Un western bien criollo La nueva película del director Fernando Spiner es la transposición de un cuento de Antonio Di Benedetto. Con momentos de un gran dramatismo, logra trascender el mero ejercicio de género para transformarse en una película emotiva, filmada con rigurosa solvencia técnica. En Aballay, el hombre si miedo (2010), el realizador de La sonámbula (1998) y Adiós, querida luna (2003) retoma un género bien nacional que tuvo sus grandes exponentes y parecía olvidado: el gauchesco. Difícil ver el film sin rememorar imágenes de Juan Moreira (Leonardo Favio, 1973) o La guerra gaucha (Lucas Demare, 1942), aunque también está presente un género esencialmente americano, el western, con sus disputas, el abuso de poder, y la permanente sombra de la venganza que se impone ante cualquier ética. El joven Julián Álvarez (un contenido Nazareno Casero) ha crecido con la imagen del gaucho Aballay (Pablo Cedrón) grabada en su cabeza. Asesino de su padre en una contienda por el oro, el personaje deviene mítico en la rocosa geografía tucumana cuando decide asumir una norma ajena. Luego de escuchar que los estilitas se alejaban de la tierra en la que pecaron subiéndose a una columna, Aballay asume la penitencia. Pero lo hace cambiando a la columna por su caballo. Ya adulto, a Álvarez la venganza lo impulsará a buscarlo, pero en el camino se topará con una bella “chinita” (Moro Anghileri) que está a punto de ser arrebatada por (Claudio Rissi), feroz caudillo que mete miedo con su conducta autoritaria y siniestra. De ese encuentro nacerá un romance apenas insinuado, nuevos obstáculos a superar y una extraña y conmovedora alianza. La película está atravesada por los núcleos dramáticos típicos del western, pero supera el maniqueísmo gracias a su logrado trabajo de imagen y actuaciones cargadas de emoción que sí, claro, capturan modismos y tonadas sin por ello perder autenticidad. Spiner y su director de fotografía, Claudio Beiza, llevan al escenario criollo las clásicas tomas panorámicas, en donde se destacan con belleza el color azul del cielo y la tierra rojiza, los caballos a puro galope que acompañan con nervio a la tragedia humana. Si en Adiós, querida luna las actuaciones derivaban en una impostación que por momentos abrumaba, aquí la desmesura tiene su lógica. El relato va hacia un in crescendo que consigue atrapar al espectador, identificado por compasión con Álvarez. Sólo resulta poco convincente la inclusión del personaje del cura (Gabriel Goyti), en una secuencia que agrega información pero no es muy relevante a nivel dramático. En sus mejores pasajes (que son la mayoría), Aballay, el hombre si miedo es una proeza visual acompañada por un buen elenco, un film que a tono con el reciente estreno de Fase 7 (Nicolás Goldbart, 2010) nos recuerda que el cine de género argentino goza de buena salud.
Otra de osos Continuación de uno de los éxitos de Dreamworks, Kung Fu Panda 2 (2011) revisita varios de los tópicos de las películas de animación “juveniles” más recientes. No innova en nada, pero resulta un aceptable entretenimiento. Para quienes la vean en 3D, el film tiene un punto a favor. Relato de aprendizaje que hilvana pasado y presente de su protagonista (el oso panda Po), el film de Jennifer Yuh funciona como un pasatiempo en donde el humor verbal es más que efectivo, produciendo risas a niños y adultos por igual. Una lección que la compañía productora aprendió de la saga Shrek, cuyos réditos impulsaron la creación de una película para uno de los personajes secundarios (Gato con Botas, de inminente estreno). Satisfechas todas las franjas etarias, sobreviene la sensación de que los responsables de este film pusieron “piloto automático”. Un personaje bonachón, buen gourmet y verborrágico, la drástica y misteriosa separación de su familia, una nueva vida en donde un maestro imparte aprendizajes y unos cuantos compañeros de aventuras (Tigresa, Grulla, Mantis, Víbora y Mono). ¿Les suena? Tales son los núcleos dramáticos de Kung Fu Panda 2, a los que hay que agregar la trama de venganza a cargo del villano de turno: un pavo real resentido, expulsado de su comunidad luego de ejercer magia negra. El escenario es la China antigua, espacio que –claro- la película trata con todo el pintoresquismo posible. Y aquí no es un defecto (¿debiéramos reclamar “realismo”?), por el contrario, los pasajes más atractivos exploran la estética oriental mediante un trazo entre turístico y maniqueo pero con un fuerte atractivo visual. Tal es el caso de la acción antecedente que remite a la historia del pavo expulsado, contada con viñetas y escasos movimientos en la imagen pero con singular encanto. La versión doblada al castellano (neutro) pierde el encanto de encontrarse con voces estelares (Angelina Jolie, Dustin Hoffman, Jackie Chan, Seth Rogen). La del oso Po a cargo del actor cómico Jack Black pone en evidencia el humor histriónico y levemente irreverente de la historia. No es difícil imaginar a Black como reflejo en carne y hueso de su par animado. Resulta bastante más importante no dejar la posibilidad de ver el film en 3D, pues en los momentos más delirantes, menos deudores de la trama, está el verdadero festín audiovisual. Una muy buena utilización de la herramienta en función de una historia que ya nos contaron varias veces.
Qué difícil es decir adiós La joven realizadora Delfina Castagnino retrata el acercamiento de dos amigas (las notables Pilar Gamboa y María Villar) tras la muerte del padre de una de ellas. Con economía narrativa, Castagnino, construye un relato austero y emotivo. Cuando Lo que más quiero (2010) se exhibió en el BAFICI el año pasado, el film dividió a los críticos. Lo que algunos elogiaban, otros defenestraban. Pero esta ópera prima dista de la radicalidad de, por ejemplo, las obras de Iván Fund (La risa, 2009, es el caso más claro). La singularidad en la película de Castagnino hay que buscarla -paradójicamente- en su transparencia, a tal punto de que en algunas secuencias da la sensación de ver teatro filmado. Pero pensada en su conjunto, nos encontramos frente a una obra intimista, que se vale de lo teatral para construir una genuina narración cinematográfica. Pilar acaba de perder a su padre, el dueño de un aserradero del Sur. Hacia esas latitudes llega María, su amiga actriz, quien viaja para acompañarla en su duelo. En los pocos días que conviven hay alcohol para aplacar las penas, un chapuzón en un lago, se suceden largas y extensas charlas, y la recién llegada -a punto de separarse- conoce a un joven con el que “coquetea” sutilmente. Castagnino imprime verdad en cada uno de estos momentos, aunque en no todos con el mismo nivel. Su propuesta es concisa, le basta con colocar la cámara y dejar que las anécdotas fluyan, “acontezcan”, elección narrativa que tiene mucho del teatro de Antón Chejov. En este sentido, incluso hay una secuencia que introduce la distinción entre propietario y proletarios. Pilar “reparte” unos billetes a los ahora ex-empleados de su padre. La cámara registra su rostro frontalmente, dejando a los sucesivos personajes en una zona de invisibilidad. Más allá de las lecturas políticas (que las hay), la puesta condensa toda la angustia de la joven, quien asume un rol hasta ese momento inédito mientras intenta disimular su penoso estado. Paradójicamente, esta tal vez sea la secuencia más artificial del film, lejos de los momentos en donde el registro es más espontáneo. No debe confundirse en Lo que más quiero la pobreza con la austeridad. Castagnino trabaja en su ópera prima el drama interno de forma poco frecuente pero tampoco inédita (basta con recordar las películas de Ezequiel Acuña). No es un mérito menor que el paisaje frío y nítido del Sur (fotografiado de forma exquisita por Soledad Rodríguez) sea el escenario para esta historia mínima, sin caer en la postal turística. La película suma puntos en la credibilidad de los diálogos, algunos de un elogiable magnetismo. El más recordado es el que sostiene María con el muchacho interpretado por Estaban Lamothe, el actor-revelación de El estudiante (Santiago Mitre, 2011). Se trata de un plano secuencia en donde los dos actores transitan la comicidad con un trazo sutil, creíble, con los nobles recursos de la mirada y la voz como principal sostén dramático.
El miedo zonzo La noche del demonio (Insidious, 2010) se anuncia como la película en donde “no es la casa la que está embrujada”. Sin embargo, la trama no puede evitar caer en todos los lugares comunes de los filmes de casas, justamente, embrujadas. Es curioso que el director de Insidious sea James Wan, el responsable de la primera película de la saga de El juego del miedo (Saw, 2004). Mientras que en aquella prima el registro explícito, el gore llevado a la décima potencia, aquí en cambio se trabaja sobre una zona más enigmática. Un matrimonio joven (Patrick Wilson y Rose Byrne) acaba de mudarse con sus dos hijos a una casa que, a simple vista, llama a la desconfianza. Ella comienza a advertir que algo raro pasa (siempre es la mujer la “disonante”). Las cosas se ponen más feas cuando uno de los hijos, luego de un confuso incidente, ingresa en un perpetuo estado de coma. Pero las presencias, lejos de irse, se hacen notar cada vez más. Hasta aquí nada hace suponer que a Wan le interesa innovar, pese a que –claro- “no es la casa la que está embrujada”. El tratamiento sobre lo cotidiano recuerda a Actividad Paranormal (Paranormal activity, Oren Peli, 2008), pero el realizador no logra hacer de esta cualidad una fuente de espesor dramático. Todo, entonces, se convierte en causa y efectismo, a los que se suman dudosas elecciones formales. El caso más evidente es el de la fotografía, que deambula en diversas pátinas de colores a pura arbitrariedad. Relegado a efectos de shock, el relato oscila entre el poco atractivo de los efectos visuales y algunos diálogos que producen más risa que miedo. Luego de que el padre se convenza de que hay que tomarse el asunto en serio, aparece un cura en una secuencia inverosímil y una vidente o “médium” con sus dos colaboradores que vienen a dar cátedra de ultratumba. Lamentablemente, la película lleva todo al terreno de lo solemne, aún con sus monstruos surgidos de la era clase B y el citado grupo invocando al más allá. Películas como ésta nos hacen pensar por qué algunas obras maestras van directo al DVD y filmes olvidables pululan en la cartelera argentina.
El tiempo y lo que deja a su paso Exhibida en la Competencia Internacional del último BAFICI (en donde injustamente no obtuvo premios), la película de Michelangelo Frammartino se concentra en los detalles, en apariencia nimios, pero reveladores de la experiencia humana y el paso del tiempo. Hace mucho tiempo que una película estrenada en la cartelera local no generaba en el espectador tanta empatía por el acto de contemplar. Una sensación ligada al propio hecho cinematográfico, a la cualidad de mirar hacia un punto y asistir al devenir de acciones en tiempos y contextos definidos. Le quattro volte eleva esa empatía hacia zonas fecundas para el cine contemporáneo, estableciendo una discreta complicidad entre la puesta en escena y el público-voyeur. Mezclando el documental con la ficción, Frammartino describe los rituales cotidianos de un pequeño pueblo calabrés, con especial detenimiento en la vida de un pastor. Sin ningún tipo de subrayado o pintoresquismo, el realizador invierte la ecuación entre registro y acontecimiento propia del cine clásico, permitiendo que la cámara “espere” la consumación de los actos. De esta manera, accedemos a las vivencias del pastor, pero también al trabajo con la leña, las celebraciones religiosas y la vida de las cabras. Cuando el personaje central muere (en un giro que recuerda –salvando distancias- a Psicosis de Alfred Hitchcock), los animales cobran un mayor protagonismo, pero el filme no pierde su coherencia estética. Ganadora en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2010, Le quattro volte posee verdad y belleza en cada fotograma, por partes iguales. Resultan cruciales las escenas con las cabras, verdadero personaje colectivo. También es destacable la labor de un perro que –créase o no- es el motor dramático de una de las secuencias más bellas y cómicas que ha dado el cine en los últimos tiempos. El relato encanta al espectador con su poder de contemplación, gracias a encuadres pictóricos alejados de cualquier preciosismo academicista. Otro aspecto destacable es el no-uso de la palabra como herramienta comunicativa. Y no es que en la película nadie hable, pero los diálogos, a la distancia, enfatizan el valor de lo comunitario como espacio de transacciones personales y simbólicas. Detrás de esos actos de habla giran los rituales, el trabajo, la vida misma. Pocas veces el cine llega a tamaña síntesis. Le quattro volte lo logra. Sin lugar a dudas, estamos frente a una obra maestra.
Un oso meloso Pensada para el público más infantil, Winnie the Pooh (2011) es una película con fuerte carácter fragmentario en la cual aparecen el burro, el búho, la mamá canguro y –claro está- el oso Winnie, siempre obsesionado por conseguir miel. Los osos vienen copando la pantalla grande. Y sino vean a Yogi y a los Kung-Fu Panda, dos de los exponentes de estos mamíferos recientemente programados en las salas de cine. Verdaderos devotos del hedonismo, sus aspiraciones oscilan entre las vivencias del ocio y el placer gourmet. Y Winnie the Pooh no es excepción. En esta nueva versión de Disney, cobran vida todos los personajes del dibujo de A. A. Milne, y con ellos la bella pátina de su creador, en la que sobresale un estilo ocre y multicolor, muy british por cierto. La trama es elemental, con mínimos conflictos que van apareciendo en cada secuencia, dentro de los cuales el ansia del oso por la miel es el elemento más reiterado. Hay en esta versión una fuerte invocación a lo intertextual, que liga a un niño coleccionista de peluches con la historia maravillosa. Esta orientación del relato aparece más explotada en los fragmentos del libro que, sobreimpresos en los vistosos cuadros, aportan una buena dosis de comicidad. “Al burro le falta la cola y hay un concurso para encontrarla” es otra de las condiciones argumentales que pone en juego a los equívocos y secuencias musicales, capaces de explorar un mundo -por momentos- demasiado ingenuo. Universo con su “propia gramática”, lleno de bosques y personajes pintorescos, que lejos de competir con Pixar (hoy por hoy, la mejor factoría de animación por lejos) propone una composición visual bella y disfrutable. Un plato fuerte para el público más chico, aunque tal vez para los adultos (como proclama el osito carismático) sea “tan sólo una probadita”.
Otra fábula edípica Realizado con un asombroso virtuosismo visual, el documental Felinos de Africa (African Cats: Kingdom of Courage, 2011) aborda el vínculo de los niños con sus padres, casi nunca idílico. Un territorio que históricamente obsesiona a Disney. Bellísimamente filmada, la película de Alastair Fothergill y Keith Scholey muestra las vivencias de un grupo de leones, tigres y guepardos. Cada uno de ellos con sus “dramas”, palabra que señala el espíritu del relato, que prácticamente no deja una secuencia sin humanizar a estas preciosas criaturas. Por lo tanto, la ampulosa voz en off subraya lo que la imagen propone, con frases como “Para Mara es el mejor papá del mundo”. Pero Mara y papá son animales, váyase a saber en qué registro civil inscriben sus identidades. Es claro que el film intenta acercar la vida salvaje de estos felinos a los niños, y es preciso hacer una lectura de esta intención, a priori noble. El problema es cómo lo hace, y cierto es que el relato en off resulta por momentos exasperante, más repetitivo que algunos de los tópicos de la película: la lucha por el alimento y el territorio, la constante amenaza de las hienas, la escasez de agua. Uno de los logros del film es cómo retrata la caza de las presas, con la contundencia que el tema necesita, pero con la discreción pertinente. Apenas comienza Felinos de Africa hay una persecución y su posterior banquete. La banda sonora complementa la toma en cámara lenta, capaz de reflejar en pantalla un momento crucial de la vida salvaje. Hay una coherencia temática que se sostiene, pero esa misma coherencia pone en evidencia la manipulación que el relato hace de los ciclos de vida de los felinos. Desde un plano más abstracto, no hubiera sido imprudente que el encanto de las secuencias sea autosuficiente, más allá de lo argumental. Pero esa es otra película. Aquí, en cambio, hay una suerte de novela familiar que reanima el espíritu más clásico de su productora, con los ejemplos de Bambi (1942) y El rey león (The Lion king, 1994) a la cabeza. Se trata del poder despótico de algunos padres, el rechazo de los familiares a las madres “distraídas”, la búsqueda por una identidad vincular que necesariamente remite al Edipo freudiano. ¿Sirve esta premisa para capturar la atención de un público que necesita relacionarse con el material desde una mirada pedagógica y educativa? Queda en los padres, que llevan nombre propio y son los que pagan la entrada.
Ventana a un mundo mágico El estimulante y creativo cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul llega a la cartelera porteña, luego de un recorrido por ciclos y festivales. Estamos frente a un realizador cuya breve pero consistente filmografía lo ubica como uno de los grandes autores de la actualidad. Consagrado con la última Palma de oro del Festival de Cannes, el cine de Weerasethakul puede resultar tan exótico como su apellido, a tal punto de que en la jerga festivalera se lo conoce como “Joe”. Con su ópera prima Blissfully yours (Sud sanaeha, 2002) comenzaba a gestar un universo único, fascinante, que más tarde extendería con Tropical Malady (Sud parlad, 2004). El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme) (Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives, 2010) es su obra consagratoria, pero es mucho más que un compendio de temas ya trabajados. Como un mundo concéntrico que gira en espiral, el cine de Joe no se agota en una trama. Por el contrario, se diversifica en múltiples capas de sentido, construidas con mitologías, filosofía budista, y la incidencia de lo maravilloso en el mundo real y viceversa. El tío Boonmee padece una enfermedad renal. Su cuñada lo cuida con dedicación y ternura, preparándolo de algún modo para la muerte inminente. Como una ventana que se abre a un mundo (cercano), aparecen una noche el espíritu de su esposa y su hijo, quien se había ido del hogar de forma poco clara. Ella falleció muchos años atrás y se conserva joven, mientras que él regresa con una extraña fisonomía, especie de hibridación entre humano y simio. A partir de estas apariciones se van suscitando otros encuentros, y los plácidos diálogos –que parecen delicadas murmullos- repasan el pasado y traen al presente sensaciones y percepciones que permanecían en estado de latencia. Weerasethakul propone un cine sensorial, en donde hasta el más ínfimo detalle de la banda sonora tiene un sentido. No ignora el autoritario pasado de su país y lo incluye en el sorprendente mundo diegético sin ningún tipo de obviedad ni subrayado. Aparecen, entonces, un tiempo pretérito más contemporáneo, pero también un pretérito “mítico”, a través de una fábula entre una princesa y un pez espada que tiene la facultad de encantar. Tiempos que dialogan y generan resonancias en las vidas que Boonmee recuerda y en las imagina un futuro. El director más que “desarrollar” una historia habita universos, y hace de la materia fílmica el registro de ese hábitat. Más que establecer un recorrido de causa y efecto, promueve en su cine una serie de sensaciones que se cruzan, se bifurcan, y que desde allí se proyectan a la memoria. Su cine se percibe inicialmente como fantástico: en la cena en la que emergen los espíritus hay sorpresa pero no miedo. Y al poco tiempo, Weerasethakul traslada lo fantástico al terreno de lo maravilloso, espacio en donde las temporalidades se suspenden y lo sensitivo se intensifica. Merece celebrarse que El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme) haya encontrado su lugar en el circuito comercial, si bien es un espacio discreto y con copias en DVD y fílmico (recomendamos la segunda variante). Pocas veces lo exótico podía escapar a la postal y presentarse bajo la forma de un relato cinematográfico de subyugante belleza, con un estilo que ya es inconfundible.
Para ir con los pañuelos La película de Shana Feste muestra el proceso de adaptación entre una familia que acaba de perder uno de sus hijos y una joven que está embarazada de él. Pese al esfuerzo del elenco protagónico, la película naufraga en una sumatoria de lugares comunes. Prueba de amor (The Greatest, 2009) es esa clase de productos inocuos, destinados a la lágrima fácil, que goza del beneplácito de buena parte del público dispuesto a dejarse encantar por el melodrama, género noble si los hay. Una joven de escasos recursos económicos (la ascendente Carey Mulligan) vive su primer amor con un chico de clase media, igualmente enamorado. El destino (ayudado por la imprudencia, claro) quiso que un accidente automovilístico termine con su vida. Ella estaba embarazada y un día se presenta ante la familia de él para dar la noticia. Lo que sigue es un dificultoso proceso de adaptación, que pone a los padres (Susan Sarandon y Pierce Brosnan) en disputa. Él, más flexible y amistoso. Ella, distante y siempre al borde de quebrarse. Para colmo de males, el hijo menor es consumidor de drogas, y cuando busca ayuda en un grupo de contención las cosas, lejos de hacerse más llevaderas, terminan más complicadas. Con tamaño panorama hay que reconocer la voluntad del elenco de tratar de ser convincente. Podríamos decir que salen indemnes de tal objetivo, por más que en determinado momento sea exasperante ver desde la puesta tanto interés en que Sarandon luzca tan demacrada, sin maquillaje y con tomas que no la favorecen. Lo más cuestionable es la manera en la que Feste desaprovecha esos méritos actorales. El guión, si bien maniqueo, estructura la historia en dos relatos: el presente difícil y el pasado de ensueño, culminando con las partes de algún modo aunadas, trazando un mejor destino para todos. Pero en el camino hay (varios) exabruptos, incluso secuencias filmadas de forma rutinaria. Un ejemplo es el momento en el que el padre lleva a su esposa hacia el mar. ¿Hubiera sido disonante aportar una cuota de humor? En cambio, todo vuelve a virar hacia la tragedia dantesca. Una y otra vez. Prueba de amor no es una película fallida, pero la vimos varias veces y mejor contada. No será una mala opción para un fin de semana lluvioso. Con pañuelos en mano, claro.
Un territorio complejo Ajami (2009) es un drama en donde varias historias se cruzan y dan cuenta de la complejísima realidad del Medio Oriente. Claro ejemplo de un realismo duro, más bien árido, la película parte de conflictos familiares para sumergirse en una realidad multicultural mucho más amplia. El título remite a un barrio de Jaffa, en donde convergen problemáticamente judíos, musulmanes y cristianos. Con un notable dominio del suspenso y los tiempos cinematográficos, los realizadores hacen foco en las vivencias de un chico que vive el horror familiar refugiándose en el dibujo, las desventuras de un refugiado palestino que trabaja ilegalmente en Israel, otro que no trabaja ilegalmente pero debe ocultar su romance con una chica católica, y un policía judío que busca sin consuelo a su hermano desaparecido. Los personajes desarrollas sus vidas cotidianas y refieren a sus dioses y creencias. Es elogiable que el relato no sobre-explicite tales contenidos. Porque si bien el espectador occidental puede sentirse aún más enajenado de esos códigos (ya de por sí poco aprensibles), el efecto pone al descubierto la multiplicidad de filosofías de vida y la fallida convivencia de las mismas. Dirigida por el árabe Scandar Copti y el israelí Yaron Shani, Ajami puede ser pensada como un estudio de la conciencia en un territorio complejo. Se trata de una película eminentemente política que sabe eludir los trazos gruesos del cine mainstream (Babel o Slumdog Millonaire). En definitiva, se trata de un relato que deja abierto varios interrogantes en la mente de los espectadores.