Te amo en cuerpo y alma El realizador argentino Alejandro Chomski transpuso la novela fantástica de Adolfo Bioy Casares con una puesta en escena rigurosa. Apoyado en un casting efectivo, su film reflexiona –sin solemnidad- sobre la dicotomía entre cuerpo y alma. Lucio (Luis Machín) y Diana (Esther Goris) componen un matrimonio de clase media “trabajadora”. Él es relojero y da la sensación de que mide su vida con los mismos instrumentos que emplea en su trabajo. Tal vez por ello quiere que su mujer supere la angustia que le ocasiona no tener hijos y “encaje” mejor en su vida privada y también en la vida social. A simple vista cuesta ver una crisis familiar, pero la desazón de Diana se deja entrever en los pequeños actos cotidianos. Siguiendo el consejo de un entrenador de perros amigo, interna a su esposa en un hospital para enfermos mentales, sin sospechar que los problemas no sólo no se solucionarán, sino que además mutarán hacia zonas insospechadas. El escenario es Parque Chás, posiblemente hacia los años ’50. Pero más allá de su temporalidad, es crucial su cualidad concéntrica, que encuentra una analogía en el drama de Lucio. Como una espiral que lo ata a su destino, hay algo de ribete kafkiano en su devenir, palpable en la narrativa del gran Bioy Casares. La directora de fotografía Sol Lopatin lleva su tarea al borde de la sobre-exposición, produciendo así una sensación de extrañamiento que está a un paso de la pesadilla. Pero lejos de teñir al relato de una magnificación impostada, esta decisión ameniza el terrible drama que acontece tanto a Diana como a su marido. En sintonía, la película oscila entre el tono dramático y el cómico, sin inclinarse hacia ningún extremo. El asunto se complica una vez que Diana llega a su casa, luego de la internación. ¿Se trata de la misma mujer? “Uno quiere al otro también con sus defectos”, le dirá Lucio al doctor Samaniego (Carlos Belloso) en un momento clave. Chomski tensa la fina separación entre género fantástico y extraño al no explicitar desde el comienzo la adscripción absoluta al primero. Esta decisión produce una mayor fascinación por la dicotomía entre cuerpo y alma, telón de fondo de Dormir al sol (2010). Es por ello que el primer acierto del film es mantener la época y –de esta manera- llevar las posibilidades de lo fantástico hasta bordear el humor absurdo. Para ello contó con un casting insuperable, en el que tanto Machín como Goris y Belloso componen singulares criaturas que producen risas y pena. También es efectiva la inclusión en el reparto de Florencia Peña como la cuñada enamorada, a la espera de la disolución matrimonial. No es menor el trabajo realizado con los perros, centrales en el relato (ya verán por qué). En pocas escenas transmiten todo el pathos necesario para que la historia sea verosímil. Dormir al sol es una de las pocas propuestas interesantes que ha dado San Luis Cine, junto a Cama adentro (Jorge Gaggero, 2004). Una cuidada realización que explora al “fantástico nacional” con genuinas herramientas cinematográficas, dándole cabida al humor más inteligente para abordar uno de los tantos misterios humanos.
Imágenes porteñas La película de Sebastián Martínez propone un recorrido por las calles Lavalle y Florida a partir de una interesante composición audiovisual. Centro (2010) expone y sintetiza las contradicciones de nuestra urbanidad. Cuando fue presentada en la Competencia Internacional del BAFICI 2010, Centro fue comparada con Berlín: Sinfonía de una ciudad (1927), el clásico film de Walter Ruttmann. Y la comparación es pertinente, pues ingresa dentro de un tipo de documental “sinfónico”, en donde se intercalan secuencias como si se trataran de compases con la finalidad de formar un todo armónico. El universo auditivo, fundamental en este “sub-género”, es un aspecto que en la película de Sebastián Martínez no siempre llega hacia resultados óptimos, aunque vale la pena destacar que se trata de un trabajo loable en términos visuales. Sobre todo porque el realizador ha seleccionado imágenes del epicentro porteño muy identificables, sin caer en la postal turística pero incluyendo a la mirada del turista. Y con esas imágenes ha estimulado el pensamiento crítico sobre nuestra idiosincrasia. Alrededor de la intersección de Florida y Lavalle conviven el turismo, la marginalidad, la melancolía, el mundo bancario y comercial, el paseo romántico. Cada uno de estos núcleos son “acompasados”, alternándose a lo largo de noventa minutos. El mayor logro de Centro es la capacidad con la que el diagrama de imágenes hace “dialogar” diversas capas de sentido entre sí, sin ofrecer tesis alguna. Desde este punto de vista, el vínculo de la película con el espectador queda abierto a múltiples asociaciones. Que, inexorablemente, estarán ligadas al tránsito que cada uno de nosotros ha establecido con esas calles. Martínez filma como si hubiera aterrizado por primera vez en esta ciudad, virtud que le permite construir una puesta en escena que opera como “descubridora” de movimientos, transacciones (concretas y simbólicas), espacios repletos de contradicciones. Vemos los contrastes entre el día y la noche en nuestra ciudad, la opulencia y la pobreza, lo local y lo cosmopolita fundidos en un mismo tiempo y espacio. Para conseguir este resultado, contó con el trabajo de la montajista Alejandra Almirón, capaz de sintetizar estas dicotomías con la precisión de un orfebre, aunque la extensión del metraje resienta un poco el resultado final. Centro es, en resumen, un interesante documental sobre dos calles emblemáticas de la Ciudad de Buenos Aires, realizado con sensibilidad poética y rigor técnico.
Tan lacrimógena... El nuevo film de Stephen Daldry sigue el destino de un niño que perdió a su padre en los atentados del 11 de Septiembre. El tono angustiante del relato termina por abrumar al espectador. Stephen Daldry es, a esta altura, uno de los realizadores más consolidados de Hollywood. Con Billy Elliot (2000) consiguió un notorio éxito mundial, a los que le siguieron Las horas (The hours, 2002) y The Reader (The reader, 2008), películas que ratificaban su rol de explorador de sentimientos profundos y muchas veces contradictorios. Es decir, a Mr. Daldry le gustan las emociones fuertes. Y vaya que en Tan fuerte y tan cerca (Extremely Loud and Incredibly Close, 2011) las hay… Su nuevo opus se centra en Oskar Shell (Thomas Horn), un niño tan irritante como inteligente (“Me hicieron el test de Asperger”, dice en un momento) al que lo vemos mucho más conectado con papá (Tom Hanks) que con mamá (Sandra Bullock). El destino hace que el padre esté en una de las Torres Gemelas en el día del atentado. Más tarde, Oskar encontrará una llave oculta en el ropero del padre, dentro de un sobre que tiene escrito el nombre “Black”. Ese hallazgo le dará un nuevo motivo para rencontrarse (ahora, simbólicamente) con papá. El relato irá una y otra vez hacia el pasado, mecanismo que nos servirá para conocer la relación entre lúdica y filosófica que ambos mantenían y que, por lo visto, hizo del muchacho un ser astuto, inspirador, verborrágico e imaginativo. El problema es que a la película no le basta con bucear en el pasado para comprender al personaje en su dimensión humana, también lo hace para profundizar sobre el carácter cuasi masoquista de Oskar, quien escucha una y otra vez los últimos mensajes del padre antes de morir. Y, como si con ello no bastara, la película se encarga de relatar el episodio varias veces, incluso con fotografías e imágenes. Ya conocidas por todos, encima. Oskar no tardará en trazar un plan tan fascinante como a simple vista absurdo: recorrer todo el Estado en busca de los ciudadanos apellidados “Black”, para descubrir qué misterio se esconde detrás de ese hallazgo fortuito. Y, claro está, encontrará todo tipo de personas. La película hace foco en los más sufridos. Y como si todo esto fuera poco, mientras mamá no sabe qué hacer con su vida (nunca vimos a Bullock tan demacrada), el chico encontrará como ayudante a un misterioso anciano mudo interpretado por el gran Max Von Sidow. Un sobreviviente del Holocausto… Tamaños sucesos conforman un combo lacrimógeno que –no dudamos- impactará en buena parte de la platea. El argumento exige una exploración de un sujeto de pasiones desmesuradas, lo cual no está mal a priori. El problema es que la película, a tono con el niño, le da la espalda al verdadero drama en pos de escarbar en lo insólito. Espacio en donde solamente encuentra motivos para apelar al golpe bajo. Entonces, condenados al dramatismo más trivial, los personajes pierden su carnadura humana, quedan reducidos frente al mero efectismo. Este aspecto queda muy claro en el uso de la banda sonora. Daldry no confía en sus personajes y en las acciones que llevan a cabo, por eso necesita musicalizarlo todo. Muchos podrán argumentar que un drama de esta naturaleza no puede retratarse de forma pudorosa. Más que una cuestión de exposición de penas, el problema de Tan fuerte y tan cerca es que la forma se devora al contenido. Tratándose de una transposición de la novela de Jonathan Safran Foer, hubiera sido interesante traducir la literalidad a una zona mucho más contenida y menos obvia. No ha sido el caso.
¡Fuera diablo! Mixtura de diversos géneros y sub-géneros (terror, suspenso, falso documental, film de “exorcismos”), la película de William Brent Bell exhibe una trama inconsistente. Con el Diablo adentro (The devil inside, 2012) es un relato en donde el miedo brilla por su ausencia. La historia es reconstruida a partir de un documental que busca testimoniar el caso de María Rossi, una mujer que en 1989 asesinó a tres eclesiásticos, a partir del encuentro que tendrá con su hija Isabel. Se sospecha que María pudo haber actuado poseída por el diablo. Trasladada al Hospital de Centrino en Italia, el encuentro con su hija resultará inexorablemente traumático, más para la visitante que para la “anfitriona”. Aunque, se sabe, conviene no definir identidades cuando el diablo está detrás, metiendo su cola. Luego de que el sub-género slasher (el de los asesinos al estilo “Jason”, de la saga Martes 13) haya tenido su apogeo en los ‘80, los ’90 aportaron dos variantes interesantes dentro del cine de terror, cuyos paradigmas son Scream (1996) del maestro Wes Craven y El proyecto Blair Witch (The blair witch project, 1999). A su modo, cada una reflexiona sobre el género desde distintas ópticas. Mientras la primera recurre al metalenguaje como modalidad reflexiva, la segunda apuesta por una construcción verista a partir de su condición de falso-documental. Ambas películas influenciaron a las posteriores realizaciones –se sabe- para bien y para mal. Con el Diablo adentro está más vinculada al segundo caso, pero en ningún momento consigue lo que su antecesora sí conseguía: asustar. ¿Por qué Con el Diablo adentro nunca asusta? En principio, porque buscar una sensación de realidad le termina jugando en contra. Los datos cuasi-periodísticos que brinda rozan el absurdo. Por ejemplo, el motivo del traslado de María hacia Italia, cuya única función pareciera darle una pizca de exotismo al film, por más que se le recuerde al espectador que el Vaticano está allí a la vuelta. Nunca resulta creíble el formato documental, por la grandilocuencia de quienes ofician como testigos, y por el escaso rigor en la puesta en escena. El momento más irrisorio llega cuando el mismísimo camarógrafo hace una suerte de catarsis frente a cámara. Y ni hablar del final, que hubiera hecho sonrojar al mismísimo Mauro Viale. Pero lo que más irrita de esta película es la escasa confianza que tiene en los materiales sobre los que trabaja. El suspenso más que dosificarse irrumpe como golpes de efectos, cuyas secuencias más representativas son la de los “transes” que vivencian los poseídos. Más allá de eso, persiste la trama conspirativa, en donde la Iglesia busca camuflar, mientras que dos sacerdotes contestatarios intentan “sanar” sea como sea. Si a esta inconsistencia dramática se le suma un elenco poco convincente y unas líneas de diálogos que oscilan entre lo ramplón y lo inverosímil, imaginen el resultado: de terror.
El mago Rodríguez se quedó sin conejo Siempre se le reconoció el talento al director de El mariachi (1992) para crear universos de desbordante creatividad. En Mini espías 4 y Los Ladrones del Tiempo (Spy Kids: All the Time in the World, 2011) Robert Rodríguez se queda a mitad de camino. Su nuevo film es una mezcla de recursos ya vistos y escaso desparpajo. Rebecca (Rowan Blanchard) y Cecil (Mason Cook) son dos niños traviesos, que no terminan de ver con demasiada simpatía a Marissa (Jessica Alba), su madrastra. El padre tampoco los acompaña demasiado, pues en su mente solamente hay espacio para el trabajo. Las cosas se complican cuando descubren que ella es un ex espía que debió “tomarse licencia”, tras ser madre de su pequeña media hermana. Claro que esa complicación es el ingreso a nuevas aventuras, que los tendrán como inexpertos pero efectivos mini espías. Como ya dijimos, la capacidad de crear universos autónomos repletos de creatividad es una de las “marcas-Rodríguez”, en cuyo cine no es difícil encontrar puentes con la genuina Clase B, esa que entretiene por más berreta que sea. Lamentablemente, en esta oportunidad no hay demasiado espacio para que el relato fluya, el núcleo narrativo (la recuperación de una piedra codiciada por el malvado de turno) va perdiendo peso tras secuencias carentes de gracia, a las que el efecto 3D no le aporta demasiado. Para colmo, el guión está repleto de escatologías que –más allá del mal gusto- son tantas que terminan cansando. Otro de los problemas del film es su pobre exploración al mundo de los espías, cuya iconicidad trasciende la pantalla y se extiende a series y comics. Los inventos debieran estar para sorprender o, al menos, para introducir en el relato puntos de giro, expectativas, es decir: emoción. Aquí ocurre todo lo contrario, las herramientas (la de nos “buenos”, pero también la de los villanos) están para que los baches argumentales no se noten tanto: todo es tan “posible”, que la intriga queda trunca. La película encuentra, recién hacia el final, una veta más sensible, cuando el malvado Timekeeper pone sus cartas sobre la mesa. Allí queda en evidencia que el mayor defecto del film radica en no transmitir emociones. Para rencontrarnos con el mejor Robert Rodríguez -el de La balada del pistolero (Desperado, 1995) o Planet Terror (2007); por ejemplo- tendremos que esperar a la siguiente. Y cruzar los dedos.
La dignidad de los nadies La ópera prima de Hermes Paralluelo muestra la vida cotidiana de tres niños cartoneros en Villa Urquiza, un suburbio cordobés. A través de una serie de planos largos que capturan diálogos repletos de verdad, el documental Yatasto (2011) resulta un testimonio de vida que no cede en ningún momento ante el sensacionalismo al que estamos habituados. Alguna vez Godard dijo que un travelling es un decisión de orden moral, señalando la responsabilidad que todo realizador tiene cuando elije no sólo lo que va a mostrar, sino de qué forma. En Yatasto vemos muchos tópicos a los que la televisión nos ha acostumbrado: trabajo precario, exclusión social, niñez jaqueada por los imperativos del mercado. Pero mientras que en aquel formato prima lo maniqueo, el melodrama inescrupuloso y falseado, la trivialidad ante las formas de presentación del dolor ajeno, en este documental impera la nobleza y el respeto. Con especial detenimiento en tres niños y pre-adolescentes (Bebo, Pata y Ricardo; de 15, 14 y 10 años respectivamente), Paralluelo captura con extensos planos el entorno en el cual viven. En donde hay mucho trabajo (la rutina implica cartonear y a veces pedir comida) pero también hay esperanza, respeto y aprendizaje. Tal vez no el tipo de aprendizaje con el que estamos familiarizados, pero el mejor al que el mundo les ha permitido aspirar. Más cerca de la pátina impresionista que del docu-drama minuciosamente estructurado, sorprende la espontaneidad con la que el realizador echa luz sobre los tres chicos, quienes en ningún momento parecen estar condicionados por el dispositivo cinematográfico. Las mejores secuencias son aquellas que los exponen en el carro, en donde la fluidez de los diálogos señala significativos datos acerca de sus percepciones sobre la familia, el trabajo (metonímicamente, el caballo remite a él) y –claro- el porvenir. Yatasto muestra con mayor detenimiento a Ricardo, el menor. En uno de los momentos de mayor luminosidad, sostiene una charla con su abuela en donde se cuelan factores de orden universal, como el traspaso de la experiencia y la mirada de una generación sobre la otra. Al mismo tiempo, el documental da la sensación de capturar una red simbólica que refiere a la devastación que produjo las políticas neoliberales en el país. En el trayecto del viaje se pasa de un barrio paupérrimo a otro de clase media. Sin resentimiento, los niños ven las oportunidades que el paisaje les ofrece. Y, claro, también aparecen las preocupaciones, no sólo por conseguir dinero, sino por la madre ausente y la vida errática del padre. Junto a De Caravana (2010) de Rosendo Ruíz y un puñado de cortometrajes cordobeses, el documental de Paralluelo confirma la diversidad temática y estilística de la provincia mediterránea. Como en los clásicos de siempre (Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, por citar un caso) y en recientes films locales (Una Semana Solos de Celina Murga), Yatasto es la mirada a un sector de la infancia, registrada con la cámara de frente y no por encima del hombro. En definitiva, un panorama sobre la niñez postergada, pero con la vitalidad que, tal vez, la lleve hacia un futuro mejor.
El elemental Sr. Ritchie La segunda película sobre el célebre personaje de Arthur Conan Doyle que dirige Guy Ritchie vuelve a bombardear al espectador con una estética de videoclip. Aunque por momentos resulte excesiva, esta entrega aporta una bienvenida cuota de intriga y un toque de humor que la aleja de toda solemnidad. Ya conocemos la metáfora del perro que se muerde la cola: gira y gira, y cuando consigue un mordiscón se lastima y cobra nuevo impulso para volver a girar y morderse otra vez. Algo parecido ocurre cuando vemos una película de Guy Ritchie, en donde el realizador propone un arsenal de mecanismos posmo (ya suena anacrónico decirlo) que puede generar placer, pero que por momentos no conduce a ninguna parte. En Sherlock Holmes: Juego de sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011) hay una tensión entre ese “no ir a ningún lado” y un guión en donde el suspenso se hace presente en buena parte del metraje. En esta segunda película, Holmes (Robert Downey Jr.), con ayuda de su amigo y aprendiz Watson (Jude Law), sigue los pasos de adversario no menos célebre, el profesor James Moriarty, de quien sospecha como principal impulsor del enfrentamiento entre Francia y Alemania. Que, ya sabemos, desembocó en la Primera Guerra Mundial. Esta premisa le permite desarrollar las reflexiones plenas en lógica que tanta fama le dieron, pero que Ritchie obstruye en buena medida por el sinfín de ralentis, flash forwards, efectos de sonido y demás pirotecnias que –muchas veces- restan efectividad al relato. En otras secuencias más “inspiradas”, el realizador imprime una velocidad apabullante que le da dinamismo al film, produciendo una versión del personaje más que una simple adaptación. Efectivamente, este detective mantiene su leve sesgo exótico, su dandismo y la destreza lógica que lo define. Pero en el cuerpo del gran Downey Jr. consigue una efervescencia y humor que se distancian del “original”. Otro de los puntos a favor que tiene Ritchie es contar con un puñado de notables intérpretes que, más allá del dúo protagónico, ponen todo su oficio en este excesivo film en donde prima el diseño más que el contenido. Sobresalen Jared Harris como el villano, Stephen Fry, y las actrices Rachel McAdams y Noomi Rapace (la chica de la saga Millenium, interpretando a una gitana). Sherlock Holmes: Juego de sombras encierra la paradoja de atraer y repeler casi en proporciones idénticas. Todo el tiempo se profundiza sobre esta Londres desangelada de comienzos de siglo, sobre su tono sepia y ambiente conspirativo tan bien definido desde la escenografía y el vestuario. De repente, se transforma en escenario de peleas coreografiadas más propias de un box de Las Vegas. El anacronismo, se sabe, es un mecanismo interesante, que el cine ha sabido explotar –sobre todo- a partir de la estética en los ’90 tan influenciada por Quentin Tarantino. Viendo las películas de Ritchie (en especial ésta), sentimos que el procedimiento se satura, pero lejos de cesar cobra cada vez más impulso. Como el perro que se muerde la cola.
Todos unidos triunfaremos La última noche de la humanidad (The Darkest Hour, 2011) plantea un ataque alienígena casi invisible. Con un tratamiento del espacio que por momentos nos recuerda a Exterminio (28 Days Later, 2002), la película resulta un entretenimiento sin demasiadas ambiciones, con algunas secuencias bien logradas. Y otras no tanto. La invasión de los extraterrestres siempre ha sido un tema recurrente en el cine. Los ha habido de todos los colores, texturas y tamaños. En La última noche de la humanidad son similares a una especie de medusa gigante que se mueve por el aire y –cada tanto- se torna de color rojizo. Cuando terminamos de creer que son inmateriales, un punto de giro nos demuestra que, en verdad, no es tan así. Y a esas criaturas deben enfrentarse dos nerds americanos que han ido a Rusia a cerrar un trato comercial, tras haber desarrollado un software. Trato finalmente trunco por obra y gracia de un yuppie local que se adueñó de la idea. Avanzada la noche, los tres confluyen en una disco. Allí conocen a dos chicas estadounidenses y todo parece ir viento en popa, hasta que las mencionadas criaturas bajan desde el cielo y –claro está- no manifiestan ninguna intención amistosa. Hay algo del espíritu clase B que circula en todo el relato, evidente en el diseño de arte y –sobre todo- en la construcción de los personajes. Si en la reciente Misión Imposible: Protocolo Fantasma (Mission: Impossible - Ghost Protocol, 2011) es un tanto anacrónico ver la eterna disputa entre rusos y yanquis, aquí es paradójico ver a los norteamericanos esperando que los militares rusos los ayuden a huir. Por fortuna, la película pareciera tomarse todo en chiste, y más aún desde la segunda parte del film. Recién entonces, La última noche de la humanidad se despoja de la seriedad impostada de la primera parte y aparece una especie de “científico loco”, algunos enfrentamientos que superan a los primeros (bastante elementales: los E.T. “pulverizan” a quien los toque), y una cuota de destreza física. Lamentablemente, esas elecciones no alcanzan para sacar al film de su medianía. Chris Gorak no es Danny Boyle, quien hizo de una Londres desierta un escenario proteico para generar pánico. Aquí, en Moscú, apenas un par de secuencias entregan una cuota de suspenso. El resto es bastante previsible, sobre todo si el esquema de treinteañeros carilindos en peligro ya fue trabajando tantas veces. Tampoco el efecto 3D consigue agregarle un plus a la totalidad del film, es apenas un “gancho” para ponerse a tono con las actuales modalidades del entretenimiento cinematográfico.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Lo grande y lo pequeño Actor recurrente del denominado Nuevo Cine Argentino, Daniel Hendler da su primer paso como director en esta película sobre las segundas oportunidades. Norberto apenas tarde (2010) retrata a un personaje sumergido en una medianía que comienza a agotarse, explorando un nuevo vínculo con el mundo. En una Montevideo aletargada, gris, vive el Norberto del título, un treintañero que luego de perder su trabajo consigue un puesto en una inmobiliaria. Pero su andar cansino y su mirada abúlica señalan escaso entusiasmo, por la oficina y por la vida en pareja. Los dramas son “pequeños”, pero se han ido acumulando. Motivado por la recomendación de su nuevo jefe y una salida al teatro con amigos (que abandonaron la sala antes del fin de la obra), decide inscribirse en un taller de actuación. Mientras que en buena parte del reciente cine norteamericano se hubiera gestado una comedia sentimentalista a partir de aquel cambio de rumbo, Hendler opta por mantener el tono contemplativo. Nunca abandona el punto de vista de Norberto, al que podríamos conjeturar como un alter ego. Y no del realizador, sino de esa especie de “personaje reiterado” que –con sus matices y variaciones- aparecía en películas como El fondo del mar ( 2003) o Fase 7 (2010), siempre a un costado del mundo exterior que corría con velocidad. Norberto comienza a encontrar un nuevo vínculo con su entorno. Ello no implica la transformación en un hombre nuevo, pero sí al menos uno que se permite ir delimitando territorio. Tal vez por eso sobrellevará estoicamente su inminente separación, incluso invitando a su esposa a la muestra teatral, absorta ante tamaño pedido. Todos estos acontecimientos están retratados en una puesta en escena que, por momentos, se vuelve esquemática, pero que no desentona con el universo de Norberto. Una sub-trama en particular es eminentemente teatral: el hombre asiste en varias oportunidades al departamento de un matrimonio de ancianos con la finalidad de vendérselo a sus clientes. En esa espera se va tejiendo una red de sentido que anticipa el final, y que oscila entre la observación de lo que posiblemente no ocurra con él (una vida entera junto a otra persona) y el porvenir. Hendler elije –con inteligencia- al plano general para este momento, con la licencia de apuntar detalles que reaniman la comicidad que prima en el relato. Difícil imaginar una mejor máscara que la de Fernando Amaral para este Norberto excedido en peso, bonachón, “buenazo”, diríamos, capaz de generar una empatía con el espíritu de sus jóvenes compañeros de teatro y de no recriminarle nada a su (lógicamente disgustada) ex mujer. La obra que le toca en suerte para la muestra es La gaviota, de Anton Chejov, en donde –como en varias piezas del autor- un personaje señala que hay que trabajar y vivir, sabiendo que los logros llegarán miles de años más tarde. Al igual que en aquellos dramas, Norberto apenas tarde es un relato intimista, que aborda desde el humor las vivencias de un “ser pequeño” que se permitirá transitar el mundo que le ha tocado en suerte con moderadas expectativas pero sabiendo que ello lo hará un hombre mejor.