La dignidad Los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne vuelven a exponer de forma brillante el modo en el que la sociedad capitalista produce la corrosión de la conciencia, en este fascinante tour de force emocional en el que brilla Marion Cotillard. Cuando Rosetta (1999) fue presentada en la Competencia Oficial de Cannes, quedó claro que se abría un interesante capítulo en la relación entre cine y pensamiento social. Si bien los hermanos Dardenne debutaron con La promesa (1996), fue aquel film el que les dio un espaldarazo mundial. Varios años más tarde, esos mismos realizadores siguen con su poética intacta, sólida, gracias a una elaboradísima puesta en escena que, desde el realismo más seco, no abandona jamás su mirada humanista. Mientras que aquella película nos mostraba a una joven de clase baja en lucha con su contexto y consigo misma, su nuevo opus, Dos días, una noche (Deux Jours, Une nuit, 2014), se interna en la atribulada mente de Sandra, una mujer joven pero con marido e hijos, quien se encuentra en un particular momento de su vida. Sandra trabaja en una fábrica de paneles solares, pero está en licencia por depresión. Tiene un marido que la ama, dos hijos pequeños, y una casa que, sin ser lujosa, es agradable y tiene las comodidades básicas cubiertas. Su esposo la anima como puede, mientras ella sigue con su tratamiento a base de psicotrópicos. Pero si quiere volver a trabajar (algo que necesita de forma imperiosa), Sandra tendrá que enfrentar un penoso fin de semana; su jefe, sostiene, no cuenta con el dinero necesario para mantenerla en planta, pues la competencia con China le exige reducir gastos. Y por tal motivo, propuso una votación a sus compañeros; o bien mantienen el puesto laboral de Sandra, o bien reciben un bono anual de mil euros. Ambas cosas, no. Tras haber recibido un resultado negativo, ella lo apela por considerar que sus compañeros recibieron presiones, además de que el voto se hizo de forma pública. La mujer tendrá, entonces, dos días y una noche para recorrer casa por casa, e intentar convencer a todos de que voten por ella. La película registra cada encuentro y aumenta orgánicamente la tensión dramática; merced a un trabajo cohesivo que aúna el trabajo con el espacio, el montaje, y el drama interno que padece Sandra, que en la piel de Cotillard transmite todo el sopor y la gravedad que la situación amerita. La película podría caer fácilmente en los golpes bajos, a los que los realizadores escapan. En cambio, hay espacio para la contradicción y la ternura, sin perder de vista la situación de todos (no sólo la de la protagonista), en una Europa corroída por la crisis y en donde el espíritu solidario se ve amenazado. Tras ese periplo que involucra a 17 trabajadores, los Dardenne entregan un final conmovedor, lúcido, de esos que funcionan como un baldazo de agua. Unos pocos minutos que revalidan todo lo visto en los prodigiosos 95 minutos que lo anteceden.
Loco, loco amor Transposición de la célebre novela de Boris Vian, La espuma de los días (L'Écume des jours, 2013) le da visibilidad al desbordante y surreal universo que imaginó el escritor francés. Si bien el pasaje al cine demuestra un creativo trabajo de arte, la inventiva y el enrarecimiento de la trama reclaman a gritos un retorno al material original. Ratones que no son mascotas pero que viven en el propio hogar como un inquilino más, anguilas que juegan a no ser cazadas, objetos que funcionan “con vida propia”, una troupe de mecanografistas que, acaso, configuran nuestro destino; así es el desbordante e inspirador universo de Boris Vian, escritor exquisito que aquí nos habla del amor, pero también de la muerte, del universo del trabajo, de la soledad y de la amistad. En este mundo tan peculiar, el joven Colin (Romain Duris) conoce a Chloé (Audrey Tautou) y al poco tiempo conforman una pareja que escapa al imaginario del amour fou, tan transitado por la literatura y el cine francés. Por el contrario, ellos se enamoran y buscan, acaso, lo “estable”, por más que lo que los rodea no tenga nada de estático. El realizador Michel Gondry fue el indicado para poner todo su arsenal visual al servicio de este relato de amor y pérdida. Su película sigue con bastante fidelidad la trama pautada por la novela, y conjuga una marcación actoral que se ajusta con ductilidad al universo surreal de Vian. En su valiosa filmografía, Gondry siempre cometió el mismo error: hacer que la forma se devore al contenido, tal como ocurrió en Human Nature (2001). La cosa empeoró hasta niveles mucho más altos, vale la pena mencionar su fallida El Avispón Verde (The Green Hornet, 2011). Pero, para ser justos, habría que excluir de la lista a la delicada Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), en donde había una historia de amor que fluía y una premisa original que le servía como marco ideal. Con La espuma de los días, Gondry vuelve a hacer foco en la identificación, y es allí donde gana. Imposible no deshacerse frente a la desazón de Colin, cuando se entera de que a su mujer le está creciendo un nenúfar en el pulmón. Y el pobre hombre se desmorona. El “mundo-Vian” desestabiliza y corre de eje los patrones de conducta; los enrarece, los recontextualiza en el delirio y la efervescencia que está ligada al jazz, música que él amó y de la que también fue cultor como intérprete. El director entendió que ese corrimiento no tenía por qué tomar distancia de las emociones; por el contrario, las “extrañaba”, y eso permitía hacerlas aún más profundas. Película deforme, “elefantiásica”, La espuma de los días podrá recordarnos a algunas de las locuras de Terry Gilliam. Como en El imaginario mundo del Doctor Parnassus (The Imaginarium of Doctor Parnassus, 2009), aquí hay una especie de non plus ultra del delirio que por momentos agobia. Es por eso que esta historia le sienta mejor a la literatura; espacio de mayor intimidad que invita, en el tiempo que a cada uno le plazca, sumergirse en un mundo que se activa y se completa cuando se retorna a la última página marcada.
Por cuatro días locos La secuela de la exitosa Magic Mike (2012) funciona más como una vuelta al universo de la primera que como una “continuación” propiamente dicha. Ya sin la dirección de Steven Soderbergh, Magic Mike XXL (2015) se aproxima más a una película televisiva, pero tiene sus puntos de interés. La primera parte fue, acaso, un batacazo inesperado. Se trataba de una producción económica para los estándares de Hollywood, con un elenco en el que tan sólo había una estrella en renovado ascenso (Matthew McConaughey como Dallas, aquí ausente) y la exploración de un mundo que habilitaba perfectamente el tono cómico pero, a la vez, podía inmiscuirse en el drama. El mundo de strippers, con su desenfreno, el compañerismo, y las exigencias del afuera, que exigía madurez y comportamiento. La segunda parte está dirigida por Gregory Jacobs y, alejado Dallas, se centra más en el punto de vista de Mike (Channing Tatum), quien ahora diseña muebles pero no deja de añorar sus virtudes frente a la platea femenina. No tardan en aparecer sus amigotes (Matt Bomer, Joe Manganiello, Kevin Nash y Adam Rodriguez), quienes –broma pesada mediante- lo “enganchan” en el plan de volver con todo para participar de una convención de strippers. Lo que sigue, claro, es deliberadamente anodino. Resultaba mucho más interesante la exploración de este universo grasa y exultante de testosterona en la primera parte, más concentrada en una “trama” y en cierta medida más sorpresiva. No obstante, hay un espíritu que late en la película y le da un aura de frescura, sobre todo en la despreocupada forma en la que el relato grafica ese viaje en el que aparecen algunas bienvenidas “sorpresas” (el encuentro con el personaje de la reaparecida Andie MacDowell y sus amigas, por ejemplo). Si el guion es entre elemental y pasatista, los diálogos son más elaborados, diseñados a medida de los personajes pero no por eso menos inteligentes. En este sentido, hay momentos que –obviado el desparpajo- la película adquiere una textura similar a las películas de Richard Linklater, en donde una cámara y dos personas apoyadas en un auto pueden ser más reveladoras que un viaje al fin del mundo.
Faltas en el aire Tras una serie de películas más crípticas, el realizador Sebastián Lelio entrega con Gloria (2013) su relato más luminoso, sin por ello estar exento de drama. Brilla la actriz Paulina García, con justifica premiada en el Festival Internacional de Cine de Berlín. Gloria es una mujer sexagenaria, exponente de la clase media chilena y urbana. Separada hace más de diez años, el contacto con sus hijos se hizo cada vez más esporádico. Y aunque se note que le tienen afecto, sus propios asuntos la han mantenido a la distancia. Pero Gloria no se resigna a su soledad, aunque tampoco proclama abiertamente malestar alguno. Es una mujer optimista, que sale a trabajar y, en algunas noches, asiste a un boliche del tipo “solos y solas” en donde espera una nueva oportunidad en el amor. Sebastián Lelio había competido en el BAFICI con La sagrada familia (2006) y en el Festival de Cine de Mar del Plata con El año del tigre (2011), dos películas muy distintas pero que a la vez compartían el tono de gravedad. Y no es que Gloria sea una comedia, pero como película “de personaje” que es, habita diversos estados y los trasmite al espectador, incluso algunos vinculados a la comicidad. Gloria atraviesa espacios y momentos del día, y nosotros somos testigos de la forma en la que observa, espera, se involucra con lo que la rodea, mantiene su carácter. No hay demasiadas marcas en su personalidad, pero es decididamente una mujer sensible y a la vez tiene fortaleza. Hasta que una noche conoce a un hombre de su edad (tal vez, algunos años más) con quien se involucra sentimentalmente. Pero él tiene una relación de dependencia con sus hijas, quienes no dejan de hostigarlo telefónicamente. Y allí comienzan los problemas. El tono naturalista del relato no fuerza su recepción; aquí no se trata de una película de género, en donde todos están pendientes de que la pareja llegue a un final feliz. Lelio consigue que el espectador se sumerja en el “universo-Gloria”, sin proponer situaciones forzadas pero, al mismo tiempo, entregando secuencias con destellos de verdad (la borrachera de Gloria, el paseo por el parque de diversiones, etc.) que condensan emociones fuertes. En su costado más social, Gloria expone el destino de muchas mujeres de más de cincuenta que se han separado y el entorno no les da demasiada cabida. Por fortuna, la película es honesta, franca, sobre todo en los momentos de desnudez, en donde grafica el cuerpo sin morbo ni pudor. Todo el drama del personaje se enclaustra perfectamente con la soberbia labor de Paulina García, quien hace que su criatura tenga vuelo, nos haga sentir mal cuando le va mal, y nos arranque una sonrisa cuando logre sentirse mejor.
Amor y anarquía El documental de Daiana Rosenfeld y Anibal Garisto, Los ojos de América (2014), aborda la relación entre América Scarfó y Severino Di Giovanni, protagonistas ineludibles del pensamiento anarquista en Argentina. Cuando América Scarfó conoció a Severino de Giovanni, ella tenía 14 años y él 27. En una de las varias (y bellísimas) cartas que escribió, América advirtió que esa diferencia inquietaba a varios pero no a ella, cultora del “amor libre”. La pasión que definió el vínculo entre ambos nos resulta útil para comprender la pasión de Giovanni en la defensa del anarquismo, en el seno de una Argentina convulsionada; país en donde se gestó el golpe del ’30. Marco que determinó su ejecución y la del hermano de su mujer. Los ojos de América cumple no sólo con la capacidad de poner en imagen un hecho íntimo con resonancias históricas, sino que además lo hace de forma didáctica y no por eso reduccionista. Es un verdadero patchwork de ideas, en donde los elementos sonoros cumplen un rol central. La concisión del trabajo (casi una hora de duración) no atenta con la dosificación de la información; la amorosa colaborando con la histórica, y viceversa. Con una composición de cuadro muy elaborada, los realizadores aportan material de archivo (fotografías, noticias de la época, cartas) sobre los que se suceden pequeñas secuencias actuadas (más bien, escenificaciones de breves actos) para potenciar el material oral. La voz de Scarfó (quien falleció en el 2006) nos guía en la tarea de comprender su vínculo y la anarquía. Y tan comprometidas estaban una esfera con la otra, que hasta debió apelar a un falso casamiento para salir de su casa como una “señora” y no terminar sus días en un convento. Igualmente revelador es el testimonio del historiador Osvaldo Bayer, quien conoció a la pareja protagónica y publicó la correspondencia de Scarfó. Los ojos de América es un ejemplo de cómo abordar la historia política con una estética elaborada, sin caer en el tan televisivo primer plano y haciendo uso de las diversas herramientas que provee el medio audiovisual.
Dominación y seducción La piel de Venus (La Vénus a la fourrure, 2013) muestra el encuentro entre una actriz y un director teatral que dirigirá la transposición de una novela de Leopold von Sacher-Masoch. Roman Polanski no se aparta del material original, una obra de teatro de David Ives, pero le agrega su talento por el encuadre y la generación de climas. Thomas (Mathieu Amalric) no ha tenido un buen día. Solo, en medio de un teatro parisino, atiende telefónicamente a su esposa, quien lo espera para cenar. Ha pasado horas enteras haciendo un casting para encontrar a la protagonista de su nueva obra, basada en la novela de von Sacer-Masoch, escritor conocido por haber “prestado” su apellido para acuñar el término “masoquismo”. Súbitamente y sin previo aviso, llega la bella y sensual Vanda (Emmanuelle Seigner), afectada por la tormenta que parece aislar aún más a Thomas del mundo exterior. Tosca, extrovertida, desbordante; tales son las características de su personalidad que, en tamaña circunstancia, produce un mayor hastío en Thomas, al que le gana por cansancio y finalmente accede a hacerle una prueba. Sucede que Vanda, para su sorpresa, hace una interpretación más que digna. A partir de ese momento se sucederán una serie de diálogos que –ensayos mediante- traerán algunas revelaciones. La serie de perversiones (las del texto, y las que retrata la historia que lo sustenta) son casi una analogía de la propia película, a la que la figura del vampiro le cuadra de maravillas. Novela devenida obra de teatro, finalmente llevada al cine, en donde se deconstruye la lectura de la obra sobre la novela, lo que La piel de Venus propone es una serie de comentarios sobre la naturaleza del amor y la dominación. Y mucho de eso hay en este juego que se produce entre Vanda y Thomas, motor que pone en funcionamiento un arsenal de reflexiones sobre el acto creativo y las diversas figuras del amor. Polanski (quien ya venía de transponer la obra de Yasmine Reza Un Dios Salvaje) se concentra en el “decir”, en las distintas posturas que genera el texto original en los dos protagonistas, quienes defenderán su punto de vista hasta el final. El realizador de El bebé de Rosemary (Rosemary Baby, 1968) encuadra y corta de forma milimétricamente calculada, produce así un aura de suspenso y realza la interpretación de los actores, que brillan en sus respectivos roles. Como dato curioso, La piel de Venus, en su versión teatral, se puede ver en la actual cartelera porteña, con las interpretaciones de Juan Minujín y Carla Peterson. Dos actores más jóvenes que los de la película. En la elección de Polanski de elegir a su propia mujer para el rol de Vanda, y “lookear” a Amalric como si fuera él mismo, hay otra aproximación al vínculo entre el arte y la vida; los actores como musas y el director, omnipresente, como un dios que domina pero, a la vez, y amor mediante, es dominado.
Martirio El realizador Guillaume Nicloux transpuso la novela de Denis Diderot (llevada previamente al cine por Jacques Rivette en 1966), sobre una joven que es obligada a convertirse en monja. La religiosa (La Religieuse, 2014) cuenta con un austero y preciso trabajo de Pauline Etienne. Suzanne tiene 16 años y es obligada por su familia a internarse en un convento. Por más que ese no sea su deseo, por motivos que no develaremos, la orden familiar se cumple a rajatablas. Más tarde, durante su temprana estadía en la orden religiosa, ella alzará la voz (siempre con calma, jamás con sumisión); Suzanne quiere una vida en la que Dios esté presente pero, claro, fuera de la institucionalidad eclesiástica. La religiosa es un film de época que se concentra en los detalles más que en la grandilocuencia. El relato de Diderot desató un escándalo cuando se publicó, en 1670, pero hoy en día no puede aspirar a tal reacción. No obstante, la película de Nicloux conserva la posibilidad de reflexionar sobre los dogmas, la antítesis entre individuo y sociedad, y las exigencias y condicionamientos de la mujer en una época en la que estaba en una situación altamente desfavorable en comparación con la del hombre. La primera parte está destinada a retratar la vida del personaje en familia, y opera un poco a la manera de Balzac, otro gran escritor francés que diseccionaba el corpus social en cada uno de sus relatos. Aquí, la mirada está atenta sobre los mecanismos de constricción familiar, las costumbres y los rituales urbanos (el matrimonio de las hermanas y la búsqueda de candidatos rentables). Luego, la película se concentra en la llegada de Suzanne al convento, con su micro-clima que la película grafica de manera precisa, merced a un logrado trabajo de arte y fotografía. El personaje primero entabla una muy buena relación con la madre superiora, hasta que más tarde llega una nueva, representante del peor autoritarismo religioso. Etienne logra un trabajo mesurado y a la vez desbordante, por más que su drama sea transitado más interna que externamente. Hacia la segunda mitad de la película llega una nueva madre superiora, interpretada por Isabelle Huppert, quien introduce el elemento sexual de una forma disruptiva. La presencia de este personaje funciona como un nuevo episodio sobre el sufrimiento de Suzanne en el convento, una “gota que rebalsa el vaso”. Aunque no sea el trabajo más destacable de Huppert, no deja de ser una fortuna verla en la pantalla grande, en un duelo actoral que, claro, apuntala más a la joven protagonista.
Busco mi destino La nueva película de Ezequiel Acuña, director de Nadar solo (2003) y Excursiones (2009), vuelve al universo nostálgico de los adultos jóvenes; la añoranza por el pasado y la amistad masculina en otro relato en donde la música cumple un rol protagónico. La vida de alguien (2014) es algo así como una suma de los temas sobre los que se ha interesado Ezequiel Acuña. Se podría decir que su cine “amplía” más de lo que “agrega”; una serie de variaciones del guion en torno a jóvenes amigos que vuelven una y otra vez (consciente o inconscientemente) al mundo de la adolescencia. Que su nuevo opus esté rodado en 35 mm en plena era digital, no hace más que confirmar este aspecto. La película comienza con un racconto de imágenes que, trabajo sonoro mediante, nos parecen arrancadas de un sueño y que –sabremos más adelante- son una serie de momentos-clave en el devenir del relato. Trasladado al presente, el film continúa con el reencuentro entre tres amigos, quienes conformaron una banda de rock una década atrás. En la disolución momentánea de aquella agrupación mucho tuvo que ver una desaparición extraña y muy dolorosa. En ese hiato también pasaron algunas cosas más (la vida misma, bah), pero no las suficientes como para abandonar el proyecto juvenil. Con nuevo integrante, los jóvenes intentarán hacer posible aquello que en determinado momento no lo fue. La vida de alguien se concentra en Guille (Santiago Pedrero), personaje que representa las incertidumbres y el sentimiento de lealtad que se gestan en un grupo de amigos que se conocen hace muchos años. Acuña (también guionista) agrega un personaje femenino que compone la bella Ailín Salas, oportunidad para introducir el componente amoroso y una pieza clave para señalar algunas miserias de la industria musical. Rol fundamental cumple la música de la banda uruguaya La foca, con canciones que parecen arrancadas del universo de la película; ninguna inclusión parece ociosa. El director de fotografía Fernando Lockett vuelve a entregar un trabajo de composición bellísimo, con una textura que le sienta de maravillas a este universo aletargado y a la vez juvenil.
Más allá del horizonte Los directores Carlos M. Jaureguialzo y Marcela Silva y Nasute abordan un período poco transitado por el cine nacional; la época en la que se forjó la independencia nacional. Con un tono naturalista, El prisionero irlandés (2015) narra una historia de amor durante aquel momento histórico crucial. En el imaginario colectivo, las invasiones inglesas son una épica de oro. Es sabido: como pudieron (¡pero vaya que pudieron!), los criollos se sacaron de encima a los ingleses. Las ilustraciones escolares, los apuntes de las revistas Billiken o Anteojito, los discursos fervorosos de los maestros; postales de aquella etapa fundamental y fundacional. Carlos M. Jaureguialzo y Marcela Silva y Nasute (también guionista) posan su mirada sobre un prisionero que es llevado a San Luis, junto a tantos otros, y allí conoce a una viuda que, pese a las advertencias de su cuñado, decide permanecer en sus pagos. Alexia Moyano y Tom Harris le dan vida a esos seres desamparados, que forjan una relación a pesar de los comentarios adversos y la hostilidad propia del lugar. Sus actuaciones están a tono con la propuesta, que sin aspirar a la radicalidad “experimental” de Jauja (2014), tampoco cede ante el melodrama lacrimógeno. Tal vez, en los momentos en los que la película irradia mayor algidez dramática, la música edulcora en demasía, y la trama se torna un tanto maniquea. Pero más allá de esas secuencias altisonantes, el relato transita una suerte de cuadro de observación, en donde hay un drama central, íntimo, sobre el que se amalgaman elementos históricos y sociales (el rol de la mujer, el rol del hombre, la disolución de las identidades). Para los amantes del cine de género, la propuesta puede resultar una meseta en términos dramáticos, modelada sobre el dúo protagónico y su prolongada consumación del amor. No obstante, si los directores no se pronuncian a favor de una línea temática en particular, eligen en cambio el buen recorte de caracteres, la precisión a la hora de graficar el entorno desértico, más algunos apuntes históricos explícitos que en algunos casos resultan un tanto artificiales. El prisionero irlandés es una película filmada sin demasiadas marcas de estilo pero con solvencia técnica, que cuenta además con un buen trabajo en la dirección de arte y auspicia la posibilidad para repensar la historia del país bajo la luz de ideas propias de nuestro tiempo, tales como el feminismo y los vínculos interculturales.
Perdido en la Tierra El director de Jerry Maguire (1996) y Casi famosos (2000) presenta una historia en donde confluyen el pasado y presente amoroso de un joven militar, el misticismo hawaiano y un ambiciosa plan satelital. No siempre un guionista (incluso uno con experiencia) logra con solvencia hacer que confluyan varias aristas en un solo relato, y que esa elección produzca algo más que la suma de las partes. Algo así ocurre con Bajo el mismo cielo (Aloha, 2015), película escrita y dirigida por Cameron Crowe, centrada en la llegada un militar interpretado por el ascendente Bradley Cooper a Hawai. En esa especie de paraíso terrenal, se encontrará con su ex (ahora casada con otro y madre de dos hijos) y una bella piloto (Emma Stone), con quien se vinculará para llevar a cabo una polémica misión satelital. Hay una primera parte de la película en la que Crowe presenta a los personajes “a los apurones”. Su verborragia, el tono caótico, y el ingreso a un mundo entre pintoresco y extrañado nos convencen de que eso es adrede. Pero, al mismo tiempo, cuesta entablar empatía con ellos. Este no es un film “coral”; se hace difícil alcanzar una identificación con ese hombre que llega y, sin proponérselo, tendrá que replantearse toda su vida. Una vez que la película se concentra en su mirada sobre las dos mujeres, el relato se torna un tanto convencional, y lo extrañado de la primera mitad se deviene en un dato de color (el caso más visible, en este sentido, es el de la zona mística y del film, anclada en la afinidad de la piloto con los pueblos autóctonos y sus creencias). Bajo el mismo cielo tiene algunos gags que funcionan (el carácter “mímico” del marido del de la novia de la juventud, por citar un caso), pero otros no. La zona actoral menos convincente está en algunos secundarios; Bill Murray y Alec Baldwin, que, sin agregar demasiado a sus carreras, moldean la trama militarista de un film que no termina de decidir su rumbo. Hay una gracia y convicción en la tríada principal que logra equilibrar la medianía del film hacia arriba, pero sin lugar a dudas estamos en una película “a mitad de camino”, que lo pone a Crowe algunos peldaños abajo en relación a su época de oro.