El tiempo entre los dos La película de Andrew Haigh se centra en los días previos al festejo de un matrimonio de avanzada edad. Una historia del pasado produce un cimbronazo emocional, que le permite a Charlotte Rampling lucirse en una actuación concisa, pero de gran entrega emocional. Con Weekend (2011), película que pudo verse en el BAFICI algunas ediciones atrás, el realizador Andrew Haigh mostró su habilidad para generar climas y transitar el realismo sin ir en desmedro de las emociones más profundas. En 45 años (2015) continúa en esa senda, sólo que esta vez ya no lo hace a partir del encuentro entre dos gays solitarios, sino desde la óptica de una pareja de avanzada edad y en unos pocos días. Kate (Charlotte Rampling) y Geoff (Tom Courtenay) conforman una pareja que ha llegado a los 45 años de casados. Como le dirá un organizador de eventos a ella, en general nadie festeja los 45 años; se celebran, claro, los años terminados en cero. Pero cinco años atrás, él tuvo un problema de salud y el festejo de los 40 debió ser postergado. En los días previos a esa celebración se desarrolla la película, un relato en donde el paso (y el peso) del tiempo es nuclear. No sólo se hace “palpable” el tiempo en los cuerpos; se rememora el pasado, se reflexiona sobre su incidencia en la pareja, y se conjetura de manera contrafáctica (“qué hubiese pasado si…”). A medida que transcurre el film, se irá develando un secreto tan antiguo que va incluso más allá del momento en el que la pareja protagónica se conoció. Se trata de una mujer, pareja de Geoff, que murió en un accidente, y cuyo cuerpo es encontrado congelado (metáfora del tiempo detenido). Ese hecho promueve una serie de confesiones y un sorpresivo punto de giro que pondrá a Kate en un estado de perplejidad y angustia. Sentimientos que el espectador captará durante el metraje, gracias a la mirada atenta del realizador, y al esencial trabajo gestual de Rampling, merecidamente nominada al Oscar por este papel. 45 años es una de esas películas en donde la transparencia cinematográfica es esencial; la cualidad que tiene el cine de fundar una omnipresencia en donde la imagen, las palabras, tienen la facultad de naturalizar el acontecimiento. Las revelaciones del film generan ese impacto emocional que se siente a medida que pasan los días, que además funcionan –con toda lógica- como los capítulos de esta historia íntima, pequeña, pero con las emociones a flor de piel.
El camino desemboca en otro lado La película de Daniel Otero y Nicolás Suárez narra la historia de Hugo, un taxista solitario, futbolero y bastante protestón que se vincula con una pasajera separada y su hijo adolescente. Hugo (Carlos Portaluppi) es uno de los típicos tacheros que alguna vez hemos conocido. Quejoso, fanático del fútbol (San Lorenzo, en su caso), pasa gran parte del día recorriendo la ciudad. Los momentos de distención (de amistad o incluso sexuales) son pocos y no parecen palear la amargura que con frecuencia expresa. Un día una pasajera (Ana Katz) se sube al taxi con su hijo y se olvida allí su billetera. Él, con un poco de galantería, se acerca para devolvérsela y allí surge una suerte de “amistad compinche”, aunque algo distante. Vínculo que se profundiza cuando él comienza a alentar al muchacho a buscar un puesto en el club que tanto ama. Hijos nuestros (2015) tiene como eje central al fútbol (un tema que recorre buena parte de la programación del 30 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata); como espacio de pertenencia, pero también como la señal de una familia ausente. Pese a la soledad, siempre habrá un equipo para alentar; en las buenas y en las malas. En el caso de ella, la conexión con la vida es mucho más amorosa; si bien está criando a su hijo sola (el padre no da demasiadas señales), ambos se llevan muy bien. El trabajo y sus creencias budistas también la inclinan hacia una vida mucho más plena y equilibrada. Los directores consiguen plasmar el vínculo entre los personajes de manera orgánica, apelando a una puesta en escena sencilla, que captura momentos de verdad en el mundo cotidiano de cada uno de ellos. Se nota una química entre Portaluppi y Katz, quienes ya se habían destacado juntos en Una novia errante. Sin golpes bajos, pero sí con escenas que producen quiebres emocionales, Hijos nuestros transita una zona reconocible (en los temas, en los sentimientos que despliega, en los espacios) pero no cede ante el costumbrismo. No innova en ningún terreno, es verdad, pero sigue a sus personajes y no los traiciona; aún en sus miserias los muestra vulnerables, queribles, y abiertos a un cambio que los haga sentirse mejor.
Al barrio con amor Las vivencias cotidianas de una cálida enfermera de Berazategui son el foco de atención de Angelita, la doctora (2016), ópera prima de la experimentada directora teatral Helena Tritek. Angelita (Ana María Picchio) es una enfermera que, por el respeto de los vecinos, se ganó el trato de “doctora”. Ella es cándida, amable, atenta; nada parece alterarla y, si algún paciente tiene mal humor, con sus apreciaciones y su actitud logra revertir ese estado de ánimo. Angelita tiene un hijo joven (Chino Darín), poco interesado en el estudio y en el trabajo; la principal preocupación de su madre, quien no para de recordarle que, a su edad, ya tendría que estar forjándose un porvenir. Opus uno de la directora de teatro Helena Tritek, Angelita, la doctora, sigue por los andariveles del costumbrismo, con un guión construido a partir de esquemas ya muy transitados. El modelo más difundido es el de Amelie, con una estructura coral pero centrada en las vivencias de un personaje inobjetable, noble, empático. Si bien Angelita es el centro del film, a su alrededor gravitan personajes que cargan con sus propios dramas (la pareja de ancianos, con él que protesta por todo; el abuelo que se desentiende con su perro hasta que lo pierde y descubre el sentido de su compañía; el niño que pasa sus tardes solo y que juega con la enfermera…). A todos ellos les brinda su compañía y profesionalismo. No hay una sola escena en donde se muestre la recepción de su paga. El cine, se sabe, debe analizarse por sus resultados y no por sus objetivos. La película de Tritek tiene objetivos claros: emocionar, revisitar el espacio barrial, proponer un mapa sentimental del conurbano. Percibida a través de esos elementos, quien escribe estas líneas ha visto en un cine colmado una celebrada recepción por parte de un público eminentemente mayor de edad, identificado con esos sentimientos de añoranza y bonhomía que Angelita, la doctora grafica durante todo el metraje. En buena medida, los defectos se deben a la sobreexposición de esos sentimientos: la banda sonora con escasos matices, la reiteración de determinadas secuencias dramáticas; incluso algunas participaciones que aportan más un “comentario” que un avance en términos de drama (la vendedora de aves de Norma Aleandro, quien en voz en off emite metáforas sobre sus criaturas y los humanos). Por otra parte, recién hacia la mitad comienzan a avanzar los conflictos; algunos no muy profundizados, otros mejor abordados. Queda en la secuencia final la nobleza de una actriz; un primer plano en donde el cine aparece en su mejor forma.
Almas en celo La nueva película del realizador de Los amantes regulares (Les amants réguliers, 2005) indaga en un matrimonio y en la trama de celos, frustración y replanteos que se genera a partir de la infidelidad de ambos. Hacía tiempo que no llegaba a la cartelera local una película de la concisión formal que posee A la sombra de las mujeres (L'ombre des femmes, 2015), sólido trabajo dePhilippe Garrel . Su film, además, respira el encanto de recorrer una París no turística, a tono con esa idea tan fundante de la Nouvelle Vague que consistía en transitar espacios arrancados de la vida misma, alejados de la pátina de “teléfono blanco” que marcaba a fuego buena parte de la filmografía francesa. Aquí también son significativos los espacios interiores, reflejo especular del desencanto que tiñe la pareja que componen Pierre (Stanislas Merhar) y Manon (Clotilde Courau). Él es un realizador cinematográfico sin demasiado brillo, y ella es su asistente. Juntos están terminando un trabajo sobre sobrevivientes de la resistencia francesa. Pero por más que estén a punto de concretar un proyecto profesional que los convoca a los dos, es evidente que el deseo entre ellos está entre paréntesis. En medio de esa situación de penuria (por lo que se ve, también están en aprietos económicos), él comienza un affaire con Elizabeth (Lena Paugam), una joven que trabaja en un laboratorio de cine. La misma Elizabeth será la que identifica a la esposa de Pierre en pleno coqueteo con su amante. Tamaño cuadro deriva en sendos descubrimientos de infidelidad, con el aluvión de reclamos, confesiones y acusaciones que es de esperar. Garrel trabaja las emociones de estos personajes con discreción; emplea la voz en off de un narrador que los “distancia” de los espectadores, aunque tampoco los parodia. Más bien los observa, en sus frustraciones y miserias (sobre todo en el caso de él, quien cree que, como hombre que es, su infidelidad está más justificada…). Los encuentros amorosos de él casi no dejan entrever erotismo; pero el realizador decide, en cambio, revelar un vínculo más cordial y amoroso en ella y en su amante. A la sombra de las mujeres es una rara avis. Porque aunque se inserte en el sub-género “crisis de parejas”, lo hace sin apelar a las falsas fórmulas del feminismo cool y sin proponer cimbronazos en el guión como para tensar lo que ya está tenso. Es una apuesta por la sobriedad, que mira los conflictos maritales con sagacidad y, por qué no, con elegancia formal.
El amor y el Estado Basada en una historia real, la película de Peter Sollett aborda el caso de Laurel Hester, una mujer lesbiana que motivó un cambio en la legislación sobre las pensiones que reciben los viudos y las viudas. Laurel (Julianne Moore) es una detective comprometida, dura, incorruptible. Fuera de su trabajo, encuentra algunos momentos para distenderse un poco. Y en uno de esos momentos conoce a Stacie (Ellen Page), una joven que siente un inmediato flechazo por ella. Hasta aquí, una suerte de girl meet girl que el director Peter Sollett aborda de manera clásica. El punto de giro de De ahora y para siempre (Freeheld) es el diagnóstico de cáncer de Laurel. Diagnóstico que no augura una cura, y que es mitigado por el incondicional apoyo y acompañamiento de su pareja, en medio de la batalla legal que debe emprender para que, una vez muerta, Stacie reciba una pensión. De ahora y para siempre muestra, como tantas películas, una lucha íntima que deviene inexorablemente lucha civil, social, y política. Y, como suele ocurrir, el film retrata los avances en materia democrática con buenas intenciones, amoldados a una puesta austera, televisiva. Porque “lo que importa” no está en el cómo sino en el qué. Lo que aquí se pone en juego es la ampliación de derechos para mejorar el sistema, ampliarlo, hacerlo más justo. En este caso, la lucha es contra el conservadurismo de los legisladores del condado de Nueva Jersey, una especie de metonimia del Tea party, el conservadurismo americano en su esplendor. La cuestión –para estos señores- es respetar el beneficio de la pensión, siempre y cuando se trate de matrimonios heterosexuales. La pareja protagónica recibe el apoyo del compañero de Laurel (Michael Shannon, vaciado de la locura de sus personajes más logrados) y de un activista gay (Steve Carell) que sabe tanto de derechos humanos como de marketing político. Más allá de ese afuera que se conecta con esos dos hombres, reposa y sufre Laurel, quien en la piel de Moore transmite fragilidad y encanto. Page acompaña con dignidad, y es evidente que su compromiso con la causa (explicitó su condición lesbiana en un mordaz y sentido discurso, algún tiempo atrás) fue el que la llevó a producir el film. Sabemos que hoy, afortunadamente, existe el “Matrimonio Igualitario” en Estados Unidos. Y si no lo sabemos o lo olvidamos, una placa final –previsiblemente- nos lo recordará.
Crecer en la ausencia Jia Zhang Ke, el notable realizador de Still Life (2006) y Platform (2000), entre otras, entrega con Lejos de ella (2015) un film sensible y melancólico, compuesto por tres episodios que abordan el amor, la lucha de clases, la soledad y la pérdida sin golpes bajos ni subrayados. 1999, 2014, 2025. Tres cifras, tres años, tres estados de ánimo y –en cierta medida- tres mundos distintos. En el primero de esos mundos se gesta la relación entre Tao y Zang, jóvenes que habitan la China pre- capitalista. Él es un muchacho impulsivo, de buena posición social, un tanto arrogante. Frente al amigo en común que tiene con Tao (que también aspira a conquistar su corazón), sólo puede reaccionar con violencia, poniendo en escena todo su arsenal, metaforizado con la pirotecnia de trazo grueso que tanto le gusta hacer estallar. Ante esa personalidad, no resulta llamativo ver cómo en el 2014 se convirtió en multimillonario, cómo el dinero y la ambición hizo que su matrimonio fracasara, cómo el reverso de esa realidad es la parte que muestra su otrora amigo, enfermo por los estragos de una industria que quiere acumular de cualquier forma, cueste lo que cueste. En el 2025 el relato transcurre casi íntegramente en Australia. Allí, conocemos a su hijo ya adulto, enfrentándose en el extranjero a la ausencia de la madre, la omnipresencia del padre, la desconexión frente a una urbanidad gélida, desencantada. Hay en ese presente algunos signos que lo religan a sus antepasados; pulsiones que miran hacia esa China que ya es historia. Con una filmografía que lo consagró como uno de los maestros del cine internacional, Jia Zhang Ke vuelve a revelarse en Lejos de ella como un humanista, capaz de ver en una genealogía los signos de un mundo en permanente mutación. En su cine, lo espiritual no termina nunca de escindirse de lo social. En una de las escenas más conmovedoras del film, Tao llora la muerte de su padre y arroja con furia a ese hijo que no la conoce del todo, que no puede mirar lo mismo que ella ve en ese cuerpo sin vida, porque la distancia impuesta por el padre es lingüística (el chico terminará hablando sólo en inglés) pero a la vez sentimental. Allí se enfrentan la tradición y la modernidad, enfrentamiento que la cámara del realizador captura con un dejo de melancolía. Lejos de ella también se cimenta sobre lo que no se ve, sobre lo que debemos percibir. El paso del tiempo es, también, el peso del tiempo. Peso que nos hace pensar en lo que pudo haber sido si ella se quedaba con el chico más humilde, si él lograba no transformarse en un inmigrante, si ese hijo hubiera sido otro y se hubiese criado en el lugar en donde sus padres fueron jóvenes. Jia Zhang Ke nos arroja esas preguntas de manera orgánica, sin subrayar las decisiones de los personajes, tan sólo haciendo un compendio de situaciones clave que los muestran en la mayor parte de los casos como personas vulnerables. Nada de todo eso se podría conseguir sin la sensible, austera (en términos de economía gestual), visceral actuación de todos los actores, en esta historia que ya puede incluirse en la lista de lo mejor del 2016 en materia de estrenos internacionales. Bienvenida sea.
Una historia sencilla La coproducción argentino paraguaya Guaraní (2015) aborda el vínculo entre Atilio y su nieta, radicados en Paraguay. Un relato íntimo, “pequeño”, que no se excede en sentimentalismos y aborda las tensiones culturales. La vida en un pueblo de Paraguay transcurre sin sobresaltos. Así lo percibe una preadolescente que ansía reencontrarse con su madre, mientras su abuelo Atilio (un viejo cascarrabias, pero finalmente querible) espera que el nieto que está por llegar sea un varón. La nieta, claro, sabe que ese deseo responde a su necesidad de inculcar su lengua y su cultura, a la que ella es un tanto reticente. La cuestión de género, como se ve, resulta esencial para comprender el delicado y un tanto forzado vínculo entre ambos. El director Luis Zorraquin se toma su tiempo para esbozar una justa imagen de la vida fuera de la ciudad, con el río como un protagonista más. La película está en gran medida hablada en guaraní, pero eso no implica ningún tipo de exotismo. Por el contrario, uno de los aciertos de Guaraní es su nivel de observación, la forma en la que con detenerse en gestos y miradas se pueda construir un mundo sin caer en pintoresquismos. Se trata de un modelo que alcanzó su mejor nivel en Las Acacias (2011), aquel film consagrado en Cannes que también tenía a la ruta y a los espacios no urbanos como centro neurálgico de las tensiones entre los personajes. Zorraquín (co-guionista junto al también director Simón Franco) trabaja a partir de un enfoque impresionista; esboza un estado de situación para indagar, luego, cómo funciona eso en diversos encuentros personajes entre la nieta y el abuelo. El relato se detiene en algunos elementos centrales, como la negativa de Atilio a escuchar el castellano, o las motivaciones de ella para alejarse de la cultura guaraní. Y el viaje –bastante accidentado, por cierto- que ambos emprenden para llegar a la casa de la madre/hija funciona como un “punto de conciliación”, un espacio de transacciones en el que las diferentes culturas son expuestas, aún en sus contradicciones. El resultado final se ve un poco resentido por algunas secuencias que reiteran la información, y que restan un poco de la llegada emocional que de la primera mitad del film. Suma, y mucho, una delicada banda sonora y un muy buen desempeño de Emilio Barreto y Jazmín Bogarín, una joven actriz a la que habrá que seguirle los pasos.
Un héroe para los malos tiempos La nueva película de Corneliu Porumboiu, elegida como apertura del 12 Pantalla Pinamar, aborda la fragilidad social, económica y política de Rumania a partir de un relato de connotaciones fabulescas. El director de Cae la noche en Bucarest y Policía, adjetivo evita los lugares comunes y, sin abandonar el laconismo que volvió célebre a una generación de nuevos directores rumanos, aporta un toque de ternura. La anécdota de El tesoro (2016) es sencilla. Durante la lectura nocturna de Robin Hood para su hijo, Costi es llamado por su vecino, quien, desesperado, le pide dinero prestado; si no paga un crédito, perderá su casa. Tras su negativa, el vecino vuelve a tocar su timbre. Esta vez lo hace para hacerle una propuesta. Hay en la casa de sus abuelos un tesoro enterrado. El problema radica en que para encontrarlo es necesario contar con un equipamiento especial, capaz de detectar metales. Con pagar tal herramienta, y en caso de encontrar el tesoro, Costi será recompensado con la mitad del tesoro. Tras su aparición en las pantallas del mundo, hace alrededor de una década, el cine rumano consolidó una suerte de “estética nacional”, merced a una puesta en escena plena de “tiempos muertos”, recorridos por espacios consagrados a la burocracia, y cierto laconismo que definía la conducta de sus personajes pero también de un estado de situación más actual y marcadamente política. Un cine inteligente, capaz de mostrar la devastación post- Ceaușescu sin caer en subrayados o en el típico esquema dramático del “cine de denuncia”. La denuncia, en tal caso, viene dada por el tono. Por el “cómo” más que por el “qué”. El tesoro sigue esos lineamientos, sólo que aquí les adosa cierta mirada enternecedora, dada por el vínculo entre un hombre y su hijo. Este vínculo, en buena medida graficado por la lectura, establece conexiones con lo que sucederá más adelante, una vez que el deseado tesoro es encontrado. A partir de ese momento, la película –que nunca se aparta de esa suerte de “naturalismo tedioso”- transita la comicidad y la alegoría política de forma orgánica a la historia. Está, como es de esperarse, la reconocible secuencia en la que los dos hombres son interpelados por la policía rumana, extensión de ese Estado ineficaz y caduco que no deja de tener una pata en el régimen dictatorial. Y el final, como toda fábula moral, ubica al espectador en una postura dialéctica. Y auspicia una reflexión sobre cuál es el valor de lo material, en un mundo en el que lo material está en manos de pocos, pese –o gracias a- el padecimiento de muchos.
Noche desesperada La película de Sean Baker (responsable de Starlet), se mete en el “lado B” de la Ciudad de Los Ángeles, a partir de la historia de una travesti a la que su mejor amiga le revela la infidelidad de su novio. Con Starlet (2012), Sean Baker entregó un producto indie no exento de encanto. Sí, es cierto que la historia tenía mucho de convencional; la fórmula de personajes antagónicos de por sí lo es. Pero más allá de eso, el encuentro entre una anciana amargada y una joven y vivaz actriz porno dio en la película mucha tela para cortar. Tangerine es menos “clásica” y más caótica, y su espíritu de independencia va por otro lado. Concentrada en poco más de un día y filmada con un iPhone, Tangerine nos sumerge en el sub-mundo de un grupo de travestis que sale a hacer la calle en Los Ángeles. Hay competencia, claro, pero también hay amistad. Tal vez ese es el sentimiento que impulsa a la amiga de Sindee a contarle que durante su ausencia en la cárcel su novio le fue infiel. Enardecida, como era de esperarse, sale a la búsqueda de lo que para ella es doblemente humillante; se trata de una mujer y, encima, ¡blanca! Baker se propone, por un lado, retratar este espacio y a cruzar personajes (hay también un taxista que la pasa bastante mal y que busca placer en alguna de las prostitutas colegas de Sindee); por otra parte, trabaja sobre la jerga de los personajes y el humor verbal que producen. La textura que proporcionó la cámara empleada va a tono con el caos propio de la historia, en la que hay gritos, muchas corridas, y algunas escenas que dejan entrever un estado de angustia debajo de tanto desparpajo (el número musical de la amiga de Sindee es posiblemente el más cabal ejemplo). Tangerine no es una película redonda. Por momentos se torna predecible y, superada la media hora, el encanto inicial por descubrir una ciudad lejos de la postal se diluye. Por fortuna, para entonces el drama toma mayor espesor. Con el fin de la noche se impone la melancolía y Baker deja en claro que podemos reírnos con los personajes pero no de ellos. Una rareza para la Competencia Internacional del 30 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata; lugar que generó demasiadas expectativas para este relato pequeño pero con recursos bien utilizados.
Mejor acompañado que solo El documental de Milagros Amondaray aborda el efecto que provocó el blog Cinescalas, creación de la misma directora, en un grupo de lectores. No estás solo en esto (2014) recurre a un puñado de blogueros para dar cuenta de ese cambio. El arte, se sabe, produce efectos terapéuticos. Y a tono con el aluvión de las tecnologías virtuales tan propias de nuestro tiempo, ese efecto se ha potenciado en las redes sociales, que propiciaron diversos modos de interactuar con otros espectadores o lectores. El blog de La Nación Cinescalas es un ejemplo de cómo se puede gestar una auténtica comunidad bloguera (de 500 integrantes, en este caso), y de cómo cada participante puede encontrar un espacio para mejorar su calidad de vida (por más que esto suene un poco exagerado). No estás solo en esto compendia una serie de testimonios que incluyen al de Amondaray; momentos que sirven para comprender un tipo de cinefilia distanciada de lo eminentemente académico. No estás solo en esto es un documental de formato pequeño; allí está su mayor acierto. Es evidente que Milagros Amondaray quiso potenciar el sesgo testimonial de su trabajo, y consagró una equitativa cantidad de tiempo a sus participantes. También es un acierto que cada uno de ellos, sin presiones, haya decidido qué contar y hasta qué punto. El rasgo en común es que, para todos, el espacio virtual les ofreció un acompañamiento. A algunos, les significó la ayuda para salir de un estado de aislamiento o depresión. A Amondaray la propuesta de creación de Cinescalas se la hizo su psicóloga, frente a un cuadro de ataque de ansiedad que tuvo hacia el 2010. Tal vez, sin abandonar la austeridad formal, hubiera sido auspicioso que los testimonios abandonaran el esquema de plano general/plano medio o primer plano con el que fueron registrados para, de esa forma, ingresar al contexto de pertenencia de cada uno de los lectores. Tan sólo algunas secuencias muestran espacios de San Antonio de Areco, lugar en donde Amondaray nació y hoy vive, y en esos momentos el material cobra un espesor singular, entre melancólico y auténtico. En cambio, funciona muy bien la inclusión de imágenes de algunos films que marcaron la vida del blog y los lectores (seguramente, pocas imágenes en virtud de los derechos de autor); en la televisión actual abunda la necesidad de poner imágenes a cada discurso, falencia que aquí no es existe. No estás solo en esto, en suma, es una mirada sobre los vínculos interpersonales de este temprano siglo XXI, y de cómo el cine y los medios virtuales pueden transformar vidas.