Uno de los mayores hallazgos de la humanidad La nueva película de Werner Herzog es un fascinante recorrido por uno de los mayores hallazgos de la historia de la humanidad: la Cueva de Chauvet-Pont-d’Arc, indeleble testimonio de una antiquísima cultura con la que el realizador dialoga. En este 2011 el cine de autor y el formato 3D se unieron como nunca antes. En Pina (2011), Wim Wenders rindió un homenaje a la gran coreógrafa Pina Bausch potenciando el sentido espacial de la danza a través de la tridimensionalidad. En La cueva de los sueños olvidados (Cave of forgotten dreams, 2011), el celebrado realizador Werner Herzog –también alemán- se deja llevar por la fascinación que le produce una cueva que alberga un verdadero tesoro del arte rupestre, pues en ella se encuentran imágenes que ya tienen 32.000 años. Herzog mantuvo a lo largo de su obra una particular fascinación por el diálogo entre el hombre y la naturaleza, visible en films que sostienen una apuesta por la épica, como en el caso de Fitzcarraldo (1982), o que imbricados en otras tradiciones (el expresionismo, como en Nosferatu, 1979) abordan la dialéctica entre lo cultural y lo natural. En este documental el eje está puesto en el registro de las enigmáticas pinturas rupestres que fueron descubiertas en 1994, cuando fue explorada por tres espeleólogos. Además de las pinturas, el hallazgo incluyó restos fósiles de animales. Es importante señalar la belleza del sitio, en donde sobresalen estalactitas y pequeños diamantes adheridos a éstas. Por otra parte, el realizador ha tenido la habilidad de ubicar al espectador en el rol de testigo, al punto que su propia voz en off, por momentos, se asemeja a un susurro en nuestros oídos. Además de explicitar las estrictas reglas que debe cumplir para filmar en la cueva, Herzog hace del procedimiento cinematográfico una oportunidad para instaurarnos en el espacio, como si formáramos parte de la expedición. En ese sentido, el efecto tridimensional es efectivo, sólo que se resiente en varios momentos porque no hay profundidad de campo que potencie sus alcances. La cueva de los sueños olvidados no solamente es un recorrido meramente testimonial. A medida que el metraje avanza se transforma en una pregunta por el sentido de la supervivencia, el significado de la espiritualidad en diversas épocas, y la relación –siempre frágil- entre historia y memoria. Aparecen varios integrantes del equipo de paleontólogos que investiga la cueva aportando datos científicos sin caer en simplificaciones, pero detrás de estos valiosos puntos de vista siempre subyace una pregunta por lo sagrado. En una de las entrevistas (no todo el documental transcurre cueva adentro), un científico francés nos cuenta que luego de haber ingresado a este lugar no pudo dejar de soñar con un uno de los tigres que vio dibujado. Ese efecto de ensoñación también recorre al documental de principio a fin, con subyugantes melodías románticas que acompañan el recorrido de la cámara. Sólo algunas elecciones no parecen encontrar su rumbo dentro de la propuesta del realizador. La menos problemática, en ese sentido, es la extensión de algunas secuencias dedicadas a recorrer la cueva. En otros momentos, los testimonios ofrecen algunos apuntes humorísticos un tanto forzados. Herzog trabajó la comicidad de forma muy convincente en La salvaje y azul lejanía (The wild blue yonder, 2005), pero aquí aparece en clave disonante. Finalmente, si en la película la reflexión sobre el arte y lo espiritual emergen de forma amena y pertinente, el epílogo aparece, al menos, como un inserto forzado. El final nos lleva a una planta nuclear y un criadero de cocodrilos (algunos de ellos albinos), con una posterior reflexión en donde se nos compara con ellos. Más allá de estos problemas, La cueva de los sueños olvidados revela cómo un documental que podría haber sido abordado con una estética televisiva, en manos de un gran realizador se transforma en un intenso ejercicio para el intelecto y –por qué no- para el corazón.
Cuando ella volvió En Un amor (2011), la realizadora Paula Hernández cuenta la historia de un triángulo amoroso en dos tiempos: la adolescencia y la adultez. En su aparente sencillez, la película consigue momentos emotivos construidos a partir de un guión en donde el detallismo es central. El primer amor ha sido tema de abordaje en un sinfín de obras, al igual que el triángulo amoroso. La directora de Herencia (2002) y Lluvia (2008) trabaja ambas zonas a partir del retorno de Lisa (Elena Roger) a la vida de Bruno (Diego Peretti) y Lalo (Luis Ziembrowski), treinta años después de aquel tiempo que compartieron en Victoria, un pueblo del interior. Bruno se ha ido a la ciudad, en donde se casó y tuvo hijos, mientras que Lalo se ha quedado, es soltero y tiene un hijo pequeño. Lisa es, tres décadas más tarde, una mujer “moderna”, cuya profesión la lleva de un lugar a otro y –por lo visto- la deja sin una pareja estable. Un amor deambula entre los años ’70 y la actualidad sin que prevalezca ninguno de los dos tiempos. Si al principio resulta un tanto forzado ese ir y venir, finalmente el sutil guión que crearon la realizadora y Leonel D’agostino a partir del cuento de Sergio Bizzio consigue hilvanar una red de sentidos que amplifica la comprensión sobre cada personaje. Lisa mostrará que detrás de su carácter avasallante (el de la adolescencia y el de la adultez) hay una sensibilidad a flor de piel, relacionada en una buena medida con las actividades de sus padres en los ’70. Por fortuna, la película aborda esta cuestión a partir de lo no dicho, a tono con el detallismo y la sugestión que el relato jamás quiebra. El elenco adolescente (compuesto por Alan Daicz, Denise Groesman y Agustin Pardella ) genera empatía desde el comienzo, trazando los espacios de subjetividad que definirán a la tríada en la adultez. De este modo, Bruno (Daicz) será al comienzo “el excluido”, el más tímido de los tres y –en consecuencia- aquel que verá el surgimiento del romance entre Lisa y Lalo (Pardella). En esta parte del relato Hernández trabaja sobre todo la sensorialidad de los espacios y los cuerpos. La cámara en mano, los planos detalle, suspiros, y lo relacionado con la humedad (en el universo simbólico del film, lo inestable) construyen un entramado en donde lo sensitivo cobra gran preponderancia. Para la adultez, la palabra adquiere mayor protagonismo, al igual que el silencio. Pero, ¿qué se puede decir treinta años después? Tal vez porque cada uno deberá narrar su historia, en el mundo adulto esa sensorialidad cede ante el diálogo, que en la voz de Roger, Peretti y Ziembrowski alcanza la credibilidad necesaria para aunar las dos partes del relato. Con Un amor, Paula Hernández continúa con su interés por los vínculos amorosos. Ha tenido la habilidad de contar con un casting efectivo, en donde sobresale Elena Roger. Tal vez, porque su debut en el cine implicaba la duda acerca de cómo una de las actrices más estimulantes de su generación podría “llenar” la pantalla grande. Pregunta inevitable para quienes vieron su enorme labor en Piaf. Aquí, lo ha conseguido con creces.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Con tonada cordobesa Decir que De Caravana (Rosendo Ruíz, 2010) es una película argentina es una certeza pero también un dato incompleto. Es, esencialmente, una película “cordobesa”. No sólo por sus locaciones y fondos de producción, sino por su lenguaje y el humor que la recorre aun en plena sordidez. De tanto en tanto el cine de género vernáculo ofrece sus sorpresas. Ocurrió con el recordado Fabián Bielinsky (1959-2006), quien con Nueve reinas (2000) le dio un soplo de aire fresco al cine de suspenso “hecho en casa”. Algo similar puede ocurrir con De Caravana, que nos invita a estar atentos a los futuros pasos de Ruiz. Su ópera prima es una cuidada producción que demuestra profesionalismo en cada rubro técnico y un vigor y convicción por el relato clásico que no se debilita en ninguna secuencia. El relato comienza con la llegada de Juan Cruz a un boliche cuartetero. Enviado por los jefes de la agencia de publicidad en donde trabaja, su misión es tomarle fotos a la “Mona” Jiménez para ser usadas en la gráfica de su nuevo disco. Muchacho cool y poco curtido en el ambiente, queda impresionado ante la belleza de Sara, quien termina en su “palacio” para luego volver a su territorio con la cámara del fotógrafo como “souvenir”. Lejos de resignarse o buscar a la policía, Juan Cruz asume el riesgo y recupera la cámara, cuyo material deja entrever ese mundo desconocido y delictivo que estaba a la vuelta de casa y que le genera una mezcla de curiosidad y singular atracción. De allí en más De Caravana tiene varios puntos de giros que involucran a la chica y al resto de su clan, compuesto por una travesti y un “pesado” que destila una siniestra simpatía en cada fotograma. Se suman el “Laucha” (la ex pareja de Sara) y los suyos, bastante más drásticos que los antes mencionados. El relato ofrece la imagen nítida de una provincia eminentemente desigual, pero también de las éticas particulares que promueven los personajes. Como si se tratara de una obra cubista, el guión nos pone de frente a cada realidad, revelando las condiciones de posibilidad que hacen de esa desigualdad social un todo inmodificable. Desde esta perspectiva, al igual que otros films recientes que habilitan una lectura sobre la lucha de las clases (Francia, de Adrián Israel Caetano), aquí cada uno pareciera estar resignado al lugar que le ha tocado en suerte. Frente a esta postura se pone en entredicho el ascenso social, pero persiste una especie de “hibridación” que desde Romeo y Julieta (en ese caso, con la unión de dos genealogías enfrentadas) sólo puede generar malestar. Algo que queda muy bien demostrado en la secuencia en la que Juan Cruz presenta a su chica en una fiesta “de los suyos”. El trazado de una sociedad estratificada que refleja el film es un rasgo que al mismo tiempo le da cierta universalidad a una comedia que va del thriller al romance y del romance al policial con una notable fluidez narrativa. Rosendo Ruíz hace de esa pugna social un folletín que integra sensualidad con violencia física, trama policial con cine de romance. Para ello confía en el material más valioso de este combo: las actuaciones. En no pocas escenas elige al plano secuencia como modalidad dramática que ubica al actor y a su discurso en el epicentro. La tríada compuesta por Francisco Colja, Yohana Pereyra y Martín Rena tiene un magnetismo irresistible. Sin lugar a dudas, estamos frente a una de las sorpresas del año.
Nada puede salir mal En Antes del estreno (2010), Santiago Giralt (experimentado guionista y realizador de Toda la gente sola, 2009) expone las incertidumbres de una actriz que está a punto de estrenar Casa de muñecas, de Henrik Ibsen, en el papel de Nora. En el cine, bien sabemos, el movimiento resulta esencial. Es aquello que le otorga autonomía por sobre la fotografía, y lo que –además- permite poner en juego nuevas formas de expresión. En Antes del estreno pone a Juana (Erica Rivas) como eje de todo desplazamiento, pero a medida que el relato avanza sabremos que también importan mucho sus movimientos “interiores”, su drama interno. Tal vez por ello el director eligió a la obra del noruego Henrik Ibsen como la que Juana estrenará. Un clásico en donde una mujer, Nora, teje en su interior una compleja red de sentidos que eclosionan en el célebre portazo final. Movimiento externo e interno, entonces, como principal soporte dramático. Por otra parte, la película también se valida en el trabajo que emprendió Giralt (como director, pero también como guionista) reelaborando la estética del gran John Cassavettes, particularmente el de Opening Night (1977). Vemos, entonces, un movimiento abrupto en el devenir del relato, como si los personajes fueran “llevados” por la acción y no viceversa. Y algo de ello ocurre en Juana (una suerte de Gena Rowlands vernácula), tan ególatra como frágil, siempre al borde del estallido con un inseparable cigarrillo y todo el alcohol que sea necesario para apagar la ansiedad. Abriendo el panorama detrás del personaje, Antes del estreno, además de ser un ejercicio de estilo, es una película que recorta sus conflictos en un grupo generacional (los de “treinta y pico) específicamente ligado al arte. Circulan algunos amigos (entre ellos, uno interpretado por Rodrigo de la Serna), y una periodista a la que Mónica Vila le da un toque bizarro. Y como centro gravitacional, además de Juana, está su marido, Román (Nahuel Mutti). Un director de cine con el que su mujer quiere trabajar, aunque los hilos de la pareja –se verá- no parecieran ser demasiado sólidos. Resulta paradójico que con tamaño referente cinematográfico la película de Giralt se condense en 21 planos y 18 escenas, en un único espacio: una casa quinta. Pero es precisamente a través de esa economía en donde Antes del estreno deviene en un relato fluido, con consistencia dramática y coherencia estilística, por momentos hilarante y de un magnetismo embriagador (¿de qué otro modo podría ser?). La mayor prueba de este sostenido interés radica en las variaciones de la percepción que tenemos sobre Juana, personaje que por momentos roza una antipatía pura y dura, pero que deja entrever una zona frágil. Sólo una actriz extraordinaria como Erica Rivas podía dejar una profunda verdad en medio de tanto homenaje. También es elogiosa la química (lógica) que tiene con Miranda de la Serna, hija en la vida real y la ficción. Pero el verdadero hallazgo es Nahuel Mutti. Con su mirada pone en evidencia toda la melancolía y desazón que su criatura carga.
Querida, tengo que decirte algo La película del rumano Radu Muntean reconfirma a la cinematografía de su país como una de las más valiosas en cuanto a estéticas emergentes. A diferencia de films como Policía, adjetivo (Police, adjective, 2009) o 4 meses, 3 semanas y 2 días (4 luni, 3 saptamini, si 2 zile, 2007), aquí el realizador indaga en la clase media bien establecida, haciendo foco en un matrimonio joven. Aquel martes, después de Navidad (Marti, dupa craciun, 2010) tiene varios puntos en común con los films rumanos que conocimos recientemente. Planos secuencias, tiempos muertos cargados de sentido, actuaciones naturalistas. Pero aquí hay un especial detenimiento en una pareja sin apuros económicos ni conflictos vinculados a lo estrictamente político. Por el contrario, la precisa puesta en escena se cierra en su mundo, a tal punto que -a medida que avanza el relato- el espectador se sumerge en un universo claustrofóbico, en el que late la pronta confesión de una infidelidad. Radu Muntean elude cualquier golpe bajo. No obstante, ese rasgo no lo exime de hacer de la puesta en escena un espacio de sigilosa confrontación, en donde cada detalle está imbricado al contexto, pasado y presente de los personajes. En una de las secuencias, Paul (Mimi Branescu) lleva junto a Adriana, su esposa (Mirela Oprisor), a la hija de ambos a la dentista. Que no es otra que Raluca (Maria Popistasu), su joven amante. El consultorio, de un blanco aséptico y frío, resulta a la vez la síntesis de ese desgano y abulia que circunda al matrimonio, cuya pasión parece haberse extinguido desde hace mucho tiempo. El juego de miradas de que establece es revelador de los sentimientos encontrados que los invaden. Al igual que en el citado caso, cada secuencia posee su tempo dramático, solventada principalmente en tres actores excelentes. Más que desarrollar núcleos narrativos, el guión se concentra en el devenir penoso de los personajes, a través de diversos pasajes que apuntan el automatismo en la vida burguesa a los que todos ellos parecen haberse acostumbrado. Como una sombra cada vez más grande se acerca esa Navidad del título, posiblemente el último bastión de la vida familiar al que deben defender, aunque sea para que la pequeña tenga un feliz recuerdo de ella. Resulta también elogiosa la forma en la que Radu Muntean ha seleccionado los espacios de intimidad, a tal punto que aún en aquellos lugares en donde se enfrentan a los otros da la sensación de que están solos. Una cualidad apreciable desde el comienzo, cuando desde el apacible encuentro de los amantes la película nos traslada al momento de las compras para la Fiesta. Esa tensión emergente, de algo que debe celebrarse al mismo tiempo que se desmorona, está inscripta en los roles que les ha tocado asumir, como si además del peso de la propia situación tuvieran que cargar con la teatralización de lo “socialmente aceptable”. Una sensación de hastío que desborda a la pareja y a la amante para transitar zonas más universales. En suma, luego de su paso por el último Festival de Cine de Mar del Plata (en donde con justicia sus actrices fueron premiadas) merece celebrarse que Aquel martes, después de Navidad llegue a nuestra cartelera porteña.
Lo real y lo fantástico El realizador portugués Manoel de Oliveira (con 102 años, el cineasta más longevo del mundo) entrega un film ameno, construido con una gran simplicidad que deja espacio para la reflexión sobre lo verdadero y lo falso, la realidad y la fantasía. Temáticas que el cine explora desde siempre y que aquí aparecen envestidas de fábula moderna. Isaac es un joven fotógrafo solicitado por una familia rica de Régua para hacer el retrato de Angélica, la bella hija que acaba de fallecer poco tiempo después de haberse casado. En el momento en el que va a tomar la fotografía, observa cómo la joven –de una belleza etérea- le sonríe. A partir de ese momento, Isaac se obsesiona por ella y comienza a cuestionar el estatuto de lo Real. Todo lo admitido previamente como posible se ve trastornado. El extraño caso de Angélica (O estranho caso de Angélica, 2010) es una película honesta, que pone al espectador de frente a un tema filosófico como lo es la ontología, pero jamás lo engaña. Diremos que lo sorprende, del mismo modo que le ocurre al protagonista. Manoel de Oliveira, lejos de toda solemnidad para abordar “temas importantes”, recupera el tono lúdico de los primeros filmes que transitan el fantástico, remontados a los tiempos de George Melies. Los efectos especiales del filme son rudimentarios adrede, en cierto modo buscan ese sesgo infantil de la imagen más sencilla para representar lo desconocido. Por otra parte, el portugués sostiene su estilo intacto. En la pensión en donde vive momentáneamente el joven, habitan personajes que remiten al saber común, a la ciencia y a la religión. Como si se tratara de un diálogo filosófico, debaten acerca de aquello que es sustancial en el film y que Manoel de Oliveira jamás olvida: el orden de lo Real, en permanente fricción con la conciencia humana. El cine, en su capacidad icónica de remitir de forma mimética a su referente, es el medio que le provee a la modernidad las herramientas más adecuadas para dar cuenta de esta oposición. En aquel diálogo, en cierto modo crucial para el desenlace, los personajes ponen en evidencia esta dicotomía, en una extensa secuencia que constituye uno de los rasgos autorales del director, llevado al paroxismo en Un film hablado (Um filme falado, 2003). Es notable percibir en la obra de un realizador tan anciano tantas ideas, tanta pasión por el cine. Como la enigmática belleza de su figura femenina central, El extraño caso de Angélica invita al goce puro.
Un delfín en problemas (no bélicos) Película basada en un caso real, llama la atención que siendo un producto de tanta simpleza apele a un elenco que presenta algunas figuras (Ashley Judd, Kris Kristofferson, Morgan Freeman). En Winter-El Delfín (Dolphin tale, 2011) un niño asume el cuidado de un delfín varado junto a un grupo de veterinarios marinos. ¿Era necesario relacionar la trama principal con las aberraciones que produce la política bélica de Estados Unidos? La historia ya ha sido contada. Varias veces. Lo que no representa, a priori, un problema. Un niño con conflictos emocionales toma contacto con un animal (generalmente salvaje) y su vida se transforma. Ya lo hemos visto en Liberen a Willy (Free Willy, 1993) y tantas más. En este caso, la variante viene dada por el tratamiento en 3D (optativo) y la vida real como fuente de inspiración. Winter es encontrado en la orilla del mar, con una lastimadura en su cola producto de una red que se la ha apretado demasiado tiempo, y que será inevitablemente extirpada. Su destino es una suerte de hospital-oceanario en donde su auxiliador Sawyer (Nathan Gamble) termina “colándose”. Allí encuentra un microcosmos que contrasta con su hogar, en donde convive solo con su madre (el padre se fue “y no volvió jamás”). En el oceanario hay un hombre que junto a un grupo de especialistas cuidan del cetáceo y otras especies más. Lo acompaña su hija, quien perdió a su madre a los siete años de edad. Por fortuna, la película no fuerza un romance entre ninguno de ellos, lo que hubiera resultado por demás maniqueo. En cambio, no cede ante la obvia y demagógica analogía entre el delfín y el primo del niño. Un joven que se une al ejército, con la finalidad de que el Estado le de fondos destinados al desarrollo de su carrera como nadador. El tiempo lo devolverá con una pierna paralizada. No hay nada que deshabilite una lectura alegórica respecto de un conflicto micro y uno macro más siniestro, aun cuando esto ocurra en un film de factura “familiar”, al punto de que resulta llamativo que en este formato (a esta altura esperable bajo la modalidad “directo al DVD”) se destacan varias figuras, como ya apuntamos. Lo que es francamente oportunista es que las apelaciones comparativas sean tan poco sutiles e inverosímiles. La película tiene a dos niños con química cinematográfica y una historia “efectiva”, y desarrolla, en cambio, aquella sub-trama con una corrección política bastante rancia y simplificadora. De esta manera, el sutil encanto que se gesta a partir del encuentro entre el animal y la interioridad del niño deviene en una mirada condescendiente y ligera sobre la sociedad estadounidense y su vínculo con la guerra. Y sus secuelas, que la película emplea para meter en la misma bolsa a los niños discapacitados. Tamaño exabrupto es lisa y llanamente una canallada.
La verdad acerca de los perros y los gatos La película de Michel Leclerc narra el encuentro entre Baya y Arthur, a través del esquema clásico de personalidades opuestas que se terminan uniendo sentimentalmente. El telón de fondo son las batallas ideológicas de la historia francesa contemporánea. Baya Behmahmoud (Sara Forestier, la otrora adolescente de Juegos de un amor esquivo, L’Esquive, Abdellatif Kechiche, 2003) es la hija de un matrimonio compuesto por un inmigrante que vio a su generación resistida por los franceses y una nativa de clase alta contestataria, comprometida con los derechos humanos. Producto de un abuso que sufrió cuando era niña, mantiene una conducta sexual enfermiza empleada para “hacer el amor y no la guerra”. Tergiversando el lema del Mayo Francés, cree que acostándose con cuanto derechista tenga en frente conseguirá “transformarlo”. Arthur Martin (Jacques Gamblin) es un científico que le lleva unos cuantos años a Baya. Ella siente que por tener un nombre común (hay más de 10.000 Arthur Martin en Francia) seguramente es un conservador hecho y –valga la redundancia- derecho. Y algo de eso hay, aunque su veta conservadora esté relacionada más con sus padres que con él mismo. El significado del amor (Le nom des gens, 2010) es un filme paradojal. Para construir una crítica de los estereotipos e intolerancias de la sociedad francesa, en varios momentos simplifica el conflicto, produciendo que ese mismo espíritu revisionista devenga cliché. Más allá de este defecto, la película explora todos los ingredientes de la estructura de “gatos y perros”, tan bien cultivada por Hollywood. Y en varios pasajes acierta, porque la pareja protagónica le aporta todo el timming e histrionismo que el género reclama. Forestier ilumina la pantalla, superando algunas secuencias que bordean lo inverosímil, como aquella en la que deja plantado a Arthur y regresa completamente desnuda, sin siquiera haberlo notado. Lo mejor de la película está en el comienzo. Leclerc incluye elementos más experimentales, como los monólogos de los personajes dirigidos al espectador, que potencian la cualidad de relato dilemático, capaz de interpelar a los franceses de modo directo sobre sus conflictos étnicos y políticos. Hasta la media hora, el realizador invita a “incomodar” sutilmente a la platea. Pero más tarde, cuando el romance se precipita, la película parece borrar con el codo lo que escribió con la mano. Buena parte de la cinematografía europea cae en ese problema. Tal vez en un filme como El significado del amor la comicidad amenice la corrección política, la necesidad de restaurar el status quo que inicialmente se ponía en entredicho, mostrando la hipocresía de la sociedad. Pero ese mismo tono cómico es el que finalmente cede, ante la necesidad de Leclerc de abandonar el discurso socarrón e irreverente por otro más “solemne”, cuando la sub-trama de la familia de él cobre un protagonismo innecesario, revelando secretos y mentiras relacionados con ese pasado que los padres de ella asumen con orgullo, mientras que los de él no. Pese a ello, si el espectador valora los méritos, el saldo sigue siendo positivo, aunque a la salida del cine pensemos en el film que pudo haber sido algo más que una comedia pasatista.
Yo contra todos La verdad oculta (The whistleblower, 2011) tiene varios de los defectos en los que las películas basadas en casos reales y de connotaciones políticas suelen caer. Pese a ello, la actuación de Rachel Weisz consigue elevar la medianía de la trama. El eterno debate entre la forma y el contenido: ¿hasta qué punto una búsqueda “noble” desde lo temático puede atenuar la construcción del objeto artístico? El cine, se sabe, es un arte. Y, como tal, adquiere su singularidad a partir de lo formal. Un hecho que no se discutirá aquí (por pertinencia y por falta de extensión), pero que sirve para pensar películas como La verdad oculta. Kathryn Bolkovac (Weisz) es una policía norteamericana que se une a las fuerzas de paz de la ONU para trabajar en Bosnia. Su primer incentivo es conseguir el dinero (le pagan más de lo que cobra en Nebraska) para mudarse cerca de su hija, que vive con su padre y su novia. Alejada inicialmente de todo propósito altruista, poco a poco irá descubriendo que las miserias no sólo responden a un escenario post-bélico, sino a la trata de mujeres. Actividad en la que los mismos americanos tienen mucho que ver. A partir de allí, la película muestra la toma de conciencia de Kathryn respecto de lo que sucede a su alrededor y su desgarradora búsqueda por interrumpir el mercado de mujeres. De la sorpresa inicial a la acción no habrá ningún tipo de obstáculo. En ese sentido, La verdad oculta se encarga de agotar las posibilidades de ayuda para el personaje principal, traduciendo esta situación hacia un clima cada vez más claustrofóbico. Sobre todo cuando el andamiaje de la investigación (primero oficial, luego clandestina) comience a estar centralizada en el caso de una joven secuestrada y explotada. La realizadora elige con rigor narrativo en qué situaciones enfatizar el tránsito de Kathryn mediante planos secuencia, y cuándo es necesario detenerse en su rostro. De esta manera, el relato opera espacialmente en consonancia con los vaivenes burocráticos a los que se ve sometida, generando una opresiva circularidad imposible de romper. Son vaivenes que desnudan la indiferencia americana y de la mismísima ONU. Pero el esbozo maniqueo que el film hace de su cara más visible (una desangelada Monica Bellucci) le resta credibilidad y consistencia a la trama. El principal problema está en el formato del film, tan visto y a esta altura un tanto rancio. Más allá a la apelación al “basado en una historia real”, ciertos modelos argumentales exigen algo más que una construcción verista (ya no “verosímil”). Modelos que el cine mainstream conoce bien: americana blanca que, en la búsqueda de la verdad, rompe con las barreras institucionales y no sólo logra que el mundo sea mejor, sino que además se transforma a sí misma. Lo irritante es la voluntad de la película de “disfrazarse” de independiente, como si necesitara expiarse de lo ya repetido. El principal atractivo termina siendo el trabajo de Weisz, una actriz capaz de modificar su máscara para expresar el espanto y la misericordia con economía gestual y pura emoción. El resto, es corrección política y técnica.