Sangre contra la pared El realizador de Les revenants (vista en la competencia internacional de Mar del Plata, allá por el 2005) estrenó en el último Festival de Cine de Cannes 120 pulsaciones por minuto (merecedora del Gran Premio del Jurado). Si bien son muy distintas, hay una conexión entre ambas y se manifiesta en términos opositivos. La primera se concentra en un grupo de muertos que vuelven a la vida y, cual zombies con ribetes filosóficos, se presentan ante los vivos y producen en ellos no una matanza, sino un cimbronazo existencial. En la segunda no hay quietud, sino todo lo contrario. Hay urgencia, hay necesidad de poner el cuerpo en un espacio de goce pero también de combate. El director Robin Campillo se interesa por el vínculo entre lo físico y la psiquis, a tal punto que en uno de los momentos más álgidos de su nuevo film asistimos a la vinculación abstracta entre el virus del SIDA y la energía puesta en una fiesta electrónica, casi como si se amalgamaran. Su película transcurre en los 90’, época en donde este tipo de eventos tuvieron su auge, al mismo tiempo que se masificaban mundialmente los grupos que bregaban por el tratamiento eficaz y responsable para los enfermos de SIDA. 120 pulsaciones por segundo tiene como epicentro una serie de asambleas de la ONG Act Up París (AIDS Coallition To Unleash Power), en donde se los activistas dirimían las diversas formas de llevar a cabo sus reclamos, frente al desentendimiento del gobierno francés y la mezquindad de los laboratorios. La película tiene una estructura coral, pero el corazón del relato está ubicado en el personaje Sean Dalmazo, un joven militante interpretado con visceralidad por Nahuel Pérez Bizcayart, un intérprete soberbio, pleno en matices. La película dura 143 minutos pero no le sobra ni un fotograma. El guión va vertiginosamente desde la esfera íntima hacia la colectiva, a tal punto que es casi imposible separar una de la otra. 120 pulsaciones por minuto no sólo funciona muy bien como un testimonio de época en donde aparecen en primer plano los prejuicios y el desamparo que sufren los manifestantes, sino que también triunfa a la hora de desarrollar la esfera afectiva de estos activistas. El personaje de Sean es quien encarna el punto álgido del relato, uno de quienes padece el virus de forma más agresiva. Hay algo que lo ennoblece y excede su compromiso con la salud (la suya y la de los demás), y tiene que ver con la relación que entabla con otro compañero de lucha, que asume como si lo esperara una vida longeva. A tono con el argumento del film, hay una bienvenida apuesta por el desenfado; las escenas de sexo son gráficas, al igual que los momentos en donde los activistas se manifiestan contra los agentes biopolíticos que ponen al desnudo sus vidas. En la secuencia inicial, por ejemplo, los vemos arrojar globos llenos de una sustancia similar a la sangre contra los jerarcas de un laboratorio. La situación es schockeante y se transforma en la mejor manera de presentarlos. El montaje elegido por el director es por momentos elíptico, disruptivo; una forma de entender qué es lo que pasa por sus mentes y por la necesidad de poner el cuerpo ante una situación que los degrada. Campillo nos entrega un relato que corre junto a sus personajes; una de las películas más contundentes a nivel político, más que bienvenida para una cartelera en donde, precisamente, eso no abunda.
La mirada de los pájaros - Publicidad - João Pedro Rodrigues es un cineasta que tiene una capacidad que muy pocos de sus colegas puede ostentar, y que consiste en darle una mirada adánica a aquello que registra, como si aquello que se proyecta en la pantalla fuera el resultado de una observación primigenia. En esta oportunidad, el realizador de Morir como un hombre se instala en un territorio fértil para esta operación estética: un paisaje agreste, a donde el ornitólogo del título (Paul Hamy) viaja para contemplar sus objetos de estudio. Rodrigues ofrece una serie de secuencias iniciales en donde se presenta la fascinación entre el personaje y los pájaros, que también observan (hay varias tomas subjetivas de las propias aves). Podemos pensar que El ornitólogo es una película sobre la mirada y sobre las operaciones culturales que modelan la forma de vincularse con lo salvaje, representado en diversas figuras que se le presentan al protagonista y que modificarán su destino para siempre. Al igual que el filipino Apichatpong Weerasethakul, João Pedro Rodrigues trabaja en su última película con una mirada sobre lo “cultural” en cruce y tensión con lo irracional, que se ubica en el caso del primero dentro de la órbita de lo maravilloso y en el caso del segundo dentro de la órbita de lo mítico/religioso. ¿Qué narra El ornitólogo? Ni más ni menos que ese cruce; un viaje (tanto una perdición como un redescubrimiento interior) en el que hay lugar para la comedia, el drama introspectivo, el erotismo gay, el suspenso y hasta el gore. Todos esos componentes se amalgaman a la perfección, precisamente porque se ajustan a la construcción de mundo a la que aludíamos antes. El ornitólogo se encontrará con dos jóvenes chinas fanáticas religiosas, un grupo de jóvenes que realizan extraños y truculentos ritos y un pastor sordomudo. Como en el caso del personaje principal, Fernando, que se pierde por culpa de la corriente del río, es recomendable que el espectador se deje llevar por este relato pleno en lecturas simbólicas y resignificaciones mitológicas. Rodrigues se revela como un cineasta lleno de ideas y muy capaz a la hora de conducirlas, con una libertad creativa que no es tan frecuente en el cine actual. En su película la figura de los pájaros es central, como no podía ser de otra manera, a tal punto que parte de la fascinación del personaje se transmite al espectador. Es a través de los pájaros, en la gracia de sus vuelos y de sus cantos, a partir de donde se gesta esta mirada autoral que no teme al absurdo (al contrario, lo incorpora) y que instala todo un universo.
Cuando en la última edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián The disaster artist se alzó ni más ni menos que con la Concha de Oro, llamó la atención que el máximo galardón recayera sobre una comedia. En general, los jurados tienden a seleccionar películas dramáticas, con frecuencia de temáticas “duras”, en el peor de los casos adherentes a un academicismo caduco bien predispuesto a hablar de “los problemas del mundo”. La película de James Franco no sólo es una comedia hecha y derecha, sino que –fotograma tras fotograma- parece reafirmar su adscripción genérica, casi celebrarla. Y lo mejor es que no lo hace saturando mecanismos probados (lo cual sería hacer algo muy malo para el género: no tomarse seriamente que su búsqueda es producir risa), sino que apela a definir personajes, trabajar sobre la empatía que establecen con el espectador, transportarnos a un espacio en donde también hay tensiones y conflictos. The disaster artist es la transposición del libro homónimo y está basada en hechos reales. Su epicentro es el rodaje del The room, catalogada con justicia como la “peor película del mundo” (aunque compita como “gemas” como las del mítico Ed Wood). Mal actuada, inconexa, sin solidez argumental, llena de lugares comunes y con parlamentos ridículos, esta película contó con la producción, guión y actuación del estrafalario Tommy Wiseau, un personaje inclasificable, de un acento extraño y con una fortuna de desconocida procedencia. La película fue un sonoro fracaso, pero gracias a las proyecciones de medianoche y el “boca en boca” recaudó una fortuna y hoy en día ascendió al estatus de “film de culto”. Franco no sólo dirige; también compone al excéntrico protagonista. Su hermano Dave interpreta a Greg Sestero (co-escritor junto a Tom Bissel del libro sobre el que se basó la película), amigo de Wiseau, actor en la película y testigo de la personalidad ególatra, border, del director de The room. La película es un festín de gags, sobre todo a partir del momento en el que se inicia el rodaje. Pero esa efectividad se solventa sobre la información que tenemos de los personajes y el arco dramático que atraviesan. Wiseau y Sestero se conocieron en 1998, durante una clase de actuación; los unió el deseo de trascender en el arte, algo que Franco entendió muy bien a la hora de delinear el conflicto de la película. Hubiera sido sencillo reírse de Wiseau sin otro interés más que ese. La sensación que queda tras el visionado del film es que el director de The room encontró en su particular fracaso una suerte de trascendencia involuntaria, situación que lo ubica en un lugar de extrañamiento frente a su propia obra. Además de los méritos apuntados, The disaster artist es una película que con un presupuesto acotado (dentro de los estándares de Hollywood) ostenta un cuidado diseño de arte, que no sólo delinea la década del ’90 y el comienzo de los 2000, sino que además reconstruye miméticamente las escenas de la película que retrata. El efecto produce risa por partida doble (¡quédense en la sala de cine cuando termine!): por el original y por su réplica. Franco comprendió que, en el territorio del arte, los resultados (casi nunca) responden al resultado de ningún cálculo. Aún cuando nada sale como se esperaba, es el espectador quien, con su ojo, resignifica lo que la imagen le brinda. Desde esa perspectiva, el cine es un espectáculo de una productividad receptiva fenomenal: hay tan buenos motivos para ver Citizen Kane como para ver (y celebrar, por qué no) The room.
Cuestión de fe Dentro del primer tramo de este 17 BAFICI ya es posible encontrarse con un punto alto de la Competencia Argentina. Al centro de la tierra (2015), de Daniel Rosenfeld, es una película que produce un singular extrañamiento a partir del seguimiento de Antonio Zuleta, un salteño obsesionado con los OVNIS. El hombre, sostiene, suele avistar OVNIS. No sólo eso; gracias a la modesta cámara que ha comprado, ha logrado registrar esos encuentros en numerosas ocasiones. Antonio Zuleta existe, vive en Cachi, Salta, y, aunque sea el protagonista de un film, poco importa si la suya se trata de una historia real. Al centro de la tierra no parece un documental ni busca serlo. Detrás de esa capa biográfica, gravita un extrañamiento propio del que se abre a un mundo por primera vez. Sin señalarlo como objeto bizarro, el ojo que ve a Zuleta asume su capacidad de testigo, y tal vez por eso la persona -devenida personaje- hasta puede llegar a emocionarnos. Durante el relato, Zuleta aparece junto a sus hijos, cuenta una bellísima anécdota sobre el poder y la creencia, viaja a Buenos Aires para consultar a ¡Fabio Zerpa!, y –finalmente- se topa ante una sorpresa. En cuanto a lo formal, Al centro de la tierra tiene algo de documental etnográfico y comedia absurda, pero su matriz dramática reposa sobre un realismo seco. Como en El rayo verde, de Eric Rohmer, aquí se trata de persistir y esperar una señal. Si es un OVNI o un fenómeno meteorológico, eso es un aspecto tangencial. Rosenfeld lo sabe, y por eso su película no se agota jamás. Y en su tramo final logra crear una álgida tensión. Con pinceladas de comicidad y un superlativo trabajo visual, el realizador crea una atmósfera única, sin desaprovechar el imponente pasaje salteño. Al centro de la tierra es una película híbrida, como hemos advertido, pero tal vez su herramienta más contundente sea la de entregarnos un personaje único, con un objetivo claro, en un lugar desconocido. Tópicos del cine de género, que aquí funcionan de otra forma, pero con gratos resultados.
El cine y yo El documental de María Victoria Menis expone su crisis en torno a la realización cinematográfica. Mi hist(e)ria en el cine (2015) es, a la vez, un retrato sobre una familia atravesada por el amor al cine. Hacer una película, se sabe, no es nada sencillo. Sobre todo, si esa película tiene aspiraciones artísticas más allá de lo comercial. Y la directora María Victoria Menis hace ese tipo de películas, entre las que se destacan El cielito (2003) y La Cámara Oscura (2007). Su filmografía demuestra interés por trabajar temas sociales (la pobreza y la resistencia, el concepto de belleza, el desamparo), pero a la vez hay en ella una clara orientación hacia los relatos que pueden ser disfrutados y comprendidos por públicos más amplios. El comienzo de Mi hist(e)ria en el cine la muestra desorientada tras el estreno de María y el Araña(2013); película que, como suele pasar, le demandó años de trabajos y tuvo poco impacto en la cartelera. No sólo hay que trabajar intensamente en un proyecto; una vez concretado, comienza la ardua tarea de distribución y difusión… Mientras que hay muchos documentales sobre el éxito y los films de los directores más destacados (en general, son marcadamente laudatorios), no abundan los antecedentes de trabajos que muestren las dudas ante el oficio, los puntos más débiles que debe enfrentar todo realizador. En esos casos abundan los datos optimistas, las certezas, que es lo que en la película de Menis casi no hay. Porque aquí se trata de revisar el vínculo con el cine, aún cuando se habilite la pregunta sobre seguir haciendo films o no. Lo más interesante es que ese camino de revisión personal no demuestra resentimiento contra el séptimo arte, sino que respira pasión. No sólo la de la directora, sino también la de su familia cinéfila, en la que también hay dos hijos vinculados a la realización. Mi hist(e)ria en el cine expone un momento doloroso, pero lo hace con humor. Funciona como una comedia familiar (un poco a la manera de los primeros films de Woody Allen, con extensos diálogos sobre anécdotas) y también como reflexión sobre la industria y la recepción del cine, en virtud de los cambios en los paradigmas de visionado (de la pantalla grande a la computadora). Hay espacio para la nostalgia y hay un tono reflexivo que va desde la percepción de Menis hasta el resto de la familia. Es un trabajo que recurre al archivo solamente cuando es necesario, un documental “pequeño” en términos de producción, pero noble y muy entretenido.
Yo me quiero casar La película israelí Un novio para mi boda (Laavor et hakir, 2016) se concentra en el deseo de Michal, una joven judía ortodoxa que quiere casarse. Como sea. Casi como si fuera “lo lógico”, cuando se estrena una película de una cinematografía poco difundida buena parte de los espectadores tienden a buscar “lo diferente, lo singular”. Que a veces asume la forma de pintoresquismo, y otras veces la forma de apunte sociocultural más profundo. Un novio para mi boda tiene más de lo primero que de lo segundo. La película es tan rígida (en su forma, pero también en las creencias que predica) que cuesta encontrarle matices más allá de su procedencia. Queda claro que para la realizadora Rama Burshtein el deseo de Michal (Dafi Alferon) es tan genuino como comprensible. Anclada en las creencias más ortodoxas del judaísmo, esta convicción no tiene que ser negativa en términos dramáticos per se. El problema es que sin generar en el personaje otro efecto que no sea el de la insistencia, ese deseo se transforma en un impedimento para que la película plantee ambigüedades, líneas de fuga, nuevas zonas para explorar, en definitiva, por qué esta joven quiere casarse de la forma que sea. Dejada por su pretendiente apenas comienza el film, Michal se autoimpone una regla: en un mes tendrá que dar el sí. En definitiva, el catering está encargado y nadie se quiere perder una boda. Sin transitar otros malestares más que el que ella misma se adjudica, su vida transcurre entre el tiempo que le dedica a su empresa de entretenimientos (una suerte de show itinerante de animales), la recurrencia a compartir su desdicha con cuanta amiga se le acerque, y el desfile de candidatos que le presentan para ponerle un punto final a su amargo derrotero. Además de su unidimensionalidad, Un novio para mi boda tiene otro problema vinculado a su adscripción genérica. Porque más allá de su puesta televisiva, como drama es demasiado irrisoria y como comedia se torna en exceso dramática. Condenada al corset de su tradición y su tesitura, lo que le pasa a Michal es un poco lo que le termina pasando a todo el relato: queda en un pozo desde el que se puede explorar muy poco. De ese lugar al tedio, se imaginarán, no hay mucha distancia.
Fallida revisión de los tiempos de la Guerra de Malvinas La película de Alex Tossenberger se concentra en el trato que reciben dos jóvenes marineros por parte de un siniestro sub-oficial. Se trata de una película que no aporta demasiado a la filmografía sobre Malvinas. Hasta la fecha, y aún con algunos reparos, Iluminados por el fuego (Tristán Bauer, 2005) es la película argentina sobre Malvinas que más llegada tuvo al público masivo. Es, también, la que supo narrar una historia con herramientas cinematográficas sin por ello desmerecer una causa nacional que dolió y que duele. QTH (2016) es, a priori, bienvenida; construir memoria desde lo audiovisual es un gesto noble. Pero allí en donde Bauer acertaba, Tossenberger falla. QTH (título que refiere al punto exacto en el que se encuentra alguien, dentro de la terminología militar) relata el trato que reciben dos marineros en el Canal de Beagle, espacio al que llegan las noticias sobre la inminente guerra, primero, y los terribles resultados, después. El sub-oficial es un ser perverso, que los insulta y los somete a prácticas físicas deleznables. Lo interpreta Oski Guzmán, un gran actor de teatro que encierra la paradoja de darle matices cómicos a un personaje bajísimo. Esa dualidad poco hace por el relato; se acerca peligrosamente al terreno de la simpatía. Y no es que no se pueda darle matices humorísticos a un personaje de esta naturaleza (sino, recordar al personaje de Christoph Waltz en Bastardos sin Gloria); el asunto es que haya una línea de coherencia entre lo que se quiere denunciar y la forma en la que se elige hacerlo. Más aún cuando este sub-oficial lleva sus conductas al extremo, y es el encargado de trasladar hasta allí lo peor de lo que se decía en aquel momento; “estamos ganando”, “esto el país se los va a agradecer”, etc. Y si se busca generar una “identificación ambigua”, debería darse a partir de una trama argumental más sólida y abierta a múltiples interpretaciones. Eso aquí no existe. A esos problemas de índole ideológica, si se quiere, se le agrega la torpeza con la que QTH está narrada; no hay una temporalidad interna bien definida, los fundidos a negro le quitan fluidez al relato, la música es altisonante y poco estimulante en términos creativos. Apenas hay algo interesante en el vínculo de camaradería que entablan los dos marineros; uno de Capital y universitario; el otro de Tucumán y marcadamente más humilde; un vínculo ya muy explorado y con mejores resultados. Insistimos: profundizar en la cuestión de Malvinas es necesario. Pero cómo hacerlo no es un problema menor.
Mapa de emociones Inspirada en la vida y obra del escritor Juan José Saer, Toublanc (2017) es una de las películas más logradas (en términos semánticos y formales) de Iván Fund. Con esta interesante aproximación al universo de Juan José Saer, Iván Fund se destaca en la sección Vanguardia y Género del [19] BAFICI. Se trata de un muy libre abordaje de uno de los autores esenciales de la narrativa argentina. El co-realizador de Los labios (2010) vuelve sobre sus marcas de estilo (los extensos planos, el tono contemplativo, la pantalla fragmentada) para concentrarse en la vida de dos personajes solitarios que, tal como ocurre en la literatura del autor de Cicatrices y El limonero real, conectan dos espacios lejanos: París, en donde vive el lacónico detective Toublanc, y Santa Fe, lugar de residencia de la profesora de francés que interpreta Maricel Álvarez. Dos acontecimientos policiales marcan el presente de ambos: un asesinato que investiga él (en la piel de Nicolás Azalbert, crítico de la revista Cahiers du cinema), y otro que ocurre a escasos metros de la casa de ella, con el caballo de la víctima como único “testigo”. Más allá de estos acontecimientos nodales para el relato, lo que le interesa a Fund –como era de suponer- es más el tono que la acción. La conexión emocional de los personajes se hará cada vez más evidente conforme avanza el film; son, en definitiva, dos seres solitarios, jóvenes pero no adolescentes, con vidas sin demasiados sobresaltos pero con intenciones de mantener lazos afectivos. En el caso de Toublanc con su hijo, producto de la relación con su ex mujer, y en el caso de ella con un joven alumno que la ha espiado y con el que comenzará una relación amorosa. La capacidad de Fund para “robar” del plano un momento de verdad encuentra aquí su máxima expresión, sobre todo cuando deja la cámara estática y permite que los movimientos internos del plano se aproximen a la interioridad de los personajes, o cuando se detiene en elementos cotidianos y percibe “algo” que se nos escapa en una primera y desinteresada mirada. Este talento se complementa con el preciso casting, en donde se destaca la talentosa Álvarez. Toublanc, finalmente, es no sólo un buen abordaje desde lo cinematográfico de la literatura de Saer, sino también un justo y merecido homenaje.
El abuso de poder se viste de blanco La maestra (Ucitelka, 2016) recrea los hechos reales que tuvieron lugar en la ciudad eslovaca de Bratislava, en 1983, cuando una maestra muy singular llegó a una escuela primaria. Maria Drazdechova (Zuzana Mauréry) llega por primera vez al aula. Libreta en mano, toma presente y anota la profesión o el oficio de los padres de sus alumnos. ¿Por qué lo hace? La respuesta se advertirá pronto; a Drazdechova le importa más saber qué provecho podrá sacar de cada uno de ellos que los contenidos que les pueda enseñar. Basada en el caso real del que formó parte su guionista, Petr Jarchovsky, la película de Jan Hrebejk compendia –flashbacks mediante- una serie de situaciones abusivas mientras, en el presente del relato, un grupo de padres debate el traslado de la maestra hacia otra institución. Con una notable capacidad de trabajar una zona del humor asordinado, que empatiza con el patetismo y la crítica social, la película se concentra en un puñado de situaciones que sirven para dar cuenta sobre cómo el poder altera la vida del alumnado. La situación es más compleja de lo que inicialmente parece, dado que la “seño” ocupa un cargo en el comunismo, régimen de gobierno de aquel entonces. Una adscripción que le garantiza un mayor margen de impunidad, haciendo de su alejamiento un paso difícil de dar. Pero tanto padres como autoridades escolares (que poco pueden hacer) tendrán que actuar cuanto antes, sobre todo luego de que uno de los niños haya intentado suicidarse. Es destacable la excelente composición de Zuzana Mauréry, a la que se suma un grupo de actores entre los que se destacan los más jóvenes, quienes condensan el temor pero también la sensación de incomprensión frente a tan ambigua situación. En cuanto a los roles técnicos, la película cumple sin pintoresquismos con lo que en definitiva es: una película de época. La maestra tiene un marco bien definido, pero eso no le quita espesor universal. El abuso asume diversas aristas en la película, que van desde las necesidades cotidianas, la búsqueda de complicidad, la lenta pero progresiva lista de beneficios que hacen del personaje protagónico una metáfora de la “gula del poder”. La estructura de guión dosifica la dosis de repugnancia y empatía hacia unos y otros, y de este modo hace que se produzca un in crescendo, al que en paralelo se le adosa una sub-trama vinculada a qué se hace cuando parece que poco se puede hacer.
La novela de mi vida La ópera prima de Santiago Van Dam sigue el derrotero de un joven escritor en su obsesión por escribir una novela que lo saque de la medianía en la que vive. Marcos (Ezequiel Tronconi, en una labor soberbia) ha sido el prolífico escritor de una saga infanto-juvenil. Hasta que un día decide convertirse en un “escritor serio”, decisión que a su editor no le interesa en absoluto. Convencido de que su inminente obra lo consagrará, abandona su trabajo y se aventura en la tarea de escribir una novela para adultos. Las cosas no serán tan fáciles y espontáneas, y el único oficio que podrá cultivar –valga la redundancia- es el de las flores psicotrópicas, mientras intenta avanzar en sus objetivos literarios. Ojalá vivas tiempos interesantes (2017) es una comedia negra, cualidad que profundiza a partir del trayecto de su personaje protagónico. La actividad de la escritura le resulta difícil al comienzo. Pero luego se verá encauzada mediante una simple lista de actividades escrita por el propio Marcos. Las obsesiones del autor serán cada vez más subsidiarias y dependientes de su mente enrarecida, frenética, lentamente inmoral. Pero al mismo tiempo que el relato se repliega en las conductas erráticas del joven autor, amplía su mirada sobre el contexto. Los personajes secundarios operan aquí como una “caja de resonancia” de Marcos; ninguno parece ofrecer un punto de vista positivo en términos de satisfacción personal. Y el único que lo hace, un amigo que vive en Canadá, suena tan optimista que parece irreal. Película “de personaje”, Ojalá vivas tiempos interesantes no descuida la definición de los secundarios y ofrece una galería de seres erráticos, patéticos, ambiguos en su definición moral capaz de darle identidad (se destaca del vecino de Marcos, un outsider demasiado interesado en su actividad como productor de “pimpollos”). Tal vez, el mayor problema de la película sea el rol un tanto decorativo", que esquematizan un poco el devenir del relato (definitivamente concentrado en el escritor). Si bien hay poco de “querible” en Marcos, al menos sí hay una mirada del film cercana, que antes que juzgarlo para reírse de él lo comprende y trasforma sus acciones en comedia cuando las pone en entredicho con lo que ocurre en el mundo circundante. Que, podrán imaginar, también sabe afilar sus colmillos.