Frescura y espíritu lúdico Viola está inspirada en Noche de reyes y Rosalinda en Como les guste, pero ambas comedias de Shakespeare le sirven a Matías Piñeiro para jugar con sus actrices, para quienes las líneas del Bardo funcionan como reflejos de sus conflictos sentimentales. Matías Piñeiro fue uno de los grandes protagonistas de la Competencia Internacional del último Bafici. Esto dicho no sólo porque en ese marco fue la primera proyección nacional de Viola después de su celebrado recorrido por los festivales más importantes del globo cinéfilo, sino también porque el vagabundeo de los adolescentes de Leones, otra de las representantes locales de la sección, tenía al cine del egresado de la Universidad del Cine como una referencia dilecta. Casi tres meses después de aquel evento, Piñeiro vuelve a los primeros planos con un jugoso programa en la Sala Lugones. Programa que incluye sus primeros dos films (El hombre robado y Todos mienten), un puñado de películas elegidas por el propio cineasta y, last but no least, la exhibición de Rosalinda y Viola, sus dos últimos opus, ambos hasta ahora inéditos en la cartelera comercial vernácula. Es, al fin de cuentas, una buena oportunidad para ver de qué se trata el cine de Piñeiro. Cine por demás curioso: es cierto que parece transcurrir en un mismo universo, pero también da la sensación de que ese universo se sitúa sobre unas placas tectónicas cuyo asentamiento definitivo está lejos de vislumbrarse, con sus coordenadas en constante expansión. Mediometraje realizado hace tres años en el marco de un proyecto del festival coreano de Jeonju, Rosalinda establece desde sus primeros minutos la triangulación constante entre cine, teatro y literatura presente en ambos films. O, aún mejor, entre todos ellos y la coyuntura emocional de sus personajes: al fin y al cabo, lo primero que se ve es a una joven lagrimeando a raudales mientras corta con su novio por teléfono justo antes de regresar con sus amigos/colegas a los ensayos de una adaptación de Como les guste, de Shakespeare. Es en ese sentido que Rosalinda remite inmediatamente a Leones (aunque debería ser al revés, ya que la primera se filmó antes). Pero allí donde los textos servían para cargar al film de López de una solemnidad gélida que terminaba por generar una distancia insalvable entre el espectador y el relato, Piñeiro los utiliza para constituir una película fluida y fresca cuyas criaturas exhiben la tersidad de lo lúdico. No es casual que el film evada cualquier explicación de las motivaciones detrás del accionar de sus personajes, al punto que podría pensarse que el ensayo no es sino un ejercicio recreativo conjunto, ni mucho menos que el director haga del juego –físico, dialéctico, con naipes– una de las actividades recurrentes de la troupe. Viola es una acentuación de todo lo anterior. Con una narración otra vez concéntrica en Shakespeare y la meta-realidad como factor condicionante de la meta-ficción, el film comienza con la joven del título (María Villar) andando en bicicleta para luego pasar a una puesta en escena de Noche de reyes, de allí a una charla entre las actrices sobre la situación sentimental de una de ellas y más tarde a una suerte de ensayo informal y hogareño de la misma obra. La dicción pasional del parlamento evidencia que lo que se dice sobrepasa los límites de la actuación. Más tarde, reaparece otra vez la ciclista, quien resulta ser la encargada de repartir DVD piratas confeccionados por su novio. El reparto la llevará a reencontrarse con las actrices, en lo que será puntapié inicial para una serie de charlas con eje en la funcionalidad de la relación de Viola con su pareja. Charlas, claro está, atravesadas por las líneas de la obra en cuestión. Lejos del tono grave y ominoso, Piñeiro capta el proceso de vinculación femenina con partes iguales de respeto (la cámara jamás invade la acción), luminosidad y naturalismo, fundiéndose en la cotidianidad más absoluta de ese universo cuyos límites parecen reescribirse película tras película.
Frescura y espíritu lúdico Viola está inspirada en Noche de reyes y Rosalinda en Como les guste, pero ambas comedias de Shakespeare le sirven a Matías Piñeiro para jugar con sus actrices, para quienes las líneas del Bardo funcionan como reflejos de sus conflictos sentimentales. Matías Piñeiro fue uno de los grandes protagonistas de la Competencia Internacional del último Bafici. Esto dicho no sólo porque en ese marco fue la primera proyección nacional de Viola después de su celebrado recorrido por los festivales más importantes del globo cinéfilo, sino también porque el vagabundeo de los adolescentes de Leones, otra de las representantes locales de la sección, tenía al cine del egresado de la Universidad del Cine como una referencia dilecta. Casi tres meses después de aquel evento, Piñeiro vuelve a los primeros planos con un jugoso programa en la Sala Lugones. Programa que incluye sus primeros dos films (El hombre robado y Todos mienten), un puñado de películas elegidas por el propio cineasta y, last but no least, la exhibición de Rosalinda y Viola, sus dos últimos opus, ambos hasta ahora inéditos en la cartelera comercial vernácula. Es, al fin de cuentas, una buena oportunidad para ver de qué se trata el cine de Piñeiro. Cine por demás curioso: es cierto que parece transcurrir en un mismo universo, pero también da la sensación de que ese universo se sitúa sobre unas placas tectónicas cuyo asentamiento definitivo está lejos de vislumbrarse, con sus coordenadas en constante expansión. Mediometraje realizado hace tres años en el marco de un proyecto del festival coreano de Jeonju, Rosalinda establece desde sus primeros minutos la triangulación constante entre cine, teatro y literatura presente en ambos films. O, aún mejor, entre todos ellos y la coyuntura emocional de sus personajes: al fin y al cabo, lo primero que se ve es a una joven lagrimeando a raudales mientras corta con su novio por teléfono justo antes de regresar con sus amigos/colegas a los ensayos de una adaptación de Como les guste, de Shakespeare. Es en ese sentido que Rosalinda remite inmediatamente a Leones (aunque debería ser al revés, ya que la primera se filmó antes). Pero allí donde los textos servían para cargar al film de López de una solemnidad gélida que terminaba por generar una distancia insalvable entre el espectador y el relato, Piñeiro los utiliza para constituir una película fluida y fresca cuyas criaturas exhiben la tersidad de lo lúdico. No es casual que el film evada cualquier explicación de las motivaciones detrás del accionar de sus personajes, al punto que podría pensarse que el ensayo no es sino un ejercicio recreativo conjunto, ni mucho menos que el director haga del juego –físico, dialéctico, con naipes– una de las actividades recurrentes de la troupe. Viola es una acentuación de todo lo anterior. Con una narración otra vez concéntrica en Shakespeare y la meta-realidad como factor condicionante de la meta-ficción, el film comienza con la joven del título (María Villar) andando en bicicleta para luego pasar a una puesta en escena de Noche de reyes, de allí a una charla entre las actrices sobre la situación sentimental de una de ellas y más tarde a una suerte de ensayo informal y hogareño de la misma obra. La dicción pasional del parlamento evidencia que lo que se dice sobrepasa los límites de la actuación. Más tarde, reaparece otra vez la ciclista, quien resulta ser la encargada de repartir DVD piratas confeccionados por su novio. El reparto la llevará a reencontrarse con las actrices, en lo que será puntapié inicial para una serie de charlas con eje en la funcionalidad de la relación de Viola con su pareja. Charlas, claro está, atravesadas por las líneas de la obra en cuestión. Lejos del tono grave y ominoso, Piñeiro capta el proceso de vinculación femenina con partes iguales de respeto (la cámara jamás invade la acción), luminosidad y naturalismo, fundiéndose en la cotidianidad más absoluta de ese universo cuyos límites parecen reescribirse película tras película.
En busca del sandwich cubano perfecto Actor, guionista y director, el versátil Favreau, figura del cine independiente tanto como del mainstream, propone aquí una comedia que recuerda a Ratatouille, pero con manteca, carne, panceta y queso en lugar de verduritas. Rechoncho, cachetón y portador de un par de ojos caídos dignos de un perro San Bernardo hastiado de fotos y caricias en el Centro Cívico barilochense, Jon Favreau es uno de esos secundarios vistos en películas de toda calaña (Alguien tiene que ceder, Sólo para parejas, Te amo, hermano, El lobo de Wall Street y siguen las firmas), siempre dispuesto a poner su cuerpo tamaño oso al servicio del lucimiento del protagonista de turno. Es, también, el director de las dos primeras Iron Man, es decir, el hombre que le insufló aire, burbujas, amenidad y frescura a un subgénero hasta entonces lastrado por las disquisiciones acerca de las responsabilidades del poder y los tonos quejumbrosos como era el de los superhéroes. Lo mismos calificativos cuadran en Chef: La receta de la felicidad. Como si supiera que la cuota 2014 de sacarina y paralelismos obvios entre gastronomía y la vida ya está más que satisfecha con Un viaje de diez metros, del inefable Lasse Hallström, Favreau driblea el moralismo sentimentaloide a fuerza de una creencia absoluta en sus personajes y las situaciones que atraviesan. Sí, es cierto que el regreso a la simpleza propuesto por la parábola narrativa huele a caramelo quemado, pero este viraje y los cambios que acarrea son consecuencia de lo sucedido durante los cien minutos previos y no al revés.Favreau es Carl Casper, un chef reconocido por el carácter vanguardista de sus recetas. O al menos así era hasta hace un tiempo, antes de que su jefe (Dustin Hoffman, el primero de varios cameos estelares) empezara a mirar de reojo el arte de la sartén en pos de priorizar lo probadamente exitoso por sobre cualquier atisbo de innovación. “Esta es mi cocina porque yo pagué por esas ollas”, espeta, palabras más, palabras menos, ante cada desplante de su empleado estrella. ¿Reflexión sobre la falta de libertad creativa dentro del mundo del cine? Favreau tiene la inteligencia suficiente para sugerirlo sin jamás levantar el dedito acusador, evitando así el recorte interpretativo. La cereza del postre, con perdón de la metáfora, será una reseña demoledora de un importante crítico gastronómico (Oliver Platt, genial como siempre) bastante enojado por el menú ya visto, pero sobre todo por la pérdida de entusiasmo de Casper, quien se enfrentará en pleno salón escupiéndole las mil y una verdades.Ya desocupado, y apoyado tanto por la madre de su hijo (Sofía Vergara, de Modern Family) como por la recepcionista del restaurante y amigovia (Scarlett Johansson), Casper partirá junto a su hijo y a su asistente (John Leguizamo) en busca de nuevos horizontes a bordo de un food-truck cedido por el ex de su ex (Robert Downey Jr.). Nuevos horizontes que de nuevos tienen poco y nada, ya que en realidad se tratará de una vuelta a los orígenes. Lo mismo que Favreau con Chef: al fin y al cabo, se trata de un realizador iniciado con dos películas indies (guionó Swingers y dirigió Made) y que luego pasó a las grandes ligas con Iron Man y la injustamente masacrada Cowboys & Aliens para terminar regresando a la autogestión con un proyecto producido, dirigido, guionado y protagonizado por él.Los orígenes están encarnados en la búsqueda de la confección del sandwich cubano perfecto. Sandwich que Favreau filma con una devoción sincera y fascinada, como si entendiera que en el cine, y en la vida, la buena comida también se ingiere por los ojos. A partir de ahí, Chef campeará entre los usos y costumbres de una comedia de redescubrimiento en la que nada puede salir del todo mal y los apuntes –bastante trillados, por cierto– acerca de la gastronomía como metáfora de la persecución de los deseos y campo de exposición de las convicciones personales. Lo mismo que Ratatouille, pero con manteca, carne, panceta y queso en lugar de verduritas. 7-CHEF: LA RECETA DE LA FELICIDAD (Chef, EE.UU., 2014)Dirección y guión: Jon Favreau.Duración: 115 minutos.Intérpretes: Jon Favreau, Sofía Vergara, John Leguizamo, Scarlett Johansson, Oliver Platt, Bobby Cannavale, Dustin Hoffman.
Había una vez un circo Quienes sigan la cartelera nacional sabrán que los documentales testimoniales se han vuelto una sana costumbre del cine argentino. Basta recordar las notables El etnógrafo, la coproducción Sibila o El Impenetrable. En esa línea se inscribe Cirquera, dirigido a cuatro manos por Andrés Habegger (Imagen final) y Diana Rutkus. Hija de madre equilibrista y padre domador de leones, ella y su familia son el punto central del film. A priori, había material para contar, ya que Rutkus vivió su infancia acompañando por todo el país al circo de sus padres, haciendo del nomadismo una rutina, hasta que la pareja abandonó el oficio para comenzar una vida que hoy los encuentra compartiendo la ancianidad en una casa en las afueras de la ciudad de La Plata. A partir de esa anécdota, la dupla recupera la historia de aquella familia. “Para mí era normal que mi casa tuviera ruedas”, dice la voz en off de la cineasta en referencia a su niñez. Claro que no todo fue color de rosas, y su hermano se encargará de recordar que la rotación geográfica le deparó soledad y muy pocos amigos. Para los padres y compañeros, en cambio, el asunto es diametralmente opuesto. Tanto que aún hoy lagrimean ante el recuerdo patentizado en la visualización conjunta de fotos y afiches de aquellos años. Cirquera hace de la nostalgia una de sus constantes. El problema es que muchas veces no sabe qué hacer con ella. Si en algunos momentos la utiliza para lograr momentos de extraordinaria sinceridad, como en aquellos dedicados a evidenciar la triste certeza de los protagonistas de que aquel pasado fue el mejor o como cuando la propia Rutkus recorre un circo actual y observa desde el fondo del cuadro a una joven artista alistándose para un show, vislumbrando en ella aquello que pudo haber sido si la familia hubiera seguido en el oficio; en otros opera adosándole una patina de bronce que acercan el asunto a un mero homenaje. Con más de lo primero y menos de lo segundo, Cirquera hubiera sido mucho más que un buen documental.
Sólo para fanáticos El mundo cinéfilo podría dividirse entre los admiradores incondicionales de Woody Allen y aquellos que entrevén desde hace años -¿diez? ¿doce?- síntomas inequívocos de agotamiento en los resquicios de sus películas. Para los primeros, Woody Allen, el documental será una experiencia más que placentera, una suerte de sus Greatest Hits hilados con testimonios de quienes más lo conocen. Para los segundos, en cambio, la sensación estará más cerca de una hagiografía incapaz de poner en perspectiva a su objeto de estudio y cuyo único fin es la validación de una tesis: “Woody es lo mejor del mundo”. Robert B. Weide (productor y director de algunos episodios de Curb Your Enthusiasm) propone un recorrido cronológico desde los inicios del cineasta neoyorquino como precoz redactor de chistes durante las postrimerías de su etapa escolar, su acercamiento inicial a Hollywood y posterior desencanto, algunos secretos de la cocina de sus films más icónicos (Bananas, Annie Hall, Manhattan, Zelig, Crímenes y pecados) hasta su actual etapa trashumante (Match Point, Vicky Cristina Barcelona, Medianoche en París). También habrá tiempo para explorar la vinculación artística-sentimental con sus “musas” Diane Keaton, Mia Farrow y Louise Lasser, además de para algunas reflexiones acerca de la comedia, Hollywood y su relación con el público. Siempre es engañoso y simplista caer en rotulaciones, pero es casi inevitable hablar de éste como un film “sólo para fanáticos”. Al fin y al cabo, el de Weide no es un intento exploratorio de las facetas desconocidas del ídolo en cuestión sino una mera confirmación de su grandeza. Así se enhebran testimonios de actores, actrices, productores, familiares y colegas (entre ellos Martin Scorsese) echando loas a Woody: que es un gran director de actores, que sus diálogos son increíbles, que de chiquito era talentoso… Todo esto, además, narrado casi a reglamento, articulando entrevistas, imágenes de archivo y escenas de los films en cuestión. Un detalle particular es que más de la mitad del film aborda la primera etapa de su filmografía, la que para muchos es la más jugosa e icónica; mientras que los últimos diez años ocupan apenas un par de minutos. Síntoma de que incluso para un acérrimo fanático como Weide el amigo Woody viene de capa caída.
Puente entre pasado y presente ¿Es posible construir memoria sin anclarse en lo ya ocurrido? ¿Cómo hacer de ella algo activo y comunitario? Desde hace algunos años, los vecinos de Almagro y Balvanera, agrupados en la entidad Barrios x Memoria y Justicia, encontraron una posible respuesta colocando baldosas con inscripciones alusivas al accionar del terrorismo de Estado durante los años '70 en los diversos barrios porteños. El fin es mantener presente el pasado con miras al futuro: al fin y al cabo, si hay algo que caracteriza al nuevo film de la directora de Tinta roja y Gorri es poner en tensión el absolutismo de las temporalidades exhibiendo su relatividad. La voz en off de la primera secuencia explica la idea germinal del proyecto. Iniciado en el centro de un taller de documentales compuesto mayoritariamente por estudiantes latinoamericanos y españoles, el objetivo era poner en perspectiva la funcionalidad de esas baldosas, analizando la opinión de los transeúntes y el conocimiento y aceptación -o no- de los vecinos. Pero el entramado ético detrás del dispositivo empieza a complejizarse a medida que los jóvenes cineastas se cuestionan no sólo el accionar de los vecinos sino también el propio, y que las cámara se inmiscuye en la rutina del grupo vecinal, retratándolos en pleno debate del quehacer cotidiano. Así, esta suerte de documental sobre la confección de un documental que es Calles de la memoria traza un puente entre la militancia del presente y la del pasado. Y lo hace evadiendo lo museístico -una de los grandes dilemas de los vecinos es cómo hacer del pasado algo activo- pero también la entronización enceguecida.
La frágil mujer detrás de la gran cantante ¿Cómo aproximarse a un personaje tan reconocido y querido como Mercedes Sosa? O, más aún, ¿qué decir que no se sepa sobre ella? Fabián Matus, hijo de la cantante e impulsor del proyecto, y el cineasta Rodrigo Vila ensayan una respuesta en Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica. Compuesta en partes iguales por material de archivo y entrevistas a artistas que compartieron escenario con ella (desde Pablo Milanés, Víctor Heredia y León Gieco hasta Fito Páez y Charly García), el documental hurga en los secretos personales de la cantante, develando a una mujer exitosa y adorada, sí, pero también aquejada por una profunda soledad. El film reconstruye cronológicamente la vida de “La Negra”. El inicio es, entonces, su infancia rodeada de amor y pobreza extrema. “Mamá nos llevaba a la plaza para que no oliéramos comida”, dice uno de los hermanos a su sobrino Fabián, que también oficia como entrevistador y narrador en off. Luego seguirán sus primeros pasos en concursos y unidades básicas, el surgimiento de su carrera en Mendoza junto al guitarrista, compositor y primer marido Oscar Matus, la vida en Buenos Aires, el exilio a mediados de los años ’70 y el regreso con gloria al Teatro Ópera en 1982. Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica gana en espesura y complejidad cuando explora las facetas más personales de la cantante, mostrándola por momentos como un ser frágil y solitario, aquejado por el dolor del destierro y la pérdida de varios de sus seres más queridos. Todo esto ilustrado por decenas de entrevistas a familiares, amigos, colegas y seres queridos, además de un valiosísimo material de archivo que incluye cartas e imágenes inéditas. Así, Matus y Vila (director de Cantora, un viaje íntimo, sobre la grabación del disco homónimo de la tucumana) construyen un documental tradicional y sin grandes hallazgos en su facturación, pero que resulta interesante y atractivo por la grandeza de su protagonista.
La argentinidad al... cine de género La película argentina cómica-policial-gore-ultrapop-tarantinesca cosecha argentina de 2011/12 se llamó Diablo. La de 2012/13, más allá de que aún queden largos seis meses y pico, seguramente será Hermanos de sangre. Los vínculos trascienden la pantalla: la primera, dirigida por Nicanor Loreti, ganó la competencia nacional del Festival de Mar del Plata 2011 y la otra, con guión escrito a seis manos, entre ellas las de Loreti, hizo lo propio en la edición de 2012. Dirigida por Daniel de la Vega, de amplia experiencia en el cine de terror independiente (en su haber figuran La muerte conoce tu nombre y Jennifer's Shadow, dos films para el mercado hogareño norteamericano, el último protagonizado ni más ni menos que por Faye Dunaway), Hermanos de sangre sigue las desventuras de Matías (Alejandro Parrilla), un joven gordito encastrado en un trabajo burocrático que, para colmo de males, está enamorado secretamente de una compañera. Compañera que, claro, no parece verlo como una candidato viable, ubicándolo en la difusa línea de la amistad intergénero. Hasta que un misterioso ex colega del coro infantil (notable Sergio Boris, también protagonista de Diablo) se cruza en su vida y empieza a actuar como una suerte de ángel guardián, allanándole el camino laboral y emocional. El problema es que lo hace a fuerza de tiros y una pila de muertos. Menos sórdida y más cómica que Diablo, Hermanos de sangre apuesta al exceso y a la retorsión de la rutina sometiendo a su protagonista ordinario a situaciones extraordinarias. Sí, es cierto que la negrura de Quentin Tarantino y la estilización visual de Guy Ritchie serán referencias ineludibles, pero el gran mérito de De la Vega y compañía es evitar la copia para, en cambio, constituir un mundo habitado por criaturas eminente argentas. Ver sino la notable tía cascarrabias interpretada por… Carlos Perciavale. O también el notable comic relief que es el fotógrafo de la agencia donde trabaja Matías. Narrativamente sólida y pareja en todo su metraje, portadora de varios de los grandes picos de comicidad del cine argentino en el último año y medio (hay que retroceder hasta De caravana para encontrar otra comedia tan redonda), Hermanos de sangre es una de las mejores apuestas del cine argentino a los géneros narrativos tradicionales.
Una telenovela grandilocuente en la pantalla El sitio web de Cristiada ofrece una sinopsis pródiga en términos como libertad, épica, vida y epopeya. Tampoco duda en definir al film como “la historia de México que te quisieron ocultar”. Podría suponerse, entonces, que la falta de ambición no es una de las características de la ópera prima del hasta ahora supervisor de efectos especiales Dean Wright (Las crónicas de Narnia, El Señor de los Anillos, Titanic). La presunción se valida con creces ya frente a la sábana blanca en la sala oscura, cuando el tipo ponga toda la carne al asador en el trabajo de arte y recreación de los años ’20 a través de una puesta en escena tan vistosa como ostentosa, retratada con devoción maternal mediante innumerables planos generales. El problema es que el núcleo de esa parafernalia es un telenovelón de casi dos horas y media ideológicamente maniqueo, políticamente retrógrado e históricamente inexacto. Los intertítulos iniciales sitúan el relato en espacio y tiempo: México, mediados de la década del ’20. Al gobierno de Plutarco Elías Calles no le caía demasiado simpática la Iglesia, por lo que adosó un artículo a la Constitución de 1917 que, entre otras cosas, limitaba la participación eclesiástica en la vida pública. La decisión movilizó a un grupo de hombres y mujeres que la película representa a puro brochazo. Allí están, entre otros, el nene quilombero que pega buena onda con un cura (Peter O’Toole), el campesino aguerrido de armas tomar, un abogado “culto” y un ex militar al que nada parece importarle demasiado, pero que sin embargo acepta la propuesta de ponerse al mando de un grupo de milicianos dispuestos a pelear por su libertad de culto. Siempre y cuando le paguen, claro. Si lo anterior configura un planteo al menos llamativo, sobre todo desde éste, un país en donde la espada y la cruz fueron aliados históricos, el desarrollo aplaca toda ambigüedad en pos de un maniqueísmo ascendente en el que los curas y católicos son cada minuto más buenos y los militares más malos. No contento con la profusión de mártires, Wright se empecina en hacer de la estilización una norma. Así, las situaciones adquieren una tónica simplista y machacona –la música incidental omnisciente, por ejemplo– propia de los mejores culebrones, con lágrimas a borbotones, diálogos altisonantes e impostados y una tendencia a la sobreactuación en todo el elenco. ¿Se dijo elenco? Cristiada es una aglomeración de cuanto actor/actriz con raíces latinas anda suelt@ por el norte del río Bravo: Andy García, Rubén Blades, Catalina Sandino Moreno, Oscar Isaac, Néstor Carbonell y siguen las firmas. Ellos no sólo alternan español e inglés sin explicación alguna, sino que incluso llegan a “autotraducirse” en el mismo parlamento, configurando un aquelarre lingüístico. Síntoma de una “true story” que de verdadera tiene poco y nada.
Pornotortura para una secuela innecesaria Películas como Masacre en Texas 3D obligan a cuestionarse mucho menos las bondades o no del producto cinematográfico terminado que la ontología de todo el asunto ¿Para qué retomar la historia de la madre de todas las slasher movies? ¿Se busca adosarle una nueva mirada o, al menos, masificarla en una nueva generación? En el primer caso, la respuesta brilla por su ausencia: no hay absolutamente nada, más allá de un 3D que atrasa un lustro, que mínimamente explique el por qué de esta película. Consecuencia directa de lo anterior, la segunda respuesta es un rotundo no. Masacre en Texas 3D se plantea como una suerte de “secuela” de la original. Así, todo comienza en el final del film de Tobe Hooper, con la rubia escapando de la familia de maniáticos. Ella llegará hasta la estación policial del pueblo, donde un grupo de civiles, apresados por un misticismo aterrador, deciden masacrar a los Swayer prendiendo fuego la casa… con todos ellos adentro. De allí escapa una de las menores con una beba. Beba que, decenas de años después, vive con una familia sustituta (ella no sabe que es adoptada) y devino en una de esas chicas habitué en este tipo de películas: algo tonta, aparentemente frágil, misteriosa, sensible y muy pero muy tetona. El recibimiento de una carta anunciándole la muerte de su abuela sanguínea y nominándola como única heredera de todo el emporio es el puntapié inicial para que la susodicha viaje hasta el maquiavélico pueblo sureño. Pero no lo hará sola, claro, sino con su parejita, un par de amigos y un ocasional transeúnte rutero. El quinteto llegará al enorme caserón sin saber que en el sótano yace el famoso asesino de la motosierra. Asesino que no es otro que el primo de la protagonista. John Luessenhop muestra la típica cacería del grupo de amigos y de aquellos que en los ’70 incendiaron la casa y hoy ocupan los principales cargos administrativos del pequeño pueblo. El film ni siquiera se libera al placer del gore sanguinario sino que dedica gran parte de sus noventa minutos a justificar la matanza. Quedarán apenas algunas escenas de pornotortura, una sucesión de escenas sin un mínimo atisbo de suspenso que ni siquiera aprovechan las bondades del 3D y un par de sustos generados únicamente por efectos sonoros. El resultado es una secuela injustificada que está a años luz de la original.