Burocracia y desidia en la India Consagrada como Mejor Película de la Competencia Internacional del 17 BAFICI, la película india La acusación (2014) retrata la burocracia y los vicios del sistema judicial de su país. Los festivales de cine permiten derribar mitos. En buena medida, gracias a ellos sabemos que en el cine de la India no todo es Bollywood, es decir, no toda la filmografía de ese país es música, danza, y argumentos “livianos”. La película de Chaitanya Tamhane es un cabal ejemplo de ello. La acusación nos muestra el laberinto judicial que, cual relato kafkiano, debe atravesar un abogado para defender frente en la corte de Mumbai a su defendido; un intelectual, activista y músico al que se lo acusa de haber promovido el suicidio de un hombre a través de una de sus canciones de protesta. La trama avanza y, con ella, se desnuda un sistema jurídico arcaico, que entre argumentos absurdos y torpezas varias tiene como objetivo acallar a las voces críticas. Por su temporalidad y por la preponderancia de planos generales, la película de Tamhan rememora al más reciente cine rumano. La proximidad no sólo es estética; recordemos que hay numerosos films que apuntan la degradación estatal que aún persiste en la era post- Ceaușescu. Pero en el cine rumano (al menos, el que llega a la cartelera porteña y a los festivales) esa estética genera un agobio asociado al trayecto de los antihéroes; mientras que en Court por momentos genera el hastío de la repetición. La película, pensada desde este punto de vista, se percibe “alargada”. Las actuaciones son efectivas y la ausencia de banda sonora produce una mayor marcación de esta suerte de anti-épica contemporánea, en donde todo se percibe aletargado, oprobioso. Las situaciones elegidas por el realizador para graficar esa sensación de abuso y corrupción por el que deben atravesar el acusado y su abogado son por demás variopintas, y afortunadamente el film no está exento de un humor sutil, alejado de las metáforas pobres. La secuencia final busca ridiculizar a uno de los agentes del poder clave en este relato; un momento un tanto redundante, en virtud del patetismo mejor graficado durante el resto del metraje.
Yo (detrás de la pantalla) Generación artificial (2015) es una mezcla entre el documental apócrifo y un ensayo personal que aborda el vínculo con lo audiovisual a partir de los VJ’s, singulares personajes de la escena tecnológica. Federico Pintos ha dedicado buena parte de su vida a la realización audiovisual. En principio, como un aficionado; luego, como un profesional. Durante los ’90 realizó numerosos videos de cumpleaños de 15 y demás, en los hoy ya vetustos VHS. Más tarde, trasladó esos conocimientos a la industria de la televisión por cable. Allí aumentaron sus reflexiones sobre el uso artístico de los videos y el desarrollo de los video-jockeys. Generación artificial es varias cosas a la vez. En un documental con entrevistas, un ensayo sobre la relación entre arte y video, una historia del video, y –finalmente- un documental apócrifo centrado en la figura de un extraño personaje que busca ir un paso más allá en la relación entre mente y videos. La apuesta es en buena medida riesgosa, por su nivel polisémico y su carácter inédito. Pintos introduce su voz en off, que más que explicar “conduce” a los espectadores por este diario de viaje en donde lo virtual y lo subjetivo se cierran peligrosamente hacia el final. Hay, además, espacio para la bizarría y excentricidades varias, más algunas reflexiones sobre el estado de la tecnología en el mundo contemporáneo. Más allá del carácter híbrido del trabajo (por momentos cuesta entender cuál es el tema central del film), el director consiguió un relato cohesivo a partir de su propio recorrido con la imagen. Por ese aspecto, queda plenamente justificado que una buena parte de su película ofrezca imágenes en registro analógico; mientras que otras, más contemporáneas, aparezcan en el sistema digital. Una bienvenida rareza.
Algo huele mal en Dinamarca La película de Jonas Alexander Arnby aborda la identidad de una joven que, enfermedad mediante, se convierte progresivamente en una bestia. Cuando despierta la bestia (Når dyrene drømmer, 2014) es una apuesta por el terror más psicológico. El gélido e impactante paisaje de un típico pueblo costero de Dinamarca genera una sensación de estatismo. De una naturaleza que se niega a avanzar, a mutar en otra cosa, a mostrar su devenir. Casi como una extensión de ese paisaje (y a tono con el romanticismo que late fuerte en todo el film), la vida de Marie (sólida Sonia Suhl) no ofrece sobresaltos. Su cotidianeidad oscila entre el cuidado de su madre, quien padece una rara enfermedad, y el trabajo en una pequeña fábrica, que ella realiza con un dejo de tristeza. Muy cerca de su casa “ruge” el mar; acaso, otro punto de comparación con su vida (interior, en este caso). Cuando despierta la bestia tiene varios puntos de contacto con la notable Criatura de la noche (Låt den rätte komma in, 2008), película con la que comparte la topografía nórdica y cierta predilección por lo latente, por lo “siniestro” en el sentido estrictamente freudiano. Más aún en este caso, en el que hay trauma y ocultamiento, y una proximidad con el horror que obliga al personaje protagónico a hacer preguntas que no encuentran respuestas claras. Y lo que se irá develando se vincula a la activación del deseo, que aquí tiene la forma de un compañero de trabajo. Él, a diferencia de los demás, ve en Marie un espacio para la distensión primero y para el amor después. Con más atención a lo climático que a lo meramente narrativo, Arnby concentra la puesta en las miradas de Marie; hacia su propio cuerpo y hacia el cuerpo enfermo de la madre. Un cuerpo que conoce bien, y en el que encuentra una ligazón con ribetes trágicos. La trama se nutre del horror psicológico, pero también del imaginario en torno al Hombre Lobo, sólo que en este universo impera cierta estilización del ambiente que deja la violencia física relegada a la segunda parte del metraje, con “pinceladas” de sangre que no se confunden con el gore y, menos que menos, con el cine Clase B. Cuando despierta la bestia no es una película para “el gran público”; no funcionará para aquellos adeptos a la saga Crepúsculo. Si hay que buscar un punto de comparación vernáculo, el film de Martín Desalvo El día trajo la oscuridad (2013) bien podría servir para definir un tono en el que se funden el espíritu romántico y lo trágico; la eterna y revisitada figura del horror que late en uno, tan manso hasta que, mutatis mutandis, irrumpe con la furia que escinde a lo racional de lo animal.
Civilización y barbarie Tras su auspiciosa ópera prima Historia del miedo (2014), el realizador Benjamin Naishtat indaga en El movimiento (2015) la génesis de una nación, forjada con una violencia no exenta de delirio. 1835. Son tiempos de crisis, de anarquías y de reglas impuestas a cuchillo. El horizonte aún parece infinito en esta jovencísima Argentina. La peste acaba con la vida de miles de personas y, en medio de este panorama desgraciado, recorre el campo “El movimiento”, un grupo de hombres liderado por un caudillo feroz y delirante, a quien Pablo Cedrón interpreta de forma brillante. Resulta difícil imaginar un mejor intérprete para tamaño personaje. El movimiento es, también, una mirada nada condescendiente sobre el comienzo de una nación, en donde convive el malevaje de la literatura borgeana con el western; mixtura ofrecida en un blanco y negro que la directora de fotografía Soledad Rodríguez compuso con delicadeza pictórica. En tiempos fundacionales transcurre este relato conciso y despiadado, que puede conectarse con Jauja (Lisandro Alonso, 2014) no sólo por el formato de pantalla cuadrangular, sino también por la lectura histórica que ambas obras promueven sin una pizca de enciclopedismo o acercamiento didáctico. También hay algo de lo épico degradado y del delirio propio de las narraciones de Cesar Aira. Pero es justo reconocer que la película de Benjamin Naishtat tiene vuelo propio, y que las influencias convergen en un universo compacto, reconocible pero a la vez extrañado. Es el triunfo de una elaboradísima puesta en escena, que tiene un destacable acierto y es el uso del primer plano como una herramienta para explorar tensiones forjadas mediante gestos mínimos y miradas desafiantes. El realizador también propone un tono disruptivo, merced a planos que irrumpen como si se alejaran de la notación meramente histórica, y que funcionan como puntos de fuga del personaje protagónico. Es un personaje memorable, de esos que perduran en la retina del espectador luego de la proyección; patético, plomizo, decadente, altisonante, idealista. Y sumamente verosímil en este contexto febril y proclive a ser conectado con los tiempos electorales que hoy nos tocan transitar.
Para las delicias de Virginia Lago En nombre del amor (The choice, 2015) amplía el universo del escritor de best sellers Nicholas Sparks (aquí también productor). Una variable más en la larga lista de dramas del tipo “chico conoce chica”. El responsable de la también transpuesta al cine Diarios de una pasión es uno de esos autores que están siempre en la lista de los más leídos. Sus libros se venden hasta en los supermercados, y es muy frecuente toparse con lectores (lectoras, por lo general) sumergidos en sus relatos almibarados. En En nombre del amor (título elegido para estas latitudes; no muy inspirado, por cierto) la fórmula del amor fast food consiste en un veterinario carilindo, Travis, que tiene amigos, un yate, una casa hermosa con vista al río, una hermana compinche, una amiga algo más que amiga pero… pero le falta novia. A cumplir ese rol viene la bonita médica Gabby, la vecina recién llegada. Un día, el perro de Travis preña a la perra de Gabby (la perra propiedad de Gabby, claro), y ella, enfurecida, le echa la culpa por dejar que el perro vaya por ahí, como si nada. Ella misma no tardará en celebrar la llegada de los cachorros, como tampoco tardará en caer rendida a sus pies aunque tenga novio (para más datos: un médico con cara de bonachón y deseoso por casarse). En esta película todo va por el camino de la previsibilidad, y un brusco punto de giro resultará apenas una excusa para elevar la endeble tensión dramática. El director es el ignoto Ross Katz, quien apenas logra plasmar con corrección aquello que ya estaba en el papel. Algunas escenas (esa fascinación por filmar la luna…) dan un poco de pena, como también el ralenti con los que apunta a impactarnos. Las escenas de sexo, imaginarán, son menos inspiradas que las que alguna vez filmó Nicolás Del Boca para las novelas de su hija. El film reclama a gritos la reposición de Tardes con Virginia Lago, en donde seguramente será programada una y otra vez.
Otro sueño americano Basada en una historia real, la nueva película de David O. Russell se concentra (una vez más) en cómo superar obstáculo tras obstáculo para conseguir la prosperidad económica. Joy: El nombre del éxito (Joy, 2015) resulta un producto disfrutable, pese a que su único atractivo radica en la actuación de Jennifer Lawrence. Tras haber dado el batacazo con El Ganador (The Fighter, 2010) y El lado luminoso de la vida (Silver Lining Playbook, 2012), el cine de David O. Russell parecía haber encontrado la fórmula perfecta, sobre todo con la última: una pareja atractiva (la mencionada Lawrence y Bradley Cooper), un tema de sensibilidad popular (la depresión y la posterior recuperación vía romance) y un toque “autoral”, como para atraer la atención de los jurados además del OK del público masivo. La propuesta “cerraba”, y la dupla de actores retornó en Escándalo Americano (American Hustle, 2013), una película que no tuvo tanto concenso crítico pero que auguraba más éxito para el realizador. ¿Qué se puede decir de Joy: El nombre del éxito? Antes que nada, que es un retorno al territorio del sueño americano, basado en una historia real que aconteció en Estados Unidos desde la década del 80’. Es la historia de Joy Mangano, una mujer que estuvo a punto de perder su dinero y su propia casa, pero que nunca dejó de creer en su pequeña innovación: un práctico trapeador para utilizar sin necesidad de tener que retorcerlo manualmente. La historia suma una crítica al capitalismo más salvaje, aquel que puede dilapidar una familia entera sin importar que dentro de ella haya una madre divorciada haciendo lo que puede con sus hijos y con su propia vida. Ahora bien, ¿qué es lo que hace Russell para inclinar la balanza de su lado y conseguir algo más que otro relato de superación más, en el seno de la clase media baja urbana? Poco y nada. Hay algo del “caos” que aparece en sus películas anteriores; cierta urgencia con la que captura el mundo cotidiano, como si la cámara registrara los sucesos diarios como un integrante más que “pispea” lo que ocurre alrededor. Hay, también, una mirada casi fabulesca al comienzo del film, a tono con la percepción de una niña que trata de hacer la suya como puede, mientras que el universo cultiva su propia neurosis. Joy crece, pero a su alrededor todos parecen haber quedado en un estado de inmadurez. Sobre todo sus padres, condenados a comportarse como caricaturas: la madre, deprimida e incapaz de dejar de ver una patética novela que su propia familia parece por momentos imitar; el padre (Robert De Niro), que no tiene dónde caerse muerto y, pese a la separación, sigue viviendo en el mismo hogar. Jennifer Lawrence sale airosa, nuevamente obligada a asumir un personaje que tiene algunos años más que ella, sobre todo hacia el final del film. Joy atraviesa cada obstáculo con la nobleza de la mejor madera. Y, además, comprende. Tanto, que tolera que en su propia siga viviendo su ex marido (repetición de la generación anterior). La actriz (galardonada hace días con el Globo de Oro) produce que la película funciona “pese a”. Pese a que por momentos es reiterativa, pese a que Robert De Niro no brilla como antaño, pese a que la inclusión de Cooper (como un cínico productor de un programa de telemarketing) es más un gusto del director que otra cosa, pese a que las marcas de autor están ahí para realzar un argumento débil. Es la eficacia del sueño americano, esa incesante máquina de generar sueños que tan bien se llevan con la pantalla grande.
Espantosa Navidad A tono con algunas películas destinadas a desmitificar la Navidad como un momento pleno en felicidad, Krampus (2015) es una rara avis dentro de ese grupo de films y de la cartelera cinematográfica en general. Un santa no tan santo (Bad Santa, 2003), Batman vuelve (Batman returns, 1992), e incluso El Grinch (Dr. Seuss´ How The Grinch Stole Christmas, 2000), entre varias otras. Películas que, aún cuando en muchos casos terminan valorizando positivamente la Navidad, siembran una estela de espanto sobre la misma. Historias que se corren de la asociación directa que tal momento del año entabla con la candidez y la unidad familiar, para asumir un lugar menos tradicional. En Krampus, Max, como la mayoría de los niños del mundo, desea que esa postal se repita en su propia casa. Pero en la película de Michael Dougherty ocurre precisamente lo contrario. Con un elenco en donde no hay actores “mainstream” (apenas se destaca la genial Toni Collette, como la madre al borde de un ataque de nervios), lo que Krampus expone es una pesadilla, que se cumple cuando el pequeño de la casa advierte que nada de lo que desea se va a hacer realidad. Por más buena y noble que sea la carta que le escribe a Santa (a Papá Noel, bah), nada parece mostrar su más mínima condescendencia. Primos insoportables que le hacen bullying, tíos groseros que no se saben comportar, más otras secuencias de adultos desagradables que poco hacen para amenizar las cosas. La primera parte de la película parece una Esperando la carroza (1985) yanqui; comedia con mucho griterío que culmina cuando, enfurecido, el muchachito rompe su carta y la arroja al viento y, como consecuencia de ello, un “demonio” navideño se toma el trabajo de arruinarle la vida. Mientras que hay varias películas que defenestran la Navidad para luego recuperar sus valores, lo que aquí acontece es un movimiento inverso, una suerte de “venganza navideña” que tiene algo de #Pelicula,3486] (1986) pero con un final amargo. Por un lado, iguala a ambas películas cierto diseño artesanal en el diseño de los demonios que acechan a la familia. Por otro lado, la idea de que la fantasía infantil es el mejor lugar desde donde se puede señalar el horror de los adultos. Pero en el clásico de Jim Henson la reversibilidad de la trama (¿universo fantástico o maravilloso?) oficiaba, sea como sea, como ponderación del terreno de la imaginación. En Krampus, en cambio, el pesimismo más negro se termina imponiendo. Aquella premisa ya hace interesante a Krampus, y si el resultado no es del todo convincente es porque al relato le cuesta cohesionar todas las ideas en un todo. Hay que señalar que el periplo diabólico está vinculado a una vivencia de la abuela alemana (contada de forma animada), que hay secuencias que parecen pensadas para niños (no muy pequeños, es verdad) y otras para los adultos, y que el tipo de humor “balbucea”; no termina de decidir qué aristas tocará. La película, en suma, no define a qué público se dirige. No obstante, se le agradece al realizador el riesgo asumido. Ideal para estas semanas pre-navideñas, qué más.
Orfandad, divino tesoro (para Disney) La película animada de Peter Sohn es un retorno al territorio de los miedos infantiles y los relatos de superación en un contexto de orfandad. Pero pese a que aborda tópicos ya muy transitados, Un gran dinosaurio (The good dinosaur, 2015) demuestra por qué Pixar sigue siendo el Rey Midas de la animación. Arlo es un pequeño dinosaurio, de esos que parecen (y efectivamente, lo son) “inofensivos”. Fruto de la primera camada de hijos de un joven matrimonio, Arlo sobresale por ser el temeroso y el más pequeño de todos. Su comportamiento le produce no sólo un conflicto con el mundo circundante, sino que además lo lleva a soportar el bullying que le hace su hermano, además de la presión que ejerce su padre, quien intenta ayudarlo a superar los miedos. Es sabido; en el universo salvaje se puede devenir presa de un momento a otro. Pixar, en asociación con Disney, es a esta altura el “gigante”, el “mainstream”, el “dinosaurio” del cine de animación digital. Eso no significa que haya tenido sus desniveles (Cars 2, sin ir demasiado lejos), pero qué son al lado de gemas como las tres de Toy Story, Monsters, Inc o Wall-E. Bajo esta perspectiva, Un gran dinosaurio es un logro más, porque la balanza se inclina hacia los “pro” (dicho sea esto sin ningún ápice de parangón político) de su factoría: historias de superación, valoración de la contención familiar, formación de comunidades alternativas y, obviamente, excelencia técnica. Presentada la pérdida de uno de los familiares de Arlo, lo que sigue es la búsqueda por la reconstitución del equilibrio, enmascarado aquí bajo la forma de la unión entre los pares y la producción de bienes. Antes de la llegada del invierno invierno, impera la necesidad de juntar la mayor cantidad de víveres posibles y estar atentos para que las “criaturas” (una de las fuentes de miedo del pequeño dino) no aparezcan para roer todo lo que encuentren. Pero sucede que Arlo, en su periplo, se hace amigo de una de ellas, que no es otra cosa que un cavernícola bebé. La película aclara que todo parte de la premisa de que ningún meteorito impactó en la Tierra; apenas la rozó. De allí la convivencia entre dinosaurios y seres humanos. Lo que sigue es más o menos conocido, pero si –como dijimos- la balanza se inclina hacia los “pro”, es por el riesgo que asume el relato. Riesgo que se hace concreto en dos variables; la primera es de curva dramática y consiste en hilvanar la prosecución dramática de los dos personajes centrales dando un punto de giro casi al final, sin golpes bajos y de forma consecuente con los valores que el film entero predica. La segunda refiere más a leves destellos de subversión en términos de entretenimiento familiar, un poco por la ferocidad con la que gráfica la lucha por sobrevivir (decapitación incluida), y otro poco por una breve y festiva escena en la que el pobre inocentón prueba una suerte de alucinógeno natural que lo lleva al delirio puro. Ah, sí, claro, la animación es potente. Pero eso ya es casi sabido de antemano.
El espía argentino El Crazy Che (2015) es un documental que se destaca en la programación de este 17 BAFICI. Aborda la increíble historia de Guillermo Gaede, un argentino que ofició de doble espía durante la década de los ’90. "Tuve la sensación de que era todo irreal", sostiene uno de los amigos de Guillermo Gaede. La apreciación es sobre un recuerdo; el momento en el que le solicitó que lo ayude a deshacerse de una serie de objetos. Más tarde, frustrado ese plan por el accionar policial, todos se enteraron de que era Gaede fue un doble espía. El espectador de El Crazy Che tendrá la misma sensación que tuvo su amigo en aquella oportunidad. Acaso, “todo era irreal”. Pero por más insólita y enrarecida que sea la historia, “Bill” Gaede –argentino radicado en Estados Unidos- trabajó para la Advanced Micro Devices e Intel Corporation. A partir de esos primeros trabajos, hacia comienzo de los ’90, comenzaron sus gestiones como espía de Cuba. Confeso admirador del comunismo, proveniente de una familia en donde se ponderaba el nazismo, Gaede es, en sí mismo, un enigma, un signo de interrogación. Tras vivir en la isla llegó a la conclusión de que el comunismo debía ser derrocado. Y cambió de bando. Este documental de Pablo Chehebar y Nicolás Iacouzzi tiene un primer gran mérito, y es la clara exposición y dosificación de la información, sobre todo a través de una serie de testimonios que, concatenados, hacen que el relato contenga suspenso y no deje nada librado al azar. De cómo él pudo inmiscuirse en los lugares “en donde debía estar”, haciendo “lo que debía hacer”, conviene no adelantar mucho. Vale decir que su carisma (que, al parecer, sigue intacto) y su inteligencia fueron centrales para llevar adelante su labor clandestina. El otro mérito de los realizadores consiste en redoblar la apuesta; además del apuntado trabajo en la edición de los testimonios, El Crazy Che presenta un sólido trabajo de composición de imagen, en el que no faltan animaciones que estéticamente remiten al imaginario de la Guerra Fría. Son imágenes acompañadas por un interesante trabajo sonoro, que nada debe envidiarle a un film de la saga de James Bond. Pero más allá de los aciertos formales, el caso de Gaede sintetiza las tensiones geopolíticas de finales de siglo XX, en un mundo aún polarizado frente a la disputa global entre Estados Unidos y la Unión Sovietica.
Armar/Desarmar La película de Javier Olivera es más un ensayo sobre el tiempo y el peso de los recuerdos que un documental “tradicional”. La sombra (2015) tiene como epicentro a la mansión familiar en pleno proceso de demolición. Verdadero Rey Midas del cine argentino durante tres décadas, Héctor Olivera se configura en el recuerdo de su hijo, Javier, como un auténtico self man made, un Citizen Kane que construyó materia y mito. Héctor Olivera fue un destacado productor cinematográfico, propietario de Aries; consagrado director de películas instaladas en el imaginario colectivo (tal vez La Patagonia Rebelde sea el ejemplo más cabal). La mansión en donde la familia Olivera vivió durante mucho tiempo primero se fue vaciando de habitantes, y finalmente se convirtió en la sombra de lo que supo ser. Fuera del tiempo de las fiestas, los cócteles, los encuentros entre el director, productores y actores, el presente la encuentra a punto de ser demolida. La cámara de Javier Olivera registra ese momento de desarme, mientras que las filmaciones que han quedado en 8 mm arman un mapa memorístico capaz de resignificar el derrumbe. La sombra se instala, entonces, en el tiempo de la ambivalencia; un tiempo intersticial, por momentos contradictorio, que funciona como una especie de ritual de identidad para el autor. Tal vez por eso, la voz en off del propio director está insertada para proponer una guía, un orden, lo suficientemente informativo para comprender qué implica ese derrumbe, aunque en varios pasajes se asoma a la redundancia. Sabremos que Héctor Olivera se hizo “desde abajo”, que la mujer que lo acompañó fue la que dotó de exotismo al inmueble, que por allí circularon tanto anarquistas como artistas de primer nivel, más algunos detalles “de color” (la filmación de una película producida por Roger Corman, por citar un caso). Mezcla de ensayo con documental de observación, La sombra tiene un destacado trabajo de montaje, además contar con una elaboración sonora sutil, con personalidad pero no por eso invasiva con el material visual. Sin caer en el collage, el director genera una dialéctica personal entre el pasado y el presente; el recorrido de una identidad que, desde los escombros, se erige frente al pasado que se resiste a desaparecer.