De Cassavetes a los Campanelli Pocos son los actores cómicos que adquieren reconocimiento inmediato, ya sea para celebrarlos o para denostarlos. En esta dirección de excepciones, la particular carrera cinematográfica de Adam Sandler suele demandar un plus adicional de indagaciones y reflexiones sobre el oficio del intérprete y su personaje. Ojo, no porque se trate de un actor extraordinario o porque se lo considere un payaso inflado (verán que estoy planteando las evaluaciones más polarizadas) y el resto de las gamas de grises no merezcan atención, sino porque en su obra como actor-guionista-productor se suceden elementos reflexivos que no suelen observarse en el resto de la comedia industrial. Es por eso que enfrentar un film de la “factoría Sandler” siempre resulte una tarea imprevisible, ya que, justamente, nos podemos encontrar con películas más o menos logradas, pero con un pleno conocimiento del lugar en el mundo desde donde se mira. Sin ánimo de hacer una historia de la obra del actor-productor, resulta notable evidenciar dos grandes universos en la carrera actoral consolidada de Sandler (es decir, de 1995 para acá): uno salvaje, perteneciente a los hombres-niños, que todavía no han aceptado crecer (Billy Madison, Happy Gilmore, Ocho noches de locura, Un papa genial, por ejemplo), el otro, el de los adultos melancólicos, introvertidos, humillados de algún modo, que añoran un tiempo pasado y mejor (Click, Locos de ira y fuera de su propia productora, Hazme reir). En el medio las excepciones a la regla, que buscan alejarse del physique du rol “sandleriano” y que lo acercan más al eclecticismo anárquico de sus personajes en Saturday Night Live (Little Nicky, No te metas con Zohan, The Waterboy) o que muestran un Sandler más humanista (Como si fuera la primera vez, La mejor de mis bodas), menos egocéntrico, saliéndose de la estrella cómica para entregarse a la comedia, democratizando la participación con sus compañeros. Estas últimas son, justamente, aquellas que “hacen ruido” en concepto de “obra” y de “autor” y quizás las que resulten extrañas a paladar negro de los seguidores incondicionales. Lamentablemente, Son como niños, que permitía preveer en su primer media hora -y durante buena parte de su trayecto- algo inclasificable, una suerte de versión bufa de Maridos, de John Casavettes, desbarranca en un tono solemne, forzado e innecesario, como si el mismo Sandler necesitara volver a las bases, a eso que el público reconoce y busca en sus películas masivamente… pero ¿Qué entrega Son como niños? Básicamente, una síntesis reflexiva de varios ejes de la obra de Sandler como personaje, pero sin anestesia ni solución de continuidad. El resultado es algo así como una celebración narcisista de los tópicos de la factoría (actúan en la película casi todos los amigos de la casa, recurrentes en muchos de sus otros films) bajo una premisa que reúne elementos, como si Sandler tuviera plena conciencia del callejón sin salida al que lo lleva la maduración cronológica de su personaje de ficción (el personaje Sandler como una invención que trasciende la pantalla y nos afecta por medio de una extraña empatía), pero como si no le importara mucho el resultado. Seré breve: cinco amigos de la infancia y adolescencia se reencuentran a partir de la muerte de su antiguo y querido entrenador de básquet. El encuentro se produce en el funeral y se extiende durante un fin de semana en una casa de campo… sólo que incluye mujeres e hijos de cada uno de los integrantes del grupo de amigos. Con semejante premisa, la película oscila durante un primer tercio entre la melancolía y el chiste socarrón entre grandulones, en donde brilla mucho más el grupo de amigos que Sandler mismo. Esto genera un extraño placer propio de una reunión cordial, amigable, de camaradería, pero, naturalmente, atravesada por eructos, flatulencias y otras marcas de la Nueva Comedia Americana. Ahí donde la película parecía transitar por un camino ausente de conflictos, por el mero disfrute hawksiano de la celebración grupal, de la comida, de las mujeres y hasta de las familias disfuncionales, se cambia la velocidad radicalmente y todo desencadena en algo insólito: una sumatoria de subconflictos familiares (padres que descuidan a sus niños pero aprenden la lección), clasistas (peleas de clase entre aquellos que lograron “salir del pueblo” y triunfar económicamente contra los frustrados pueblerinos…todo otro tema pobremente incluido) y etarios (niños que no juegan al aire libre y se la pasan jugando playsatation y con sus celulares vs. padres que no comprenden el cambio de los tiempos), por no decir feministas (las mujeres independientes son mal vistas mientras que aquellas que se entregan a sus parejas apenas tienen algunas luces) se hace presente o al menos emerge, explota. Extrañamente, la película, que permitía vislumbrar una idea de familia, convivencia y amistad acorde a los ejemplos más interesantes y disfuncionales de la NCA termina en una suerte de oda convencional no muy lejana a los Campanelli o los Benvenuto. Así de brusco es el cambio, así de innecesario el quiebre de tono que hasta los personajes hacen giros imposibles sin que logremos entender el por qué. El acabado termina siendo frankensteiniano, un híbrido conformista que es puro presente congelado: no hay a dónde ir, no hay cómo escapar de sí más que por medio de la repetición ad infinitum (Mike Myers sabe algo de esto)…en ese gesto desesperado y narcisista, Sandler parece estar cada día más cerca del George Simmons que personificaba en Hazme Reír (Judd Appatow, 2009), es decir, inmerso en la reflexión sobre el triste oficio de hacer reír con la propia cara como máscara.
Super héroes y anti héroes Hay universos que mezclados suelen darnos agradables sorpresas como espectadores: el terror y la ciencia ficción, en algún momento nos dieron Terrore nello spazio, de Mario Bava; la comedia y el film de aventuras nos regalaron En busca de la esmeralda perdida, de Robert Zemeckis; el melodrama y la ciencia ficción nos ofrecieron la saga Star Wars, de George Lucas (aunque no haya dirigido todas las películas). La lista puede ser interminable, lo sé. Con menos ínfulas de grandeza, Kick-Ass intentó reunir a las películas de cómics con el universo de la parodia y, para no ser menos, una historia de coming-of-age a lo Supercool. El resultado, incierto, a medio camino de todo, no es poco disfrutable, pero nos deja con demasiadas ganas de algo que no fue. El comienzo de Kick-Ass es bien deudor del mencionado film de Greg Mottola: tres adolescentes, no muy especiales, no muy inteligentes ni bonitos se enfrentan a los últimos años de la escuela secundaria. Carentes de perspectivas de vida en una cotidianeidad anodina (hecho que se muestra con el nulo cambio que genera en el protagonista la inmediata muerte de la madre, apenas a los pocos minutos de comenzada la película), todo parece pasar por la compensación que Internet puede dar a sus vidas grises. De ahí que la película apele a todos los lugares comunes de la adolescencia en los que el cine ha pensado: masturbación, dificultad para las relaciones en general, avidez por sexo, necesidad de destacarse. Resulta interesante, en semejante panorama, que la salida al mundo o en tal caso, la revelación, la búsqueda de una identidad la dé el género del cómic. Justamente, la necesidad de invención de un héroe es lo que pone al protagonista en otro lugar. En este punto es donde se juegan las mejores cartas de la película: por un lado, asistimos al crecimiento a los ponchazos de un adolescente sin muchas luces a la vez que vemos la construcción desacralizada y poco solemne de un héroe (siendo algo así como la contratara de El Hombre Araña, por ejemplo, película citada en distintas ocasiones por el protagonista). Pero Kick-Ass, justamente por su necesidad de conjugación de universos disímiles, cada vez que abre una puerta debe cerrar la otra o evitar que el asunto se venga a pique. Es ahí donde, sobre todo a partir de la segunda mitad, el film cambia el rumbo y abandona a sus personajes más humanos casi creyéndose la solemnidad y la violencia que el universo de personajes de cómic depara. De a poco, nos vamos olvidando del protagonista y su necesidad de figuración (especialmente ante una chica a la que ama y que sólo lo aceptará mientras éste siga fingiendo ser gay) y el espacio de las subtramas de venganza entra a escena. No está mal combinar géneros y registros, pero al finalizar el film uno se queda con una sensación rara: no terminamos de empatizar con el personaje y nos quitaron de ese mundo de geeks y perdedores; no completamos la identificación con esos dos personajes bigger than life que son Big Daddy y Hit Girl (extraordinarios Nicolas Cage y la sorprendente -boca de letrina- Cloé Moretz) porque se nos expone a la fascinación que generan sus intervenciones violentas y no sus posibilidades como personajes; finalmente no nos creemos mucho el universo de mafiosos que deben confrontar los protagonistas, precisamente por ser el tono más paródico del asunto y generar una constante desmarca con respecto a los otros personajes mostrados. En definitiva, como si se tratara de un malabarista chino que debe hacer girar los platos sobre varias varas a la vez evitando que se caigan, nos vamos de Kick-Ass con la sensación de haber sido la primera parte de una saga, con la sensación de “presentación de algo por venir”. El problema, claro está, es que no siempre los mundos se comunican; a veces, chocan, como diría George Constanza.
Underworld USA Muchas películas no nos proponen el más mínimo riesgo o interés en tanto espectadores, por lo que, a poco tiempo de comenzar, todas las fichas están jugadas a nuestra (buena) fe en las posibilidades de un entretenimiento sin sorpresas ni altibajos ni interés. Los mejores de Brooklyn pertenece amablemente a esa imposible categoría (“no me ofrece nada nuevo pero no pierdo nada viéndola”), que, por otra parte, excede la relación natural de expectativas que establecemos con un film de género -cualquiera sea el género en cuestión, en donde hay un pacto tácito de patrones temáticos y arquetipos que no osamos poner en tela de juicio- justamente porque es de esas películas que buscan desmarcarse de su pertenencia genérica buceando todos y cada uno de los lugares comunes existentes para tal escape. Es decir, amigo espectador, si usted se cruza con el último film de Antoine Fuqua no espere ver una reedición del gran film -del mismo director- que fue Día de entrenamiento sino una suerte de variación coral de ese otro policial reciente llamado Código de familia pero dentro del código de un film como Traffic. La pregunta pragmática sería, por lo tanto… ¿por qué motivo ver Los mejores de Brooklyn? Esencialmente porque pedirle al cine una caja de sorpresas como condición sine qua non resulta, al menos, una pedantería que no resiste ningún film promedio. En este camino, este policial demacrado no miente sus aspiraciones: se plantea como un ingreso puro y duro al submundo del delito de mano de una suerte de police procedural (subgénero policial sobre los métodos del accionar policíaco) que recorre un abanico de posibilidades éticas frente a dilemas morales similares. La película no demanda otra clase de espectador, sino aquel que establece con ella un pacto de no agresión. No nos va a bajar línea (excepto en algún momento aislado), no va a pretender hacer un fresco de época o de lugar, sino hablar, justamente, de lo gris, de lo promedio, como un estado moral (doble moral al fin: la del film y la de sus policías, los cuales podrían adscribir perfectamente al monologo del personaje de Vincent D’onofrio al comenzar el film): justamente, no hay buenos o malos sino estados de degradación que se tocan entre si. Si podemos ver alguna bajada de línea, la película nos la muestra de esa única manera. Lo cual no es tan malo. El problema mayor radica en su duración desmedida, en ciertos problemas de casting (Richard Gere es el actor menos apropiado para personificar a un policía suicida y amante de una prostituta de buen corazón meno) que derivan en una conclusión poco feliz, un aroma final a cierta moralina que atenta contra los principios que la película enarbolaba (justamente, los de la existencia de matices y la convivencia cotidiana con esa moral), una pretensión coral que nunca es del todo justificada y que, al contrario, por momentos fuerza cruces inútiles. A todo eso sumémosle una falta de fe en otras salidas a los atolladeros convencionales del género, lo que implica la caída en operaciones reiteradas una y mil veces como si se trataran de hábiles giros de volante. Por último, su mayor inconveniente: el film se hace fuerte cuando confía en sus personajes a los que, súbitamente, por decisión de guión o vaya uno a saber qué motivo, abandona en pos del cierre, de la clausura, de la cesura del hiato que queda abierto. Los mejores de Brooklyn es, en síntesis, una de esas películas bifrontes, que no molestan, que pueden verse con una indispensable dosis de disfrute, pero que en algún momento busca convencernos que es más importante la perspectiva, la conclusión que la suma de los colores, el trazo, el volumen de los contrastes y bajorrelieves: pudo haber entregado Cezanne (metáfora, estimado lector, metáfora), prefirió esconderse detrás del más elemental y simplón realismo.
En algunas ocasiones es injusto abusar de los sobrenombres, los motes. Inclusive de los apellidos. Todo aquello que, indistintamente, funcione como nombre propio puede poner de mal humor hasta al sujeto más orgulloso. Deporte fácil y privilegiado por la crítica el de poner motes, Richard Kelly supo ganárselos desde su ópera prima, Donnie Darko, a puro talento. Y si bien su siguiente película, Las horas perdidas, era una mezcla pretenciosa de ciencia ficción y parodia, Kelly podía salir airoso de esa inapelable terminología que nos legó Harold Bloom, es decir, podía huir a la llamada “angustia de las influencias”. Hasta que llegó The Box, que en sus 115 minutos condensa todas esas citas que alguna vez pugnaron por salir en el cine de Kelly y que aquí estallan descontroladas -en el mal sentido del descontrol, digamos- salpicando una película desparejísima, confusa, pretenciosa, solemne y, cuando no, proclive a encontrarle motes y filiaciones habidas y por haber. A lo largo de la historia podemos recuperar a buena parte del Stanley Kubrick más ascético y frío de sus films de los años ‘80, también andan rondando los fantasmas del cine y la TV de David Lynch (sobre todo porque The Box parecía merecer más un formato de miniserie televisiva, como lo fue la revolucionaria Twin Peaks), naturalmente otra influencia visible es La dimensión desconocida, serie a la que se alude lateralmente, también, al adaptar un texto de Richard Matheson, reconocido escritor y guionista de buena parte de los capítulos de aquella serie de Rod Serling. Si uno se pusiera menos pretencioso, no sería difícil ubicar a Lost, pero sobre todo retumba en el cerebro el imaginario conspirativo típicamente estadounidense que tiene a la paranoia de X-Files como su adalid (y a la ciencia ficción de los años ‘50 como referente un poco más lejano). Pero… ¿A qué va esto? Esencialmente, a mostrar que buena parte del esqueleto de la tercera película de Kelly sólo puede sostenerse en base a ese “espíritu de influencias” más que por mérito propio. En ese sentido, el resultado, hasta la primera hora de película es entre aceptable y demasiado correcto/académico. Pero, a partir de la revelación de las conspiraciones, todo el asunto desbarranca en una sucesión de arbitrariedades insostenibles (ver la prueba final a la que se somete a la familia, nada muy distinto a la pregunta infantil: “¿si tuvieras que elegir morirte ahogado o quemado o que te torturen una semana seguida y te paguen un millón de dólares, qué elegirías?”) que desdibujan lo logrado en la primera parte derivando en un final moralista, innecesario, y por qué no, acelerado, como si toda la resolución debiera resolverse con apuro. Tengo la sensación, nuevamente, que The Box pudo haber sido un mejor programa de TV que una película: con el 10 por ciento de las conspiraciones y preguntas que la película plantea como potenciales conflictos, Lost lleva seis años al aire.
El movimiento falso Hay un plano interesante como muestra del planteo estético de El libro de los secretos (si no ha visto la película, no siga leyendo y salte al siguiente párrafo): Atrincherados en la casa de dos supervivientes del holocausto nuclear que ha enfrentado el planeta tierra, Eli y Solara (Denzel Washington en piloto automático pero bien predispuesto y Mila Kunis, predispuesta, respectivamente) resisten los embates de una patrulla parapolicial de ladrones y saqueadores a manos de Carnegie (un Gary Oldman en histérico tour de force, cada vez más parecido físicamente al Drácula de Coppola y sin necesidad de maquillaje). Eli tiene algo que Carnegie quiere pero no lo va a entregar hasta las últimas consecuencias. Se desata una balacera, una suerte de Asalto al precinto 13 en pequeñísima escala (la escena dura unos siete minutos). De repente, los Hughes abandonan un criterio relativamente coherente de puesta en escena y reponen el memorable (para mal) plano secuencia semicircular de Bad Boys II y Swordfish: los hombres de Carnegie ametrallan la casa dejándola hecha un queso gruyere de madera y vemos la balacera por medio de un desplazamiento que atraviesa todo el interior de la casa, sale por uno de los agujeros de las balas y termina con el mortero y su ametralladora disparando a cámara, para luego volver al punto de partida y terminar el asunto. Tarea lograda y fin de la cuestión… aparentemente. Es interesante pensar qué concepción tienen los hermanos Hughes del cine y sus procedimientos. No me refiero a la estilizada violencia que puede presuponerse implica el susodicho plano que describí, sino a los usos, a la función de cierto imaginario visual que es dispuesto frente a cámara. En ese desplazamiento aparecen, como ejemplo, muchos de los peores errores que la película carga en sus hombros. De haber reflexionado sobre alguno de estos procedimientos, estaríamos hablando de una película del montón pero amable al fin. Veamos de qué se trata esto: Diseño de producción. Estamos frente a una película que centra una de sus cartas más importantes en el diseño del imaginario post apocalíptico. Lo que vemos suena a rejunte que va de La guerra de los mundos, La carretera, Soy leyenda, El amanecer de los muertos y Mad Max II, por mencionar algunos casos de la lista. Nada de eso está mal, simplemente que la apuesta fuerte por el lado físico, material de ese mundo no afecta, no sorprende ni molesta: es decir, estamos ante un falso materialismo de la imagen. No se nos genera la más mínima disposición a interesarnos por ese mundo. Es como si hoy una película de ciencia ficción quisiera presentarnos el imaginario visual de Blade Runner o Star Wars. Cuando menos le recomendaríamos no apostar todas las fichas ahí. Puesta en escena. El anteriormente mencionado diseño de producción tiene un poco feliz correlato con una puesta en escena que despliega una histeria audiovisual ruidosa. Hay, en este sentido -y para ampliar el concepto- un cine con mayúscula con dos variantes: un cine de ideas grandilocuentes y un cine gritón. A la segunda categoría responde El libro de los secretos, no por sus pretensiones estéticas sino por su necesidad de reforzar un diseño ampuloso que necesita narrar por medio de planos generales y primeros planos sonoros pero sin mayor criterio narrativo del uso de tales tamaños. Se presume, de esta manera, una elección: imponer el verosímil por agotamiento de recursos. Un hiperrealismo fallido. Engaños narrativos. Los Hughes ya han demostrado en films anteriores que su fuerte no es el guión. En cierta medida, las películas endebles que se posicionan en la construcción de un guión sólido lo hacen en pos de un artilugio que los salve de aquellas incoherencias que no se resolvieron afirmativamente en rodaje. En El libro de lo secretos tenemos bastante de estas ideas “ingeniosas”: idas y vueltas en la perspectiva y el punto de vista que remite al protagonista, hechos que no cierran pero que se resuelven con la simpleza de un Deus est machina y finalmente, una resolución que apela a la consabida y clásica perspectiva invertida: narrar en primer persona la historia que se reconoce míticamente en tercera (básicamente la historia del Mesías), decisión que podría haber sido mucho más honrosa de no estar plagada por tantas irregularidades narrativas. Releo la nota y me doy cuenta que el plano mencionado no deja entrever todos estos aspectos; sin embargo, resulta una buena excusa, un buen punto de partida: un planteo estético de un plano vacío de ideas es directamente proporcional a una película quieta. Las imágenes nos hacen creer que la película avanza hacia algún lado, en el fondo, estamos ante un movimiento falso.
La ética del anonimato Seré reiterativo y deberá disculpar el lector mi insistencia (que nada tiene de nostálgica ni reaccionaria) con este tema, ya mencionado en varias ocasiones: Hollywood y el cine estadounidense actual necesitan películas hechas por artesanos anónimos de la industria, como el caso de Al filo de la oscuridad, para renovarse, para seguir siendo la cinematografía más apasionante, contradictoria y rica del mundo (Discusión aparte: ¿Quieren algunos lectores agregar a Corea del Sur? Hagámoslo, pero ¿qué otra cinematografía nacional, aún con los notorios altibajos del cine estadounidense, puede darse el lujo de ser popular y sofisticada todavía?). La defensa del último opus de Mel Gibson es menos por los pergaminos que la película en sí ostenta (hablamos de esos “sólidos exponentes industriales como ya no suelen hacerse”) que por lo que el film de Martin Campbell representa como caso testigo para el cine norteamericano: ejemplo de un cine que obliga a mejorar un estándar de calidad justamente por ser “un film más” y no por ser un caso aislado y extraordinario ¿Se puede aplicar esto a otros casos? Desde ya. Al filo de la oscuridad es entonces un buen motivo y excusa para pensar en lo anterior. “Yo quiero la crítica de la película, para eso leo críticas, no para análisis que no me interesan”, podrían ser algunas de las reacciones frente a la propuesta de lectura del párrafo anterior. Intentaré demostrar que, el hablar sobre los méritos de este tipo de producciones, no se contradice con una crítica formalista, demanda que muchos lectores sospechan como la única crítica posible. Hecho el aviso, veamos qué nos ofrece Al filo de la oscuridad… Primero, los modos narrativos. Estamos ante un film con una marca narrativa que inmediatamente podremos asociar a cierto cine de los '70: montaje seco y duro, rodaje en escenarios naturales (en la ciudad), una violencia cortante y constante que hace de la película un petit tour de force -disculpen la expresión fácil, pero, como diría el personaje de George Clooney en Amor sin escalas: “los estereotipos son más fáciles de recordar”- para el personaje de Gibson (y para Gibson como actor) pegando, recibiendo golpes, disparando; personajes con una ética de otra época (tanto en el uso de la violencia políticamente incorrecta como arma para resolver un caso como la moral del héroe clásico, una especie en extinción). En este sentido, estamos ante un film más cercano a Contacto en Francia o Harry el sucio que a los policiales tradicionales que el cine estadounidense viene entregando en las últimas dos décadas. La escuela de Siegel sigue viva aún en los rincones más recónditos (recordemos que Martin Campbell dirigió la paupérrima Límite vertical). A su vez, esa (est)ética recuerda a un cine y a un zeigeist cinematográfico: importa menos el nombre, la autoridad, que la marca de época, que los rasgos formales. Es, entre otras cosas, la posibilidad de recuperar un cine más físico y menos metafísico (si, son ecos de Sontag ¿y qué?). De ahí que la vuelta a los años '70 tenga menos de ejercicio de estilo de época que de estilo liso y llano. Sería bueno, en algún momento, que resultase imposible identificar lo retro. Sería bueno. Segundo, las personas: Los rasgos de disolución autoral no sólo son útiles al cine más radicalmente clásico (muchas veces mencionado, pocas veces practicado) sino también necesarios al mundo de las imágenes: la presencia de lo que llamamos rasgos autorales como contraparte maniquea y anticuada con respecto a un cine “anónimo e industrial”, es un camino sin salida que riza el bucle de los ciclos que retornan: cada veinte años se cuecen habas en el mundo de las ideas audiovisuales y se vuelve a terreno conocido como si no hubiera otra salida: autorismo, reciclaje de los géneros, estilos retro y la rueda vuelve a comenzar. La disolución de esos discursos encasillados parece encontrar su salida sólo en la búsqueda de superficies pulidas, ascéticas, secas que el cine clásico puede brindar como pocas formas narrativas. A ese universo del anonimato pertenece Al filo de la oscuridad en eso que en reiteradas ocasiones se describe como película “menor”. La película narra pero no deslumbra, muestra, pero no exhibe, es moral, pero no moraliza (exceptuando por un horrible plano final). Una ética del cine clase B (narrar con economía y eficacia de medios una historia más) entendida en un formato clase A. En vez de hablar de “una película más” hablemos de “una película menos”. Una estética de la sustracción. No me malentienda, estimado lector: no se defiende la mediocridad en este texto, sino el cambio de tono, el perfil bajo. Incluso en la sobreactuación de su vida, Gibson está simpático porque parece haber comprendido perfectamente el “ánimo” que la película pide. Sus gestos, sus modos histéricos funcionan a modo de desmarca con respecto al andamiaje clasicista que lo rodea. El resultado es una autoconciencia galopante pero que nunca molesta, no histeriquea. Gibson ha entendido, también, cómo correrse y cómo hacerse ver en pantalla y ser funcional en un acto de humildad actoral con pocos precedentes en su carrera. Tercero, los géneros: Al filo de la oscuridad ejercita la fácil empresa de ser catalogada bajo un solo género. Los géneros cinematográficos son una cosa compleja: invención tripartita que incluye espectadores, productores y críticos, solemos valernos de ellos para sentirnos más cómodos, para comprender un contexto. Pero los géneros son, también, nobles mitos. Son patterns culturales que reconocemos más allá de su superficie argumental. La película de Martin Campbell trabaja con una idea notable: rescata el núcleo argumental de la miniserie inglesa de los años '80 en la que se inspira para reducirla a una acumulación de patrones formales, una sucesión de formas rituales del policial (en un procedimiento similar al que hiciera Tom Twyker con el subgénero de films de espionaje en la enorme Agente internacional). El resultado es un cóctel extraño en el que no faltan las menciones y denuncias políticas a los manejos del Estado norteamericano (quizás el costado menos logrado de la película), pero en donde lo central está en la confección del movimiento como ritual de imágenes: los géneros concebidos como formas simples, concretas, potentes: una persecución, un tiroteo, un enfrentamiento a las piñas. Abstracción. Cuando la película cree en esa ritualidad (tanto en su imaginario visual como verbal, ambos de un filo lacerante) estamos ante una gran película menor. Cuando se nos intenta convencer de su costado político, emerge la necesidad de la inevitable pertenencia a la clase A, al universo de las majors amnésicas de su propio pasado (Warner Bros, ¡creadora de mitos!) Pasará, como tantos otros. Será olvidado, como la mayoría de los “films menores”. Esa será su función: ser un ingrediente más del piso de aportes anónimos a una combinación de formas que, todavía resiste, la reinvención constante de eso que amamos llamar clasicismo.
Desplumados Algunas películas ponen a prueba la paciencia: por nocivas, por inofensivas, por pretenciosas, por torpes, por nimias. Algunas cumplen con todos los requisitos y facilitan el trabajo al ojo crítico. O no: quizás el desafío sea no caer en los lugares comunes de la descalificación apelando a una mera y subjetiva pérdida de paciencia. Haremos el intento. Plumíferos es una película fallida en todo sentido. Se equivoca en tantos lugares al mismo tiempo que se vuelve una tentación enumerarlos, cuantificarlos, como si se tratara de una lista de supermercado. Intentaremos no hacerlo aunque la película lo pida a gritos. Vamos a tratarla, entonces, con amor, cariño y respeto (trato que muchas películas no nos demandan a los espectadores) a ver cómo nos va con el experimento. Hagamos sólo hipótesis… Si sale mal, lo habremos intentado al menos. 1. ¿Un relato clásico? Plumíferos es una película animada que tiene las ostensibles intenciones de contarnos un relato clásico de un aprendizaje. Hasta ahí una premisa común y silvestre. Juan (Mariano Martinez) y Feifi (Luisana Lopilato) son exponentes de dos mundos contrapuestos: él es un simple gorrión de calle, ella, un canario de jaula. Ambos quieren lo que tiene el otro (ser especial y exótico, uno; ser libre y común como el resto, la otra). A diferencia de los modelos Disney y Pixar de donde la película bebe baldes de influencias (por decirlo discretamente), aquí el cuento moral queda trunco por la incapacidad manifiesta de generar un mínimo de empatía con los personajes y la historia que se desinfla desde el minuto uno (él se aleja de sus amigos porque quiere ser confundido con un ave extraña tras haber sufrido un accidente con pintura que coloreó sus plumas; ella quiere escapar definitivamente de su dueño, un empresario rico que mueve el mundo por encontrarla) en lo que constituye un grave problema de escritura previo al rodaje de la película: no hay nada por contar o no se lo sabe contar. Una de esas dos opciones seguro que es. 2. ¿Una película de vanguardia? Plumíferos muestra, tras unos primeros minutos (2’, para ser exactos) de un estándar técnico mínimo, una sucesión de saltos de continuidad lumínica alarmantes (saltos de día a noche y noche a día constantes) y una precariedad en la disposición de los fondos animados que hacen que el trazo deliberadamente bidimensional de South Park- La película parezca un fresco renacentista de Leonardo Da Vinci. Si a esto le sumamos una resolución en fílmico que permite ver el pixelado en tamaño XXL en el pecho de los susodichos plumíferos (como si se tratara de aves-robot) y una terminación en los efectos visuales que separa constantemente a las figuras del fondo correspondiente en una suerte de cubismo involuntario, nos encontramos en condiciones de preguntarnos si lo que hemos estado viendo es un trabajo experimental. La respuesta es no positiva: hemos visto un work in progress o algo sub estándar, ya que es la primera conclusión que se traduce de semejantes falencias. 3. ¿Una película pensada para el lucimiento de las voces de las estrellas? Exceptuando el caso de Mike Amigorena, que parece haberse dado cuenta cómo venía la mano y se tomó su personaje (un gato golpeado) para la chacota con un registro adecuadamente over the top, el resto desentona con especial énfasis: Mirta Wons puesta a sobreactuar como tradicionalmente se le demanda en las tiras de Pol-ka (desperdiciando así a una muy buena actriz), Peto Menahem en plan comic-relief-insoportable-intragable-que-carga-con-los-peores-gags-visuales-y-verbales (la película no funciona nunca en el tono humorístico que busca para hacer reír a grandes y chicos mostrando la peor de las influencias de Shrek…), una Carla Peterson perdida en un personaje sin interés (una amiga murciélago), Luisana Lopilato y Mariano Martinez que ni siquiera parecieron esforzarse en impostar la voz…y la lista sigue. En síntesis: sin personajes no hay estrella que compense y lo que queda en pie es un pobre juego: identificar que voz corresponde a qué actor, como último recurso para divertirse de alguna manera. 4. ¿Un despliegue industrial con pretensiones de gran público? Con Juan José Campanella como productor y con los recursos de una producción importante, la película supone un grado de profesionalismo que, cuando menos, el ya canónico director industrial argentino de la última década solía exhibir en sus trabajos. En ese sentido, uno puede o podría pelearse con el Campanella productor-director-guionista pero al menos confronta con un estándar de calidad técnica mínimo. En este sentido, el acabado profesional de Plumíferos tiene un equivalente técnico al del cine argentino de los años 80: tosco, sin variantes ni creatividad, con hambre de público masivo pero sin ideas ni nada que pueda identificarse como cine popular. En definitiva, Plumíferos es también una producción con una capacidad industrial generada por sus propios medios (es decir, el interés genuino del boca en boca y no una campaña millonaria de publicidad) destinada a ningún público, justamente porque en sus ansias de producto para grandes y chicos, su propuesta queda en la neutralidad de una voz sin identidad, sin aire, sin espectadores potenciales. 5. ¿Ninguna de las anteriores? Ya son demasiadas las ocasiones en las que a título de reseñar una película “infantil” (con todo lo impreciso del término) aparece la confusión del mal llamado “cine para chicos”: niñez=puerilidad. Ahora, podemos ampliar el rango etario: la visión condescendiente, estupidizante, chata de los espectadores por venir hace que Plumíferos torne pueril lisa y llanamente a toda la familia: espectador tonto es el que no molesta. Espectador útil, pues.
El eterno retorno En un viejo número de El Amante Cine (cuando la revista aún no tenía un año), con el motivo de un extenso dossier sobre la filmografía de Clint Eastwood como director, Quintín planteaba una frase que parecía una expresión al pasar: “El cine de Eastwood es un arte combinatorio”. Esa frase, aplicada a una reseña de la película El principiante (1991), se refería a una idea que reaparecía en el entonces último Opus del susodicho director, Los imperdonables (1992): la necesidad de reflexionar sobre la violencia y la venganza. ¿Por qué citar a Quintín en este contexto?: Básicamente, porque esa idea de la obra de Eastwood como arte combinatorio es uno de los pocos casos de autorismo sólido que posee el cine actual y que al mismo tiempo no cierra las posibilidades de lectura sobre una obra específica. Lo que sigue es un largo prologo, están avisados. Allí donde los críticos solemos encontrar el vericueto del autor para canalizar todas las ansiedades y aspectos que puedan resultar esquivos en una interpretación (la figura del autor parece dar una tranquilidad propia de la clasificación, permite “hacer la plancha” sobre conceptos estancos), la obra de Eastwood devuelve el gesto autoral amablemente: la mayoría de las películas del viejo Clint giran casi siempre en torno a temas similares pero esto, contrario a encasillarlo en el mote fácil de “autor consagrado”, nos invita, película tras película, a indagar sobre las variantes, sobre sus recursos dramáticos: hablar siempre de lo mismo sin que se note y cambiar el tono, experimentar, crecer como artista sin gritar verdades a los cuatro vientos es una de las características que hace de nuestro director un autor complejo, reflexivo. Y eso nos obliga a pensar sus películas en un proceso dialéctico con las constantes de la obra a lo largo de su historia. Pocos son los directores que salen indemnes de tal ejercicio. Toda esa ética eastwoodiana nos lleva al párrafo inicial, justamente para indagar las formas de tal “arte combinatorio”: utilizar la categoría de autor no para tranquilizarnos sino para inquietarnos, para tantear sus límites posibles. Aquí, entonces, la conexión susodicha que se establece con El principiante y Los imperdonables es básicamente la de un tema característico en el director: el círculo inagotable de violencia. Valga decir que ese tema ya había sido abordado, sin ir más lejos, en un notable film como Gran Torino (2008) pero que en Invictus reaparece bañado de cierto aire de importancia, algo que, desde el vamos podría plantear algunos interrogantes. Intentemos ver entonces, por qué Invictus es una de las variantes menos logradas por el director dentro de esa arte combinatoria que es su obra. Hablamos de una película fallida (que no mala, sino desganada, mediocre) quizás, pero es más que eso: es la persistente idea en las películas de Eastwood de la última década que indican una necesidad de abordar “temas importantes”. Hay un latiguillo característico que sirve de mote clasificatorio que permite dividir la filmografía del director en lo que se consideran las mal llamadas “películas menores” y las “películas importantes”. Si en el primer grupo podemos incluir a esas obras maestras que son El principiante, Poder Absoluto, Medianoche en el jardín del bien y del mal, Crimen verdadero y Jinetes del espacio, entre otras, en el segundo bien pueden entrar aquellas que han brindado una suerte de “prestigio” por su “compromiso”: Bird, Río místico, El sustituto, Cartas desde Iwo Jima, La conquista del honor o la mismísima Million Dollar Baby. El problema que esto suscita es que -más allá de los fundamentos que podamos esgrimir a favor o en contra de unas u otras- mientras el primer grupo de películas adquiere la ligereza y la complejidad de las fábulas morales populares, las películas del segundo grupo hunden sus pies en el barro de la importancia, del “contenido social”, del bendito “mensaje”, y en mucho casos terminan relegando a un segundo plano el cuidado sobre cuestiones formales y estrictamente narrativas en pos de una bajada de línea, de una toma explícita de posición. Esa despreocupación sobre lo formal que tiene como contraparte el apoyo en el “contenido” (estoy usando términos prehistóricos) encuentra a Invictus como una de los casos menos felices a la hora de reflexionar sobre ese tema que obsesiona al Eastwood director: cómo se detiene la violencia y de quién depende. Invictus narra la historia de dos hombres que se cargaron encima la continuación potencial del ciclo de violencia e intentaron detenerlo: Por un lado el entonces recién asumido presiednte de Sudáfrica, Nelson Mandela, por otro, el capitán de los Springboks, equipo nacional de rugby de Sudáfrica, François Pinnear. El punto de partida es bueno e interesante: ¿Cómo se construye una nación nueva a partir de los enfrentamientos y rencores generados por el Apartheid? Haciéndolo detrás del imaginario de un equipo de rugby que sea representativo de la unión étnica que el país había negado. Eastwood da una respuesta problemática a la pregunta: perdonando a los victimarios, poniendo la otra mejilla. Esa idea mesiánica de entrega, efectivamente, ya la habíamos visto en otras películas del director, sin embargo, Invictus parecía ser el caso indicado para indagar más sobre esa corrección política que indica no olvidar el pasado pero perdonar. De ahí que, aquello que era potencia de un relato apasionante en un principio, se vuelva una retahíla de lugares comunes y corrección política. En síntesis: precisamente donde el material eastwoodiano podía entrar a en la caja de resonancia de la historia sin por eso renuenciar a un cine popular y entretenido, el director parece entregarse cautivado a sus personajes, a la historia real detrás de la reconstrucción ficcional. El resultado es magro en la estético (la película mantiene un elegante clasicismo que es marca de la casa al mismo tiempo que carece de riesgo formal alguno: entonces lo que es elegancia se transforma paulatinamente en chatura, meseta), pobre en lo narrativo (la película desdibuja el conflicto que plantea inicialmente hasta llegar a un final previsible, carente de emoción, justamente algo que Eastwood siempre supo generar) pero sobre todo, entregado atado de pies y manos a lo anecdótico: Como si el peso mismo del tema hubiese convencido a Eastwood de interceder lo menos posible (aunque quienes leyeron el libro dicen que es mucho más complejo que lo que la película presenta), como si las palabras “apartheid”, “Mandela”, “reconciliación” llenaran los baches narrativos. Es notable como, en última instancia, los “temas importantes” pueden terminar siendo más constrictivos que el propio carácter de “autor” y “obra”. Y como, de igual manera, esa figura, otrora fundamental (la del auteur), hoy mal vista, puede seguir iluminando obras que, en su “minoridad” son el triunfo del imaginario por sobre la tiranía de lo real. El cine, en algunos casos, aunque con demora, también tiene una triste forma de la real politik.
Los trabajos y los días Hay miradas de todo tipo: miradas microscópicas, de entomólogo, como la de muchas películas de Marco Ferreri que bucean y ahondan en los detalles de la vida privada. También hay miradas globales, que miran el gran cuadro de situación, como ciertas películas de Bernardo Bertolucci, de Francis Ford Coppola, de Sergio Leone o por qué no, del mismísimo John Ford, que no reprimen la idea de fresco social, de termómetro de época. Los hermanos Dardenne, con Rosetta, dan acabada muestra de una sensibilidad que, a falta de argumentaciones más claras, daré a llamar mirada ambivalente o reversible. Ni global ni minúscula, equidistante, estrábica, pendular. Esa ambivalencia y reversibilidad tiene varios polos dentro de un tópico central en el cine de los Dardenne: las decisiones éticas. Por eso, el centro de la película tiene dos caminos: la ética de los personajes y la ética de la mirada de los directores como dos caras de una misma moneda. Veamos de qué se trata y por qué es tan importante esto en el sistema Dardenne y por qué Rosetta es un paradigma implacable. Ambivalencia ética: mirar. Los Dardenne son un ejemplo notable de coherencia: construyen una equidistancia tan noble que nunca son capaces de condenar a ninguno de sus personajes, precisamente porque adoptan un posicionamiento indicado y pudoroso con respecto a los acontecimientos. Esa distancia no es meramente la de la cámara sino la de la construcción narrativa en base a elegantes elipsis. En ese procedimiento de montaje es donde emerge la reversibilidad del ojo: saber encontrar la intensidad social en los gestos de un personaje y ver la miseria de la experiencia de la exclusión en los objetos. Ver el mundo en los detalles de la gente y ver la gente en los objetos que pueblan el mundo: un pedazo de papel higiénico, una botella de agua, unas botas, un sándwich comido a medias, un secador de pelo… Ver y no ver como un arte del parpadeo hace a la sensible reversibilidad de los directores practican con su ojo. La cámara, por su parte, está donde tiene que estar porque no es un lugar meramente invisible, sino un lugar justo. De ese modo, se construye una suerte de gran fuera de campo informativo que es imprescindible formular para no traicionar el posicionamiento ideológico de partida. En este sentido, los Dardenne nos someten a una muestra de contradicciones incómodas que nunca proponen resolver. Nos hacen ver sin enjuiciar, al mismo tiempo que lo que vemos nos pone en el terrible brete de tomar un partido: no hay manera de ser neutrales. El cine como una dilemática, un cruce de caminos. Ambivalencia ética: hacer. A su vez una segunda ambivalencia se presenta en el plano de los personajes: Rosetta hace que su lugar de víctima sea mutable. Y es mutabilidad nos descentra, nos impide la condena fácil. Es difícil querer a Rosetta pero también lo es odiarla o ignorarla. Sus raptos histéricos, sus corridas, sus decisiones abruptas nos impiden entablar una clásica empatía con ella. La delación, uno de los hechos más reprochables que hacen a su conducta, la hacen aborrecible. Pero siempre, ahí, están los Dardenne para corrernos hacia nuevos focos de tensión: nunca podemos “sintonizar” con Rosetta ni los demás personajes. De esa forma, los personajes cobran una dimensionalidad inusitada y a diferencia del cine de Robert Bresson, con el que siempre se comparó la obra de estos belgas, esa dimensionalidad es material, física, constatable. De ahí que la coartada idealista bressoniana se caiga a pedazos en este mundo de descastados. La ambivalencia moral revela así un mundo cruel y consciente de su crueldad a la vez. Esa reflexividad es extraordinaria ya que aparece en la transformación de la mirada y los gestos de Rosetta, que entrega un abanico de posibilidades frente a la mínima posibilidad de ascenso socioeconómico. Esa variación del carácter es justamente la que se presenta en su costado más perverso: la construcción de una máscara, de una víctima social, a la que no sabremos comprender cabalmente ni en el final. El último plano - claustrofóbico, sin atenuantes, ni respuestas a nuestras preguntas- es paradigmático: no hay continuidad de rasgos de personaje. No hay expectativa posible, sino, nuevamente, un parpadeo imposible de acciones explosivas. Ese arte del hacer con el cuerpo es otro triunfo de la ética de los desclasados, de los perdidos del mundo, de esos que se cayeron del catre, pero que nos hacen vivir la experiencia de la expulsión con una violencia única: esa que muestra que siempre se puede caer más. Esa ambivalencia, esa reversibilidad, es un brillante ejercicio de crueldad.
¿Qué ves cuando me ves? Lo peor es volver a casa. Lo malo es la casa sola. O acompañada... de ruidos. Lo terrible es salir del murmullo de la ciudad y entrar en el repiqueteo nocturno. Amor al ruido urbano: qué lindo es sentirse rodeado del tránsito. Mejor abrir las ventanas y que la ciudad nos cuide. Qué feo que es el silencio de una casa cuando el terror queda repiqueteando… Actividad paranormal genera esas sensaciones que pocas películas de terror pueden producir: el temor al día después. Ahí quizás radique la efectividad de sus logros. Veamos: el cine de terror, a lo largo de un buen trayecto de su historia, ha jugado con la idea de la paranoia y la construcción de un adentro protector y un afuera agresivo. Es más: en caso de invertirse esa lógica, el género siempre mostró espacios protectores circunstanciales: detrás de un muro, debajo de una mesa, en un placard, entre la multitud. Bueno, ese terreno es donde esta opera prima triunfa: al igual que en El proyecto Blair Witch (Myrrick-Sanchez, 1998), en Alien Abduction (Dean Aliotto, 1998) o The Last Broadcast (Stephan Ávalos, 1997), películas donde el terror documental impone una nueva estética, no hay lugar donde escapar: nos enfrentamos al horror de lo ya sucedido, de lo que no se puede huir. Para peor, en Actividad paranormal ese no-escape está en lo cotidiano, ya no lo extraordinario del bosque por la noche. Esa sensación de zozobra por lo hogareño no sólo perturba como en pocas ocasiones sino que nos expone ante la intemperie del miedo. De esa forma, la película juega con un sentimiento de pánico potencial, ya que no hay peor miedo que el que nunca llega. Aquí el juego es a la postergación del “remate”, a tensar las cuerdas de la paciencia del espectador. La narración se construye, bajo estas premisas, por medio de un mecanismo de suspenso desordenado, caótico y gana, precisamente cuando no cumple las expectativas. Esa ausencia de datos concretos, ese fuera de campo parcialmente revelado y la postergación del horror absoluto es lo que la vuelve única dentro de los estrenos del año. ¿Por qué? Porque no hay modo en que podamos preveer el cómo del horror por más que podamos presuponer el qué. Pero hay más. A la espera del horror sumemos la paranoia sonora con la que se funda el temor. La paranoia de los ruidos “normales” y sobrenaturales que entrega una casa. El resultado termina produciendo el consabido efecto de caja de Pandora: una vez que se abre, lo que sale a la luz afecta a lo que la rodea. Y aquí es en donde el espectador proyecta, continúa la película en su propia experiencia, en la de los temores cotidianos, en la de la vuelta a casa. ...Y aquí comienzan los problemas ¿Por qué? Porque uno como espectador no puede dejar de preguntarse si Actividad paranormal es una película que se va a mantener en la memoria por sus logros o por el contrario, sus logros son magnificados, ampliados por el temor del post visionado, por la paranoia del espectador temeroso. Entonces, munido de valor, uno se ahonda en el análisis, en la revisión de los recursos, las decisiones formales de la película. Y mucho de lo que nos asusta de la película (continúa asustándonos) comienza a hacer agua: un verosímil actoral de malo a flojo amparado meramente en el verismo documental (en el fondo, como todo documental, construcción de un discurso) se deshace en un tedio ausente de cualquier tensión que estructura la película con la lógica del porno (con su lógica de escena de miedo-escena de transición-escena de miedo), una serie de recursos sonoros fuera de campo relativamente remanidos que apelan al golpe y la sorpresa, una tendencia autosuficiente a centrar el armado narrativo en torno a la próxima manifestación de lo sobrenatural dejando deshilachadas otras líneas narrativas, una incoherente actitud de parte de los personajes a la hora de proseguir con una estrategia improbable (quedarse aislados en una casa poseída en cambio de rodearse de ayudas a como dé lugar), una serie de incoherencias en el armado del verosímil (una alarma que se activa y desactiva aleatoriamente según conveniencia del director). En definitiva, una película que logra grandes climas con recursos empobrecidos nos permite preguntarnos: ¿Estamos ante una película lograda o ante una gran estrategia publicitaria que nos condiciona una recepción paranoica? El tiempo dirá donde ubicarnos, entre ruidos y apariciones, con temor y temblor.