Entre muros Santiago Mitre, co-guionista de Carancho (2010) y Leonera (2008) de Pablo Trapero, entrega con El estudiante (2011) un ambicioso e implacable relato sobre el aprendizaje de la política estudiantil a través de la experiencia de un joven. Durante mucho tiempo circuló la idea de que los emergentes cineastas locales se desentendían de las problemáticas sociales o políticas, más interesados por un cine de observación y tiempos muertos. Si bien hay varios ejemplos que desmienten esta idea, en este caso (primera obra en solitario de Mitre, luego de co-dirigir El amor (Primera parte), 2005) el eje político es central. Específicamente la militancia política en la Universidad de Buenos Aires, micro-cosmos de tensiones que dan cuenta del afuera, cómo no, pero que al mismo tiempo están reguladas por cierto hermetismo. Roque (preciso y convincente trabajo de Esteban Lamothe) es un joven del interior que acaba de llegar a Buenos Aires para hacer una carrera en la Facultad de Ciencias Sociales. Lo espera un edificio enorme, plagado de carteles con consignas políticas y aulas en las que se dictan clases pero también se debaten ideas en asambleas. Nada de ese universo extraño y a la vez fascinante lo abruma, pues Roque es “entrador”, seductor, características que lo llevarán a una joven profesora militante interpretada por Romina Paula, una de las mejores actrices de su generación. Lo que sigue es un relato intenso, en el que prima la “novela de aprendizaje”, aderezada con romance y una buena cuota de intriga. Cuando la profesora le presente a su mentor y titular de cátedra (“coge con él”, le advierte despectivamente una amante-amiga) Roque ingresará a un mundo en el que se mueve como pez en el agua. La cámara de Mitre sigue obsesivamente (algunas secuencias rememoran al cine de Luc y Jean-Pierre Dardenne) al personaje central, reservando el punto de vista a su mirada. Una mirada aguda, que le proveerá de nuevos saberes a la hora de llevar la ideología a la praxis política. Y allí comienza otra película, abocada a desentrañar los pactos, traiciones, miserias e hipocresías que emergen en la lucha por claustros y puestos administrativos. El guión se cuida de no hacer una referencia directa a algún partido o facción política de alcance nacional, tampoco lo necesita. Esto conlleva a cierto grado de abstracción que “envuelve” al espectador en una vorágine de códigos y jergas que ofician como marco ideal para el resto del relato. La voz en off resulta pertinente, pues si bien no agrega información nuclear para el desarrollo de la trama, va muy a tono con esa mirada tan precisa, documental y en cierta manera determinista para dar cuenta de esta especie de sub-mundo. El film muestra a los militantes (los docentes y los no docentes, los jóvenes y lomás adultos) sin idealizarlos. Algunos consumen drogas, traicionan la ética que defienden, pactan y toman decisiones muy cuestionables. Militancia, pedagogía y vida cotidiana aparecen unidas en una forma indisoluble, aspecto que hace verosímil el drama, en un gesto de coherencia estética que encuentra parangón en El bonaerense (Pablo Trapero, 2002) y Nueve reinas (Fabián Bielinsky, 2000), dos films que exploraban mundos (la policía del conurbano y el mundo de la delincuencia urbana) con una fluidez y clasicismo notables. Mitre, surgido de la FUC, mantiene la sociedad artística iniciada con El amor (Primera parte), contando con Mariano Llinás como co-productor y co-guionista. Es estimulante que en las ambigüedades de los personajes se definan ideas, campos de batalla ideológica, procedimientos viciados que también dan cuenta de nuestra realidad nacional, transmitidas con solvencia técnica. La película está hecha en HD y cuenta con un excelente trabajo fotográfico hecho a seis manos (Agustina Llambi Campbell, el mismo realizador y Fernando Brom) Film de tesis y dilemático, apasionante retrato de la militancia estudiantil, El estudiante, por su ambición y cuidada factura técnica, está destinado a convertirse en un clásico. El tiempo lo dirá.
¿Y el miedo dónde fue? No le temas a la oscuridad (Don´t be afraid of the dark, 2011) remite en varios aspectos a las películas españolas de la factoría de su productor y co-guionista, Guillermo del Toro. Con el correr del metraje descubrimos que el film se queda en eso: una mascarada que poco a poco pierde convicción en su propio material. Asustar, tarea difícil en una época (del cine y del mundo) tan cercana a lo explícito. Sobre todo cuando la historia involucra a los niños. No obstante, ¿qué mejor momento de la vida para explorar el temor ante lo desconocido? ¿Qué mejor instancia para hacer foco en ese espanto que todos alguna vez vivenciamos? No le temas a la oscuridad comienza con una secuencia en la que vemos a un millonario del siglo XIX que se ha mutilado la boca para extraerse los dientes. Le hará lo mismo a la mucama, con el objetivo de recuperar a su hijo. Pero, ¿recuperar de las garras de quién? ¿En función de qué trama siniestra? Muchos años después queda la mansión vacía pero impregnada de misterio. Hacia allí se dirigen Alex (Guy Pearce) y Kim (Katie Holmes), una pareja de diseñadores de interior que la están restaurando. Los acompaña la hija de él, quien ignora que dejará la casa materna para instalarse en semejante lugar. Un espacio en donde se reanimarán las extrañas criaturas, algo así como el reverso del Ratón Pérez. Durante la primera media hora, el relato dosifica la información para acrecentar la intriga. Bien podría haber continuado así, si en vez de dilatar hubiera potenciado, y en vez de explicitar hubiera sugerido. Y no es que el metraje carezca de momentos de tensión, pero no hay ningún punto de giro que intensifique el suspenso o aporte algo novedoso. La historia, entonces, queda encapsulada en motivos ya vistos y mejor explorados: lo sobrenatural/monstruoso y el elemento siniestro tan vinculado al orden familiar. Por más valor que demuestre la niña Sally (Bailee Madison), nos resulta un tanto inverosímil que su conducta oscile entre el pánico y la inmutabilidad frente al advenimiento del Mal. Que, venimos a enterarnos, está representado por un grupo de monstruitos con forma de mono. Una vez que el terror tiene rostro, o debe ser lo suficientemente horrible como para atraer/repulsar a la mirada del espectador, o debe diversificarse para tomarlo cautivo hasta el “The end”. The host (Gwoemul, 2006) y la saga de Scream son, respectivamente, los ejemplos para esta propuesta. Inspirada en una producción televisiva de John Newland estrenada en 1973, No le temas a la oscuridad tiene un buen diseño de arte, en donde es posible apreciar el barroquismo dark que vimos tanto en El Laberinto del Fauno (2006), como en El orfanato (2007). Esa precisión puesta en el diseño enfatiza el cálculo con el que el guión construye el retrato familiar. Bien es sabido que los relatos de hadas analogan el horror privado con el fantástico, vinculando la intromisión en el clan (la madrastra) a fuerzas malignas. Sobre este vínculo, aparece en el final un punto de giro que resulta novedoso y le da un poco de “osadía” a una película que trata sobre el miedo pero no llega a ser “una que asuste”.
El horror y el espanto Luego de perder su valor autoral en Los crímenes de Oxford (The Oxford Murders, 2008), Alex de la Iglesia vuelve a explorar lo más revulsivo de España. Balada triste de trompeta (2010) es una película cruda, bestial, desmesurada, posiblemente la más arriesgada de su fecunda carrera. Los amantes y estudiosos del clown saben que es mucho más honesto aquel que expresa el sentido trágico de la humanidad con la misma destreza con la que convoca a la risa. Comedia y tragedia fundidas en un cuerpo atravesado por la alegría. La tragicidad se presenta, paradójicamente, como signo ausente. Cuando el arte mira frontalmente al horror de la guerra, ¿cómo conmover sin ser explícito? La metáfora, entonces, deviene esencial. No es posible representar determinados sucesos si no es por asociación con lo micro. La última película de Alex de la Iglesia comienza en 1937, plena Guerra Civil Española. El “Payaso Triste” del circo (Santiago Segura) abandona la rutina para salir a mutilar soldados nacionales. Finalmente encarcelado, unos cuántos años más tarde su hijo Javier (Carlos Areces) lo ve morir. Pero hereda su rol artístico y también –de cierta forma- el horror político, envestido en la figura del franquismo. El mundo sigue siendo un lugar violento. La belleza se presenta como idílica, en la corporalidad de Natalia (Carolina Bang), la trapecista del circo a donde el hombre va a parar. Allí lo espera Sergio, literalmente “el dueño del circo” y también “Payaso Triste” (Antonio de la Torre ). Un rufián despótico y violento que más que cónyuge de Natalia parece su dueño. Vale la pena señalar que cada uno de los intérpretes está estupendo en sus composiciones, pues evitan caer en lo ridículo y asumen la locura con total convicción. Balada triste de trompeta muestra el terrorismo de Estado como un circo. En diversas oportunidades el arte (incluso el mejor) pensó al horror como un espectáculo, con roles rígidos y castigos perpetuos. Lo vemos en varias obras de Bertolt Brecht o en piezas más cercanas a nuestra experiencia como Cabaret (la película de 1972 de Bob Fosse y la versión teatral). Y decimos “más cercanas a nuestra experiencia” y no “contemporáneas” porque Brecht sigue siendo profundamente contemporáneo. Entre Javier y Natalia irá surgiendo un amor prohibido, que él no puede frenar pese a asistir a los múltiples maltratos a los que la somete Sergio y escuchar todas las recomendaciones de sus compañeros. Poco a poco el Payaso Triste irá mutando hacia una personaje lleno de odio y ansias de venganza. De allí en más, Balada triste de trompeta se transforma en un tour de force de las aberraciones más grandes, con secuencias de una visceralidad enorme, como aquella en la que Javier se mutila el rostro para abandonar el maquillaje y cargar con su pena y rencor de forma explícita. No menos atractivo es el personaje femenino, que oscila entre la ternura y una sexualidad desbordante, por momentos sadomasoquista, singularidad que –dentro de la lectura alegórica que habilita el film- señala la fascinación por lo oscuro. Alex de la Iglesia entrega su película más barroca, terrible y material. No es la primera vez que expone los antagonismos de una dupla protagónica, ya lo hizo en Muertos de Risa (1999), sólo que aquí impera el dramatismo puro, magnificado por un diseño de arte estupendo en donde predomina el azul, el negro, y un rojo que roza el bordó. Como en La comunidad (2000) emplea un espacio particular para mostrar las miserias más profundamente humanas. Cuando el personaje de Carmén Maura salía del edificio asfixiante, había algo de liberador. Por el contrario, aquí los personajes transitan el afuera como una exteriorización más macabra de los sentimientos y pulsiones que los movilizan. El título remite a la canción homónima de Raphael, quien en una memorable secuencia, vestido de payaso, la entonó en la película Sin un adiós (Vicente Escrivá, 1971). Esa secuencia aparece como cine dentro del cine, tal vez la señal explícita de lo que advertimos: una lectura alegórica respecto del triángulo amoroso y la sociedad española. Balada triste de trompeta es un bienvenido retorno de su realizador al mundo hispánico, hasta la fecha su película más arriesgada y profundamente política que abrirá más de un debate.
Él las amó, él las unió ¿Qué sucedería si el hombre que amás tiene una amante? ¿Y si te enterás de la existencia de la otra cuando éste muere? Esa es la premisa argumental de Viudas (2011), con la que su realizador, Marcos Carnevale, da un paso sustancial en su carrera. Pero la clave del film está en las actuaciones de Graciela Borges y Valeria Bertuccelli, una dupla perfecta. Tras explorar en Elsa y Fred (2005), Tocar el cielo (2007) y Anita (2009) relatos en donde el plano sentimental aparecía por momentos exacerbado (hecho que atentaba contra la verosimilitud de las historias), en su nueva película Carnevale centra la tensión en los dilemas y emociones que surgen en la pareja protagónica. Elena (Graciela Borges) es una realizadora cinematográfica de mediana edad que un día, en plena jornada laboral, recibe el aviso de que su marido acaba de sufrir un paro cardíaco. Su mundo comienza a tambalearse, pero aún más cuando descubre en el hospital a Adela (Valeria Bertuccelli), una joven que también se desmorona ante la pérdida de Augusto: el hombre que las acompañó a las dos. Tras varias apariciones de la muchacha, acorralada por perder su trabajo y luego de un intento de suicidio, finalmente Elena la deja vivir en su propio departamento. Si el guión tiene algunos lugares comunes (y previsibles), también tiene la fortaleza de poner foco en el vínculo entre ambas. Es verdad que, a partir del ingreso de Adela en la casa y en la vida de Elena, la verosimilitud comienza a tensarse. Pero tanto la puesta de Carnevale, intimista, como la convicción que ponen las actrices, hacen de Viudas una película más que atendible. El vínculo entre ambas muta por los senderos del entendimiento, la ira, la falta de comprensión, pero -en definitiva- la identificación: ambas perdieron al amor de su vida. Hay, desde luego, personajes secundarios que escuchan, aconsejan, y acompañan a estas mujeres. Una de ellas es amiga de Elena, interpretada por Rita Cortese, una actriz que viene demostrando que, sin ser protagonista, brilla con luz propia, como lo vimos recientemente en Los Marziano (Ana Katz, 2011). La otra es la mucama, una travesti “conflictiva”, Justina, que con interesantes matices compone el actor cómico Martín Bossi. El problema es que, como imaginarán, no es posible en un relato dramático (con sus momentos cómicos, desde ya) ubicar a un personaje cuya presencia es disonante respecto de lo que el género del film exige. Una presencia que comienza a funcionar a partir del momento en el que lo llamativo deviene cotidiano, pues la historia justifica (y “se nota”) la existencia de Justina en la casa de la señora. Hacia el final, da la sensación de ser un golpe de efecto que Viudas no necesitaba, pese al atendible trabajo de Bossi. Si la película supera esos defectos es por concentración y no por dispersión. Carnevale incluye una secuencia realizada (o simulada) en formato súper ocho, con una versión de Paisaje interpretada por Vicentico. Una canción de Franco Simone popularizada por Gilda. Al igual que en este ejemplo, otros hallazgos de la puesta tienen que ver precisamente con “dejar hablar” a las dos mujeres, saber emplear el campo y contracampo no como un recurso televisivo sino como un detenimiento en el phatos dramático. En esos momentos, Viudas entrega momentos de profunda veracidad y conmoción. Más justificados que la inclusión de Justina son las apariciones de los posibles pretendientes, personajes que reflejan la diversidad con la que estas mujeres vivencian sus duelos. Porque, aquí se trata de ellas. Viudas no es una película feminista, si bien es gratificante ver una historia en donde el vínculo amistoso femenino no tiene esos ribetes tan histéricos y despiadados que el mainstream norteamericano suele mostrar con especial predilección (Sex and the city y sus derivados). En suma, estamos ante un film que conmueve, dirigido por un Carnevale que ha madurado, con dos actrices formidables. No es poca cosa.
Cuando Larry conoció a Mercy Tom Hanks co-escribió, produjo y dirigió este film en donde interpreta a un empleado que es despedido. Larry Crowne (2011) combina el romance y la comedia con una dosis de crítica social. Los opuestos se atraen, dice el refrán. Pero en la nueva película del actor de Forrest Gump (1994), la atracción comienza a dibujarse tímidamente hacia el tercio del relato. ¿Una falencia narrativa? Para nada. El film tiene un planteo minimalista y, a tono con esta premisa, ofrece una serie de viñetas que apuntan las características principales de la pareja protagónica. Co-escrita con Nia Vardalos (la actriz de Mi gran casamiento griego -My big fat Greek wedding, 2002-, que Hanks produjo), la película comienza con el despido de Larry. Mientras que el pobre hombre esperaba el título de “empleado del mes”, recibe la noticia más dramática. La empresa, le dicen, necesita empleados que aspiren a un ascenso, y él –que no tiene estudios universitarios- queda afuera de ese requerimiento. Angustiado, primero se pone a buscar empleos y luego recurre a la venta de jardín, con la que intenta sobrellevar la hipoteca de su casa. El consejo de un amigo lo lleva directo a la universidad, en la que tomará clases de economía y oratoria, esta última a cargo de la poco amable profesora Mercedes Tainot (Julia Roberts). La película aborda con sutileza aquello que los iguala, dejando las obvias diferencias en un plano más decorativo y naif. Ambos necesitan un cambio de vida, motivados por distintas circunstancias. Él, un bonachón “desprejuiciado”, se relaciona con una joven compañera que le presenta a sus amigos motoqueros, quienes lo suman al clan y le inspiran un look más jovial. Ella carga con su hastío tanto en laboral como en la vida matrimonial. El planteo del acercamiento de la pareja es interesante por lo no convencional, pero esta idea provoca ciertos desajustes. Está claro que la propuesta del guión apunta a la acumulación de detalles más que a la concreción amorosa. Pero el retraso del encuentro le resta convicción al romance. En películas como Cuando Harry conoció a Sally (When Harry Met Sally, 1989) o El espejo tiene dos caras (The Mirror Has Two Faces, 1996) siempre queda la sensación de que alguien en la dupla actoral “cedió” ante la presencia del otro, para alcanzar esa suerte de comunión que le da validez al género y llega a producir parejas memorables. En Larry Crowne es Julia Roberts la que se pone a tono con la historia. Logra una composición más minuciosa, alejada del estereotipo que construye Hanks, cuyo personaje lo acerca a ese grupo de perdedores a los que el cine norteamericano le gusta “premiar” luego de ser desplazados por el sistema. El problema es que la película ofrece una mirada demasiado despiadada del mundo como para luego hacerle creer al espectador que todo se puede solucionar. No obstante, si se considera la labor de la actriz protagónica y la de los secundarios (un puñado de “locos lindos” que le dan un poco de credibilidad al relato) sumados al planteo argumental, la balanza se inclina hacia una buena película, amena, sin mayores sobresaltos. Como la vida de Larry Crowne, el hombre que pese a todo lo que le ha pasado podrá enamorarse, ¡qué más!
Bajo el sol de Toscana Con Copia certificada (Copie conforme, 2010), Abbas Kiarostami recupera la trascendencia mundial que alcanzó en los ’90. En su nueva película sobresale Juliette Binoche, ganadora del Premio a la Mejor actriz en el Festival de Cannes. Un hombre y una mujer bellísima, un paseo por el sur de Italia, una charla extensa, la degustación de un vino. Una especie de superficialidad recorre Copia certificada. Pero entiéndase bien: una superficialidad delicada y sensible. La cámara de este relato por momentos se confunde con la mirada de un turista, para el que todo es novedoso y la voluntad de apreciar la belleza prima por sobre todas las cosas. Ella (Binoche) es una galerista francesa que asiste a la conferencia de James, un escritor inglés bastante arrogante (William Shimell). Cuando ésta finaliza, lo lleva a su local. Pero finalmente deciden tomar el auto y salir de paseo, antes de que él parta. A medida que transitan bellísimos paisajes del sur italiano, dialogan sobre el arte, las relaciones amorosas, la vida misma. La película no desarrolla muchas más acciones que la del diálogo mismo, al que los actores aportan convicción y naturalidad. Es a través de la palabra que se seducen, y de la mezcla del paisaje y las palabras se va gestando un tono sugestivo, embriagador. Abbas Kiarostami comenzó su carrera en los ’70, aunque el reconocimiento en todo el mundo le llegó a partir de El sabor de las cerezas (Ta'm e guilas, 1997) y El viento nos llevará (Le vent nous empotrera, 1999). Interesado por el formato digital, hacia la siguiente década se encargó de diversos proyectos que le permitieron filmar sin necesidad de recurrir a grandes fondos. Con Copia certificada ha vuelto de algún modo a las “ligas mayores”, contando con la presencia de una estrella de cine. Muchos consideran que el cineasta se ha depurado de sus marcas autorales. Más allá de las discusiones, no estamos frente a una película exenta de ideas formales, que claramente no son radicales pero sí poco visibles en el cine más masivo. Su estructura nos recuerda al díptico de Richard Linklater: Antes del amanecer (Before sunrise, 1995) y Antes del atardecer (Before sunset, 2004). En los tres films la acción está anclada en el deambular, con extensos diálogos enmarcados en planos secuencia. Las elipsis son reducidas, pues lo importante es que se imprima la sensación del mismo paso del tiempo para el espectador y la pareja protagónica. Esta elección narrativa produce en Copia certificada un deseo por que el encuentro llegue a un destino concreto. La película tensa esta expectativa hacia la mitad del metraje, cuando el relato de un punto de giro al hacer un cuestionamiento sobre lo real y lo ficcional dentro de la propia historia. ¿Ella y William son dos desconocidos que juegan a ser un matrimonio consolidado, o es al revés? Poco importa. Kiarostami privilegia lo sensorial por sobre lo conceptual. Aquí no se trata de resolver un misterio, ni decodificar un juego. Se trata, por el contrario, de asumir el recorrido como una suma de miradas en donde no es posible saber qué es original y qué copia, mientras que dos seres enigmáticos hacen de su paseo una invitación al regocijo. Binoche reconfirma su indiscutida presencia cinematográfica, la autoridad de una actriz que supo transitar diversas cinematografías sin perder una pizca de intensidad en la pantalla grande. A esta altura del año, Copia certificada es para la cartelera local una de las sorpresas. Bienvenida sea.
Harry des-cargado Cierre de una saga taquillera y de dispar suerte artística, Harry Potter y las Reliquias de la Muerte: Parte 2 (Harry Potter and the Deathly Hallows: Part 2, 2011) satisfacerá a los más “entendidos” en el universo del joven mago. El relato es fluido, pero por momentos pierde fuerza y algunas secuencias de acción son francamente rutinarias. Difícil imaginar el correlato de una enseñanza como la de Harry Potter en el mundo real. Por más que algunos alumnos padezcan falta de gas, déficit en los programas educativos, y demás males tristemente contemporáneos, ¿cómo trasladar una épica como la de Potter a nuestra realidad? Al aprendiz de brujo le pasó de todo, desde que era bebé debió cargar con la señal de un enfrentamiento atroz que lo marcó -literalmente- de por vida. Años y años de enigmas y situaciones terribles, que hicieron de su naturaleza humana una verdadera parábola de la resistencia. Pero, claro está, desde la más absoluta ficción. Y allí justamente reside, como en todo relato fantástico, el salto a nuevas constelaciones imaginarias, al placer por la creación pura y la fascinación que despliegan los relatos no realistas. Y la historia tiene todos los requisitos para atraparnos y llevarnos a ese territorio a través de siete libros. Cada uno, abocado a un año de educación mágica. En Harry Potter y las Reliquias de la Muerte: Parte 2 la Orden del Fénix sigue trabajando -como puede- en la lucha contra Lord Voldemort y sus seguidores, mientras Harry, Ron y Hermione hacen el trabajo más “fino”. En la escuela de Hogwarts, el profesor Severus Snape (gran trabajo de Alan Rickman) es ahora director, tras haber asesinado a Albus Dumbledore. Pero los alumnos lejos están de las tareas de aprendizaje, se las arreglan como pueden: primero se sublevan y luego se suman a la lucha contra el mal. Las transposiciones siempre suponen una sustracción y una modificación. En la saga hubo más de la primera que de la segunda. Si la última novela devino en dos películas, más allá de la explotación económica, hay que encontrarle una justificación narrativa. Que la hay. La primera parte trabajaba sobre lo conspirativo, lo conjeturable, alcanzando así climas ominosos y tensiones dramáticas a tono con la fotografía de un gris exasperante. En esta segunda parte todo está subsumido a la acción, y a la dilatación de tiempos condensada en el avance de Voldemort y en la eliminación de los horrocruxes, elementos en donde el malvado encuentra la forma de subsistencia. No exenta de buenos trabajos actorales (al ya apuntado, hay que agregar las composiciones de Maggie Smith y Helena Bonham Carter), los defectos de esta última entrega hay que buscarlos en la poca pasión que transmiten los protagónicos, sobre todo en Daniel Radcliffe (Harry), quien entrega el beso menos atractivo de la historia del cine. Tampoco son asombrosas las secuencias de acción. Algunas son “correctas”. Mientras que en las primeras partes era llamativo el propio mundo ficcional (que la autora, J. K. Rowling, inventó con admirable detallismo), aquí con eso no basta. Los personajes secundarios más relevantes de las películas anteriores apareces desdibujados, y el relato incurre en el defecto de la mera aparición, como para recordarnos que “allí siguen”. A diferencia del film anterior, en donde Yates impuso un estilo (algo que logró con creces Alfonso Cuarón en la tercera película), aquí parece ser convocado por “oficio”, dejando al descubierto que su manejo del suspenso es más elogiable que la disposición de persecuciones y masacres. Como nunca antes, quedó demostrado que los procedimientos literarios necesitan de una lectura y no un simple pase y ajuste. Y frente a eso, no hay magia que funcione.
El tiempo y la exclusión Federico Veiroj,realizador de Acné (2008), entrega con La vida útil (2010) un relato melancólico y de moderada ternura sobre el fin de una era, centrándose en el programador y proyectorista de la Cinemateca de Montevideo. Jorge (el crítico cinematográfico Jorge Jellinek) transita sus días sin sobresaltos, proyectando y presentando los films en la Cinemateca. También se encarga de otros asuntos, como por ejemplo grabar la solicitud de cooperación económica para sus socios y conducir el programa radial de la institución. De su relación con los demás empleados y su presencia absoluta en aquel lugar, no es difícil imaginar que ha pasado gran parte de su vida haciendo lo mismo, con plena convicción. Pero las deudas de Cinemateca (a secas, sin el artículo que la anteceda) son muchas. Y el cierre es inminente. Hay algo en la atmósfera del film, realizado en un bellísimo blanco y negro, que podríamos conjeturar como eminentemente “uruguayo”. Tal como en las notables Whisky (Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2004) y Gigante (Adrián Biniez, 2009), La vida útil está teñida de un humor localista, de ritmo pausado, sutil, que prescinde de todo subrayado y se permite ser irónico sin menospreciar a su personaje principal. Veiroj potencia la figura de Jellinek capturando con especial detenimiento sus caminatas y esperas, miradas y gestos, capaces de testimoniar el vacío que significará la pérdida de Cinemateca en su vida. En una secuencia crucial lo vemos reprimir su angustia en el colectivo, dejando entrever no sólo la desazón laboral sino su fragilidad emocional. Hasta la primera mitad del relato, el realizador explora la particular simbiosis entre el oficio y los desplazamientos de Jorge y el espacio propiamente dicho, en una operación estética que recuerda a Fantasma (Lisandro Alonso, 2006), película rodada en el Teatro General San Martín. El film se proyecta en un formato cuadrangular y con una banda sonora que remite al cine clásico, como si estableciera una prolongación del universo diegético del film hacia lo específicamente formal. Y allí radica su encanto, en “envolver” al espectador del mundo en el que vive Jorge, un mundo en descomposición, amenazado por los nuevos paradigmas de consumo audiovisual. En la segunda mitad, hay un cambio en el personaje que lleva a la película hacia otro rumbo, sin darle la espalda a lo que hemos visto antes. Ese “giro romántico” enfatiza el espíritu lúdico del film, su interpelación al espectador desde la nostalgia y el humor, haciendo palpable el recuerdo del cine clásico, en donde el romance ocupa un lugar especial. Una interesante manera de redondear esta película pequeña en factura técnica pero plena en ideas.
Bienaventurados sean El realizador Xavier Beauvois construye, a partir de un caso real, un relato austero y conmovedor. Con notable economía narrativa se adentra en las vivencias de un grupo de monjes que se enfrentarán al mayor dilema de sus vidas. De dioses y hombres (Des hommes et des Dieux, 2010) viene generando conmoción en diversos festivales, además de haber recibido varios premios, entre ellos el Cesar a la Mejor Película. El film está inspirado en la tragedia de Tibhirine, ocurrida en 1996. Una comunidad de religiosos católicos asentada en tierras musulmanas comienza a ser hostigada por un grupo fundamentalista. Lo que en principio es tan sólo una presencia ominosa se potencia tras el correr de los días. No hay margen para negociar, se trata de irse o afrontar las consecuencias. Este dilema impone una toma de conciencia y una revisión de los compromisos religiosos, filosóficos y políticos de cada uno de los monjes. La película muestra el drama de esta comunidad. Uno de los factores para explicar la sensación de identificación y agobio que trasmite De dioses y hombres está precisamente en el guión. Lejos de centrarse únicamente en lo “excepcional”, la trama se detiene en los rituales cotidianos interrumpidos, corroídos por la experiencia de la amenaza. Esta cualidad produce, por otra parte, un señalamiento hacia lo netamente político sin dejar la sensación de “bajada de línea” o simplificación de un conflicto étnico que lleva siglos. Algo que, frente a tamaña tragedia, hubiera resultado redundante. A Beauvois le basta repetir las mismas ceremonias litúrgicas para transitar lo exótico al comienzo y lo poderosamente humano después. En esos planos generales en donde los monjes reiteran los mismos movimientos, se visibiliza la dimensión sagrada que funda y respalda las decisiones más arriesgadas. Se trata de actos altamente codificados, que en el desplazamiento de una serie de significados (lo religioso) hacia una zona más amplia (la propia vida) devienen en sentido. Un sentido -digámoslo- católico, pero que rebalsa hacia otras zonas de la experiencia y lo no-decible. De dioses y hombres es, entonces, una película religiosa y con ética ídem, que se vale de una puesta en escena para serlo, superando lo exclusivamente verbal. De allí su impacto universal y genuino. Los ocho religiosos llevan adelante su acción social en Argelia, y también queda muy claro que todos son conscientes de lo que están enfrentando. El grupo agresor primero pide ayuda a los monjes (a partir de condiciones objetables éticamente) y luego exige que se retiren. Hay una especie de portavoz que asume el liderazgo, pues las vacilaciones también aparecen. Hacia la mitad del relato, el bando militar francés comienza a operar estratégicamente y desde entonces el film queda impregnado de cierto matiz “policial”. Las tensiones se agigantan y el trabajo con el drama interno y el trabajo de los tiempos opera en consecuencia, a tal punto de que en la secuencia de la última cena se genera una sensación de ansiedad mayúscula. De dioses y de hombres demuestra que se puede reflexionar sobre el drama de las comunidades islámicas con sensibilidad e inteligencia. Una oportunidad para encontrarse con actores de primera línea. Hay algo de partitura musical que convierte al film en una obra maestra; los silencios, las tareas cotidianas como el trabajo con la miel y el tiempo de oración, la ternura con la que el monje médico remeda tantas injusticias, cuadros construidos con una composición interna que es pictórica pero no cede ni una pizca de su gigante humanismo.
Melancólica comedia de fantasmas Luego de Match Point (2005) y Vicky Cristina Barcelona (2008), dos de los films más exitosos de su carrera, el cine de Woody Allen está cada vez más relacionado con Europa. Pero en Medianoche en Paris (Midnight in Paris, 2011) el nexo con el viejo continente va más allá del pintoresquismo y la co-producción. Se trata, además, de una declaración de amor a un mundo con el que siempre tuvo afinidad. Quiérase o no, la relación de la crítica con el cine de Woody Allen fluctúa entre el amor y el odio. Alabado por aquellas obras maestras que filmó en los ’70 y ’80 (Manhattan, 1979; La rosa púrpura del Cairo, The Purple Rose of Cairo, 1985; y Hannah y sus hermanas, Hannah and her sisters, 1986; por citar algunos ejemplos), el realizador comenzó a ser mirado con desconfianza a partir de una serie de comedias que, con suerte, fueron tildadas de “menores”. A ese período ingresan cómodamente Ladrones de medio pelo (Small time crooks, 2000), La maldición del escorpión de Jade (The Curse of the Jade Scorpion, 2001) y Scoop (2006), entre tantas otras. Sin embargo, a Woody parecía no interesarle las críticas negativas. Estoicamente, el tipo filmaba una película por año, como lo hace hasta la fecha. Por su simpleza argumental y la liviandad que la recorre, Medianoche en Paris pareciera estar destinada al segundo grupo. O -más aún- ser una coda de la deliciosa Todos dicen te quiero (Everybody say I love you, 1996), film en el que filmó por primera vez a una París de ensueño. Pero su más reciente opus trasciende su verborragia irónica, los pasos de comedia al que nos tiene habituados, los acordes de jazz que jamás abandonará. Se transforma minuto a minuto en una celebración del arte, la inspiración, la bohemia y las mujeres, por sobre toda las cosas. En Medianoche en Paris, Gil (Owen Wilson) es un guionista que viaja con su novia Inez (Rachel McAdams) y sus futuros suegros a la capital francesa. El padre, autoritario y conservador, se traslada por negocios, pero el resto en plan turístico. Asediado por la inseguridad que le transmite la novela que acaba de escribir, Gil no logra congeniar con nadie. Todo se hará más irritante cuando otro hombre coquetee con su novia, aunque tampoco le moleste demasiado. En pleno clima tenso, una noche decide salir a caminar por la ciudad. A partir de entonces, el relato deviene fantástico, pues el hombre comenzará a toparse con personalidades como Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Scott y Zelda Fitzgerald, Luis Buñuel, Salvador Dalí, T. S. Elliot, y tantos más. Estos encuentros están enmarcados en ambientes de ensueño, fiestas y bares, reuniones selectas que lo revitalizarán frente a la medianía cotidiana. Son todos representantes de la “altas artes”, cosmopolitas, geniales, pero -ante todo- inspiradores. Aparece, también, Gerturde Stein (Kathy Bates), quien lee y propone cambios a su novela. La otra mujer fundamental es Adriana (Marion Cotillard), bella aspirante a diseñadora de moda que ha sido amante de Picasso y varios más. A través de los diálogos con estas celebridades de antaño, Gil replanteará su lugar en el mundo. Si consideramos las aflicciones y necesidades de Gil, la película es un acto de pura autocomplacencia (de Allen). Los motivos hay que buscarlos en la vida y obra del cineasta, un intelectual judío que tuvo históricamente más reconocimiento fuera su país. Ya en La mirada de los otros (Hollywood ending, 2002) parodiaba la tensa inscripción de su obra en Hollywood: Val-Waxman, el realizador que él mismo interpretaba, se volvía ciego en pleno rodaje. Pese a un sinfín de conflictos, terminaba su película y la estrenaba. Pero en su país sólo recibía el desprecio de la crítica y el público, mientras que en Francia la aplaudían. Waxman-Allen terminaba emigrando a París, en donde lo esperaba un nuevo rodaje. Volviendo a Medianoche en Paris, es notable que la auto-referencialidad no le reste ni una pizca de encantando a la historia. Aún cuando la imagen que da el film de Francia sea tan maniqueísta, lo que disminuye toda crítica a la superficialidad americana (que la hay). Pero esta liviandad opera en el entorno de ensueño que vive el protagonista, produciendo que la trama trascienda la mera celebración para instaurar un estado de conciencia en el espectador, a tono con lo que Gil vivencia en las noches parisinas. Ni siquiera desentona la mediática aparición de Carla Bruni. ¿Podría criticarse a Allen por oportunista? Su obra entera es la respuesta a esta crítica, pues por más desnivelada que sea su trayectoria, estrella que quiso integró sus elencos, y jamás sobrevoló la intención publicitaria. En medio de un grupo de notables que interpretan a glorias del arte, hasta resulta coherente que la bella Primera Dama componga a una ignota guía de museo. Absoluta “comedia de fantasmas”, el relato remite a Cuento de Navidad, de Dickens. Y, por extensión, a las numerosas versiones cinematográficas a partir de aquél. Como ocurre allí, la historia señala la imperiosa necesidad de trascender lo material. En los deliciosos y cómicos encuentros (el de Hemingway es desopilante), nuestro anti-héroe consigue espiritualizarse. Medianoche en Paris es una bella forma en la que el cine homenajea a una ciudad mítica (mucho tiene que ver el trabajo del fotógrafo Darius Khondji). Es, también, la oportunidad de encontrar a un selecto grupo de grandes actores (a los ya citados hay que agregar a Kurt Fuller, Mimi Kennedy y Adrien Brody). Finalmente, es una declaración de amor por París, las mujeres como musas inspiradoras, la historia del arte y ese pasado dorado al que cada uno de nosotros desearía volver.