Otra de valientes soldados en problemas Es difícil arriesgarlo con el diario del lunes –o del jueves, en este caso–, pero si El sobreviviente se hubiera realizado en el momento apropiado, se hablaría aquí de una película quizás no buena, pero sí al menos interesante, sintomática del estadio emocional de la sociedad que la concibe. Pero el opus siete de Peter Berg (con el directo a DVD El reino como principal antecedente en el cine de acción) llega con el 2014 ya instalado, convirtiéndose así en un film cargado de un espíritu ontológicamente caduco debido a la contingencia actual del mundo audiovisual y “real” circundante. Porque pasó mucho cine dispuesto a poner en perspectiva las causas y consecuencias de la patriada bélica en Irak y Afganistán (desde Redacted hasta La ciudad de las tinieblas, pasando por el díptico de Katryn Bigelow Vivir al límite y La noche más oscura) y, por sobre todo, porque la guerra contra el terrorismo iniciada después del 11 de septiembre ya no es aquello que supo ser hace ocho, nueve años atrás: un film cómodamente asentado en el maniqueísmo y la exaltación del espíritu sacrificado de los Seals deja resabio a poco y, fundamentalmente, a viejo. Lo anterior, no quita, sin embargo, que El sobreviviente funcione, al menos en sus mejores momentos, como una buena película de acción con un inusitado grado de fisicidad. Porque aquí los golpes duelen, y cómo. Pero para eso primero hay que soportar una larga secuencia inicial compuesta por filmaciones de entrenamientos reales, paradigmas de la camaradería y la autosuperación implicada en la pertenencia a la elite armada, además de la introducción personalizada de cada uno de los integrantes del grupo, cada cual más arquetípico que el anterior: el esposo devoto que llama a su casa, el novato dispuesto a todo con tal de empuñar la M-16, el superior a cargo copado pero responsable, etcétera. Ellos serán los encargados de llevar adelante una operación a priori sencilla: matar a uno de los tantos líderes talibán que pululan por el lugar. Líder talibán que es, por norma tácita, un ser despreciable y digno del escarnio yanqui, capaz de masacrar civiles sin prurito alguno. El asunto se complica, claro está, y más pronto que tarde ellos estarán perdidos y aislados en un paisaje inhóspitamente selvático y rocoso. El grupo vagando en un terreno desconocido, temeroso ante la certeza de un ataque, le permite a Berg crear una tensión por la latencia de lo que vendrá antes que por la aislación presente. Después, lo inevitable: el rodeo de los enemigos, la caída progresiva de los soldados con discursitos de despedida acordes, la aparición salvadora de un civil más bueno e incondicional que Lassie y la supervivencia del líder del equipo, interpretado por un Mark Wahlberg al que la comedia canchera le sienta demasiado bien como para andar tan serio y moralista por la pantalla.
“Rápido y furioso” le saca ventaja Ya era raro que en plena época en la que cualquier best seller adolescente, juguete, serie y/o juego de PC puede adaptarse a la pantalla grande, nadie se hubiera fijado en la saga Need for Speed. Hasta que alguien entrevió el negocio detrás y lo hizo. El problema del traspaso al cine del simulador de carreras de autos más famoso del mundillo gamer, creado a mediados de los ’90 por la compañía EA Sports, es justamente ese: la obviedad de la concepción mercantilista, la creencia en el poder de atracción y evocación de una marca reputada como título, el consecuente descuido por las formas ejemplificado en una narración espástica y una serie de escenas de acción que de acción tienen poco y nada, la marginación de la esencia de la materia basal. Porque una adaptación de este tipo pedía a gritos un grado de octanaje, fisicidad y explosividad que aquí no hay. Lo que hay, en cambio, es una historia de revancha con un dramatismo de pacotilla insuflado a fuerza de música y sobreactuaciones, que comienza con el hijo (Aaron Paul en plan emo símil Jesse Pickman) de un reconocido piloto recientemente fallecido a punto de perder su taller mecánico por una deuda a priori imposible de saldar. Esto hasta que otro piloto, ex amigo devenido en traidor, le ofrece un negocio imposible de rechazar: reparar –y tunear– un poderoso Ford Mustang. Y de paso arreglar viejas diferencias pisteando un rato. El malo es tan pero tan malo –el maniqueísmo es norma– que no vacila en generar un accidente fatal para uno de los buenos, empujando al protagonista a la cárcel. Dos años después, y a más de una hora de los créditos iniciales, llega, al fin, el planteamiento del conflicto central: ver quién la tiene más larga corriendo en una prestigiosa carrera de autos lujosos. Carrera que se disputará exactamente en la otra punta del país, convirtiendo al film en una road movie. Dirigida por el desconocido Scott Waugh (su único antecedente es la patriotera y aquí inédita Acto de valor), NFS luce anacrónica y envejecida, sobre todo a causa de la autoconciencia emanada por la saga Rápido y furioso. Es cierto que en ambos casos la hidalguía se emparda con la capacidad de maniobra y las cosas se arreglan con hechos detrás del volante antes que hablando, pero mientras Vin Diesel y el resto de la troupe se pasean con gracia y despreocupación en películas vaciadas de cualquier sentido más allá de la pulsión física del destroce de fierros, el ex Breaking Bad y sus camaradas lo hacen apresados en el psicologismo barato de una serie de sucesos traumáticos de cajón según los cuales la conducción es un medio expiatorio antes que un fin en sí mismo. Aburrido y eterno (¡130 minutos!), el film preanuncia, desde su mismo título, cuál es su principal necesidad insatisfecha.
Yo fui testigo... Mika Feldman nació en 1902 en Santa Fe. Con apenas 19 años, participó en las huelgas de la Semana Trágica, signo inequívoco de su involucramiento con grupos e ideales anarquistas. Ideas más o menos parecidas a las que tenía Hipólito Etchebéhère, con quien compartiría un viaje a Europa. Primero, recalaron en Berlín, después en París y finalmente en España. Allí llegaron en 1936, pleno albor de la Guerra Civil, donde ambos se alistaron con los republicanos. Él cayó en la batalla, pero ella no sólo sobrevivió a la guerra, sino que más de dos décadas después participó en el Mayo francés. La historia de la particular pareja es el eje central de Mika, mi guerra de España. Dirigida a cuatro manos por Fito Pochat -quien además es el sobrino nieto de Hipólito- y Javier Olivera, la película asienta sus bases sobre un recorrido cronológico por la vida de ella, centrándose particularmente en la experiencia española a través de jugosas imágenes de archivo y fragmentos de la autobiografía de Mika escrita en 1976 -y que Eudeba reeditará en estos días- recitados por Cristina Banegas. A todo esto se suma la presencia de uno de los sobrinos del matrimonio mostrando cómo está la realidad española actual y cuánto quedó -o no- de aquellos ideales pregonados por Mika e Hipólito. El film tiene los mismos defectos y virtudes de gran parte de los documentales nacionales estrenados en los últimos años. Esto es: un formato más cercano al televisivo que al cinematográfico, una puesta en escena más bien descuidada y una narración clásica y sin demasiado riesgo; pero al mismo tiempo posee la capacidad para auscular en los recovecos de los libros para dar con historias tan pequeñas como interesantes. En ese sentido, Mika, mi guerra de España alcanza su cometido de difundir la historia de un matrimonio que atravesó gran parte del siglo pasado sin negociar sus ideales.
Ahora la siguen, pero en el agua Pasaron poco más de siete años desde el estreno de la primera 300, toda una vida en la cronología de una industria rápida de reflejos para referenciar –o chorear– a cuanta fórmula exitosa ande dando vueltas como es Hollywood. Y con ésta lo hizo duro y parejo: desde 2007 pasaron al menos diez o doce películas y un puñado de series (de Inmortales y las dos Furia de titanes a las recientes La leyenda de Hércules o Pompeii, la furia del volcán, pasando por las televisivas Roma y Spartacus) que no dudaron en tomar la geografía artificiosa, la estilización formal, la cámara lenta, la ubicuidad de la testosterona, los bíceps digitalizados y/o la entronización de la cultura del aguante para reconvertirlas en sus propias cartas de presentación. Esto, obvio, sin un ápice de sonroje. La ejecución de una secuela de 300 era, entonces, una fija para cualquier productor más o menos avezado, a no ser por el pequeño detalle histórico de que los persas se comieron crudos a Leónidas y su séquito de espartanos en la Batalla de las Termópilas. Los guionistas –y Frank Miller, autor de la novela gráfica original– sortearon el problema centrándose en las acciones ocurridas en las profundidades del Egeo, aunque pudieron hacer poco ante la tentación de reducir el film a una reiteración de las jugarretas visuales de su predecesora, maximizadas ahora por las bondades del 3D. Para colmo, aquí tampoco hay una claridad conceptual en los alcances de la historia, seguramente por la certeza de una saga inminente. Dirigido por Noam Murro y coguionado por el realizador de la primera, Zack Znyder, el film dedica sus primeras escenas a explicar los orígenes de Jerjes (Rodrigo Santoro), aquel gigantón dorado encargado de masacrar a los 300 espartanos. Explicación que después importa poco, ya que el eje narrativo recaerá sobre Artemisia (Eva Green), otra de las tantas descastadas sedientas de revancha que pululan en este tipo de films, cuya función aquí será la de liderar la invasión acuática persa a las tierras de los resistentes griegos comandados por Temístocles (Sullivan Stapleton), quien a su vez ve en la acción bélica un elemento potencialmente aglutinante para una comunidad dividida. Lo que vendrá durante una hora y pico es una sucesión de batallas marítimas cada cual más espectacular que la anterior, un bombardeo audiovisual de espadazos, sangre, gritos y frases motivacionales. Es cierto que 300 no ofrecía nada demasiado distinto de todo lo anterior, pero debe reconocérsele la búsqueda de un estilo propio y personal cuyo alcance, quedó dicho, se ha magnificado con los años. Znyder, además, dosificaba los recursos estilísticos y domaba el gigantismo de su película mediante una técnica tan simple y efectiva como mostrar con claridad quién pelea contra quién. El nacimiento de un imperio, en cambio, juega con esos naipes marcados apostando a la obviedad de sacarle la última gota de jugo a la cámara lenta. Y no mucho más que eso, porque aquí se trata de una seguidilla de imágenes en las que importa menos lo que ocurra dentro de ellas que el lucimiento técnico del dispositivo que las enlaza. En ese sentido, se está ante una secuela vertiginosa, intensa e incluso entretenida, pero que peca al no elegir el camino de la expansión, sino el de la mera replicación.
Terror a bordo: un policía anda suelto El director de La huérfana vuelve a mostrar su pulso firme para el cine de género, esta vez con un agente de seguridad aérea en la cabina de un avión amenazado. El problema surge cuando los traumas del pasado empiezan a pesar más que la acción. Non-Stop: Sin escalas tiene a un actor con las espaldas lo suficientemente anchas para bancarse un protagónico como Liam Neeson, quizá la sorpresa más grata del cine de acción en los últimos cinco años, rodeado aquí por un grupo de secundarios que, con plena conciencia de su condición, devuelven todas y cada una de sus paredes. Hay, también, un director con oficio y gran capacidad para naturalizar esas incoherencias propias de este tipo de películas (la señal de celular, en este caso), confiar en la potencia visual de la acción física y hacer de un avión aquello que verdaderamente es: un espacio claustrofóbico y opresivo, un mecanismo de relojería que no admite fallas. Todos elementos que a priori configurarían un muy buen thriller, pero que en este caso hacen uno que apenas aprueba raspando. ¿Por qué? Porque hay dos películas al precio de una, y la segunda borra con el codo todo lo anterior, minimizando el goce de una tensión generada con las herramientas más nobles del cine (movimientos de cámara, montaje, actuaciones convincentes) mediante la irrupción de ese virus que aqueja a nueve de cada diez películas de Hollywood, que es la justificación. Jaume Collet-Serra (el mismo de la notable La huérfana) conoce el potencial del film y decide explotarlo con una progresión digna del cine clásico. Clasicismo al que también podría pertenecer Bill Marks (Neeson), cuyo bagaje emocional y alcoholismo lo convierten en una figura de film-noir. La consecuencia de sus penas y vicios fue la degradación laboral de policía a agente de seguridad en vuelos internacionales. En uno de esos servicios, un mensajito de texto anónimo le anuncia las malas nuevas: cada veinte minutos morirá un pasajero hasta que no depositen 150 palos verdes. ¿Volver al aeropuerto? Imposible: el pájaro metálico está sobre el Atlántico y a diez kilómetros de altura. Para colmo, abajo nadie está muy dispuesto a creerle, sobre todo después de validar que la cuenta bancaria está a nombre de... Bill. La solución está, entonces, en buscar al potencial asesino. Búsqueda en la que vale todo. Incluso ultrajar azarosamente a cualquier pasajero y sospechar de todo aquel que se anime a exhibir su celular. El maltrato está amparado en el procedimiento de una institución policial regida por una doctrina cocinada al calor de la paranoia post 11 de septiembre. Collet-Serra conoce las coordenadas del paradigma del terrorismo ubicuo, pero jamás recarga las tintas sobre ellas. Por el contrario, elige exhibirlas desde sus consecuencias prácticas y cotidianas (la violencia como primer recurso) y no desde la ideología parlamentada. Hasta que, vaya uno a saber por qué, en la última media hora el director y sus guionistas cambian de idea. La solidez y claridad conceptual del film se empantanan cuando lo subrepticio emerge con la forma de elemento motivacional. Porque aquí nadie puede actuar de una determinada forma porque sí. Y sucede que Bill no se debe sólo a su oficio y formación, sino que el guión le suma uno de esos traumas familiares que tanto le gustan a Hollywood. Incluso los mismos pasajeros que sufrieron su prepotencia durante una hora y pico lo entenderán. Su compañera de asiento (Julianne Moore) devendrá de compinche a sospechosa en un segundo y volverá a su condición inicial después de confesar otro pasado tormentoso. Ni hablar de lo que queda para el desenlace. Pero eso ya es otra historia... y otra película.
Del thriller a la destrucción masiva ¿Qué sucedería si a las intrigas y tensiones de poder de Game of Thrones se le adosara el gigantismo grasoso y atómicamente destructivo de Roland Emmerich, todo maridado en la ligereza romántica de una de esas películas presentadas por Virginia Lago en Telefe, para luego servirlo con la seguridad narrativa de los mecanismos del género péplum? El resultado sería un plato multicolor parecido a Pompeii. La furia del volcán. O Pompeii, tal es su nombre original. El subtítulo local es uno de los actos de mayor explicitud argumentativa de los últimos años. Al fin y al cabo, se sabe que Pompeya fue aquella ciudad del Imperio Romano –hoy cercana a Nápoles– destruida por el flujo de lava ardiente después de la erupción del Vesubio hace poco menos de dos mil años. Pero ojo porque el film de Paul W. S. Anderson, reconocido por sus trabajos como guionista y/o director de la saga gamer Resident Evil, hace de ese hecho histórico anunciado un elemento dramático secundario pero latente durante más de una hora para focalizarse inicialmente en los comportamientos interesados de la clase gobernante. Hasta que lo latente deviene en manifiesto y, ahí sí, a romper todo. Dos películas al precio de una, entonces, es la oferta del día. El volcán estalló en el año 79 d.C. El film, sin embargo, comienza diecisiete años antes, cuando un ejército romano al mando de un general malísimo (un Kiefer Sutherland felizmente pasado de rosca) apela al supuesto alzamiento de una comunidad celta para descabezar a todos y cada uno de sus integrantes. Salvo a Milo, quien se salva gracias a una perspicacia poco habitual para un pibe de diez años. La maniobra es casi perfecta, a no ser porque alguien se aviva y lo pone como esclavo. Ya adulto, Milo (Kit Harington, el hijo bastardo del clan Stark en... Game of Thrones) es trasladado a Pompeya en una diligencia encabezada por la hija del líder local, quien le echará un ojo al súbdito cuando éste demuestre una particular ternura para romperle la cabeza a un caballero herido (¡!). Justo a esa ciudad, y justo en ese momento, llega un flamante senador del emperador. Senador que es, claro, aquel mismo militar que mató a la madre del protagonista años ha y que está allí para cualquier cosa menos para hacer amigos. “Algunos no están de acuerdo con el acueducto para modernizar la ciudad”, dirá el mandamás local (Jared Harris, el finado socio británico de Mad Men) para justificarle al funcionario el escaso apoyo popular ante su llegada. La frase es, además, un síntoma de que el arco narrativo de la primera hora estará marcado no sólo por la supervivencia del esclavo devenido gladiador en la arena, su creciente empatía con un camarada, que irá de posible verdugo a mejor amigo, y los acercamientos con su interés romántico, sino también por los comportamientos vaciados de motivaciones heroicas de los líderes. El resultado es, entonces, un film que campeará entre el revanchismo de Milo y una suerte de “thriller épico-político”, en la línea de las adaptaciones televisivas de los libros de James R. Martin. Eso sí, todo más lavadito, menos espeso. “¿Para qué complicar las cosas si todo terminará importando poco y nada cuando ruja la Tierra?”, habrá pensando Anderson. La media hora final es hija dilecta del cine de destrucción masiva de El día después de mañana y 2012, una proliferación de efectos visuales deliberadamente artificiales y construidos a puro CGI, con los edificios cayendo como castillos de naipes, cientos de piedras calientes agujereando e incendiando lo que encuentren a su paso e incluso un tsunami. Y en medio de todo, ella y él almibarando la tragedia con sus promesas de amor eterno.
Realismo mágico (y fallido) Protagonizada por un elenco rebosante de nombres conocidos (de Colin Farrell a Russell Crowe, de Jennifer Connelly a Will Smith), Un cuento de invierno comienza en 1895, cuando una pareja de inmigrantes rechazada en los Estados Unidos decide arrojar a su bebé en una pequeña balsa. Veinte años después, aquel niño flotante es ahora un ladrón (Farrell) en conflicto con su jefe (un Crowe aún más exagerado que en Los miserables pero que al menos no canta). Cuando el primero sea salvado por un caballo blanco volador y el segundo tenga una entrevista personal con el mismísimo Lucifer (“Lu”, para los amigos) quedará claro que la obviedad alegórica, lo metafísico y el misticismo serán unas recurrencias a lo largo de las siguientes dos horas. Más de 700 páginas, saltos temporales y una buena dosis de realismo mágico, entre otros elementos, hacían de Winter's Tale una de esas novelas a priori infilmables. Hasta que el veterano guionista neoyorquino Akiva Goldsman (Yo, robot, Soy leyenda) se animó no sólo a adaptarla, sino también a dirigirla. Había alguna posibilidad que el asunto saliera bien (lo mismo se decía de Cloud Atlas), pero el resultado es un pastiche de saltos temporales (de 2014 a 1895 y después a 1914 y otra vez a 2014), una película actuada a reglamento, melosa y más preocupada por mostrar que todo está conectado con todo que por construir una narración eficaz y coherente, una historia que toma a la fantasía como una carta blanca para torcer la lógica de su universo.
Un clásico para rápido consumo Es, quizás, una de las obras más adaptadas en la historia del cine. Desde aquella versión germinal de Georges Méliès de 1902 que hoy se considera perdida, Romeo y Julieta circuló, con mejores y peores resultados, por decenas de manos, marcando así un amplísimo arco de variantes estilísticas y narrativas. Los principales cuestionamientos ante una nueva aproximación al texto de William Shakespeare no deberían centrarse, entonces, en su pertinencia u originalidad. Sí en la predisposición del equipo artístico para comprenderlo, reinterpretarlo y a) devolver a la pantalla una versión personalizada, tal como hiciera el australiano Baz Luhrmann con su versión ultrapop de 1996, o b) aprehenderlo para respetarlo a rajatabla, camino elegido por Franco Zeffirelli en 1968. El problema de esta versión 2013 pasa justamente por la imposibilidad de vislumbrar alguna intención de distinguirse por sobre sus cuantiosos antecedentes, convirtiéndose en una de las tantas películas romanticonas y edulcoradas destinadas al público sub15 acostumbrado a las coordenadas simbólicas y narrativas de Crepúsculo. Producida con fondos provenientes de diversos países europeos (Italia, Suiza, Reino Unido), dirigida por un italiano (Carlo Carlei) y protagonizada por actores mayoritariamente británicos y norteamericanos, Romeo y Julieta quiere ser un regreso a los orígenes –gran parte del rodaje se realizó en Verona– pero rebajado para facilitar su consumo. Tanto que el guión de Julian Fellowes (reconocido por su trabajo en Gosford Park) prescinde de cualquier atisbo de pasión y complejidad emocional, convirtiéndose en una aproximación desangelada a la historia de amor entre los dos adolescentes (Hailee Steinfeld, de Temple de acero, y la reciente El juego de Ender, y Douglas Booth, peligrosamente parecido a Robert Pattinson) provenientes de familias históricamente enemistadas. El resto es historia archiconocida, con el flechazo de amor instantáneo, un intento de enganchar a la chica con un conde, la muerte fingida de ella, la muerte verídica de él, la muerte verídica de ella, todo narrado con automatismo, música incidental y diálogos que confunden literalidad con solemnidad.
Una aventura regional Coproducción argentino-peruana y ganadora del premio a la Mejor Película infantil en el BAFICI 2013, Rodencia y el diente de la princesa es una más que digna aproximación regional al cine de animación. Dignidad proveniente de su franqueza para definirse como una pequeña fábula infantil para chicos que evade guiños cancheros para adultos, además de una factura técnica correcta y consciente de sus limitaciones. La historia tiene como protagonista a Edam, un ratoncito inseguro de sus condiciones de mago que comienza un viaje con una ratoncita y un grupo de soldados con el fin de encontrar el diente del título. Si ellos no lo obtienen, caerá en manos de una malvada rata que aspira a dominar el reino de Rodencia. Con múltiples referencias a la cultura argentina y peruana, tanto desde su aspecto visual como desde los comportamientos de los personajes, la película de David Bisbano es un relato tan clásico como correcto en su elaboración, convirtiéndose en una buena alternativa a las producciones animadas norteamericanas.
Regreso con gloria Es bastante fácil darle duro y parejo a la Robocop de 1987: que es fascista, que endiosa a las fuerzas policiales, que se vanagloria en la idea de un Estado abusivamente controlador. Lo cierto es que el hombre robotizado es, junto con ese asesino de cualquier adolescente dispuesto a desviarse del camino del Bien que era Jason Voorhees, un reflejo fidedigno del barómetro político y social de la era reaganiana, construido sin jamás perder el humor y la autoconciencia de lo exhibido en pantalla. Basta recordar las publicidades apócrifas de juguetes y programas televisivos para comprobarlo. Para esto último debe tenerse en cuenta que detrás del asunto estaba Paul Verhoeven, un realizador que con los años cosecharía un CV pródigo en películas tan políticamente polémicas como satíricas en su núcleo duro. Por eso es que los temores ante la elección de José Padilha para llevar adelante la remake eran lógicos. Al fin y al cabo, el brasileño alcanzó el reconocimiento internacional con la para muchos apologética Tropa de Elite, antecedente seguramente tenido en cuenta por los productores y que servía la mesa para una película que malinterpretara la original quedándose solamente con su pátina policial. Pero, para sorpresas de varios, Robocop '14 es una muy buena película con un mérito del que pocas pueden vanagloriarse -entre ellas, su sucesora- que es el de aprehender el zeitgeist de la sociedad que la concibe. Es, entonces, una actualización antes que una remake o reboot. Ambientada en un futuro no muy lejano pero nunca del todo precisado (la sinopsis oficial habla de 2029), el film comienza con un noticiero situando las coordenadas del relato: Estados Unidos está en Teherán salvaguardando, cuándo no, los intereses del "mundo libre" y la tecnología robótica es, a diferencia de la versión del '87, una realidad, con los ED-209, los mismos que antes apenas estaban en vías de desarrollo, aniquilando toda potencial amenaza. "¿Por qué no podemos usar esto en Estados Unidos?", se pregunta el periodista ultra fascista encarnado por un Samuel Jackson impagable ante la creciente criminalidad. La respuesta es la vigencia de una ley que impide la puesta en servicio de robots en las fuerzas policiales. Esto más allá del poderosísimo lobby ejercido por Omnicorp, en particular por su CEO Raymond Sellars (Michael Keaton), quien está seguro que las máquinas no son aceptadas por la sociedad por la imposibilidad de empatizar con ellas. La solución pasa, según él, por humanizar a los robots. O, aún mejor, hacer un robot sobre la base de un humano. Que todo esto ocurra en la primera media hora del film se debe a que el foco inicial aquí apunta directamente al mundo empresarial/corporativo/medicinal antes que al policiaco. Tanto que recién en este momento entra en juego Alex Murphy (Joel Kinnaman). Policía de vocación inoxidable y devoto padre y esposo (la familia tiene un rol preponderante), es herido ya no por un grupo de ladrones sino por un coche bomba en la puerta de su casa como consecuencia de asomar demasiado la nariz en el negocio de la droga de Detroit. El ochenta por ciento de su cuerpo quemado, miembros amputados y la certeza de una recuperación poco venturosa lo configuran como el conejillo de indias ideal para el proyecto, siempre y cuando su esposa (la bonita Abbie Cornish, de Sucker Punch) dé el visto bueno. Porque otra diferencia radical entre ambos films –y uno de los aspectos más interesantes de éste- será la presencia de debates morales en torno a la concepción de la criatura metalizada: si en la versión de Verhoeven se apostaba directamente por hacer de la ella una auténtica máquina sin capacidad para recordar su vida previa, aquí Murphy es consciente de su condición y de su pasado. En ese sentido, una de las escenas más memorables es aquélla en la que le muestran qué quedó de su cuerpo "original". Esa conciencia terminará afectando el quehacer cotidiano del oficio, obligando a la gente de Omnicorp (en particular al médico encarnado por el siempre eficaz Gary Oldman) a reducirle progresivamente su nivel de humanidad para no perder eficacia. Fábula hipertecnologizada con referencias visuales futuristas post-Minority Report, y con un protagonista portador de una agilidad digna de cualquier superhéroe de Marvel, Robocop no es una película aún mejor porque al final desacelera su ritmo cediendo terreno a la historia de venganza de Murphy y la lucha de la esposa por no poder totalmente a su hombre, reduciendo la potencia crítica y reflexiva de una película que hasta ese momento había amalgamado entretenimiento y reflexión como pocas superproducciones en los últimos años. Esto no quita que el resultado esté por sobre cualquier expectativa agorera. José Padilha, para sorpresa de muchos, no sólo estuvo a la altura de las circunstancias, sino también por encima.