Melancolía en imagen Con una puesta en escena clásica y de una fluidez plomiza, el realizador Mark Romanek transpuso la celebrada novela de Kazuo Ishiguro. Nunca me abandones (Never let me go, 2010) es un relato distópico que habla con dureza del mundo contemporáneo, centrándose en la relación de tres personajes vinculados con la muerte. Kathy H (Carey Mulligan) es una “cuidadora”, orgullosa del trabajo que realiza. Al comienzo del film, ante sus propios ojos una vida se pierde en la sala de operaciones. Un espacio frío, despojado de toda calidez. La secuencia inicial compendia los temas principales de la película. Si en la novela el eufemismo era la figura retórica a la que la voz de la narradora recurría para referirse al horror, aquí Romanek mantiene esa voluntad, señalando los datos truculentos con notable discreción. Porque ese espacio azulado y triste es a donde irán a parar los jóvenes que fueron criados para donar sus órganos. Y por más que Kathy H los cuide, sabe muy bien que más tarde o más temprano será ella la que deba donar. Kathy H, Tommy (Andrew Garfield) y Ruth (Keira Knightley) son educados desde el comienzo de sus vidas en Hailsham, una inmensa escuela para niños pupilos a los que se les dice permanentemente que son “especiales”. Entre juegos y horas de clase, sus mentes irán indagando tímidamente en las relaciones humanas, condicionadas por el poco tiempo en el que podrán desarrollarlas. Tal vez como consecuencia de ello aceptan pasivamente su singular destino, sin siquiera intentar escapar de la escuela. Esa mirada recorre todo el relato, que se detiene en las transacciones simbólicas que estas criaturas pondrán en juego en sus experiencias de vida. En ese sentido, es acertado que el film mantenga a los “saldos”, especie de trueque en el que los niños intercambian monedas de plástico por toda clase de objetos que llegan desde el exterior. Aquel exterior, claro está, es el mundo oculto, al que accederán cuando sean adultos. ¿Están en aquel mundo sus “originales”? Lejos del recuerdo de Hailsham, o instaurados perpetuamente en él, cada esperanza de sobrevida es un eco de aquellos tiempos. Pero es difícil creer que sus vidas, como si se trataran de las monedas de canje, no tengan más que una finalidad práctica en un mundo que los necesita pero no los protege. Nunca me abandones es un relato distópico, el inverso del utópico. Aquí no hay un mundo idealizado en donde todos los males humanos son inexistentes. Hay, en cambio, una reflexión sobre el valor de la vida en la contemporaneidad vista desde un mundo anacrónico. Poco importa si es el pasado o el futuro, lo relevante es que el universo diegético señala de forma extrañada las preocupaciones de nuestro tiempo. El marco es la década del ’70. Un cartel señala los avances de la ciencia, los que han hecho posible que el promedio de vida sean los 100 años. ¿El mundo hubiera sido así, de existir Hailsham? ¿Será el mundo así, si esa trama deviene realidad? El guión se acerca a estas cuestiones de forma distante, y de este modo enfatiza su cualidad dilemática y perturbadora, como si se tratara de un anti-cuento de hadas con una moraleja amarga. El triángulo protagónico irá profundizando el tremendo drama que los acompañará perpetuamente, pero nunca se sublevará ante él. La sala de operaciones representa esa nada a la que se reduce la existencia humana. En una de las secuencias más duras, luego de la extracción del último órgano, los médicos y enfermeros se van, dejando ese cuerpo sin vida como testigo inerte. Es, acaso, el desmontaje más siniestro del relato que señala la falta de sensibilidad que subyace en nuestra modernidad respecto del valor de la vida. Tanto Mulligan como Garfield y Knightley logran transmitir toda la desazón y humanidad que emergen desde sus criaturas, es difícil imaginar un mejor casting. Romanek ya había puesto en evidencia su solvencia a la hora de construir propuestas estéticas, en los video clips que hizo durante años para la industria musical más exigente, y en su interesante ópera prima Retratos de una obsesión (One hour photo, 2002). En Nunca me abandones construye un mundo frío, azulado, con una puesta de cámaras que roza el perfeccionismo: la mejor manera de reflejar una sociedad que se vacía de pasión.
Tiempos adolescentes La película de Zach Weintraub (también actor) explora un tiempo suspendido entre la primera juventud y el mundo adulto. Lejos de toda impostación, Bummer Summer (2010) construye en un impecable blanco y negro un relato parco y de sutil comicidad sobre el pasatismo adolescente. Si la adolescencia marca una tensión, un incierto “ir hacia algún lugar”, el tiempo del verano también tiene su complejidad. Por un lado está la voluntad de vivir en el ocio pero, cuando este deseo es compartido, la temporalidad también se tensa. Lo que inicialmente era pasatiempo, deviene en sentimiento de fastidio y pereza. Y algo de ello hay en Isaac, quien debe “repartirse” entre su amigo Ben y su novia, Lila. Más tarde se definirá un viaje con rumbo no del todo definido, con pequeños conflictos que más que un in crescendo dramático significa una exploración sobre esta tensión. Tengamos en cuenta que una posible traducción del film de Weintraub es “Verano plomazo”, tal como se lo presentó en la pasada edición del BAFICI, en donde integró la Competencia Internacional. Bummer summer es una película más “distendida” que abúlica, lo que la acerca a los filmes del gran Eric Rohmer, quien hizo del tiempo vacacional un marco ideal para buena parte de su filmografia. Los tiempos muertos se imponen, e Isaac se debate entre seguirle el juego a su novia celosa o aprovechar la cercanía con los más íntimos. Un dilema que se resuelve amargamente pero no de forma violenta ni determinante. Porque si hay algo valioso en el filme es su construcción pausada, amena, que el realizador construye con planos largos, sin menospreciar la gestualidad de los intérpretes. Rodada en blanco y negro y con una notable cantidad de planos generales, “Verano plomazo” potencia sus logros formales y temáticos. Avanzado el relato, “destella” como un posible punto de giro la (bizarra) idea de ir a conocer el laberinto más grande del mundo junto a la ex de Ben, quien pondrá en juego nuevas emociones. En cuanto a las actuaciones, transitan el naturalismo pero no están exentas de gracia. Redondean un universo que mucho tiene del cine de Jim Jarmusch, quien estudió en la misma escuela de Weintraud. Basta con escuchar los diálogos sobre el pasaje de la escuela secundaria a la universidad para comprender por qué la autenticidad no está en la saga High School Musical sino el films como éste. El final, agridulce, parece remitir a La última película (The last picture show, 1971), de Peter Bogdanovich, otra película “generacional”. Como dato curioso, Weintraub rodó recientemente una película en Buenos Aires. Habrá que ver si profundiza el estilo de su ópera prima o toma otros rumbos.
Apocalipsis ahora La ópera prima del reconocido montagista Nicolás Goldbart genera un microclima de suspenso y comicidad que va a tono con su premisa argumental: una pandemia que afecta al mundo, percibida a través de la vivencia de los vecinos de un edificio porteño. Yayo y Federico Luppi: sobresalientes. Coco (Daniel Hendler) y Pipi (Jazmín Stuart) son un joven matrimonio que espera a su primer hijo. Como lo explicita la secuencia inicial en un hipermercado, están bastante abstraídos de una psicosis colectiva tras la irrupción de una pandemia. Mal que les pese, tendrán que arreglárselas con la imposición de una cuarentena en el edificio en el que viven. Frente a este clima opresivo, las transformaciones no tardarán en aparecer. Sobre todo en él: su moral mutará a medida que la desesperación de sus vecinos se haga cada vez más evidente. Cualquier parecido con la gripe A no es pura coincidencia. A tono con manifestaciones culturales como la serie Lost y el film The host (Bong Joon-ho, 2006), Fase 7 (2010) ofrece una mirada perturbadora sobre la búsqueda de la supervivencia y el repudio a la mirada del otro, convirtiéndose en una alegoría de la vida comunitaria en los tiempos que vivimos. Pero además de eso, y por sobre todo, es una divertida comedia con toques del cine de Joe Dante, John Carpenter, y Roger Corman. La producción del film es reducida pero consistente, con pocos recursos Goldbart ha conseguido generar una sensación de desesperanza sin ir en detrimento del humor. Mientras que la pareja protagónica está cimentada por un toque absurdo (que Hendler, rostro visible del denominado “Nuevo Cine Argentino”, ya exploró), Yayo expresa todo su “histrionismo criollo” con eficacia y Federico Luppi compone con una negrura implacable a un vecino al que hay que temer. En Fase 7 conviven el humor y el suspenso a la manera de La comunidad (Alex de la Iglesia, 2000): en un espacio cerrado y con un héroe que ve cómo el caos puede destruir su mundo privado. Es un ejercicio de género bien resuelto, tanto en la convivencia de diversos registros actorales hasta en la cuidada dirección de arte se mantiene una coherencia estética. Otro aporte fundamental es la música de Guillermo Guareschi, que retoma mucho de la altisonancia de las partituras del cine de ciencia ficción americano. Sin ser un gesto paródico, produce una sensación de extrañamiento instaurado por la mixtura del orden de lo vernáculo con formas narrativas que el cine de Hollywood explora casi desde su existencia. La universalidad de Fase 7 está, como dijimos, en sintonía con su “desesperanza globalizada”, la mirada sobre una otredad (un virus, los propios vecinos) que pone en jaque todo orden establecido. Una muy buena carta de presentación de su director, al que de ahora en más habrá que prestarle atención.
El barrio me hizo así Verdadero sub-género, el “film sobre boxeadores” ha tenido grandes exponentes como la saga de Rocky Balboa, Toro Salvaje (Martin Scorsese, 1980), Millon Dollar Baby (Clint Eastwood, 2004) o la más reciente El Luchador (Darren Aronofsky, 2009). El Ganador (The fighter, David O. Russell, 2010) se mete en la vida de una familia de clase media baja que ha hecho del box su centro económico y emocional. Basada en la vida de Dicky Ward, un boxeador que alguna vez fue una promesa a la que la adicción al crack derribó, el film de Russell es un relato sobre la decadencia, la hermandad y sus encuentros y desencuentros, la redención y las segundas oportunidades. Dicky (un visceral Christian Bale, fuerte candidato al Oscar) estimula a su medio hermano Micky (Mark Wahlberg) a que consiga aquellos títulos que le fueron esquivos. En verdad, más que “estimular”, muchas veces da la sensación de que lo está empujando a asumir una ética que él no puede ver sin desconfianza. Para Dicky es importante recuperar el respeto de Lowell, su ciudad. Pero los replanteos emocionales de su medio hermano no parecen estar a tono con sus deseos. Si hay un mérito inicial de El Ganador es que hace de esa misma ética (boxística y barrial) su propia cualidad cinematográfica. Todo el ethos y el pathos están al servicio de una historia en donde el triunfo puede ser celebrado por los personajes y la platea sin caer en el maniqueísmo o el happy end conformista. Ese delicado equilibrio entre el “deber” y el “sentir” es el andamiaje sobre el que el relato transita durante dos horas de emoción genuina. Es por ello que hasta las secuencias que inspiran dolor están recorridas por la ambigüedad moral, sin dejar de ser espontáneas y emotivas. Pero El Ganador es ante todo un drama familiar hecho y derecho, tal vez por este motivo algunas de sus pinceladas de humor (centradas en las ¡9 hermanas! siempre omnipresentes) parezcan un tanto forzadas. A nivel estético, la película rememora en sus primeros minutos al cine norteamericano de los ’70, sobre todo por su banda sonora y cierta “desprolijidad” buscada adrede. Ese retrato realista y coloquial es el escenario perfecto para esta historia, en donde lo físico tiene un lugar nada lateral. No sólo por los golpes arriba del ring, sino por esa afectación que deja a Dicky como un adulto aniñado, el andar cansino de Micky, o la hiperactividad con la que la madre (una estupenda Melissa Leo) pone en funcionamiento la maquinaria familiar. Posiblemente haya sido un error no haber dotado de esa misma corporalidad a la relación amorosa que surge entre Micky y Charlene (Amy Adams). No porque no esté presente en la historia, sino porque está retratada con un pudor que poco tiene que ver con el universo que el film promueve. Otro de los hallazgos visuales se relaciona con el tratamiento con el que el realizador aborda las secuencias de las peleas, intentado recrear la textura televisiva. Esa fidelidad a la imagen apunta la ambición de las cadenas de televisión (quienes condicionan el destino primero de Dicky y luego de Micky) y el vínculo de complicidad pasiva con las que los espectadores validan su discurso. El guión muestra sus consecuencias en el clan, que se debate entre el honor grupal o la salvación individual. Y allí aparece el fantasma del american dream, obsesión norteamericana de buena parte de su historia artística, territorio al que este gran film no le escapa en lo más mínimo.
Un insecto de bajo vuelo Surgido como un personaje del ámbito radial, el Avispón verde pasó a la televisión, en donde aumentó su popularidad. Finalmente llega a la pantalla grande de la mano del realizador francés Michel Gondry. El resultado es un film disfrutable, pero considerando los antecedentes de su realizador (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos; 2004 Soñando despierto; 2006), el saldo es un tanto decepcionante. El hijo del poderoso dueño del diario El centinela acaba de quedar a cargo de su imperio. El padre ha muerto, picado por una abeja que le produjo una reacción alérgica mortal. Desde pequeño, sus actitudes irreverentes presagiaban una vida irresponsable y poco metódica. Frente a tamaña empresa, el niño-adulto acudirá al juego, la farsa, el divertimento de todo infante: envestirse de héroe y superar metas. El ABC del asunto. Y para ello, como si fuera un Quijote posmo, tiene a su “Sancho”, un joven que trabajaba para su padre llamado Kato (Jay Chou) del que ignoraba su existencia, pero que será fundamental para cumplir sus fantasías y, al mismo tiempo, “traerlo” al mundo real cuando sea necesario. Algo de este film nos recuerda a Los viajes de Gulliver con Jack Black, haciendo las morisquetas y el papel que tan bien le sale. Ya se sabe: Hollywood tiende a ir hacia lo ya probado, aunque de tanto en tanto se permite algún gesto osado. Del mismo modo que la soporífera transposición del clásico de Jonathan Swift, El Avispón Verde (The Green Hornet, 2011) está al servicio de la comicidad de su protagonista, Seth Rogen, también co-escritor y co-productor. Pero lo que decepciona un poco es que contando con un director cuya imaginería visual es tan potente, el relato no haga honor a ello. Apenas algunas secuencias con un toque personal, y no mucho más. ¿Convierte lo antes dicho a El Avispón Verde en una mala película? Ciertamente no, porque el film “fluye”, algunas líneas de diálogo tienen chispa y el elenco secundario es efectivo. Pero por más bella que luzca Cameron Diaz o tan siniestro que parezca el villano de turno (el gran Christoph Waltz jugando a ser un mafioso de temer), sus personajes no dejan de ser puros cliché en un film que recurre a tópicos explorados (el personaje redimido, el bueno que al final era malo, la vuelca de tuerca final, etc.). Esa liviandad narrativa al mismo tiempo le da frescura a la película en los mejores pasajes, y previsibilidad en los otros (que abundan, claro). Lo que resta es o imaginar aquello que pudo ser, o sentarse y disfrutar lo que hay. La película en su versión 3D no aporta grandes hallazgos visuales, pero atención: los créditos finales levantarán esa tímida sonrisa.
Por tu culpa La película del realizador turco Nuri Bilge Ceylan (premiado en Cannes como director por este film) transita el drama familiar y el suspenso a través de una historia teñida de crimen y omisiones. Con un minucioso trabajo de encuadres y sólidas actuaciones, Tres monos (Uc Maymun, 2008)aporta una mirada bastante pesimista sobre el poder y las relaciones humanas. Los tres monos sabios son figuras de la cultura japonesa, a los que se les asignó el significado de “no ver, no oír, no decir el mal”. La película del consagrado cineasta turco está cimentada sobre males varios, pero por sobre todo el gubernamental (viciado de corrupción) y el íntimo, aquel que se despliega sobre una familia de clase media baja. Eyüp (Yavuz Bingöl) asumió el crimen de su jefe, un político en plena campaña, con la finalidad de que no termine desprestigiado. A cambio, su mujer Hacer (Hatice Aslan) y su hijo Ismail (Ahmet Rifat Sungar) reciben una mensualidad. Esa transacción viciada de culpa es la mecha de una bomba que hará estallar el denso clima familiar, sobre todo cuando el hombre salga de la cárcel y retorne al hogar abandonado. Como en el reciente film de Christian Petzold, Triángulo (Jerichow, 2009), aquí el mal social se cuela en la infidelidad, torrente de pasión que emerge de la mujer reprimida. No hay expiación posible una vez que los hechos se llevan a cabo. Los mismos se no-presentan en la trama, son sus grietas sobre las que el guión está construido. Los crímenes, los momentos más álgidos y definitorios, es decir los nudos dramáticos, están elididos adrede. Esta elección produce que el espectador sea quien deba reconstruirlos, al mismo tiempo que sus ausencias promueven una reflexión crítica sobre las responsabilidades de los personajes. Bilge Ceylan ya había demostrado su capacidad para construir encuadres meticulosos, en donde la luz y el equilibrio interno construyen climas potentes, sobre todo en Lejano (Uzak, 2002). Esa misma capacidad aparece en Tres monos, aunque la exhibición en DVD opaque el trabajo fotográfico. Todo el hastío de los personajes está teñido de un gris fantasmal, que acapara tanto interiores como espacios callejeros. Frente a la casa familiar están las vías del ferrocarril, cuyo sonido es empleado, tal vez, como metáfora de la imposibilidad de estar en calma. Muchos podrán endilgarle al director la poca compasión con la que retrata a estos seres desgarrados. Pero más que encerrarlos en celdas psicológicas, su relato busca la ambivalencia, la doble mirada que muestra cómo llegaron a estar en situación de peligro. Y lo hace sin levantar el dedo acusador, aunque la mirada sobre ellos no deje de ser pesimista. En una escena Ismail llega al hogar ensangrentado y busca ocultarse de su madre. Nunca sabremos por qué, pero esa anécdota mucho dice de la Turquía actual, condenada como gran parte de Europa a la violencia social. Esas condiciones de posibilidad del mal, no explicadas ni puestas bajo una lupa, son las mismas que permiten que un político (en este caso Servet, interpretado por Ercan Kesal) pueda enquistarse en el poder. Por último, hay que reconocer la dirección actoral. Los cuatro actores protagónicos dotan a sus criaturas de una desesperanza profundamente humana. No debe haber sido una tarea sencilla, sobre todo en un film en donde los silencios y el clima plomizo son causa y a la vez fuente de inspiración.
Terror del otro lado del río La película de Gustavo Hernández marca una bienvenida incursión de la creciente cinematografía uruguaya en el género del terror. La casa muda (2010) tiene un interesante trabajo espacio-temporal ya transitado por otros films (Rec; 2007, The blair witch Project; 1999). Pero también tiene mucho cálculo y un punto de giro que roza lo inverosímil. Una joven y su padre aceptan una “changa”: pasar un par de días en una casa en medio del campo y poner todo en orden, limpiar, quitar las malezas del terreno. La propiedad será puesta en venta y debe estar un tanto más presentable. Cuando se predisponen a dormir, de repente se escucha un ruido en el primer piso. Hasta ese momento, nada hacía suponer que difícilmente no verían la luz del día siguiente. El planteo argumental es conocido y a la vez atractivo. Pero a ese argumento lo rodean una serie de máximas efectistas. A saber: “filmada en una sola toma”, “realizada con la cámara de un celular”, “inspirada en un caso real”. Son estas tres sentencias las que pretenden capturar el público de La casa muda. Cada una de ellas tiene su “lado B”, por decirlo de algún modo. La película –al menos en el corte con el que se estrena en Buenos Aires- no está hecha en una toma. Luego de los créditos esto queda claro. Luego, dirán, es por lo menos dudoso que así sea durante los primeros ochenta minutos (hay momentos de casi absoluta oscuridad, en donde tranquilamente puede haber un corte). Pero no nos pongamos tan estrictos. En cuanto a la segunda proposición, nada hace sospechar que el film no esté hecho con la cámara de un celular. ¿Osadía tecnológica? El relato se solventa en la movilidad de la cámara, en el desplazamiento permanente, rasgo que con una cámara profesional y liviana se pudo haber conseguido. Desde luego, la “proeza técnica” habrá demandado su buen trabajo de pos-producción. Por último, la historia está inspirada en un caso real ocurrido hace decenios en las afueras de Montevideo. La película retoma aquel hallazgo de dos cuerpos sin vida y conjetura el móvil del crimen y la resolución de su misterio, pero tampoco establece un lazo directo con datos verídicos. Todo esto nos pone bien de frente ante un film hecho a puro nervio publicitario, con la singularidad de que se trata del exponente de una cinematografía emergente. El mayor atractivo de La casa muda reside en el tiempo real desde donde la historia está contada. Y las herramientas más interesantes no son las “novedosas virtudes” que auto-proclama, sino el trabajo minucioso sobre la banda sonora y el fuera de campo, y –sobre todo- los recursos actorales puestos en función de una trama que hacia el final da un giro imprevisto y no del todo cerrado. En sus momentos más logrados, el film pega sus buenos sustos con mínimos elementos, transitando el horror más físico y sorpresivo. Poco a poco se aproxima hacia la noción de lo siniestro, canónicamente entendido como aquello del orden de lo familiar que no debe salir a la luz. Tal vez, el final no hubiera generado esa sensación de inverosimilitud si el guión hubiera dejado algunas zonas en penumbras.
Ni lento ni perezoso Surgido de la factoría de Hanna-Barbera en la década del ’50, el simpático mamífero llega a la pantalla grande. El film conserva sus características principales y extrae de ellas lo necesario para crear una historia simpática y sin pretensiones. Es sabido que los dibujos animados norteamericanos pegaron fuerte en la infancia local, la de antes y no tanto la de ahora. Hay, desde luego, niveles de preferencias. Algunos se inclinan por los de la Warner, otros por los que creó la Disney. Y otros tantos por los toons de la productora Hanna-Barbera, responsable de Los autos locos, Los picapiedras, Scooby-Doo, y algunos más. Todas las criaturas responden al estilo y el humor de la compañía que les dio vida, en un gesto de coherencia estética que permite aunarlos. Los emparenta esos mínimos rasgos que a la vez los definen. Por ejemplo, Penélope Glamour es puro encanto (y con ese apellido no podía esperarse otra cosa), el Pato Lucas es un histérico crónico, Scooby-Doo es tan despistado como buen gourmet. La última característica podría incluir a varios de estos seres, fervientes amantes del buen comer y el buen vivir. Y allí está Yogi, con su corbata verde y su gorrito, oso antropomorfizado al que le es imposible no cometer desastres cada vez que sale en búsqueda de un plato suculento. Yogi vive en el parque de Jellystone acompañado por su amigo Bubu y custodiado por el guardiaparques, quien pese a todo no puede dejar de quererlo. El Oso Yogi, la película (2010) retoma esos rasgos y los potencia en la pantalla grande. Es un entretenimiento no pretencioso pero bien cuidado técnicamente, por momentos inocuo pero consecuente con el sencillo argumento que le da forma. El parque está a punto de ser urbanizado por antojo de un intendente despiadado y sediento de poder. Frente a la inminente pérdida de su hogar, Yogi se las ingeniará para que eso no ocurra, pero su desmesurado amor por la comida –su máxima debilidad, como dijimos- le jugará malas pasadas. El guardaparques intentará lograr el mismo objetivo con un plan más coherente, ayudado por una bella documentalista. En determinado momento su colaborador devendrá enemigo, en el único rasgo de ambigüedad que presenta el relato. La película apunta claramente a un público infantil, y dentro de esa categoría se dirige a los más pequeños, empleando la comicidad física como herramienta central en la construcción del relato. Por fortuna, no cede ante el transitado recurso de los guiños innecesarios o el humor escatológico, a la manera de la saga de Shrek. Dentro de su simpleza el film encuentra su autenticidad. En varios momentos nos recuerda a productos muy transitados en los ’80 y los ’90 (Beethoven; 1992, Pie grande y los Henderson; 1987). Vale la pena remarcar el interesante uso del 3D (se estrena en ese formato y en 2D también). El realizador ha optado por pasajes con profundidad de campo, lo que enfatiza la belleza de los escenarios naturales y le da un particular encanto a la historia. El Oso Yogi, la película de seguro no pasará a la historia ni agregará un nuevo capítulo a la ya longeva vida de su criatura. Pero en su simpleza encuentra un público adecuado. Poco más de ochenta minutos para internarse en el corazón del bosque y salir sano y salvo.
Madre (no) hay una sola Como ya había demostrado en el film Con sólo mirarte (Things You Can Tell Just by Looking at Her, 2000), el colombiano Rodrigo García tiene una particular predilección por las historias femeninas. Amor de madres (Mother and child, 2009) consigue momentos de genuina emotividad, pero con el correr del metraje el relato se vuelve demasiado calculado, resintiendo el resultado final. Madre hay una sola, dice el dicho popular. Pero si un vínculo en la modernidad ha mutado merced a las nuevas tecnologías del cuerpo y los cambios sociales, es el de madre e hijo. Abortos, fecundaciones in vitro, tratamientos varios, sumados al auge de familias no tradicionales. A tono con esta realidad, Amor de madres es una historia de redención, encuentros y desencuentros. Garcia hace foco en mujeres con carácter, profesionales y de clase media. Karen (Annette Benning) lleva una adultez poco satisfactoria. Su madre está por morir y pesa sobre su conciencia aquella hija que tuvo a los catorce años y debió dar en adopción. Elizabeth (Naomi Watts) es una mujer en apariencias fuerte, abogada ambiciosa que inicia un affair con su jefe (Samuel L. Jackson) y cuya fragilidad comienza a manifestarse tras quedar inesperadamente embarazada. Por último, Lucy (Kerry Washington) es una mujer negra (dato no menor, ya verán por qué) que planea junto a su esposo una adopción, aunque las cosas no resulten como esperaban. El primer mérito del film es el compromiso asumido por el elenco. Las protagonistas aciertan en cada gesto, cada línea de diálogo, dándole a la historia una emotividad a flor de piel. Cuesta no generar una empatía con cada una de ellas, más aún cuando el conflicto con la maternidad repercute en las relaciones de pareja. Tanto Bening (que cierra un año excepcional, coronado con el reciente Globo de Oro por Mi familia) como Watts reconfirman que pueden ser convincentes tanto en el mainstream como en proyectos más independientes. La menos conocida Washington es la revelación del film y convendrá seguirle los pasos. Otro aspecto a destacar es la puesta en escena, transparente y concentrada en la gestualidad de los personajes. Con la habilidad de un maestro de orquesta, Garcia sabe tirar las cuerdas e hilvanar las tres sub-tramas con oficio. Colabora –mucho- la delicada banda sonora de Ed Shearmur, emotiva pero no maniquea. ¿Por qué Amor de madres no es, entonces, una gran película? Producida por Alejandro González Iñárritu, no cuesta imaginar que el mayor defecto del film esté relacionado con la filmografía del productor. Mientras que en Con sólo mirarte las historias no tenían una vinculación tan directa, aquí desde el comienzo sabemos que más tarde o más temprano el relato las unirá. Y esa unión se resuelve de una manera forzada, con moralina y una cuota de arbitrariedad que por fortuna –a diferencia de engendros como Babel (2006)- no aparece durante la mayor parte del film. Es de celebrar que teniendo tamaño culebrón entre manos, Garcia opte por un tono discreto, en donde las tensiones sociales aparecen de forma espontánea. Allí están los sutiles apuntes al ascenso social, las estructuras familiares (que de alguna manera pesa en las tres mujeres), en definitiva lo laboral y lo íntimo forjando el destino de los personajes. El final opta, en cambio, por eludir todo trazo fino y desmembrar esas esferas en pos de un cierre rosa y banal, “a la González Iñárritu”. El resultado es, pese a los desniveles, más positivo que negativo. Esperamos que Rodrigo García profundice su vinculación artística con historias femeninas, la próxima vez siendo más fiel a la lógica y coherencia que plantean los conflictos sobre los que su filmografía parece interesarse.
Deslucida adaptación de un clásico La nueva versión del clásico de Jonathan Swift tiene como figura central al comediante Jack Black, también productor. Al finalizar el film, no sabemos si es más irritante el deslucido guión o el poco atractivo de los efectos visuales. Ya lo sabemos: Hollywood suele encasillar a sus figuras. Sobre todo, si son cómicos. Le pasó a Jim Carrey, aunque alterna sus morisquetas con algún papel “serio”. Algo similar ha ocurrido con Ben Stiller y Adam Sandler. Como en el caso de Carrey, suelen aparecen de tanto en tanto en algún producto de riesgo, en donde las más de las veces pueden destacarse. Exceptuando la genial Escuela de rock (The School of Rock, Richard Linklater, 2003), la comicidad de Jack Black siempre fue así, autosuficiente, como si sus muecas y torpezas varias bastaran para darle autenticidad a los relatos. Pero, ¿qué ocurre frente a un film como Los viajes de Gulliver? Solventada en su enorme figura, magnificada aún más por el personaje que interpreta, poco puede hacer para levantar esta película plagada de lugares comunes. La adaptación lleva al torpe encargado de correo de una editorial a la tierra de los pequeños hombres, vista desde su perspectiva. Del otro lado queda la medianía de una vida deslucida, la incapacidad de declarar su amor a una bella e inteligente periodista (interpretada por Amanda Peet), y un futuro no demasiado prometedor. En el nuevo mundo, en cambio, lo esperan aventuras. Hay una elemental intriga en las altas esferas de este reinado, e incluso hay “otro hombre pequeño”, al que instruirá para que se anime a hacer lo que él no hace en su mundo: enfrentar los problemas, sobre todo los amorosos. La realización de Rob Letterman utiliza el material original con poco vuelo. Orientada al público infantil, Los viajes de Gulliver hace uso y abuso de la comicidad gestual de Black y de escatologías varias. En la senda de la saga de Shrek, los diálogos recurren a otros productos culturales (la serie 24 o las películas taquilleras más recientes) como herramienta paródica. Es decir: frente a un rico material literario elige el camino más sencillo. Es poco probable que la versión 3D (quien escribe estas líneas vio el film en 2D) le aporte encanto al relato. A esta altura, se exige por lo menos inspiración en el tratamiento visual. El poco atractivo diseño de arte y algunos desniveles técnicos (el pobre uso del chroma) poco colaboran en ello. Sin dudas el histrionismo de Black, paradigma del gordo bonachón y torpe, suerte de nuestro “Catrasca” yanqui, puede ser fuente de una de las mejores tradiciones en materia de comicidad: el slapstick. En este caso, Los viajes de Gulliver es un gran error en su aún pequeña filmografía. Cuestión de tamaño.