después, lo de siempre: una vuelta hacia el pasado, un personaje dispuesto a buscar las razones del fenómeno, las explicaciones de rigor y la siempre inefable redención.
Sin el típico gusto francés… Esta remake del elogiado film galo resulta frustrante en casi todos los terrenos. Martirio satánico es la remake estadounidense de Martyrs, aquel film francés de terror dirigido por Pascal Laugier que en el Festival de Cannes de 2008 sorprendió a propios y extraños por su virulencia e inteligencia. Poco queda de todo aquello en esta versión cosecha 2015 autolimitada a la mera acumulación de las recurrencias más habituales del cine de género de esta década. Dirigido por los hermanos Kevin y Michael Goetz, los mismos de ese hit indie que fue Scenic Route (2013), el film comienza con la huida de una nena de 10 años del depósito donde había estado secuestrada. Una década después, la señorita, perseguida por las consecuencias psicológicas de su cautiverio y con Anne como única amiga, se dispone a tomarse revancha volándoles la cabeza a todos los integrantes de aquella familia. El problema es que esa familia era apenas la punta del iceberg de una suerte de organización fanática de los martirios. El desplazamiento a este nuevo eje no hace más que mostrar la hilacha del film, lo que para los Goetz parece ser lo más importante: la tortura, el placer de la destrucción de la carne. Así, todo el trasfondo religioso y místico termina diluido en medio de un río de sangre. Mismo río por el transitan nueve de cada diez películas egresadas con honores de la escuela de Hostel.
Noventa y seis minutos de subjetivas. Hay muchas, muchísimas películas basadas en videojuegos, otras tantas que apuestan por una apropiación estética de sus mundos e incluso algunas que, aun cuando sus universos dramáticos se ubiquen bien lejos de los ceros y unos, hacen del reseteo y las vidas infinitas –normas gamer si las hay– dos elementos fundamentales de la narración: allí están los encierros temporales de Bill Murray y Tom Cruise en Hechizo del tiempo y Al filo del mañana, respectivamente, para comprobarlo. Pero lo de Hardcore: Misión extrema es, con perdón de la redundancia, extremo. Dirigido por el ruso Ilya Naishuller y producido por su compatriota Timur Bekmambetov (realizador de Guardianes de la noche, Se busca y esa grasada llamada Abraham Lincoln: Cazador de vampiros), el film es anunciado con bombos y platillos como el primero de acción filmado íntegramente en primera persona y con cámaras Go-Pro, lo que en términos formales significan noventa y pico de minutos de tomas subjetivas desde la óptica del protagonista. La novedad, en todo caso, no va mucho más allá de eso, ya que lo que él ve –y, por ende, también los espectadores– no es muy distinto a lo que ofrece cualquier exponente promedio del género. Es interesante notar como, a medida que la tecnología digital avanzó hasta permitir niveles de realismo escalofriantes, los videojuegos le vampirizaron al cine gran parte de sus características constitutivas, desde la división entre grandes estudios e independientes –con toda las diferencias económicas, de alcance y de desarrollo técnico que esto implica– hasta elementos germinales de su lenguaje, arco dramático incluido. No por nada los adelantos de los títulos 2.0 más importantes hoy son auténticos trailers que tranquilamente podrían exhibirse en la previa a una proyección comercial en sala. Hardcore sería, entonces, una suerte de retribución de los primeros al segundo, el síntoma inequívoco de que esa relación durante años unilateral ahora alcanza el estatus de simbiótica. El film arranca con un personaje desmemoriado en busca de su identidad, situación que lo obliga a desovillar las circunstancias de su pasado reciente, tal como ocurría en Max Payne o Hitman, nada casualmente dos de los tantos títulos concebidos para distintas plataformas devenidos en películas. El del tal Henry incluye, entre otras cosas, una corporación dispuesta a crear cyborgs y un conocimiento absoluto a la hora de manejar cuanta arma exista, desde pistolas y cuchillos hasta ametralladoras y bazookas, que aplicará a intervalos regulares durante todo el metraje. En los interines, escenas de transición operan como descansos ante tanto ajetreo, a la vez que preludio de una nueva balacera. Así, encerrada en ese loop estructural, las sensaciones que produce Hardcore van de la sorpresa por su forma, de ahí al hastío ante la reiteración y concluyen con la certeza de que el de Naishuller es un ejercicio de estilo. Adrenalínico, violentísimo, autoconsciente e incluso, en sus mejores momentos, entretenido, pero ejercicio al fin. En ese sentido, es lo más parecido a pararse en la vidriera de un Garbarino para ver a un tercero ganando una partida de Counter-Strike.
El mundo fue y será una porquería, ya lo sé Da toda la sensación de que la obra de Alejandro Agresti va a contramano del cauce natural de los efectos del tiempo. Responsable durante su etapa europea de películas rupturistas para el acuciante panorama del cine argentino de fines de los 80 y comienzos de los 90 como El amor es una mujer gorda y El acto en cuestión, el último lustro lo encuentra decidido a abrazar todos y cada uno de los tópicos a los que antes parecía oponerse. Tanto el ejercicio casi amateur que fue No somos animales –film que, después de mil problemas de producción y derechos, se exhibió en el Bafici del año pasado– como Mecánica popular operan como plataformas para que el director de Un mundo menos peor y Valentín le pegue de lo lindo a todo aquello que no cuente con el beneplácito de su cosmovisión. Un “todo” que es más todo que nunca: aquí se despacha, entre otras cosas, contra la modernidad, el snobismo, los jóvenes, los viejos, el negocio literario, la política, la intelectualidad y, claro, las mujeres, que según él podrán ser cualquier cosa menos inteligentes. Tenía razón el crítico Horacio Bernades cuando, durante la cobertura para este diario del Festival de Mar del Plata del año pasado, en el que Mecánica popular ocupó un inexplicable lugar en la Competencia Internacional, diagnosticó que el film “atrasa unos treinta años en términos de representación y algo más de un siglo en lo ideológico”. Al fin y al cabo, el carácter retrógrado trasciende el contenido para contaminar también la forma. Secuaz de Eliseo Subiela en la cruzada por tematizar las consecuencias de la dictadura mediante apariciones fantasmales y en concebir a los hombres como seres atribulados por el pasado y a las mujeres como meros objetos de deseo, Agresti hace del dueño de una editorial especializada en publicaciones de filosofía, historia y psicología (Alejandro Awada) su portavoz, poniendo en boca de él un sinfín de diatribas que comienzan cuando llegue a su oficina una escritora (Marina Glezer) dispuesta a todo con tal de recibir una devolución de su libro. Algo –no mucho– más depurado que su trabajo anterior, el film campeará entre ese encuentro nocturno, regado por unos buenos litros de whisky y plagado de intentos de seducción y charlas sobre la “alta cultura” entre ella y él primero y entre ambos y el sereno (Patricio Contreras) después, y los sucesos de la mañana siguiente. La dinámica del trío estará regida por los imperativos de un guión escrito a pura enciclopedia, pródigo en referencias literarias carentes de cualquier armonía dramática, lo que obliga a los intérpretes a moverse en un tono deliberadamente desaforado. Guión que también incluirá una cuota de fantasía gracias a la irrupción del personaje de Romina Ricci, quien encarna al que fue el gran amor de la vida del editor. Por esas oficinas también andará, ya cuando el sol esté bien arriba del horizonte, un Diego Peretti tan perdido como la película toda.
El arte de curar Valioso retrato de un médico rural a cargo del director de Grissinopoli y Elsa y su ballet. Tenía razón Darío Doria cuando en la entrevista previa al Festival de Mar del Plata 2014 publicada en OtrosCines.com definió a Salud rural como una película honesta. La afirmación se asienta sobre varios pilares. El primero de ellos -y, si se quiere, el menos cinematográfico- es la bonhomía de su protagonista absoluto, el médico general Arturo Serrano, quien atiende a sus pacientes en una pequeña sala rural del interior de la provincia de Santa Fe con una dedicación y esmero encomiable, preocupándose con genuina sinceridad por saber qué hay detrás de cada uno de los pacientes. El segundo está relacionado con la forma en la que Doria se aproxima a Serrano. Sin ocultar jamás la admiración por su trabajo, el director de Elsa y su ballet lo muestra a la distancia justa para no caer en la condescendencia. El tercero es mérito del grado de intimidad que el film logra en cada una de las consultas. Consultas que, sin embargo, por momentos lucen estilizadas debido a un innecesario blanco y negro e imágenes demasiado preciosistas. Sólo por esto Salud rural no es la gran película que podría haber sido.
Más actividad paranormal Tras un auspicioso arranque, esta película resulta apenas un remedo de Sexto sentido y Los otros. La vida del psicólogo Peter Bower (Adrian Brody) no pasa por un buen momento. Hace un año murió su hija a raíz de un accidente en la vía pública causado en parte por un descuido propio y ahora, como si la gélida relación con su mujer no fuera suficiente, una serie de hechos y las charlas con un colega/amigo (Sam Neill) lo llevan a pensar que está al borde de la locura. Con Sexto sentido y Los otros como grandes referentes, la primera media hora de Ellos vienen por ti tiene todo aquello que debe tener un buen thriller psicológico: un protagonista torturado, la rutina como entidad enrarecida, cuenta pendientes con su pasado, un manto de misterio generalizado y, sobre todo, la duda sobre si el protagonista está loco o efectivamente es víctima de un fenómeno paranormal. El problema, en todo caso, es que el director tiene la firme decisión de renegar del género al que su película abraza, y termina convirtiéndolo en un relato típico sobre fantasmas traumados dispuestos a todo con tal de hacer justicia.
Blancanieves y el cazador era buenísima por razones tan fáciles de enumerar como difíciles de encontrar en la habitual vacuidad de los tanques. La nómina incluía, entre otras cosas, emotividad, nervio y tensión narrativa, personajes magnéticos y una malvada deliberadamente al palo. Allí se partía del clásico de los hermanos Grimm para deformarlo hasta lo irreconocible, pero siempre en función del sentido de la aventura y la fantasía, dando como resultado una épica más cercana a una hipotética cruza entre las historias de Juana de Arco –la heroína era activa y de armas tomar, aunque demasiado chupacirios– y de Game of Thrones que a la de la versión animada de Disney. Reverla a la luz de esta suerte de precuela llamada El cazador y la reina del hielo invita a pensar que esa anomalía salió como salió a) de pura casualidad o b) porque a nadie dentro del estudio le importaba demasiado el proyecto, y dejaron que el equipo creativo hiciera lo que se le cantara y resultó que lo hicieron bárbaro. Ya sin beneplácito del azar y cambiado el director (salió Rupert Sanders, entró Cedric Nicolas-Troyan) y los guionistas, la subversión de aquel film de 2012 aquí aparece igual de limada y suavizada que en nueve de cada diez superproducciones. El cazador y la reina del hielo es una de esas películas sobre las que no puede decirse nada demasiado bueno, pero tampoco demasiado malo. Es, en todo caso, el último exponente de la etapa de productos lipoaspirados, tersos como sábana de hotel y creados mitad con cámaras y mitad con computadoras que escupen las líneas de montaje de los grandes estudios. El relato comienza unos cuantos años antes que Blancanieves y el cazador, cuando la Reina Ravenna (Charlize Theron) ya era la bruja más femme-fatale que se recuerde. La que era buena y creía en el amor era su hermana Freya (Emily Blunt). Hasta que dejó de hacerlo, y emigró de ese reino para fundar uno propio y regirlo con puño de hierro. De hielo, mejor dicho, ya que la señorita tiene el poder –o habilidad o talento: no se sabe muy bien por qué ni de dónde viene– de congelar lo que toque. Bajo su dominio viven dos guerreros entrenados juntos desde chicos que en la adultez tienen los portes de Chris “Thor” Hemsworth y Jessica Chastain. El primero no anda con un martillo mágico, pero sí con un hacha con la que puede hacer prácticamente cualquier cosa, y la segunda domina el arco y la flecha como pocas. Ante la certeza de que están enamorados hasta el tuétano, Freya no tiene mejor idea que boletearlos. Aunque al final no: siete años y todos los sucesos del film anterior después (muerte de Ravenna, asenso de Blancanieves al trono), la parejita se reencuentra para ir en busca del espejo. Espejo que antes devolvía una imagen igual de deformada que la película y ahora una borrosa…igual que la película. Hija dilecta del concepto narrativo maximizado por El señor de los anillos –gente caminando en un bosque fantástico y sorteando distintas adversidades–, El cazador… olvida el ritmo avasallador de la primera película para terminar siendo un –otro– demasiado modesto relato de aventuras.
Cuando los lindos y las lindas también sufren Director de varias de las comedias románticas más icónicas de los 90 (Mujer bonita, Frankie y Johnny, Novia fugitiva), Garry Marshall sigue cumpliendo con obstinada perseverancia la que parece ser su misión en el mundo. Esto es, reunir en cada película una cantidad mayor de celebridades con el objetivo de mostrar que los lindos y las lindas también sufren. Los de su anteúltimo trabajo, Año nuevo, lo hacían por la falta de una media naranja en vísperas de la medianoche del 31 de diciembre. Las de Enredadas... pero felices! (sí, el horroroso título local incluye puntos suspensivos y sólo el signo de exclamación de clausura), en cambio, por el sinfín de complejidades que conlleva la maternidad. Complejidades operativas, pero sobre todo emocionales, bien en línea con la inminencia del Día de la madre. Que esto último no obligue a mirar el calendario: en Estados Unidos -y, por ende, en todo el mundo del cine- la celebración es el segundo domingo de mayo y no el tercero de octubre, tal como ocurre aquí. El procedimiento podría reducirse a imaginar una de esas comedias leves –levemente dramáticas, levemente humorísticas, levemente todo– compuestas por microhistorias entrelazadas que suelen trascurrir en Nueva York o Los Angeles en plena época de San Valentín o Navidad, pero situándola en Atlanta unos días antes del de la Madre. Las piecitas del rompecabezas presentan las variaciones de rigor que el cambio de los vínculos de pareja por los maternofiliales impone. Así, el listado de estrellas que se agrupan en pantalla durante casi dos horas incluye a Jennifer Aniston como una madre divorciada y autosuficiente enterándose que su ex está en pareja con un camionazo de veinticortos; a una Julia Roberts con peluca carré en plan vendedora televisiva de artículos varios; a Kate Hudson enfrentándose a la inesperada visita de sus padres recontra texanos (y rednecks, por extensión) que no saben que está casada con un indio y que la otra hija es lesbiana; a esa muñequita de torta que es Britt Robertson como una primeriza que duda de los sentimientos a su chico, y a Jason Sudeikis lidiando con dos hijas después de la muerte de su esposa militar (¿?). El índice de lindura por escena alcanza niveles estratosféricos cuando Robertson, Aniston y Hudson coincidan en un parque junto a sus vástagos. De allí en más, nunca quedará del todo claro si Enredadas es una película, la publicidad trasnacional de un banco o la más lisa y llana concreción de la dominación aria. Situadas casi siempre en casonas de ensueño y pletóricas de imágenes diáfanas, las historias irán entrelazándose con la habitual solvencia del cine de Hollywood, hasta arribar a una sucesión de desenlaces hilados por la salvaguarda y/o redención de todos los protagonistas.
Infancia custodiada Emotiva reconstrucción de las historias de vida de los hijos de guerrilleros que vivieron en La Habana mientras sus padres participaban en la "Contraofensiva" montonera. La guardería a la que refiere el título no es igual a todas. Por el contrario, fue consecuencia de un tiempo y espacio específicos, ojalá irrepetibles. Durante la dictadura, un grupo de niños de entre seis meses y 10 años, todos hijos de militantes montoneros, fueron dejados en una casa especialmente adecuada de La Habana con el objetivo de protegerlos de la persecución militar mientras sus padres encaraban la llamada "Contraofensiva". El film de Virginia Croatto –una de esas niñas- recupera la historia de ese establecimiento mediante los testimonios de aquellos niños devenidos en adultos y de quienes en su momento dedicaron su tiempo a cuidarlos. La guardería es un documental que destina casi la totalidad de sus 70 minutos a escuchar, a atender y cuidar los sentimientos de los oradores, a proponer la reflexión del espectador antes que a servirle respuestas en bandeja. Hay, es cierto, algunos excesos musicales o una última escena que subraya demasiado aquello que ya había quedado claro, pero La Guardería terminará convirtiéndose en una película pequeña, honesta y, en sus mejores momentos, sinceramente emotiva.