Navegando en aguas tormentosas ¿Qué hubiera pasado si la dirección de Horas contadas recaía en, pongámosle, Alejandro González Iñárritu? El grado de incerteza que conlleva la puesta en marcha de una ucronía no impide figurar el mastodonte lleno de prodigios técnicos y reflexiones filosóficas y religiosas que el flamante doble ganador del Oscar hubiera moldeado de haber tenido en su poder una materia prima que se presentaba con amabilidad para un festín temático (la posibilidad de la muerte, el enfrentamiento con la naturaleza, los traumas del pasado manifestándose en el presente, la camaradería) y sobre todo audiovisual (medio barco petrolero flotando a la deriva en un mar embravecido, olas de decenas de metros y una tormenta digna del fin del mundo). Pero a no alarmarse: Horas contadas no está al mando de un grandilocuente y megalómano, sino de un laburante raso como Craig Gillespie. Que no será un artesano ni mucho menos, pero sabe generar el efímero placer de un relato armado con una competencia, prolijidad y funcionalidad de efectos especiales casi perimidas en las superproducciones de esta era de tanques y superhéroes.Tanto o más predecible que el premio a DiCaprio, Horas contadas es quizá la película con menos subtexto de la cartelera comercial de estos días, casi un bálsamo de levedad en un panorama de trascendencia oscarizable. No hay nada detrás de esta historia sobre el rescate de una embarcación petrolera a la deriva en medio del océano a cargo de una pequeña embarcación manejada por un pobre oficial de la Guardia costera (Chris Pine), atribulado por un error reciente, y sus tres súbditos tan inexpertos como cargados de valor. Mejor dicho, nada que lo vincule con el mundo real. Más allá de que se trata de un hecho verídico, el relato es, pues, una fábula de hombres que intentan hacer su trabajo de la mejor forma posible y superan las adversidades gracias a las bondades del compañerismo, la responsabilidad y la solidaridad. Como Spotlight, pero con más épica, inocencia y despliegue audiovisual. La diferencia, en todo caso, es que los personajes de la ganadora del Oscar son comunes y corrientes, mientras que los de aquí están ornamentados con detalles demasiado sobreescritos –los marineros principiantes, el asistente desconfiado, la mujer incondicional– que empardan su gesta a lo heroico.Gillespie y los tres guionistas puntean las cuerdas emocionales con deliberado cálculo y solvencia, oscilando entre las acciones dentro de la embarcación en emergencia y la que va en su rescate con medida regularidad. La cúpula creativa tiene, además, plena conciencia de los puntos más flojos del relato. En particular Chris Pine, a quien rodean de una historia romántica que sostiene el peso de una empatía que la inexpresividad del actor no puede soportar. Su futura esposa propone un anclaje almibarado, casi al borde la estilización romántica de una adaptación de Nicholas Sparks, que encarna la humanidad de un film que, a diferencia de sus personajes, rehúye a las expediciones a ciegas. Lo de Horas contadas es, en todo caso, un paseíto en catamarán con amarre seguro en un puerto de aguas calmas.
El gran golpe de los sudacas en España La última entrega de los Premios Goya será recordada en estos pagos por las estatuillas a Ricardo Darín y a El clan. Para los españoles, en cambio, lo será por haberse tratado de una de las ceremonias más politizadas que se recuerden, con varios discursos venenosos, incluido el del protagonista de El secreto de sus ojos, disparados a la cabeza de los encargados de comandar la suerte del país ibérico. En ese sentido, no parece casual que varios de los films más nominados de aquella noche reflejaran ese enojo mediante el agregado de elementos críticos de la coyuntura a los habitualmente clásicos núcleos argumentales que tanto agradan a los académicos. 100 años de perdón no participó de la gala, pero, de haberse estrenado unos meses antes, tranquilamente podría haberlo hecho. Al fin y al cabo, este nuevo policial de la cada día más aceitada y redituable asociación artística y económica entre Telefe y la productora KyS con estudios españoles intenta colar amargura y desencanto –con el sistema, con la clase política, con los responsables de la economía– a una base narrativa conocida por el gran público.La búsqueda de un anclaje se patentiza desde una de las primeras escenas, aquella que muestra una arquetípica fauna de hombres y mujeres de clase media negociando la ejecución de sus hipotecas con los empleados de un banco valenciano. Las respuestas son negativas, lo que marca que para el film de Daniel Calparsoro los “malos” ocupan escritorios y visten trajes. Esa misma mañana, un grupo de ladrones entra al edificio dispuesto a vaciar las cajas de seguridad y después huir con un par de gomones por los desagües pluviales. Si la metodología suena conocida se debe a que es un calco a la del robo al Banco Río de Acassuso en enero de 2006. Las referencias no terminan ahí: el líder de la banda (Rodrigo de la Serna) es apodado El Uruguayo, igual que su colega rioplatense Luis Mario Vitette Sellanes.La diferencia es que El Uruguayo de aquí y los suyos saquearon cajas al voleo. Los de 100 años de perdón, en cambio, apuntan directo a una que alberga información política de potencial radiactivo si cayera en manos incorrectas. ¿Casualidad o premeditación? Uno los asaltantes (Luis Tosar) no es partidario de la primera teoría, sobre todo porque un pasado en común con El Uruguayo lo condena. El resto (Joaquín Furriel y Walter Cáceres, que tiene una argentinidad for export sacada de Caminito) irá descubriendo las auténticas intenciones a medida que avance el relato. Y vaya si lo hace: de los vaivenes internos del grupo a las vicisitudes de manual para la concreción o no del golpe (la negociación, el vínculo con los rehenes, algunos imprevistos logísticos de último momento) pasando por la reacción de la clase política ante el peligro del carácter confidencial de la información de la caja, el ritmo es puro vértigo.Igual que Séptimo y Tesis de un homicidio, dos de los referentes más cercanos de la asociación binacional, 100 años... exhibe un acabado técnico y un conocimiento de los mecanismos narrativos a la hora de sostener el suspenso y la atención del espectador dignos de manos expertas. Tan expertas que le cuesta despegarse de ellas, recortando sus posibilidades de levantar vuelo propio. El arco de la amargura, que arranca como tema y termina como elemento casi decorativo, muestra que Calparsoro está conforme con el modesto logro de redondear uno de esos buenos productos industriales que se disfrutan durante la proyección y se olvidan antes de la primera porción de pizza.
Algo huele mal en Dinamarca Una lograda incursión en el drama familiar con elementos terroríficos que dialoga con la notable Criatura de la noche. El cine de género sigue luciendo en los países nórdicos. La transformación de un humano en apariencia común y corriente en un ser monstruoso es una de las grandes recurrencias del cine. Lo que no es tan recurrente es la forma seca, distante, moralmente oscilante y tan poco apegada a la generación de sustos gratuitos que elige Cuando despierta la bestia para aproximarse a una materia prima mil veces explotada. Dirigido por el danés Jonas Alexander Arby, el film transcurre en una isla escandinava gélida, grisácea e inquietantemente ominosa. Allí vive una chica de 16 años cuya madre padece una extraña enfermedad que la postró en una silla de ruedas, mientras que el padre hace lo que puede para lidiar con la adolescencia de una y los cuidados a la otra. La vida apacible de la protagonista muta por otra cuando descubra los primeros síntomas de que es efectivamente ella la bestia que despierta referida en el título. Lejos del efectismo más vacuo de nueve de cada diez películas del género estrenadas en la Argentina, Cuando despierta la bestia está más cerca de un drama familiar sobre el debilitamiento de los cimientos de lo conocido y el temor a lo que vendrá que del terror convencional, con la idea de la transformación como carga. En ese sentido, el film dialoga, tanto por tono como por tema, con Criatura de la noche, del sueco Tomas Alfredson. Lo monstruoso está en todos lados, pero -parece- atiende en Escandinavia.
El ridículo abrazado con firmeza Desde su estreno en 2006, 300 se convirtió en un repentino tío millonario al que le vienen brotando sobrinos hasta debajo de las piedras. Conan el bárbaro, Príncipe de Persia, Furia de Titanes, Inmortales y las series Spartacus y Roma son algunos de los al menos quince títulos que no dudaron en tomar la geografía artificiosa, la estilización formal, la cámara lenta, la ubicuidad de la testosterona, los bíceps digitalizados y/o la cultura del aguante del film de Zack Snyder para, variaciones de distinto grado mediante, convertirlas en sus cartas de presentación. El homenaje –o liso y llano choreo, según se prefiera– de Dioses de Egipto llega hasta la apropiación de un Gerard Butler con los ojos desorbitados y la voz gutural de su recordado Leónidas, como si el tipo hubiera desayunado nafta súper en lugar de café con leche durante toda la década.El tono de esa actuación se corresponde con un film que no sólo no le teme al ridículo, sino que elige abrazarlo con firmeza y decisión. Lo que no está necesariamente mal, por cierto, ya que si hay algo con lo que este tipo de producciones suelen enlodarse es su tendencia a caer en él aun cuando no sea el camino voluntariamente elegido. El problema es que no hay nada más allá de eso. Sólo así se entiende que en apenas veinte, veinticinco minutos pase de todo. “Todo” nunca aplicado tan literalmente como aquí. A saber: el dios Horus (Nikolaj Coster-Waldau, de Game of Thrones) está a punto de ser nombrado Rey por su padre cuando, en medio de una gran fanfarria, llega el tío díscolo Set (Butler) dispuesto a quedarse con el trono. La pelea sucede con ambos transformados en Caballeros del zodíaco y concluye con el sobrino desterrado y sin ojos.Por ahí anda también un punga medio picarón y felizmente enamorado de su novia devenida en esclava durante el régimen de Set. Años y una serie de sucesos después –siete minutos por reloj–, él va en busca del rey sin corona para que ocupe el lugar que legítimamente le pertenece. Atolondrada y absolutamente despreocupada por cualquier cosa que huela a coherencia, Dioses de Egipto también incluye el trasplante de un cerebro azul, una pulsera de oro mágica, peleas en el mundo de los muertos, víboras gigantes que escupen fuego (no, no son dragones), hipnosis mediante ojos bicolores, seres mitológicos con músculos tamaño Vin Diesel y, la cerecita del postre, un Geoffrey Rush peladísimo interpretando a Ra desde una nave Enterprise pre-cristiana.
Sólo una banda de buenos muchachos El nuevo mastodonte del director de la saga Transformers celebra sin culpa a un grupo de simpáticos mercenarios estadounidenses. Un episodio de South Park plantea un inminente ataque aéreo terrorista sobre el pequeño pueblo de Colorado. Las autoridades, atónitas ante tamaño desafío y ávidas de un plan de defensa, abren una ronda de consultas con personalidades de Hollywood a la que asiste, entre otros, Michael Bay. En su propuesta gesticula aviones, tanques, autos derrapando, tiros y explosiones, muchas explosiones. “Pero no son ideas, son efectos especiales”, refutan los oyentes. El realizador duda, y responde: “Es que no entiendo la diferencia”. Basta haber visto una –o media– película del responsable de La roca, Bad Boys, Armageddon, Pearl Harbor y la saga Transformers para darle la razón a los creadores de la serie animada. Visual y sonoramente grandilocuente, acérrimo defensor del montaje frenético a como dé lugar, directo y grasoso como ninguno, el hombre de los metrajes kilométricos (la duración promedio de sus doce largometrajes es de 146 minutos y medio) cuenta más o menos lo mismo: Estados Unidos es acechado por el Mal –un meteorito, los japoneses, máquinas o lo que sea– y los protagonistas de turno –astronautas, dos jóvenes soldados enamorados de la misma chica, robots de otro planeta o quien sea– marchan hacia el destino manifiesto e inexorable de salvaguardar el honor, la libertad y la democracia norteamericanas. Y con eso, claro, a todo el mundo.Los contratistas al servicio de la CIA deben defender las barras y estrellas en Libia 2012.Los seis personajes principales de 13 horas: los soldados secretos de Bengasi (soldados secretos: contratistas al servicio de la CIA, según el diccionario de titulación eufemística de Bay) no son la excepción. Por el contrario, son buenos, devotos padres de familia y tienen un amor hacia la patria inversamente proporcional a la capacidad para problematizar sus acciones. Acciones que consisten en reforzar con balas y por izquierda lo que la Agencia no puede hacer por derecha durante su intervención en Libia, en 2012. En ese contexto, la caída de Gadafi empujó a la ciudad de Bengasi a una guerra civil cuyo blanco predilecto es, obvio, cualquier cosa que tenga una bandera con bastones rojiblancos horizontales y estrellas. Y una embajada provisoria y un comando de operaciones llenos de funcionarios y sin reconocimiento público son demasiado tentadores como para que el salvajismo bárbaro africano no vaya por ellos.Bay presenta a sus hombres de la misma forma que muestra el ataque y posterior defensa de la Embajada: indiferenciando supuestos momentos de tensión dramática de aquellos abocados a la acción pura y cortando y pegando imágenes con tal grado de velocidad que imposibilita cualquier intento de ubicación y entendimiento de las escenas.
El legado de Pino Un documental con material valioso, pero que se pierde en parte por el excesivo didactismo y protagonismo de su director. Más de dos años después de La guerra del fracking, Pino Solanas vuelve al ruedo con uno de los documentales más personales y, al menos en un principio, alejado de la coyuntura de su carrera, construido sobre la base de las charlas y grabaciones inéditas que el referente de Proyecto Sur y Octavio Getino realizaron con el líder justicialista en Puerta de Hierro en 1971. Filmada en la residencia que Perón y Evita construyeron en San Vicente en 1947, El legado estratégico de Juan Perón (título de paper de Ciencias Políticas, si los hay) se propone recorrer el pensamiento y los momentos más importantes de la carrera política del líder justicialista. Pero la idea de “Perón x Perón” queda rápidamente de lado cuando Solanas empiece a priorizar su figura por sobre la del supuesto protagonista. Y este es justamente el principal problema del film. Los últimos trabajos de Solanas, con excepción de la notable La próxima estación, exhiben una preocupación mayoritaria por el aspecto contenidista antes que formal, y El legado… no sólo no es la excepción, sino más bien su afirmación absoluta, ya que su parte más jugosa es justamente aquella en la que el viejo líder reflexiona acerca de las acciones de su gobierno ante los jovencísimos Solanas y Getino, por entonces referentes ineludibles del cine argentino gracias al Grupo Cine Liberación (venían de consagrarse en 1968 con La hora de los hornos). El problema es que el valor histórico de ese material (que formó parte de La revolución justicialista y Actualización política y doctrinaria para la toma del poder) no termina de explotar debido a algunas decisiones formales, sobre todo en el ámbito expositivo. Nadie duda –o al menos no quien escribe- sobre los conocimientos de Solanas acerca del movimiento y su máximo referente, pero de allí a ponerse en el rol de docente ficcionalizando charlas ante los jóvenes integrantes del equipo técnico, tal como ocurre sobre todo en la segunda mitad del metraje, hay un largo, larguísimo trecho. Así, El legado… termina siendo menos un diario histórico sobre aquellos encuentros con Perón que un manifiesto sobre lo que el director de Memorias del saqueo cree que es Perón, cuáles son sus implicancias y quiénes supieron aplicar sus bases políticas. Entre ellos no están ni Menem ni los Kirchner, como bien se encarga de aclarar en la última y burdamente editorializada parte del metraje. Para un peronista, parece decirnos el film, nada mejor que un Solanas.
Busco mi destino Esta road movie ambientada en el norte argentino y en escenarios naturales de Paraguay y el Mato Grosso brasileño constituye un valioso debut de este egrasado de la FUC. El hombre viaja rumbo a Brasil con una bolsa repleta de dinero. Tal como ocurre con El hijo perdido, otra de las películas presentadas en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata 2014, Pantanal es una road movie en la que impera el misterio, los silencios y la búsqueda de invisibilidad ¿Para qué viaja? ¿Quién es el destinatario de esa suma? ¿Quién es el protagonista? Sobre esas preguntas y sus potenciales respuestas girará el debut en el largometraje de Andrew Sala, cuyo guión fue escrito en pleno proceso creativo, a medida que el equipo técnico y artístico avanzaba acompañando el transitar de los actores. Más allá de ciertos vaivenes dilatados y faltos de concentración narrativa, Pantanal se sigue con interés gracias a la utilización de un doble punto de vista que alterna entre el acompañamiento al protagonista y el de una cámara-investigadora que le sigue los pasos. Eso y, también, saber más, o al menos algo, acerca del misterioso viajante.
Los oscuros secretos de la NFL Will Smith es Bennet Omalu.El médico forense nigeriano Bennet Omalu sacudió los cimientos del popularísimo y multimillonario negocio del fútbol americano y arrinconó contra las cuerdas a la poderosa entidad que lo regentea, la NFL, cuando, a raíz de la investigación de las causas de la muerte de una ex estrella de los Pittsburgh Steelers en 2002, descubrió que estrolar la cabeza una y otra vez durante décadas de carrera profesional destruye el cerebro de los jugadores, empujando a muchos de ellos a una locura sin retorno. Al principio, claro está, todos los miraron de reojo: nadie, ni mucho menos un extranjero, ni mucho menos un extranjero africano, ni mucho menos un extranjero africano y negro, debía meterse con un deporte constitutivo de la identidad estadounidense. Lo presionaron, lo persiguieron, lo arrinconaron, pero el tipo siguió adelante hasta que más o menos le dijeron que sí, que un poco de razón tenía. Vale preguntarse, entonces, por los motivos de semejante patriada. La respuesta es que Omalu quería ser un buen ciudadano de la tierra de George Washington. O al menos eso transmiten las dos horas de esta enésima visita a la historia del héroe anónimo enfrentándose al sistema que es La verdad oculta.Basado en un artículo de Jeanne Marie Laskas para la revista GQ y en el libro de esa periodista sobre esa investigación, el film de Peter Landesman fue catalogado como una de las grandes omisiones de la próxima entrega de los Oscar; pero lo cierto es que, al menos por una vez en la vida, los electores tuvieron razón. Aunque quizá no haya primado un criterio artístico sino otro económico, por el cual nadie estuvo demasiado dispuesto a darle más circulación a un film que tematiza los mecanismos espurios de un universo cuyo alcance masivo es utilizado asiduamente por Hollywood: basta ver los trailers emitidos en el último Super Bowl (la gran final de la liga) para comprobarlo. El propio film es consciente de esa encrucijada, y apuesta a un tono más bien acrítico que prioriza el costado melodramático de las consecuencias de la investigación (los temores de su mujer, las amenazas de deportación, las llamadas anónimas con insultos) por sobre la investigación en sí, ubicándose lejos tanto de la frialdad detectivesca y empresarial de El informante, de Michael Mann, como de la corrección política de Erin Brockovich, de Steven Soderbergh.Así, simplificada y dispuesta a no herir susceptibilidades ni intereses de ningún tipo, La verdad oculta hace del enfrentamiento casi solitario de Omalu (Will Smith, en una sobreactuación que pedía a gritos una nominación) contra una corporación con tentáculos infinitos una somera entronización de la bonhomía inherente a todo norteamericano que se precie de serlo. Más allá de todos los contratiempos, las cosas le salieron bárbaro: las placas negras que clausuran el relato aseguran que los jugadores siguen muriéndose y la NFL entrega enormes sumas de dinero a las víctimas a cambio de silencio, pero también que Omalu consiguió su tan ansiada ciudadanía.
Eramos tan jóvenes... Esta coproducción entre Ecuador y Argentina propone un sensible relato de iniciación juvenil en los años '80. Las casualidades de la distribución hacen que este jueves 18/2 se estrenen dos films producidos con fondos argentinos y ecuatorianos: Saudade y 87. Dirigido y escrito a cuatro manos por Daniel Andrade y Anahí Hoeneisen, el último de ellos es un retrato –y relato– sobre el fin de la adolescencia cálido e íntimo pero que, sobre la mitad del metraje, muta su sensibilidad para coquetear con el suspenso, esfumando parcialmente los logros previamente construidos. La película comienza con el regreso de Pablo a Ecuador después de quince años de vivir en Buenos Aires, de donde habían huido sus padres cuando él era chico en circunstancias que el film no aclara, pero que remite a un exilio forzado a raíz de la Dictadura. La búsqueda y el reencuentro con Andrés marcarán el puntapié para una serie de flashbacks situados en el año del título, cuando ellos compartían sus tardes con Juan y Carolina. Andrade y Hoeneisen hacen de ese pasado un relato de iniciación, con los chicos inmiscuyéndose en travesuras, picardías e inicios amorosos, todo mostrado con sensibilidad y una bienvenida cercanía emocional a todos ellos. Pero, a medida que avanzan los minutos, empezará a asomar la punta de un hecho traumático que quebró la relación del grupo y, con eso, el relato se moverá hacia el suspenso. El retaceo inicial de esa información habla de un film que intenta hilvanar dos vertientes narrativas, pero que por momentos coquetea con la manipulación del espectador.
Disney con sabor a Pixar La interrelación entre ambos estudios llega a su máxima expresión en esta inteligente y sofisticada comedia animal. Muchas veces se ha hablado de los cambios de Pixar desde su incorporación a la órbita de Disney en 2006. Pero poco del camino inverso: esto es, de cómo las particularidades creativas del estudio del velador saltarín supo enquistarse en el núcleo de los productos animados de la casa de Mickey. Separados por poco menos de tres meses, los estrenos de Un gran dinosaurio y Zootopia muestran que la retroalimentación ha llegado a uno de sus puntos máximos: si la primera, por tono y público al que apunta, es la película de Pixar más “Disney”, la segunda es la de Disney más “Pixar”. La protagonista de Zootopia es Judy Hopps, una conejita que sueña con ser policía en la ciudad del título, donde todos los animales conviven en paz. El problema es que Judy es diminuta en un entorno de uniformados tamaño búfalo y elefante, por lo que es marginada a tareas de tránsito. Allí conoce a Nick Wilde, un zorro pícaro, sobrador, canchero y chamuyero (¡¿por qué no lo llamaron a George Clooney en lugar de Jason Bateman para que le pusiera su voz?!) con quien terminará involucrada en un caso policial cuyos detalles conviene no revelar. Zootopia tiene la velocidad, el humor (la escena de los perezosos es extraordinaria), la capacidad creativa, uno de los temas recurrentes (la pérdida de la inocencia), los personajes verborrágicos y simpatiquísimos aun contra su voluntad e incluso cierta oscuridad de una de Pixar. Pero también un subtexto complejo, solapado bajo el lustroso diseño arquitectónico de la megalópolis animal. Así, la suerte de conciliación entre predadores y presas en pos de un objetivo mayor (la convivencia en armonía) bien puede prestarse a interpretaciones sociales y políticas relacionadas con el mundo actual (las diferencias racionales en Estados Unidos, la más evidente) que el film de Byron Howard, Rich Moore y Jared Bush tiene el atino de nunca subrayar. Sin embargo, aun siendo inteligente y, por qué no, sofisticada, Zootopia elige recordar(se) que es un producto Disney cuando en algunos momentos entronice los valores de la familia y fuerce las situaciones para amarrar su desarrollo en un puerto feliz. Desenlace que deja todo abierto para una secuela en la que, ojalá, Pixar meta todavía un poco más la cola.