De Bélgica, con (des)amor La referencia cinematográfica ineludible cuando se menciona a Bélgica son los hermanos Dardenne. Sin embargo, nada más alejado de la urgencia social de la obra de los reconocidos directores de El hijo y El chico de la bicicleta que Locamente enamoradas. El cuarto film de la actriz y aquí también coguionista Hilde Van Mieghem elige desprenderse de cualquier anclaje geográfico para constituir una trillada comedia dramática coral sobre las vicisitudes amorosas de las mujeres de un grupo familiar. El cuarteto está encabezado por Judith (Veerle Dobbelaere), separada de un hombre con el que aún conserva una buena relación. Tanto que él siempre le presta la oreja cuando ella sufre un nuevo fracaso amoroso, en este caso con un veterano poeta. Las hijas de ambos tampoco la pasan mejor: la mayor (Marie Vinck, igualita a Victoria Donda) está a punto de cortar una relación con un arquitecto mientras se independiza laboralmente de su padre, y la menor espera ansiosa su primer beso. La hermana de Judith (Wine Dierickx) está felizmente de novia, pero no puede evitar la tentación de ser infiel con un colega. Claro que con el correr de los minutos las hojas de ruta sentimentales empezarán a entrecruzarse. Van Mieghem construye un híbrido oscilante entre la tipificación y misandria de Sex and the City (los hombres son poco menos que caricaturas: el buenudo, el impresentable, el amante salvaje y siguen las firmas) con algunos atisbos de la crudeza gráfica de Girls. En ese sentido, hay que reconocerle a Smoorverliefd algunas bocanadas de naturalismo físico poco habituales en un cine concebido para el agrado del paladar mundializado (cámbiese Bélgica por Australia o Estados Unidos y el resultado será igual). El problema es lo que hay detrás de eso. O lo que no: si en la extraordinaria serie de HBO el sexo es un complemento fundamental, pero complemento al fin, de las complejidades de la vida femenina, aquí las chicas parecen vivir exclusivamente para y por él, obligando a la película a recortarse en su temática nodal. Se entienden, entonces, los recursos “metafóricos” implementados por Van Mieghem. Recursos que incluyen, entre otras cosas, una visualización sexual en la bola de un árbol de Navidad.
Ruido de motores y chapas crujiendo La sexta parte de la saga de los ladrones motorizados, a la que aparentemente todavía le queda nafta en el tanque, no tiene lugar para la sutileza, lo complejo o lo sofisticado, sino que todo es puramente superficial, ruidoso, fibroso, visual y palpable. Dominic Toretto le asegura a su cuñado, socio y ex policía devenido ladrón Brian O’Conner (el carilindo Paul Walker) que será un buen padre. Lo hace con tono imperativo, contraponiéndose así a las dudas lógicas del interlocutor primerizo. Ante la consulta de los motivos de semejante certeza, Dominic no duda: “Porque te voy a partir la cara si no lo sos”. La frase, que podría ser una de las tantas escritas con el único fin de ligar las escenas de acción, más aún si el que la escupe es el cada día más mustio, pétreo y monocorde Vin Diesel, sintetiza el empirismo recalcitrante que rige no sólo lo lógica del personaje, sino también de la película entera. Porque en Rápidos y furiosos 6 no hay lugar para la sutileza, lo complejo, lo sofisticado, el trazo fino ni lo sugerido, sino que todo debe ser –es– puramente superficial, ruidoso, fibroso, visual y palpable: bastará atender al crujir de las chapas para comprobarlo. Difícil arriesgar que éste sea un caso único, pero sí excepcional. Nacida en 2001 como “una de policías motorizados persiguiendo ladrones ídem”, con picadas de autos tuneados y mujeres casi en bolas complementando un panorama tan tuerca como misógino, Rápido y furioso se volcó progresivamente a la acción desenfrenada. La tendencia alcanzó su punto caramelo en la quinta entrega, cuando el taiwanés Justin Lin se despachó con una grasada rabiosamente analógica y despreocupada por el respeto a cualquier ley física, que además hacía del goce por la destrucción férrica una norma. Despreocupada también por mantener un continuismo argumental respecto del bagaje previo, ya que el film funcionaba perfectamente como entidad autónoma. Esa secuencia hará especial hincapié en la ex supuestamente fallecida de Toretto (Michelle Rodriguez), que aquí volverá amnésica y del lado de los malos, y en el exitoso golpe en Río de Janeiro perpetrado por la troupe. Es, al fin y al cabo, el único background necesario para el espectador neófito, ya que RYF6 retoma a los personajes algunos meses después de la aventura brasileña, con Taretto noviando –o algo así: se dijo que aquí no hay lugar para emociones y sentimientos– con una policía del film anterior, Brian instalado en España junto a la hermana de Taretto y el resto de la banda desperdigada por el mundo patinándose el botín. Hasta que reaparece el superpolicía Luke Hobbs (Dwayne Johnson, el tipo con los bíceps y la caja torácica más grandes de la historia del cine) con su flamante asistente Riley (Gina Carano, la luchadora protagonista de La traición) para pedirles a los cabecillas un favor. O más bien ofrecerles un negocio: la amnistía total a cambio de su ayuda para atrapar al malvado de turno, cuya intención es apropiarse de un dispositivo para apagar los controles militares de un país durante un día, con todo el caos y peligro que eso conllevaría. Que en la presentación del conflicto se hable de “un país” jamás precisado habla de un film decidido a distanciarse de cualquier anclaje con el mundo real para, en cambio, crear otro habitado por criaturas regidas menos por la promesa de un bienestar mayoritario que por el efectismo cercano y demostrable. Mundo que está, además, desapegado de cualquier norma gravitacional, temporal y biológica. Así se entienden algunas de las set pieces de acción más impresionantes e inverosímiles de los últimos años. Como ésa en la que Toretto salta de un auto en movimiento, atrapa al vuelo a Letty justo antes de caer sobre un parabrisas y se levanta sin un rasguño. O la de un avión de carga que carretea durante quince minutos con tres autos colgados sin llegar al final de la pista. Son apenas un par de ejemplos de una serie que luce vigorosa y, por lo que se ve justo antes de los créditos finales, con nafta para unos cuantos kilómetros más.
Con honesto apego a las normas del culebrón Cuando yo te vuelva a ver es una película disociada de sus coordenadas ideales de exhibición. Siempre es un riesgo incurrir en potencialidades, sobre todo si del negocio cinematográfico se trata, pero el contenido lacrimógeno en constante in crescendo y la forma televisiva invitan a pensar que encontraría un público más predispuesto en el ciclo Historias de corazón, con presentación de Virginia Lago incluida, que en el habitué de los complejos multipantalla. Lo que es no algo necesariamente negativo. Al contrario, si hay un aspecto para elogiarle al director de Terapias alternativas es su apego a las normas del culebrón y la honestidad con que recurre a ellas. El opus cuatro de Rodolfo Durán son dos películas en una. La primera plantea las especificidades del relato. Por un lado, está Paco (Manuel Callau), un argentino radicado en España desde hace 36 años, de visita en su tierra natal por un par de días para asistir con su hermano (Alejandro Awada, bien como casi siempre) a un casamiento. Y por el otro, Margarita (Ana María Picchio), madre de una mujer (Malena Solda) que transita su divorcio al mismo tiempo que su segundo embarazado, dueña de una empresa de catering y, claro está, con el corazón herméticamente cerrado desde su viudez. “Los tipos con los que deberían salir las señoras de mi edad se los levantan ustedes”, le espeta a su socia y amiga un par de décadas más joven (Miriam Lanzoni). La narración alternada de esas situaciones evidencia que los protagonistas se enlazarán más temprano que tarde, que hay cuentas pendientes entre ellos o, por qué no, ambas. Y el casorio, con él como invitado y ella como encargada de la gastronomía, es un lugar ideal para comprobarlo. A partir de ese momento comienza la segunda película, una mucho más desatada y atada que la anterior. ¿Suena contradictorio? Bueno, no lo es. En los últimos cuarenta, cincuenta minutos, Durán rompe con lo que hasta entonces era contenido y subrepticio para ponerlo a flor de piel en todos los personajes, arrojándolos de cabeza a los códigos más puros y duros del melodrama seriado. Es el turno, entonces, de una serie de flashbacks que expliciten el pasado en común: una parejita de adolescentes desunida a raíz del distanciamiento forzado, todo ambientado en unos ’70 a pura camisa colorida y una coyuntura sociopolítica de cartón. Le seguirán peleas entre madre e hija, revelaciones –y cartas– almacenadas durante años, frases cargadas de tremendismos y algún que otro secretito develado al primer cálculo de fechas, entre otras cosas. El resultado es una película para acompañar con té y masitas.
Un film noir demasiado estereotipado El director Gustavo Cova (el mismo de la legendaria Alguien te está mirando) deja las adaptaciones animadas (Boogie, el aceitoso y Gaturro, la película) para volver a los personajes de carne y hueso en el policial Rouge Amargo. Los resultados, sin embargo, dejan mucho que desear, ya que el film no supera la medianía de un producto televisivo, tanto en forma como en contenido. Julián (Walter Cáceres, muy por debajo de su nivel habitual) es un flamante ex convicto que llega a un albergue transitorio. Lo llamativo es que no lo hace acompañado, esfumando así la potencial intención de celebrar su primera noche en libertad. En medio de los pasillos se cruza con una prostituta (Emme) perseguida por un misterioso asesino, quien segundos antes baleó a su ocasional compañero de cuarto. Compañero de cuarto que no era otro que un diputado nacional que encabezaba una investigación sobre la corrupción del gobierno. Ni lento ni perezoso, Julián pone manos a la obra para proteger a la chica, iniciando así un tour de force por la ciudad. Hasta aquí, entonces, una premisa reconocible, pero que hubiera podido llegar a buen puerto. Pero no. El principal problema del largometraje es su filiación televisiva. Cova filma a puro plano y contraplano, y decide montar frenéticamente las escenas de peleas cuerpo a cuerpo, generando confusión y tedio ante la imposibilidad de saber quién le pega a quién. Intento de film noir con la geografía bonaerense como principal escenario, Rouge amargo, cuyo guión fue escrito a ¡diez! manos, es lo más cercano a una versión estirada en el tiempo del unitario Tiempo final. Esto dicho no por la unidad espacial del relato, característica nodal del producto televisivo de Telefé, sino por la tipificación de sus personajes (el ministro corrupto, la travesti de buen corazón, el hitman perseguidor, el periodista de ética inquebrantable que investiga el caso, etcétera) y la sensación de que el asunto podría haberse resuelto con mayor justeza e interés en menos de una hora.
Refrito de los últimos hits de terror Charlie Sheen y Lindsay Lohan encamados mientras comparten los avatares de sus penurias públicas. El, cara impertérrita masificada desde la serie Two and a half men, está dispuesto a filmar una –otra– jornada de sexo desenfrenado. Ella, estrenando en pantalla grande un rostro flamante, uniformizado por el botox y el bisturí, se preocupa ante la futura difusión de un –otro– descoque. El asunto termina con una escena de cama narrada a puro fast forward alla Actividad paranormal, con él arrastrado de punta a punta de la habitación y una placa posterior que alerta sobre el fallecimiento y desaparición de su cuerpo. Cuerpo que sigue de parranda aun después de muerto, según se lee. Podría pensarse que esa secuencia inicial es la promesa de una comedia que hará de una metadiscursividad entre irónica y absurda su principal arma. Lo que no estaría ni bien ni mal, pero al menos sería algo. Vaya uno a saber por qué, Scary movie 5 elige limitarse al mero refrito de hits del cine de terror del último par de años, e incluso meses, esfumando cualquier atisbo de gracia. Es cierto que el dispositivo robemos-y-parodiemos se mantiene desde los inicios de la saga, allá por el 2000/01, cuando los hermanos Wayans constituyeron dos películas quizá no buenas, pero sí conscientes de sus objetivos. Esto es, elaborar una sucesión de guarrerías sexuales hilada por la torsión del furor del terror adolescente pos-Scream, Sé lo que hicieron el verano pasado y El proyecto Blair witch. Las dos entregas posteriores, ya con David Zucker (creador de La pistola desnuda) al mando, reorientaron el asunto hacia un delirio naïf simbolizado en el desoriente constante de Leslie Nielsen. Acá, en cambio, la apuesta es... ¿cuál? Dirigida por un tal Malcolm D. Lee (nombre más afroamericano, imposible) y con Zucker perdido en la nómina de guionistas, Scary movie 5 chorea a al menos una decena de films, con Actividad paranormal y Mamá como sus principales víctimas, pero también con situaciones de El cisne negro y El planeta de los simios: (R)evolución y Posesión infernal. Que dos de esos cinco nombres aún puedan leerse en la cartelera vernácula permite presuponer una facturación apurada y vaciada de cualquier tipo de reflexión, sensación que el film no hará más que validar a lo largo de casi una hora y media. Lee intenta construir un mosaico ultraveloz y vertiginoso. Intenta y no le sale: el resultado es una película cuyo carácter episódico se traduce en un in crescendo de incoherencia y deshilache que, para colmo de males, se autopresume gracioso, empecinándose en meter tres o más chistes por minuto, cada cual peor que el anterior. Lo único parecido a una bocanada de oxígeno es Molly Shannon, gran comediante y emblema de Saturday Night Live durante los últimos ’90, que aquí baila danza mientras chupa y fuma a lo loco. Es apenas un poquito de incorrección y gracia en un producto que no parece salido de un estudio de cine, sino de una máquina de hacer chorizo.
Vagabundeos del alma en un bosque metafísico Sin el dato duro previamente validado, sería prácticamente imposible suponer que Leones está filmada por una cineasta sub-30, y mucho menos que se trata de un debut en largo después de apenas tres cortos. Construida con una prestancia, elegancia, seguridad y ambición que confluyen en la generación de un misterio por momentos hipnótico, el film de Jazmín López, producción nacional aunque también financiada con fondos holandeses y franceses, se erige sobre el control y la planificación. Basta ver los planos secuencia de varios minutos, el minucioso trabajo de sonido o las variaciones cromáticas para comprobarlo. Llegado a este punto, es justo atribuirle el mérito no sólo a la egresada de la FUC, sino también al resto del equipo detrás de escena, sobre todo a Matías Mesa, reconocido por su trabajo como operador de cámara en varios films de Gus Van Sant. Sin embargo, todo lo anterior es defecto a la vez que virtud. Es sabido que la sapiencia técnica es condición necesaria pero no suficiente para constituir una gran película, y Leones pierde algunos puntos cuando se ausculta aquello que subyace bajo la pulcritud de su forma. La corteza temática y geográfica de la ganadora del Premio del Jurado en la Competencia Internacional del último Bafici remite a otro hijo dilecto del festival porteño, Los salvajes. Al fin y al cabo, y tal como ocurría en el debut en solitario de Alejandro Fadel como realizador, aquí el bosque se despliega como un escenario onírico –¿pesadillesco?– y metafísico al que originalmente se lo concibe como de tránsito hacia un objetivo mayor, pero que sin embargo terminará operando como ámbito de quiebres, cambios y revelaciones de los protagonistas. Protagonistas que son cinco jóvenes (dos chicas y tres chicos) de los que originalmente se sabe poco y nada. Esa dosificación informativa es funcional al tono sugerente del film, pero a la larga también contribuye a un involuntario aislamiento de los integrantes del quinteto dentro de las particularidades de su microcosmos, imposibilitándolos de adquirir una carnadura transferible a la pantalla grande. Lo que sí se sabe es que están unidos por vínculos disímiles –hermanos, amigos, amigovios– y se perdieron cuando rumbeaban a una casa ubicada en las cercanías de la costa. Mientras intentan reencontrar el camino, marchan por entre la tupida vegetación jugando a configurar frases de seis palabras, se ríen, boludean, se quejan e incluso filosofan sobre la existencia de Dios, la posibilidad de un mundo sin absolutamente nada ni nadie y –atención– la muerte. Si a eso se suma que López, ya convertida en una virtual caminante rezagada, retrata a sus compañeros desde las espaldas y exhibe en primer plano la herida sangrante en la sien de una de las chicas, podrá presuponerse que no todo marcha según lo planeado. Conviene ponerle punto final a la descripción argumental, ya que el film guarda para su último tercio una circunstancia que reescribirá todo lo anterior, aunque vale adelantar que el objetivo germinal de seguir el periplo del grupo se mantendrá inalterable. Seguimiento que de espontáneo tiene poco y nada. Al contrario, si hay algo para achacarle a López es la imposibilidad de lograr que la planificación casi maquinal no se imponga por sobre la película misma. Así, por momentos da la sensación de que el film parece asfixiarse en su propio procedimiento, preocupándose más por la rigurosidad técnica que por la suerte de sus protagonistas. El resultado es, entonces, la involuntaria exhibición de las costuras de su mecanismo. Basta oír los parlamentos, todos dichos con la limpidez absoluta de un doblaje posterior, para entender que Leones es parte iguales de excelencia y gelidez.
El director perdido en su laberinto La catalogación del británico Danny Boyle como uno de los grandes cineastas de la actualidad fue menos la consecuencia de la aplicación de una marca personal a lo largo de su carrera que de la pertinencia de su forma habitual a una historia particular: el tono fabulesco de Slumdog Millionaire, ganadora de ocho Oscar en 2009, avalaba una puesta en escena recargada, la estilización cromática, el montaje frenético e incluso el inverosímil interno del relato. El problema es que, desde entonces, el director de Trainspotting cree que reiteración es sinónimo de autorismo y se dedica a replicar su parafernalia visual más allá de la funcionalidad o no con la historia que se cuenta. Ya lo había hecho en la fallida y canchera 127 horas y ahora reincide con esta versión menos mastodóntica pero más agujereada e involuntariamente cómica de El origen que es En trance. Como en el engaña-pichanga de su compatriota Christopher Nolan, el film de Boyle manifiesta su confusión entre lo complejo y lo retorcido, exhibiendo orgullosamente las bases de un dispositivo supuestamente enrevesado, cuando en realidad se trata de pura pirotecnia pergeñada desde guiones aptos para el consumo masivo. Y en ese sentido, el de Joe Ahearne y John Hodge –el primero, director de la miniserie homónima de la BBC en la que se basa el film; el segundo, viejo conocido de Boyle desde Trainspotting y La playa– cumple con creces. Al fin y al cabo, el asunto podría resumirse en un subastador de una galería de arte yendo a una hipnotista luego de recibir un buen golpe en la cabeza durante el robo de un Goya en pleno remate. ¿Estrés postraumático? Nada de eso: el buen Simon (James McAvoy) era parte fundamental de la banda y el coscorrón le hizo olvidar la locación del cuadro que él mismo se llevó, generando un malestar bastante notorio en el capataz del grupo (Vincent Cassel). Ultimo pero no menos importante, la doctora en cuestión (Rosario Dawson), alertada de los fines espurios de su contratación, irá por una tajada del botín. Hay que reconocer que el primer cuarto del film funciona, en parte porque la verborragia visual y narrativa de Boyle hacen del robo un acto ligero e incluso disfrutable. Después vendrán las sesiones de hipnosis y los consecuentes embrollos psicofísicos del protagonista, quien lentamente se imbuye en un derrotero de confusión entre realidad, meta-realidad, meta-meta-realidad y todos sus puntos intermedios. Confusión que el film no logra transmitir mediante decisiones visuales (los encuadres, la utilización de los vidrios y espejos, los colores saturados, por ejemplo), sino de un guión vaciado de lógica interna y concentrado únicamente en apilar vueltas de tuerca. Pero a no preocuparse demasiado, ya que el film se autoexplica durante los últimos minutos, no sea cosa que algún espectador poco atento se pierda en el laberíntico recorrido por los distintos niveles del inconsciente.
Otra de viejitos piolas, y van... Otra más de viejitos piolas en tono de comedia, con la muerte como principal estiletazo dramático. En línea directa con Chicas del calendario, El exótico Hotel Marigold y la más reciente ¿Y si vivimos todos juntos?, Rigoletto en apuros es otra leve reivindicación de la veteranía, que en este caso cuenta con el plus del debut en la dirección de Dustin Hoffman. Es cierto que el protagonista de Todos los hombres del presidente ya pasó los 75, pero cuesta imaginárselo interrogándose sobre la muerte y el fin de una carrera artística. Es llamativo, entonces, que esos temas estén a la orden del día en su ópera prima, encarnados en este caso en una casa de retiro de cantantes e instrumentistas de ópera que viven en plena armonía y casi sin sobresaltos. Eso hasta que empieza a correr el rumor sobre la llegada de una nueva compañera, que no es otra que la otrora prestigiosa Jean Horton (Maggie Smith, ya habitué en este tipo de producciones), además ex mujer de uno de los pacientes. La flamante incorporación llega a la residencia justo antes de un concierto a beneficio del nosocomio, momento ideal para que sus compañeros la inviten a integrar el cuarteto del título original para interpretar uno de los actos más importantes de Rigoletto. A partir de esa anécdota, Hoffman constituye un film tan ameno como superficial y trillado, rebosante de personajes unidimensionales (todos buenos) y situaciones carentes de originalidad (el paciente simpático queriendo seducir a la doctora, la internación de uno de ellos, el reverdecer del viejo amor) que hacen de Rigoletto en apuros una película menor. Quizás demasiado.
La película de superhéroes menos superheroica Antes que nada y después de todo, Iron Man 3 es una nómina de confirmaciones. La primera es que Robert Downey Jr., ese Ave Fénix cinematográfico resurgido de los vapores etílicos hace casi una década, supo hacer de la egolatría irredimible (“Privaticé la paz mundial”) la entronización del Ello y un disfrute en la ostentación de los bienes antes que en su utilización digno de nuevo rico menemista, las bondades del papel de su vida. Se trata de una observación con gusto a advertencia: basta ver a Johnny Depp haciendo de Jack Sparrow en cuanta película familiar aparezca para saber que entre la interpretación lúdica y la explotación mercantilista hay un trecho ínfimo. Lo segundo, consecuencia directa de lo anterior, es quizá que ésta es la única saga de la factoría audiovisual de Marvel que amalgama con fluidez y naturalidad hiperacción digital (aquí hay a borbotones), humor (ídem), desarrollo narrativo y evolución de los personajes. Y encima lo hace poniendo la primera al servicio del segundo y éstos, a su vez, al del tercero y cuarto. La última, que esta tercera entrega es la película de superhéroes menos superheroica de la última década. Tiene su lógica que el reemplazante de Jon Favreau, director de los dos films previos y que aquí tiene un rol secundario, sea Shane Black, el mismo que hace ocho años revitalizó a Downey Jr. con Entre besos y tiros, una buddy movie tan redonda como el formato DVD con el que se editó aquí. Conciente de ese antecedente y la ontología hedonista de Stark, Black pone la película a su servicio. Y el showman, empresario, claro, devuelve las paredes desde la primera escena, donde se lo ve desplegando todas sus cualidades de galante frente a una científica (la pecosa y consecuentemente hermosa Rebecca Hall) con la que tiene intenciones de reunirse no precisamente para discutir sobre el oficio. Pero finalmente lo hará, ya que en la soledad de la habitación ella le muestra un sofisticado sistema que permite, para decirlo a grosso modo, “meterse” en el cerebro y modificar el ADN. Por ahí también anda otro científico (Guy Pearce) con una idea supuestamente buenísima, que sin embargo no consigue que ninguno de los dos le dé bola. O al menos eso parece. Varios años después, un terrorista llamado El Mandarín (un Ben Kingsley gozoso) amenaza sin pruritos al presidente norteamericano en uno de esos videos caseros tan en boga desde el 11-S. Mientras tanto, Stark sigue como terminó Iron Man 2: retirado y viviendo con Pepper Potts (Gwyneth Paltrow), su ex secretaria y actual mandamás del emporio armamentístico. El lector ya podrá suponer que todo lo anterior confluirá más temprano que tarde, obligando al hombre del generador azulado en el pecho a poner manos a la obra. Esto dicho literalmente, ya que él es aquí un híbrido entre la praxis de un McGyver hi tech asistido por un nene de diez años y la sagacidad mental de un Jason Bourne más jodón y con menos pesadumbre. Queda claro, entonces, que la idea de Black es amplificar la tonalidad del hombre metálico mediante la construcción de una película hecha a su imagen y semejanza. Esto es, con la parodia como norma. La decisión tiene su lógica. Al fin y al cabo, el mismísimo Stark deja aquí de lado los traumas paternos y la certidumbre de la finitud subyacentes en las entregas previas para volcarse a un sarcasmo propio de quien ya está de vuelta. Tanto así que el asunto parece erigirse como una contraofensiva a la gravedad habitual de aquellos superhéroes cuyos comportamientos son consecuencia de una habilidad tan extraordinaria como involuntaria e indeseada (léase Spiderman, Hulk, Daredevil, Wolverine, etcétera), con Stark tomándose todo como un gran juego cuyos límites son las reglas impuestas por la tiranía de su voluntad.
El alcohol como combustible Comedia de enredos, hace de la celebración un motivo amargo y melancólico, bisagra entre una adolescencia que no terminó de irse y los temores de una adultez inminente. Una idea interesante que no termina de plasmarse en una gran película. Los descontroles generados por el –o la búsqueda de– exceso etílico reverdecen en los últimos años de la comedia americana, convirtiéndose, en la mayor parte de los casos, en disparadores de las acciones posteriores. La recurrencia no impide, sin embargo, que muchas de esas películas lo utilicen como característica constitutiva de sus criaturas, además de síntoma directo de un estadio emocional: el imperioso deseo de emborracharse de los chicos de Supercool o el rompan todo de Proyecto X no eran sino la forma en que los protagonistas intentaban paliar los suplicios de la impopularidad, mientras que en las dos ¿Qué pasó ayer? operaba como válvula de escape ante una insatisfacción generalizada. Algo más o menos similar ocurre con 21 La gran fiesta. Comedia de enredos con el alcohol como principal elemento de combustión, la ópera prima de Jon Lucas y Scott Moore, nada casualmente guionistas de The hangover, hace de la fiesta un motivo amargo y melancólico, bisagra entre una adolescencia que no terminó de irse y los temores de una adultez inminente. Lástima que aquí, a diferencia de los otros casos, la inteligencia se limite a la tematización antes que a la constitución de su forma. El punto de partida está en el vínculo entre tres amigos dispuestos a celebrar el flamante ingreso de uno de ellos en la edad del título. Nada nuevo, podría decirse, en un grupete compuesto por un nerd algo hosco y obturado por la figura paterna (Justin Chon), otro locuaz, siempre al palo y que no sabe muy bien qué hacer de su vida (Miles Teller, revelación absoluta en El laberinto), y el último aparentemente maduro, recto y con miras a establecerse laboral, emocional y económicamente pronto (Skylar Astin). Pero que Lucas-Moore establezcan desde los primeros minutos las coordenadas de una amistad roída por la dispersión de intereses y la imposibilidad de reconocer al otro, además de las dudas y vacilaciones propias del fin de la adolescencia, y encima lo hagan casi como al pasar, es una plusvalía poco frecuente. Y ni hablar de que se mencione la posibilidad de un suicidio, detalle que la dupla escamotea hasta bien entrada la película, complejizando aún más la premisa nodal. El problema de 21 La gran fiesta está en la superficie. La idea inicial es, claro, beber algunas copas. Copas que devendrán rápidamente en baldes, y luego en la borrachera monumental del agasajado, quien al otro día tiene que estar impecable para una entrevista de trabajo, hecho que obligará a sus amigos a depositarlo en su casa cuanto antes. Claro que él ya no vive con los padres, y los otros dos no tienen ni idea de dónde dejarlo, por lo que deberán recorrer la ciudad tratando de dar con alguien que lo conozca. El derrotero se convertirá rápidamente en una concatenación de situaciones trilladas. Lo que no es necesariamente malo, siempre y cuando se asimile todo el acervo previo para retorcerlo hasta inocularle una comicidad por acumulación. Como los hermanos Farrelly con su fascinación por la escatología, por ejemplo. Aquí, en cambio, el asunto no va más allá de la intromisión en una fraternidad femenina, algún que otro fiestón y el inevitable interés amoroso de uno de ellos, todo atravesado por gags que, nobleza obliga, en general funcionan. El resultado es, entonces, una premisa a priori interesante que no logra redondearse en una película aún mejor. Como si Lucas y Moore no hubieran sabido cómo maximizar en la pantalla grande ese núcleo tristón inherente al fin de la adolescencia.