Prometía ser la comedia del año, pero no fue Chicas armadas y peligrosas tenía todo para ser una gran película: buddy movie protagonizada por una de las comediantes del momento (Melissa McCarthy) y otra nunca valorada en su justa medida como Sandra Bullock, con un guión a cargo de Katie Dippold (Parks and Recreation) y la dirección de Paul Feig, el mismo que hace un par de años había ejecutado una subversión genérica en el panorama mayoritariamente masculino de la Nueva Comedia Americana (NCA) con Damas en guerra. Pero no. Por el contrario, toda esa materia prima se convierte en un ejemplo de que la lógica cartesiana no va muy bien con el cine, ya que todo en este universo resulta predecible, trillado, poblado por una galería de personajes secundarios –claves en este género– poco interesantes, de esos fácilmente olvidables, y para colmo explicitado. ¿Que se trata de una comedia de acción de mujeres? Poco importa eso, ya que esa variable es apenas un esbozo. Uno de tantos. Que la agente del FBI Ashburn (Bullock) sea tan deductiva y perspicaz en su oficio como menospreciada e irrespetada por sus compañeros muestra que la condición femenina es –o al menos así se plantea– un factor fundamental en la película, más aún cuando da la sensación de que la única razón por la que su jefe (el mexicano Demian Bichir) le niega un ascenso es ésa. O mejor dicho, no se lo niega sino que lo condiciona al resultado de un operativo en Boston, donde deberá trabajar con la oficial de la policía local Mullins (McCarthy). Oficial que, oh sorpresa, es su antítesis perfecta: pura praxis, boca sucia y poco adepta a las normas. El resultado es la conformación de una pareja inicialmente dispareja que con el correr de la trama se irá dando cuenta de que es complementariamente perfecta. En todo ese proceso, la verba filosa y desatada de McCarthy choca con la rectitud de Bullock. Es cierto que el rol de la primera parece calcado de las recientes Ladrona de identidades y ¿Qué pasó ayer? Parte 3, pero debe reconocerse que su comicidad es inigualable. También, que debe aplicarse en dosis justas, ya que su abuso convierte a cualquier comedia, ésta incluida, en un show unipersonal. El segundo problema (o tercero, si se cuenta su abominable título local) es que el conocimiento mutuo de las mujeres implica la generación de un gramaje emocional cuya finalidad máxima no es tanto la complejización de ambas personalidades como una herramienta para justificar sus procederes. Si algo que caracteriza a la NCA es la aceptación de sus personajes sin condenarlos o explicarlos: ellos son así porque sí, porque está en su naturaleza. Aquí, en cambio, Feig elige justificar la obcecación de Ashburn atribuyéndole una adolescencia solitaria, y la rudeza de Mullins a la ausencia de contención familiar desde que decidió encarcelar a su hermano. Familia cuya disfuncionalidad digna de una película de David O’Russell bien ameritaba un protagonismo mayor, más cercano al eje cómico central del film. Para el final quedará la resolución o no de una trama policial minúscula y la afirmación de una nueva amistad. Bastante poco para la comedia del año que no fue.
Una oportunidad perdida En su momento pasó con más pena que gloria: limitar a dos grandes actores como Steve Carell y Tina Fey a una somera comedia de enredos era un pecado imperdonable. Tres años después, y si bien Una noche fuera de serie mantiene inalterable su condición de película menor, debe atribuírsele el mérito de haber descubierto la comicidad que subyacía bajo la aparente tosquedad musculosa de Mark Wahlberg, quien allí se despachaba con un experto de seguridad ostentosamente rico que hacía de una inmadurez lúdica y autoconsciente su principal característica. Más o menos igual que el protagonista de Ted, un boludón de treinta y pico apresado en una adolescencia tardía cuyo mejor amigo era un osito de peluche marihuanero. Y también que el de Dos armas letales, en la que pone su prestancia a la cabeza de una buddy movie tan eficaz como efímera, construida sobre la base del disfrute generado por un grupo de actores en estado de gracia. No es casual que el nuevo trabajo del islandés Baltasar Kormákur (el mismo de Contrabando) esté basado en una novela gráfica. Al fin y al cabo, la génesis del film está apuntalada sobre las bases de una caricaturización manifestada a través de la exacerbación de los clichés del género. Esto se ve desde la mismísima premisa: si la traición, las falsas identidades, los secretos silenciados, la corrupción y las vueltas de tuerca son inherentes a este tipo de films, Dos armas letales tiene no uno, sino un par de protagonistas que planean en conjunto el robo a un banco sin conocer que el otro es agente secreto –Bobby (Denzel Washington), de la agencia antidrogas, y Stig (Wahlberg), de la inteligencia de la Marina– y la participación espuria de cuanta entidad norteamericana contra el delito exista (DEA, CIA y siguen las firmas), todas ellas representadas por algún cabecilla dispuesto a morder una tajada del botín. Botín que supuestamente pertenecía al líder de un cartel mexicano al que, claro está, no le cae muy simpática la metida de mano en su bolsillo, por lo que pretenderá recuperar lo suyo. Lo que vendrá después es pura fórmula: los dos del título dejando sus diferencias de lado para protegerse mutuamente y combatir la conspiración que los circunda, todo entre medio de un sinfín de malos que son buenos y viceversa. Recargada y delirante incluso dentro de su lógica interna, Dos armas letales elige limitarse a cumplir con lo que promete en lugar de expandir los límites de las comedias de acción tradicionales. Decisión no necesariamente errada, pero que tiene gusto a poco si se tiene en cuenta la materia prima. Porque Washington y Wahlberg encuentran la relación perfecta entre ambos géneros llevándose como esos matrimonios viejos en el que uno habla por el otro, elevándose ambos hasta la categoría de grandes, enormes actores. Porque los secundarios están de maravillas, con Bill Paxton en la piel de un agente de la CIA con sombrero de cowboy capaz de agujerearle la mano con tachuelas a un empleado bancario con tal de que confiese una supuesta complicidad, y Edward James Olmos jugando a ser la epítome del narco mexicano, dividiendo su tiempo entre la devoción familiar y el negocio. Pero no, Kormákur termina despachándose con una película apenas aceptable y pasatista, de esas que se olvidan cuando culminan los créditos. Es una lástima que no haya querido ir por más.
El rapero que no era Tarantino RZA es rapero, productor musical y ocasional actor secundario, pero hace algunos años quiso más y se propuso incursionar en la dirección. La confluencia de sus fanatismos por los géneros de artes marciales wuxia y Quentin Tarantino, para quien creó la partitura de Kill Bill Vol. 1, traía aparejada la certeza del contenido y su posterior trabajo formal. Del primero tomaría la ubicación en tiempo y espacio, además de la premisa. Esto es, una historia ambientada en un Oriente decimonónico rebosante de piñas, patadas y espadazos, todo atravesado por la puesta en abismo de valores como la ética, la lealtad y la hidalguía. Del segundo, un tratamiento visual estilizado y deliberadamente artificioso. Seguramente satisfecho por el homenaje de su ocasional colaborador y, por qué no, atento a la potencial viabilidad económica del asunto, el director de Tiempos violentos bendijo El hombre con los puños de hierro permitiendo la utilización de su nombre previo al “presents”. El tema es que la propiedad transitiva irá de maravillas con la matemática, pero no con el cine, y que RZA tenga el respaldo de Tarantino no quiere decir que RZA sea Tarantino. “Cuando hacés un arma necesitás tres cosas: el metal correcto, 180º de temperatura y alguien a quien matar”, dice en off el herrero de Jungle Village (RZA, también coguionista junto a Eli “Hostel” Roth), enclave central del recorrido de un cargamento de oro. Cargamento que estará protegido por uno de los clanes del lugar, según le asegura el líder al gobernador. Claro que sus hijos y secuaces tienen la inédita idea de quedarse con el botín, por lo que cambian el plan original liquidando al ejecutivo tribal. El hecho genera la alteración de un pueblo invadido por extranjeros. Entre ellos está Jack Knife (Russell Crowe, cada película más rechoncho), un supuesto bandolero británico que parece menos interesado en quedarse con alguna moneda que en usufructuar las bondades del prostíbulo regenteado por Madam Blossom (Lucy Liu). Mientras tanto, el hijo pródigo del asesinado emprende su vuelta ávido de venganza, al tiempo que los malos de turno se equipan con sofisticadas armas creadas por el herrero justo antes de cortarle los brazos. Basta releer el título del film para saber qué colocarán debajo de sus muñones. Para entender por qué este hecho central de la trama ocurre llegando a los cincuenta minutos es necesario saber que RZA pensó su film como una película de cuatro horas a estrenarse en dos partes. El estudio supo entrever eso de que él no era Tarantino, y mucho menos su ópera prima la nueva Kill Bill, y rechazó su versión, obligándolo a entregar otra de poco más de hora y media. Es cierto que habría que ver el corte original, pero da la sensación de que éste es menos una reducción que una concatenación de retazos, un salpicado de aquél. Así, se trata del apilamiento de personajes sin desarrollo ni motivaciones, generando una versión con más agujeros que certezas. Apenas hay tiempo para varias luchas aceptablemente bien coreografiadas, una buena escena en una habitación espejada y decenas de yugulares rasgadas escupiendo chorreras de sangre.
Amigos a los tiros en la Casa Blanca Puede parecer una copia descarada de Ataque a la Casa Blanca, pero Emmerich tiene mejor muñeca para el gran espectáculo que Antoine Fuqua. Así, el ataque terrorista al núcleo del poder geopolítico mundial es un viaje a una acción felizmente caricaturesca. Es casi imposible saber, al menos desde estas inhóspitas tierras, quién le robó a quién. Lo único claro es que El ataque es prácticamente igual a Ataque a la Casa Blanca. La inocultable presencia de un papel carbónico se marca en ambos delineamientos generales (hombre musculoso dispuesto a salvaguardar la integridad de Estados Unidos), pero también en las iconografías elegidas para las campañas de prensa y las traducciones locales. El estreno de la primera cuatro meses después de la segunda invitaba a pensar en un mediocre combo de grandilocuencia visual y manifiesto político similar al de su predecesora. Pero El ataque no está dirigida por el irregular Antoine Fuqua, sino por el alemán Roland Emmerich, un tipo con probados pergaminos en timonear armatostes ruidosos (Día de la independencia, El día después de mañana, la bombástica 2012) sin tomárselos en serio, y siempre con la acumulación desaforada de sinsentidos como principal característica. En esa línea, El ataque es un Emmerich clásico: una película tan absurda e inverosímil como gozosamente disparatada (¡el presidente de Estados Unidos a los tiros por la Casa Blanca!), hecha con partes iguales de oficio, elementalidad, humor, eficacia y desmesura. Plenamente consciente de sus limitaciones e intereses, el guión de James Vanderbilt (Zodíaco, El sorprendente Hombre Araña) casi que ni se gasta en presentar a los protagonistas. Lo hace de forma simple y directa, definiéndolos con sus acciones en la cotidianidad matutina. Allí está el Ejecutivo norteamericano (Jamie Foxx) volviendo de hacer las tablas con todo Medio Oriente, para disgusto generalizado de los popes de la industria armamentística. También Cale (Channing Tatum), veterano de Afganistán y obcecado patova del vocero (Richard Jenkins), y el jefe de la seguridad presidencial (James Woods). Todos ellos confluirán en la majestuosa Casa Blanca, cuyo interior Emmerich no se priva de retratar, ya que casualmente ese día Cale llevó a su hija fanática del presidente (?) para una visita guiada. Por allí también andan unos técnicos que, oh sorpresa, son terroristas provenientes en su mayoría de la ultraderecha autóctona dispuestos a tomar el lugar con el inédito objetivo de bombardear medio mundo. Esto dicho en el sentido más literal del término, sobre todo con un director habitualmente fascinado con la destrucción masiva como el alemán detrás. Concretado el golpe, Cale buscará a su hija, pero su patriotismo tirará más que la sangre cuando se cruce con el desamparado presidente y juntos traten de salvarse. A ellos y al mundo, claro. La diferencia fundamental con el film de Fuqua radica en los fines detrás de la narración. Si el derrotero de la fuga en Ataque a la Casa blanca era el disparador para una bajada de línea que llegaba con un recurso facilista como un monólogo final, en El ataque sintomatiza la apuesta por una torsión de lo real rayana a lo caricaturesco que desplaza la interpretación política a un lejanísimo segundo lugar: los terroristas son nerds con aires de revanchismo, cómicos frustrados o paramilitares con pocas luces; los políticos son devotos y serviciales pero poco dotados para la praxis cotidiana, y el presidente emana bonhomía, cordialidad y heroísmo, llegando al extremo de tirar un bazucazo por la ventana de su limousine durante una persecución en pleno jardín del palacio. Esa escena, junto con las de los distintos intentos de escape, rompe con cualquier atisbo de verismo, mostrando que Emmerich se preocupó menos por ser pro o antiyanqui que por filmar una buena buddy movie. Buddy movie que podría ser la involuntaria secuela de Arma mortal. Eso sí, más hipertrofiada y en pleno núcleo del poder geopolítico mundial.
Un desquicio felizmente irresponsable Los siete realizadores al mando de las cinco filmaciones “caseras” y supuestamente reales que integran estas nuevas Crónicas... llevan hasta el paroxismo los grandes hits actuales del género: formatos hogareños, zombies y vísceras. Los estrenos casi en seguidilla de Las crónicas del miedo 2 y El conjuro muestran que esas gallinas de los huevos de oro que son las películas de terror (poca inversión + público seguidor = negocio redondo) tienen aire para cacarear por largo tiempo. Es cierto que sus enfoques contrapuestos no invitan al hallazgo de un linaje en común, pero una hurgada más a fondo permite entrever que ambos films están hilados por el conocimiento en la materia de sus hacedores, y que la diferencia está en cómo deciden exhibirlo: si James Wan lo hace desde un respeto absoluto por lo que cuenta y una narración distanciada a la vez que preocupada por la suerte de esa familia instalada en una casa embrujada, los siete realizadores al mando de las cinco filmaciones “caseras” y supuestamente reales que integran Las crónicas del miedo 2 lo hacen pasando de rosca los greatest hits actuales del género –cámara en mano, formatos hogareños, zombies, vísceras– hasta alcanzar, en su segunda mitad, un nivel de desquicio tan increíble como felizmente irresponsable. Estrenada hace poco más de un año, Las crónicas del miedo comenzaba con dos amigotes entrando a una casa para robarse unos VHS que más tarde visionaban juntos, ubicando al espectador como un virtual tercer participante de la jornada audiovisual. En esta segunda parte, el procedimiento es similar, sólo que quienes dan con los archivos son una pareja de detectives que sigue los pasos de un adolescente desaparecido. La endeblez de la premisa inicial, el formato hogareño, la cámara en mano como sinónimo de falso documental tan en boga desde El proyecto Blair Witch, un recorrido irregular y por momentos torpe por los lugares comunes de las distintas vertientes del género y la búsqueda de naturalismo en los diálogos digna del cine norteamericano más indie son los puntos en común entre original y secuela. Pero entonces, ¿por qué ésta es superior? Porque aquí nadie está dispuesto a tomarse el asunto demasiado en serio, dando como resultado una película-sátira que opta por aquello que la saga Scary Movie nunca quiso o pudo hacer: reírse con el género y no de él. Heredero directo de la preocupación de los efectos de la tecnologización de lo cotidiano de la miniserie Black Mirror, el primer episodio comienza con un hombre al que le implantan un ojo-cámara sin advertirle que de ahí en adelante podrá ver fantasmas. El exceso desplegado en los últimos minutos, con muertos destrozando el mobiliario mientras el protagonista tiene sexo con otra trasplantada para distraerse, muestra que el resultado podría haber sido aun mejor si se hubiera desatado un poquito antes. Algo similar ocurre en el segundo, que se monta al fenómeno The Walking Dead para mostrar en plano subjetivo la secuencia mordisqueo-conversión-atacante de un ciclista devenido zombi. Queda claro, entonces, que por el momento el asunto no es necesariamente malo sino más bien normal, casi tibio, se diría. Todo lo contrario a lo que vendrá después. El compendio de piñas y patadas que fue La redada había dejado en claro que a Garreth Evans no le gustan las medias tintas, aspecto que el fragmento “Safe Haven” no hace más que validar. Co-dirigido junto a Timo Tjahjanto, el tercer corto muestra a un equipo de filmación recorriendo la sede de una secta y entrevistando a su líder. Líder en principio modosito, servicial y dócil, pero que con el correr de los minutos empieza a mostrarse como un auténtico davidiano: partes iguales de misticismo y demencia. Este cambio genera una cacería de los visitantes. Cacería absurda, impredecible y ultra gore, que incluye fantasmas y un... Anticristo. La cereza del postre es una partuza de púberes interrumpida no por la llegada de los padres sino por unos alienígenas dispuestos a romper con absolutamente todo. Lo mismo que intenta hacer Las crónicas del miedo 2 con el cine de género adocenado y de fórmula. La buena noticia es que en muchos momentos lo logra.
Viaje a la paternidad en un 3CV Los imperativos de la distribución y exhibición nacional hacen que Road July comparta cartel no con una sino con dos películas ambientadas en Mendoza. Lo primero que debe agradecérseles tanto a ésta como a sus involuntarias compañeras (Vino para robar y Voyage, voyage) es la naturalización de la majestuosidad geográfica: en ninguna abundan los planos generales, y los que hay son funcionales a la necesidad narrativa de ubicar al espectador en el contexto antes que a un regodeo visual digno de tarjeta postal. En ese sentido, el primer largo de ficción de Gaspar Gómez es el que mejor funciona, llegando incluso a obviar las particularidades del entorno, aun cuando su premisa central (viaje rutero entre la capital provincial y la localidad de San Rafael) invitaba a lo contrario. La evasión turística es lógica si se tiene en cuenta que el film se rodó con un equipo técnico y artístico mayoritariamente local y tuvo su estreno comercial nacional, e incluso su edición en DVD, en la tierra del sol y del buen vino. Por allí anda habitualmente Santiago (el pelirrojo Francisco Carrasco), un comerciante locuaz y bonachón capaz de vender lo invendible, que asienta su rutina en la comodidad del oficio, una buena casa y una relación amorosa con una de esas mujeres que creen que a los 30 se acaba el mundo y que la maternidad es una cuestión cronológica antes que emocional. El tiene, además, una hija de diez años (la July del título) a la que no conoce y un vínculo cordial e incluso amistoso con su ex cuñada, algo difícil de entender sobre todo después de que el tipo se borrara olímpicamente. Pero ésa es otra cuestión, ya que un encuentro entre ambos viene acompañado del anuncio de la muerte de la madre y un tirón de orejas para que Santiago se ponga los pantalones de una buena vez, llevando a la nena hasta la casa de la abuela (Betiana Blum). La negativa inicial mutará por aceptación, dando así el puntapié a un “viaje a la paternidad en un Citroën 3CV”, tal como la definió su director en una entrevista. Vista en la Competencia Nacional del Festival de Mar del Plata 2010, Road July es una de esas historias livianas, fácilmente digeribles, amenas y pobladas de seres optimistas y bienintencionados, en donde nada puede salir mal. El problema es cuando la imposición del happy end rumbea de la bonhomía generalizada a la inocuidad, la simplificación y lo arbitrario. Ver si no la celeridad supersónica con la que en un par de horas se crea, consolida y afirma un vínculo inexistente durante una década, sin un atisbo de rencor o mea culpa de nadie (urge recomendar la subvaluada Por un tiempo, un film de temática similar infinitamente más complejo, aun en su tersura). O también a ese efectivo de la policía caminera tan compinche como para aceptar una radio a modo de “préstamo”, a cambio del perdón de las multas –eso sí, no sin antes advertir que no pasarán el próximo control– o incluso cómo una acusación de secuestro se soluciona con tono campechano y buena onda. La misma buena onda que destila, más allá de su pertinencia, toda la película.
Una idea que podría haber funcionado mejor Es sabido que los popes de Hollywood encontraron en la informática el Santo Grial del actual negocio cinematográfico. Pero en este último tiempo se dieron cuenta de que había más tela para cortar e hicieron de las figuras emblemáticas del mundo 2.0 disparadores argumentales: ver si no La red social o la inminente Jobs para comprobarlo. En esa línea se inscribe Aprendices fuera de línea, horrible traducción local de The internship, con la diferencia de que el eje no está en una persona, sino en... Google. Que el lector deseoso de la complejidad y los matices de la película de David Fincher dé vuelta la página, porque la película del generalmente mediocre Shawn Lewy –la notable excepción es Gigantes de acero, paradojalmente la única no comedia en su filmografía– es un tour empresarial conducido por un par de esos guías empecinados en caerles bien a los visitantes. Y como todo tour, el resultado deja un resabio de insuficiencia, a ganas de un poco más. ¿Se está, entonces, ante un chivo disfrazado de película de casi dos horas de duración? No del todo porque, nobleza obliga, la empresa sirve de excusa para una comedia. ¿Buena? Quizá sí hace doce, quince años, pero hoy, cuando tipos como los hermanos Farrelly, Judd Apatow, Ben Stiller, Adam McKay y el resto de la troupe de la Nueva Comedia Americana torcieron el rumbo del género a una rugosidad, anarquía e incomodidad sin retorno, la blancura, liviandad, inocencia y tersura de Aprendices fuera de línea luce obsoleta. Tanto como los dos protagonistas (Owen Wilson y el aquí también coguionista Vince Vaughn) en las coordenadas del sistema tecnologizado imperante. “Prepárense porque la cosa está dura afuera y ustedes son dinosaurios”, les advierte el jefe (John Goodman, con camisa hawaiana extrapolada de Argo y El vuelo) justo antes de despedirlos. La mala nueva significa un auténtico mazazo para estos amigotes, más aún cuando ellos habitan ese in between entre la adolescencia y la adultez tan habitual en la NCA y los obliga a encontrar nuevos rumbos. Y para combatir la ajenidad, ¿qué aplicar para una pasantía en esa meca del mundo 2.0 que es Google? Que entren después de la peor entrevista laboral de la historia es un capricho del guión tan inverosímil como necesario para la fabulita deportiva y de superación que vendrá después. Lo primero, porque el coordinador de turno establecerá una suerte de competencia en la que los integrantes del grupo ganador pasarán a integrar el staff permanente. El desconocimiento del argot informático de la dupla y la responsabilidad impertérrita de los freaks and geeks que tienen como involuntarios compañeros es el caldo de cultivo para una feelgood movie sobre las bondades del amor, la solidaridad y el compartir, con unos encargándose de explicar las posibilidades de la vida muros afuera y los otros operando como lazarillos en el universo digital. La decisión de Lewy quizá no sea errónea, pero tampoco la mejor. La materia prima (Wilson + Vaughn + un Will Ferrell sutilmente extraordinario) daba para más.
Lo que vendrá... El paso de la infancia a la adolescencia no es un tema novedoso para el cine argentino ni mucho menos. Lo que sí es poco habitual es el enfoque que propone A la Cantábrica. La ópera prima de Ezequiel Erriquez encuentra una correspondencia entre la rispidez de la transición interna de sus cuatro protagonistas y un tratamiento visual seco, sucio e incluso por momentos emocionalmente distante. Estrenada en el Festival de Rotterdam 2012 y vista aquí en la última edición de Mar del Plata, la película transcurre en un barrio de los suburbios (¿Gran Buenos Aires? ¿Gran Rosario?) a fines de los ‘90 y sigue a cuatro amigos en las postrimerías del colegio primario. Amigos que el guión de Erriquez no llega a construir con la carnadura y complejidad suficientes, ya que elige definirlos únicamente a través de su relación con una característica en particular: la chica y sus clases de ballet, uno de ellos y el vínculo con su abuela enferma, otro con las primeras aproximaciones a la vida sexual y el último con un incipiente enamoramiento de una actriz ciega algunos años mayor que él. En sus ratos de ocio ellos miran la televisión. Allí, los noticieros simbolizan el inicio del proceso de entendimiento de las complejidades y del sinsentido del mundo que los rodea. Todos ellos confluirán en la fábrica a punto de cerrarse del título, lugar donde el quiebre generacional se patentiza: si el contexto social, personal y, por qué no, hormonal les indica que la adolescencia es inminente, ellos encuentran en esa geografía un espacio para la liberación de lo lúdico. Erriquez decide acompañarlos de cerca con una cámara inquieta y atenta a la pulsión de sus sentimientos. Ese retrato evade, además, cualquier atisbo de estilización: la transición está lejos de la idealización y la geografía arrullada contribuye a remarcar el dejo amargo y nostálgico de todo cambio.
Una roca que tiene extrañas debilidades Dwayne “The Rock” Johnson es cosa seria. Portador de una caja torácica XXL que se extingue en una cinturita tamaño avispa, dos bíceps montañosos y kilos de músculo en lugar de cuello, este ex luchador construyó una marca de estilo y autoconciencia haciendo de las particularidades de su contextura física su principal arma de trabajo, llegando incluso a poner el 3D de Viaje 2: la isla misteriosa al servicio exclusivo del movimiento de sus pectorales. Hasta que llegó El infiltrado. Contraejemplo de todo lo anterior, el opus tres del ex doble de riesgo y aquí también coguionista Ric Roman Waugh tiene el extraño mérito de naturalizar –e incluso negar– el tamaño mastodóntico de su protagonista, haciéndolo lucir frágil y con las circunstancias (hijo injustamente encarcelado, trato con narcos, burocracia estatal) a punto de superarlo. Johnson se presta al juego con un grado tal de aplomo y oficio que hace creíble lo que a priori no es, como por ejemplo que un tipo de esa complexión física caiga ante una trompada minúscula y ni siquiera atisbe una devolución de gentilezas. O también que él solito y solo intente hacer todo lo que la agencia antidrogas estadounidense no pudo durante años, más allá de la gallardía infinita de sus integrantes. El adolescente Jason (Rafi Gavron) no sabía que el paquetito que le envió su amigo por correo estaba repleto de drogas. O al menos eso asegura ante la horda de policías que le salta a la yugular justo después de abrirlo. Convencido de la inocencia del nene, impotente ante las golpizas que recibe como bienvenida y seguramente aquejado por la culpa del distanciamiento posdivorcio, papá John (Johnson) está dispuesto a todo para salvarlo de un proceso legal que invariablemente le depararía unos cuantos años guardado. Tanto como para ofrecerse a entregar un pez gordo del narcotráfico a cambio de una notoria reducción de la pena, tal como acuerda con la fiscal del gobierno (trabajo a reglamento de Susan Sarandon). Su condición de experto camionero lo lleva a oficiar como transportista de un poderoso cartel de drogas mexicano. Cartel al que llega gracias a los contactos de uno de sus empleados (Jon Bernthal, el policía “malo” de The Walking Dead), quien duda porque, claro está, quiere seguir por el camino del bien, después de pasar un tiempo en la cárcel. Pero se sabe que por la plata baila el mono, y el nexo se concreta jugoso cachet mediante. A partir de allí, El infiltrado narra el descenso del bueno de John al bajo mundo del lumpenaje hispanoparlante. Y al principio lo hace bien, encuadrándose sin pudor en los cánones de un thriller directo, básico y eficaz asentado en la factibilidad o no de la supervivencia del gigantón. El problema vendrá cuando la fiscal (aparentemente republicana, of course) considere que la cabeza entregada no es tal y quiera ir por más, obligando a John a redoblar la apuesta y a Roman Waugh a focalizar en aquello que su preocupación por el fragor narrativo hasta ahora no le permitía. Esto es: en encuadrar su trabajo en las normas más noveles de la aritmética fílmica conservadora, esa que reza que mexicano = malo. Así, la película elige dejar de lado la simple y noble preocupación por el desenlace del derrotero de su protagonista para terminar erigiéndose como una fábula aleccionadora de inocultable perfil pro DEA, que por si fuera poco guarda una sorpresita con forma de mensaje digno del Tea Party justo antes del inicio de los créditos.
Cuando lo importante no es el destino sino el viaje Los hermanos protagonistas de esta coproducción franco-belga-argentina no podrían ser más distintos: Marcus (Nicolas Duvauchelle, casi un gemelo galo, lungo y desaliñado de Esteban Bigliardi) es pura extroversión y locuacidad; Antoine (Philippe Rebbot), en cambio, hace de la parquedad y el misterio una costumbre desde un reciente traspié amoroso. Ambos llegan a Buenos Aires como punto medio de su viaje a Mendoza, donde asistirán al casamiento de un primo. Ya en Capital conocen a un particular recepcionista de hotel, quien, después de recomendarle prostitutas y boliches, se confiesa fanático y conocedor del terreno cuyano y el buen vino, uniéndoseles en la parte final del viaje. El lector ya podrá imaginarse que Voyage, voyage es una road-movie repleta de situaciones que incluirán desde una parada conflictiva en el viñedo -regenteado por la ex del hotelero-, un interés amoroso compartido entre los hermanos con la hijastra de ella (Paloma Contreras), el robo del auto y su posterior recuperación a punta de pistola, hasta algún que otro secreto oculto y luego revelado para llegar a un final que, premisa básica del subgénero, conllevará a una transformación del trío. Sí, es verdad que suena trillado y a lugar común, pero Deluc logra insuflarle frescura y liviandad a todo el asunto evadiendo cualquier pintoresquismo. Alguien podrá refutar lo anterior diciendo que el Obelisco y los planos para el lucimiento del paisaje mendocino están presentes, pero es una hecho por demás lógico si se tiene que cuenta que los protagonistas miran el país con ojos foráneos. Deluc también reflexiona sobre la construcción de los vínculos masculinos, convirtiendo a Voyage, Voyage en una suerte de Entre copas en versión franco-argentina. Pero, a diferencia del film de Alexander Payne, el reacomodamiento de las piezas por momentos aquí genera cierto moralismo que empantana un poco el desenlace. Eso no quita que se trate de un producto más que digno. Al fin y al cabo, y como ocurre en las road-movies, lo importante no es tanto el destino sino el viaje.