La lección de piano La calle de los pianistas (2015), documental del realizador Mariano Nante, ingresa en el universo de Natasha Binder, prodigiosa pianista de tan sólo 15 años, heredera del talento familiar y vecina de la gran Martha Argerich. Lyl Tiempo es la primera en la generación de una familia de grandes pianistas, de esas que brillan por cada una de sus interpretaciones y viajan por el mundo entero. Su hija, Karin Lechner, y su nieta, Natasha Binder, la sucedieron ejemplarmente. Pero más allá de la cualidad “hereditaria”, el documental de Mariano Nante, La calle de los pianistas, no deja de demostrar que hay todo un trabajo detrás; el talento es apenas un puntapié. Natasha es el foco de interés, y cada uno de los pasos “hacia atrás” en el tiempo revela las diversas capas de sentido que se adosan al oficio: la pasión por el arte, la búsqueda de trascendencia, el respeto al público y, finalmente, la postergación de muchos anhelos personales. Este documental tiene varios méritos, y uno de los principales es ingresar en la vida de las tres pianistas con una cercanía notable, que en ningún momento se revela artificial. Cada diálogo, cada gesto, cada ensayo (con la consabida “prueba y error”), produce un destello de verdad. El piano, omnipresente, es entonces un elemento de aristas polisémicas, y si al comienzo se nos revela como un objeto extraño (al menos, para quienes no somos frecuentes espectadores de conciertos), poco a poco deviene en un objeto querible. La calle de los pianistas no tiene misticismo, ni tampoco sacraliza la labor musical; los viajes apresurados, el trabajo intenso, la lejanía de los afectos, también forman parte de la vida de Binder, su madre y su abuela. El film comienza con Binder a punto de tocar un concierto y esta secuencia se cierra hacia el final. Se resalta, entonces, la mirada sobre el proceso y no sobre el producto. También hay apariciones de otros pianistas “notables”, entre los que se destaca Martha Argerich, vecina de los Tiempo en Bruselas, epicentro del documental. Quien se sumerja en este delicado film, saldrá de la sala con una mirada renovada sobre el trabajo de los grandes pianistas, acaso más humana y –por qué no- menos afectada.
Soñar, soñar Con una puesta en escena de notable precisión, el realizador Juan Martín Hsu construye en La Salada (2014) un relato descarnado pero nunca efectista, con un puñado de personajes tan creíbles que parecen arrancados de la vida misma. La feria de La Salada (o “La Salada”, a secas) se convirtió en un emblema de los nuevos hábitos de consumo en Buenos Aires, además de mostrar una renovada cartografía de la inmigración. Organizada mediante precarios puestos que venden productos a bajísimo precio (textiles, en su mayor parte), este espacio se llena de compradores que, aún en la madrugada, lo transitan y se chocan entre sí. Hsu (hijo de chinos pero nacido en Argentina) aborda en su film las necesidades, deseos y frustraciones de un grupo de personajes. Tres son las historias que este fluido relato cruza, pero no teman: si al comienzo la película remite al cine de Alejandro González Iñárritu (el mismo de Amores Perros y Babel), La Salada no está construida sobre la base de un guion paternalista for export , ni mucho menos manipulador. La película nos muestra las vidas de Yun Jin, una bella chica coreano-argentina que asiste a su padre, empresario que tiene puestos en la mencionada feria. Ella está por casarse, pero un argentino bastante canchero está dispuesto a conquistarla. Por otra parte, está Huang (interpretado por Ignacio Huang, visto en Un cuento chino, 2011), joven taiwanés al que su madre le repite en cada comunicación telefónica “¿Ya tenés novia?”. A la búsqueda de ese propósito irá este melancólico que tiene problemas para dormir y cuyo trabajo consiste en copiar películas en DVD. Por último, hay dos inmigrantes bolivianos; un hombre adulto y su sobrino, quienes llegaron a Argentina con la urgencia de encontrar empleo. Juan Martín Hsu alterna y pone en cruce estas historias, sin la necesidad de que esos encuentros resulten ingeniosos. Rasgo que potencia una construcción naturalista que, claro, no está exenta de paradojas y contradicciones; la necesidad del padre coreano para dirigir a los gritos los destinos de su hija, mientras un poco de alcohol lo sume en el llanto; los encuentros con mujeres para Huang, que apenas muestran una esperanza se clausuran con un nuevo cuadro de soledad; o el choque entre el pasado y el futuro en Bruno, el joven boliviano, a quien a diferencia de su tío le cuesta mucho más integrarse. Todo esto resume elementos de un combo en donde hay espacio para el drama y la comedia, enhebrados en sutiles observaciones (es cierto, también hay de las otras, que resienten un poco el resultado final). Pero está claro que Hsu, además de mostrarnos a estos personajes, los mira con un dejo de ternura, evita juzgarlos y nos invita a reflexionar sobre el nuevo multiculturalismo en una ciudad sumamente expulsiva.
Sola, solita, sola La nueva película de Asia Argento (directora de Scarlet diva y El Corazón es engañoso, por sobre todas las cosas) la muestra como una directora consumada, con un estilo definido. Como en su film anterior, la infancia vuelve a estar en foco. Verborrágica, cruda, extrema. Así es el universo de Incomprendida (Incompresa, 2014), película que retrata la dura vida de Aria (formidable trabajo de Giulia Salerno), una niña de nueve años hija de una pianista desaforada (Charlotte Gainsbourg) y un actor/galán (Gabriel Garko) que vive más pendiente de sus contratos y supersticiones que de su familia. Sus padres no atestiguan ni un dejo de afecto mutuo, y eso quedará bien claro apenas comienza el relato; separados y en muy malos términos. Asia tiene hermanas y hermanastras, pero la convivencia es una suerte de “anti-Mujercitas”, merced a los maltratos cotidianos y la escasa atención que le brindan. Aunque en menor escala de crueldad que la de El Corazón es engañoso, por sobre todas las cosas, Incomprendida no hace concesiones con las situaciones que gráfica. Hay bullying, adulterio no disimulado frente a niños, alcohol, etc. Lo que propone Argento es un cóctel de violencia física y psicológica, un in crescendo que a muchos espectadores les resultará contundente y conmovedor, mientras que otros verán tan sólo pornografía emocional. La película transcurre en los ’80, y aunque generacionalmente encaja con la época de la infancia de Argento, ella ha asegurado que no es una autobiografía (recordemos que su padre es el mítico realizador Darío Argento). No obstante, la relación con la época no es accesorio, pues “naturaliza” cierto maltrato cotidiano en el seno familiar, en un tiempo en el que el bullying no generaba los bienvenidos debates de hoy en día. La nobleza de la película consiste en que más allá de las escenas más crueles, hay un acercamiento al universo de la niñez y pre-adolescencia que no margina momentos cruciales como los de “la mejor amiga”, “el primer amor”, o la compañía de la mascota; aquí, un gato callejero que señala todo ese amor que el mundo entero parece negarle a la entrañable Aria.
Recuperar el sentido de la vida El documental de Raúl Viarruel indaga en el caso de Víctor Saldaño, único argentino condenado a muerte en Estados Unidos. Víctor Saldaño es un cordobés cuyo mayor deseo era conocer el mundo. Por eso emprendió un largo viaje que lo llevó desde Argentina hasta Estados Unidos, periplo que le demandó ingresar a diversos países de forma ilegal. El objetivo fue cumplido en parte, porque la historia no terminó bien; el viaje a Saldaño no le proveyó herramientas para una mejor calidad de vida, y un asesinato que cometió en 1995 terminó sellando a fuego su destino. Aún hoy vive en el “corredor de la muerte”, en Texas, producto de la condena que Viarruel expone y revisa en su documental. Este retrato apela a dos tiempos; el del pasado, gracias a una grabación facilitada de forma clandestina, en la que Saldaño –tras ser detenido- es interpelado por un policía. Grabación a la que se suma el testimonio de su madre, quien no bajó nunca los brazos y aún a la distancia trabajó por el bienestar de su hijo. El presente se enfoca en la batalla legal y diplomática que se ha librado para revisar el caso y promover una mejora en las condiciones de vida del hombre, en tanto condenado a la pena capital. Producto de ese accionar, se consiguió la aprobación de una ley que desestima las condiciones raciales y socioeconómicas cada vez que se debate la aplicación de una condena. Saldaño, el sueño dorado (2014) es la ópera prima de un periodista, y eso se nota en el devenir del relato. En principio, por la distribución de la información, ofrecida de forma clara y concisa al espectador. Pero el documental margina un tanto las cuestiones formales, dado que privilegia el contenido en detrimento de la forma, y no tendría por qué ser así. El centro neurálgico es el testimonio de Saldaño, que ingresa en una dialéctica por momentos distante con los otros testimonios. Entonces, entre los hechos del pasado y la necesidad de revisar la ley en el presente, hay una gran ausente: la mente del protagonista, que hoy en día está sumamente maltratada por las vejaciones a las que se la ha venido sometiendo. Ese aspecto, el más inasible y menos “programático” en términos de edición, es el que al realizador menos le interesa exponer, a juzgar por los resultados finales. Queda claro que Saldaño, el sueño dorado es un valioso trabajo, en tanto que expone un caso particular que genera un mayor interés por estas latitudes. Si bien hoy la pena de muerte es rechazada a escala global, todavía persiste en varios estados del mundo. No es llamativo que en Texas siga existiendo, más aun tratándose de uno de los espacios más conservadores de Estados Unidos. Viarruel entrega un trabajo en donde los testimonios se suceden de forma televisiva, si bien hay algunos hallazgos; el más conmovedor nos muestra la senda que, de puño y letra, trazó Saldaño, un mapa de cada uno de sus pasos hasta llegar al triste presente, que –paradójicamente- lleva tantísimos años.
Distopía encorsetada El desierto (2014) nos presenta a tres sobrevivientes en un contexto apocalíptico. El realizador Christoph Behl se adentra en un territorio que, en general, se ha construido desde la grandilocuencia. En cambio, elige hacerlo desde un punto de vista minimalista. Los territorios distópicos son aquellos que nos muestran un futuro desfavorable para el hombre. Tienen notables exponentes en la literatura de ciencia ficción, con autores consagrados universalmente como Ray Bradbury, por citar tan solo uno. El director Christoph Behl explora la distopía mediante el encierro de Axel, Jonathan y Ana; tres jóvenes a los que, por lo visto, cada vez les cuesta más sobrellevar la cotidianidad en el búnker en donde viven. Alguna vez conformaron un triángulo amoroso, o al menos eso deja entrever la trama; ahora, en el presente del relato, Ana (una convincente Victoria Almeida) es la pareja de uno de los muchachos y tiene una amistad ambigua con el otro. Behl –también guionista- complejiza ese vínculo, en virtud de las penurias que los protagonistas deben afrontar a diario. Penurias cada vez más grandes, si se considera el paso del tiempo y algunos imprevistos, como por ejemplo la llegada de una suerte de joven-zombie que muestra los efectos devastadores del afuera. La apuesta de El desierto es interesante durante los primeros quince minutos. Poco a poco, algunas decisiones argumentales cobran un protagonismo en cierta forma antojadizo. No porque no pueden encontrar una justificación dentro del universo que el film plantea, sino porque devienen redundantes y reiterativas. Tal es el caso de los registros en video que los personajes producen; reflexiones sobre sí mismos o sobre su vínculo con el otro, que –cassettes mediante- van a parar a un cofre que no tardará en traer más conflictos. Los varones –interpretados por Lautaro Delgado y William Prociuk- cifran una sutil disputa por el cuerpo femenino. Los tres personajes parecen “implotar” en este futuro negro, mientras que la película no se anima a la grandilocuencia y mantiene su tonalidad teatral. Si algunas secuencias logran un crescendo dramático, es gracias a la convicción con la que el trío protagónico asume todo el sopor –el interior y el exterior- que le toca transitar. Entre debates internos y estallidos que llegan desde el afuera transcurre El desierto, film que pudo haber conseguido más con ese “menos” que grafica en sus 98 minutos, que en verdad parecen ser más. Es un ejercicio de estilo al que ideas no le faltan, pero no todas logran cohesionarse argumentalmente. La estética y las actuaciones hacen lo suyo, pero con eso no siempre alcanza.
Resurrección Christian Petzold, reconocido director de Triángulo (2008) y Bárbara (2012), entrega con su nuevo film un retrato sobre la identidad y las consecuencias del Holocausto. Envestida de un aura hitchkoiana, Ave Fénix (Phoenix, 2014) no es un policial ni un thriller, pero hace del suspenso un elemento central. El rostro de Nelly (Nina Hoss, otra vez formidable) aparece cubierto por vendas, con signos de haber sido mutilado. Acaba de salir de un campo de concentración, acaso esté viva de pura suerte. Uno de los policías que hacen detener el auto en el que viaja le pide que se quite las vendas; la guerra ha culminado, pero los controles continúan. Un gesto de impresión en el rostro del policía y su inmediato permiso para que siga de largo. Así de ríspido, conciso, contundente, es el comienzo de esta película; tono que no abandonará jamás. Tras esa secuencia inicial, Nelly continuará su derrotero ayudada por una amiga, que parece igualmente herida pero sólo interiormente. Será el puntapié para que ella pueda empezar con la reconstrucción de su vida, mediante la cual Petzold señala una relación aún mayor entre la memoria (ya no sólo la individual) y la comunidad alemana. Pronto aparecerá el marido de Nelly, un pianista que no la reconoce y –peor aún- le pide que finja ser ella misma para resolver un asunto familiar y de incidencia económica. Planteado el conflicto de la identidad, Ave Fénix se transforma en un “drama de conciencia” sobre el que se dirimen –como ya advertimos- cuestiones de mayor alcance. Al realizador no le interesa ser didáctico, por eso deja de lado las analogías obvias y se concentra en la interioridad de Nelly, a la que accedemos por las acciones que lleva a cabo. ¿Podrá admitir la traición, en caso de que ésta haya existido? ¿Cómo continuará su reconstrucción, si aún el pasado que imaginaba certero escondía aspectos turbios? ¿Podrá llegar a ser ella misma renunciando a su propia identidad? Ave Fénix amalgama el conflicto a una estética que conjuga elementos góticos y cierto halo de misterio que la vincula con el expresionismo. El metraje reproduce la incertidumbre del personaje protagónico, y todo resulta verosímil merced al trabajo con el tiempo de cada secuencia, la impecable reconstrucción de época, y una magnífica elaboración sonora, ya sea de forma diegética o extradiegéticamente. Al final, una dulce melodía arroja un aura de perpetua melancolía, acaso el mayor indicio de que el pasado histórico no tendrá nunca una resolución plena.
La comedia del amor Seis jóvenes instalados en el Tigre para pasar Año Nuevo y disfrutar de unos días de vacaciones son el eje de Vóley (2014). Martín Piroyansky (director, guionista y actor) construye una variedad de gags para conquistar al público. Y lo logra. Desde la antigua comedia latina hasta el novísimo cine indie, el arte se encargó de diseccionar el amor juvenil, de ponerle trabas y contemplar, jocosamente, cómo los jóvenes amantes se las tienen que arreglar para estar juntos. Martín Piroyansky, reconocido actor de cine y televisión, hace de esa premisa Voley, una comedia ágil, distendida, que es juvenil pero funciona de maravillas en “el amplio público”. Al mismo tiempo, esa elección marca su punto fuerte y sus limitaciones; el relato automatiza la espera del gag y genera en la construcción de los personajes breves destellos de singularidad que, al final, se homogenizan para ponerlos a todos “más o menos en las mismas”. Pero la gracia no abandona jamás a los 95 minutos del metraje. Entonces, ¿eso importa? Nicolás (Piroyansky) invita a sus amigos (compuestos porVioleta Urtizberea, Inés Efron, Chino Darín y Vera Spinetta) a recibir el año en la casa de sus abuelos, en el delta del Tigre. El plan es relajarse, salir de la urbanidad para consagrarse al ocio y a la diversión. Apenas cruzada la puerta, Manuela (Urtizberea) arma un dispositivo para rotar en las habitaciones y que todos tengan que pasar por los mismos cuartos, sin privilegios. La llegada –inesperada- de su bella amiga Justina Bustos) le llama la atención especialmente a Nicolás, quien buscará todas las formas posibles de encontrarla sola. Manuela, que está allí junto a su pareja, Nacho, no imaginaba cuando la invitó que la “intrusa” movería los cimientos de todo el grupo de amigos. Echadas las cartas sobre la mesa, lo que sigue es una batería de gags (físicos y también verbales) que funcionan de maravillas, y que hacen de Piroyansky una mezcla de Woody Allen con los hermanos Farrelly. El casting es el primer acierto; cada actor interpreta con gracia y verosimilitud el rol que le ha tocado en suerte, ingresando al timing del relato. Todos están más o menos obsesionados con tener sexo, pero la efectividad del guion radica en hacer de esa aspiración el motor de algo menos evidente, y es la pregunta por cómo el tiempo afecta a un grupo de amigos, cómo el deseo puede ser a veces destructivo. Vóley tuvo su presentación en el 29 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y el público celebró cada uno de sus momentos cómicos. Con el respaldo de una distribuidora major, la película tiene todo lo necesario para aspirar a la masividad. Habrá que seguirle los pasos a Piroyansky, quien ya había demostrado su talento como director en el corto No me ama (2009) y Abril en Nueva York (2012).
La aridez En la película del turco Nuri Bilge Ceylan (última Palma de Oro en el Festival de Cannes) todo elemento temático aparece como inseparable a su forma. Sueño de invierno (Kis Uykusu, 2014) es un film riguroso, de composición milimétrica, pero jamás vacuo; su espacio es el ideal para transmitir la aridez del protagonista. Aydin (Haluk Bilginer, tremendo actor) es un hombre de mediana a avanzada edad; actor retirado que vive en su propio hotel en la casi inhóspita Anatolia; “casi”, porque, además de sus huéspedes, viven no muchos habitantes más. Algunos de ellos son inquilinos que tienen problemas para pagar el alquiler, y esbozan una línea más social de la película (jamás condescendiente ni paternalista). Aydin es también un intelectual. O al menos intenta serlo. Como una especie de Tío Vania (el cine de Ceylan, sobre todo esta película, guarda una notable filiación con la dramaturgia de Chejov), su prédica sobre el afuera es prepotente, pesimista, un tanto petulante. Su mirada sobre el mundo queda registrada en un diario local en donde publica una suerte de “notas de observación”. Vive junto a su joven esposa Nihal y a su propia hermana, quienes a medida que avanza la película le harán notar sus falencias, no tanto para ayudarlo a mejorar, sino como efecto de una implosión tras años de frustración. Quienes hayan visto dos joyas como Lejano (Uzak, 2002) y Climas (Climates, 2006), entre las siete películas de su filmografía, sabrán que Nuri Bilge Ceylan es un autor que va “por todo o nada”. Las líneas rectoras de su cine son rigurosidad pictórica en la concepción del plano, y el trabajo sobre lo que a modo de síntesis podríamos señalar como “teoría del iceberg”: mostrar la superficie, sin obviar todo lo que pasa debajo. Así, su cine invita a descubrir el “adentro”, lo que en una primera visión puede resultar intrascendente. Esas decisiones en algunos momentos lo acercan a la grandilocuencia, de la que logra escapar merced a la densidad temática que le da sustento a la forma. No por nada se lo ha comparado con Bergman. En Sueño de invierno (¡de 195 minutos de duración!), el realizador utiliza como telón de fondo la llegada y el apogeo del invierno, ámbito especular de Aydin, personaje que puede generar antipatía y conmiseración de un plano a otro, el “observador” de los dramas ajenos. Un observador pasivo, tal vez, pero cuyas decisiones (las más notables son las que más se demoran) sirven para conocer más de las miserias, decepciones, sueños incumplidos y temores de él mismo y de quienes lo rodean. Por momentos, la trama deviene en secuencias de apuesta teatral (jamás teatro filmado, que no es lo mismo), y entonces el diálogo se transforma en el mejor conductor del drama interno. Intercaladas con monumentales espacios áridos, esas palabras cobran otro sentido, y la película entera adquiere un aura melancólica, aletargada. La línea más “social” es la que vincula al personaje con una familia de inquilinos que no pueden pagar el alquiler, y que hacia el final de la película abrirá una arista más dolorosa sobre la injusticia y la diferencia de clases, pero desde una perspectiva menos tranquilizadora, más potente. Está claro que estamos frente a un cine que demanda un espectador que le dé sentido a la acumulación de pequeños gestos que, en su conjunto, revelan un mundo. Ceylan propone una mirada sobre ese universo tan particular y a la vez universal que es el matrimonio, integrado en el devenir del relato a otros temas igualmente universales como la lucha de clases, la juventud, la necesidad de mantener intacto el deseo.
La hermandad Tras co-dirigir con Juan Pablo Martínez el film Desmadre (2011), la también actriz Jazmín Stuart presenta –ahora en solitario- Pistas para volver a casa (2014). Se trata de una historia en donde, inesperadamente, dos hermanos cuarentones deben convivir durante algunos días. Dina (Erica Rivas) es una mujer joven que no se preocupa en cuidar su imagen. La vemos trabajar en una lavandería y dormir en su monoambiente. No volverá a pisar esos lugares durante el resto del metraje; pero comprendemos que su vida se agota en esos espacios. Pascual (Juan Minujín), su hermano, se ha separado y consiguió que una mujer mayor –sexo mediante- cuide sus hijos. Los dos tienen un presente poco feliz y su relación es más bien distante. Hasta que un día, Pascual recibe un llamado; su padre ha sufrido un accidente y hay que ir hasta un hospital de pueblo, en donde se recupera. Un motivo para convivir durante un breve tiempo, aunque sea de urgencia y arriba de un auto. Pistas para volver a casa mixtura comedia, suspenso, drama, road movie; el resultado es un relato agridulce, una (nueva) incursión en el vínculo de hermandad. Jazmín Stuart demuestra su capacidad para transitar esa multiplicidad de géneros con soltura, sin caer en situaciones forzadas, sosteniendo una buena parte del relato con una banda sonora que le da identidad al film, al mismo tiempo que subraya su costado “infantil”. Porque, claro, en ambos hermanos hay mucha inmadurez; él, que no puede hacerse cargo de su soltería; ella, que no admite que su soledad es un problema y no una decisión. En el medio, hay un padre (Hugo Arana) que añora a una mujer (Beatriz Spelzini) que los ha abandonado a todos. Hacia ella irán Dina y Pascual, para conocer las pistas que le dio su padre antes de ser atropellado, y que los llevarán hacia una buena cantidad de dinero. La película también funciona en su concisión de conflictos; el tesoro a encontrar es tan sólo la excusa para poner a todos en sintonía. En ese sentido, el encuentro con la madre abre un capítulo un poco disonante, que se integra con una mayor lateralidad a la trama principal. Todo el elenco es homogéneo (da gusto ver a actores de gesta más teatral, como Arana y Spelzini, en papeles importante), pero los laureles se los llevan Rivas y Minujín, capaces de revelar un mundo entero con un par de gestos. Un buen primer paso, en solitario, para una directora que sabe qué contar y cómo hacerlo.
Yo tengo un sueño Selma: El poder de un sueño (Selma, 2015), uno de los films que compiten por el Oscar a la Mejor Película, retrata la lucha emprendida por Martin Luther King y la comunidad negra de los Estados Unidos. Si bien no se aparta de los andariveles de la corrección política, la reconstrucción de la época y el esbozo de un personaje tan interesante la convierten en una más que digna competidora. Ya se sabe: a los miembros de la Academia les encantan los films con enfermos crónicos que logran cumplir sus ambiciosos objetivos, con guerras (si es con amplio protagonismo americano, mejor), y con luchadores que dejan marcas en la historia. A este último rubro adscribe Selma: El poder de un sueño, película revisionista y con resonancias en la actualidad. Porque por más los estadounidenses tengan un presidente negro, los conflictos raciales y la idea de la supremacía blanca siguen latentes en Estados Unidos. La película de Ava DuVernay se concentra en un puñado de personajes que cobraron protagonismo a partir de las célebres marchas por la lucha de los reconocimientos a los derechos de la comunidad negra, que comenzaron en la ciudad de Selma, precisamente, hacia 1964. Si bien el principal objetivo era el pleno ejercicio del voto para todos los negros, el reclamo fue mucho más amplio. Conforme al avance de las manifestaciones públicas, los violentísimos ataques (por parte de civiles y también de miembros del Estado) aumentaban en cantidad y en brutalidad. El film muestra esos momentos con la medida justa entre el registro documental y el efectismo al que todo drama –en mayor o menor medida- debe aspirar para que el espectador se identifique con lo que acontece frente a sus ojos. Por fuera de aquellos momentos de mayor impacto,Selma: El poder de un sueño también propone una serie de secuencias que trazan las ambigüedades en el discurso del presidente Lyndon B. Johnson (Tom Wilkinson), tensionado por un grupo de actores políticos conservadores (incluyendo al siniestro Edgar J. Hoover) y la cada vez más poderosa masa de habitantes negros liderados por King (buen trabajo de David Oyelowo), centro gravitacional aquellas marchas y formidable orador. Esa es la sub-trama más interesante de todas, y también es otro acierto la inclusión de imágenes de archivo que se cohesionan bien con el material ficcional. Es cierto que DuVernay no logra eludir las marcas nodales de este tipo de películas, las biopics históricas, pero más allá de una banda sonora que edulcora y magnifica de forma innecesaria, su película se sigue con interés y permite mostrar algunas líneas de ambigüedad en el seno de la vida marital de King y las divisiones internas dentro de la propia comunidad negra. Sin ser una gran película, Selma: El poder de un sueño es un más que digno producto histórico.