El triunfo del mainstream sobre la provocación Hay, en el universo mainstream, cosas para todos los gustos. Tiempo atrás, en épocas de flatulencias, eructos, vómitos, consoladores, pis y caca de todo tipo, cuando decir los hermanos Farrelly en una lista de las mejores películas del año era un acto “extravagante y provocador”, muchas cosas y gustos tenían menos espacio para encontrar su salida. Casi con una década encima de instalación y consolidación, la llamada Nueva Comedia Americana supo encontrar sus puntos más brillantes y resistidos así como su exposición y celebración mainstream. Dentro de ese segundo grupo, uno podría ingresar, sin miedo a equivocarse, a la serie de películas de la saga Fockers: La familia de mi novia (1999), Los Fockers: La familia de mi esposo (2004) y ahora Los pequeños Fockers (2010). Y, entre lamentos y celebraciones, quizás comenzar a convencerse de que eso que supo ser extraordinario es hoy un modo más de la comedia industrial americana. Ahora, ¿acaso hay algún inconveniente o impedimento para disfrutar de una comedia plenamente industrial? No. En todo caso, el lamento del crítico es otro: la saga Fockers es un perfecto ejemplo de cómo, cuando la comedia se dobla o se rompe, los que la mantienen en pie son los cómicos. Y algo de esa nostalgia invade cuando uno se encuentra con el mecanismo, los gags efectivos pero automáticos al fin de Los pequeños Fockers. Entonces se instala una sensación ambigua: la película es disfrutable, es graciosa, es ligera y rápida, es simpática y amable, pero a diferencia de films como Todo un parto no nacen de un lugar común para rizarlo hasta que eso que todos conocemos se parezca a otra cosa, sino que destila todos y cada uno de los recursos previsibles y programados. La película encuentra, sin ir más lejos, a todos los personajes de las películas anteriores casi tirando la casa por la ventana: ahí está Stiller y su eterno personaje de perdedor sin suerte en el lugar y momento equivocados, ahí está De Niro con su personaje sádico-psicópata-jefe de familia dispuesto a utilizar al resto (pero principalmente al Focker que interpreta Stiller como conejillo de Indias), ahí está la escatología y la hiperactividad sexual de los personajes de Dustin Hoffman y Bárbara Streisand, ahí está la falsa neutralidad y el gesto impávido de Owen Wilson, quien aporta el estallido en la calma. Todos y cada uno de estos elementos funcionan, pero, a su vez, no hacen más que eso: funcionar. Diez años atrás una cadena de vómitos, pis, esperma, caca, flatulencias y todo tipo de efluvios corporales podían salvar el día. Eran, al fin y al cabo, momentos liberadores en un contexto de fuerte conservadurismo y de una comedia industrial sin rumbo definido, sin cómicos estrella. Pero eso que ayer era el respiro, hoy puede ser agobio. Eso que daba libertad, hoy se vuelve una suma de piezas funcionales de una máquina que por efectiva no es perfecta. Quizás en eso radique la preocupación: que este tipo de comedias se hayan convertido en una más. Que por más variables y escatología que se intente, provoque la sensación irreparable de un techo, de un marco acotado, de la tarea cumplida. Y en ese terreno, de cálculo, especulación y efectividad, no nos acostumbramos a ver a tipos como Stiller, Adam Sandler o Will Ferrell. Será el signo de los tiempos: el cambio trae adaptación. Y habrá que entender que -disculpe el lector- los pedos se están poniendo viejos.
Una mirada a la oscuridad "Me deja fuera todo esto", decía un padre mientras hablaba con su mujer, quien sostenía una mochila, aparentemente de su hija, que apenas segundos atrás había abandonado la charla con sus padres, cambiándola por una corrida digna de atleta olímpica: gritando como una desaforada. La pequeña, de no más de 11 años, corría hacia su presa. El arranque de entusiasmo fue detenido por una valla y por unos empleados de seguridad. Los gritos colmaron la sala. Los padres de la niña se miraban incrédulos mientras el caos sonoro iba in crescendo. No eran los únicos: buena parte de los que no eran sub 18 y que formaban parte de la interminable fila de ingreso a la avant premiere del último film terminado de la saga hasta el día de hoy, supongo, pensaban lo mismo: “¿De qué se trata todo esto?” Quizás esa pregunta final y esa afirmación inicial fueran una anticipación de lo que sobrevendría. Los fanatismos tienen ese aspecto tenebroso: hay momentos en donde nada se explica y el fanático se entrega atado de pies y manos. Algo similar había pasado con la segunda y tercera parte de la saga Matrix y con los dos primeros envíos de Star Wars (me refiero a Episodio I y II). El peligro del fanatismo, en parte, es que también demanda un conocimiento previo de todas las reglas y códigos para el entendimiento. Y quien no conoce o no entiende el código, simplemente se pierde en la vorágine de los gritos. Ese era uno de los aspectos que tenía que superar la primera mitad del último capítulo de la saga Potter. Superada la paupérrima organización del evento y su escandalosa demora de dos horas para el ingreso a salas, lo central era disponerse frente a la pantalla y hacer de cuenta que se desconocían las películas anteriores. Desafiar, en alguna medida, la necesidad de ser como ese espectador geek-freak que pululaba con varitas de polietileno por los pasillos del Hoyts, haciendo de la tolerancia un bien preciado. El film de Peter Yates cuenta con un componente problemático: un desagradable exceso de explicaciones, de cabezas parlantes e informativas, que asemejan los peores pasajes de la película a las charlas de Neo con la pitonisa en Matrix. Si a esto le sumamos una infinidad de términos que superan el conocimiento del espectador promedio, el asunto parece desbarrancar hacia un abismo hermético que no hace más que expulsar al espectador. Pero, al mismo tiempo, esa concepción pobre del espectador como fanático, como si las siete películas fueran parte de un serial cinematográfico a lo Flash Gordon tiene su contraparte lograda. Harry Potter y las reliquias de la muerte - parte 1 comparte, junto a Harry Potter y el prisionero de Azkaban, una saludable tendencia hacia las persecuciones, a la itinerancia de espacios, al salto de mata que, contra todos los pronósticos, contrario a confundir al espectador (abrumado por nombres, términos, conexiones, traiciones varias y otros), genera un irresistible efecto de abstracción, una suerte de formalismo. Y de esa decisión surge una dinámica que es plenamente formal, una sucesión de viñetas y corridas, enfrentamientos y persecuciones que funcionan mucho mejor cuando no explican que cuando buscan dar nombre y sentido a cada uno de sus pasos. Es ahí en donde la película encuentra su objeto cinematográfico: en la plástica del movimiento, en la confusión de los enfrentamientos, en las persecuciones interminables, en los viajes teletransportándose de un lugar a otro del mundo. Ahí es donde la película está más cerca de esos ejercicios abstractos y materialistas que son algunos de los films de acción con Jason Statham que de las películas con nota al pie. En esa tensión entre lo que debe explicar (recordemos que es un film industrial que no puede darse el lujo de expulsar espectadores nuevos o potenciales que acrecienten la franquicia), aunque se lo haga mal y aquello que se debe mostrar, y aquello que se mueve por tracción a imagen pura. De esa tensión surge esta película esquizofrénica, que ahonda cada vez más hacia el costado más oscuro de la formación de Harry como un adulto (quizás en ese aspecto radica el éxito entre niños y adolescentes tardíos), que no se reprime escenas de cruel violencia y toca tangencialmente el estrato más radical de la invención de Rowling: que el ingreso a la adultez no es un lecho de rosas y que está plagado de violencia, destrucción y soledad, pero también de camaradería y resistencia ante los embates de las nuevas experiencias. Una mirada a la oscuridad también puede ser un atractivo objeto de marketing.
En El ultimo gran héroe, John McTiernan llevaba adelante una fantasía bovarista por excelencia, que desde Sherlock Jr. a La rosa púrpura del Cairo atravesó la pantalla: la idea que dice que una vida “real” sin peso, sin entidad, sin sustancia, puede compensarse con un giro quijotesco hacia la ficción: George Constanza lo diría “it’s not a lie if you believe it” (no es una mentira si lo crees). Bueno, básicamente, el peso central de RED está pensando en la tónica del inverosímil extremo que se vuelve posible: el giro de la suspensión de la incredulidad de alguien cuya realidad es gris, oscura, sin mayores riesgos. Pero RED no es una película sobre la relación entre fantasía y realidad, sino sobre la necesidad de asumir una realidad alternativa para cambiar. En concreto: Sarah Ross (Mary Louise Parker) es una empleada telefónica de una empresa que atiende reclamos a jubilados y que tiene como hobbie leer novelas rosa sobre mujeres en riesgo rescatadas por hombres heroicos. Su vida es gris, atravesada por citas con hombres extravagantes, sin interés mayúsculo. En su camino aparece Frank Moses (Willis), un ex agente-máquina de matar de la CIA, retirado, entregado a una vida normal, que de a poco entabla una relación telefónica con la empleada. La relación no prosperará. Sin embargo, el agente comenzará a ser perseguido por la misma CIA para asesinarlo. Hasta ahí nada muy inesperado o distinto. Pero todo cambia cuando Moses deba secuestrar a Sarah para evitar que maten a una de las pocas personas por quien él tiene afecto. A su vez, deberá, acompañado por ella, rearmar un antiguo grupo de espías integrado por Helen Mirren, John Malkovich y Morgan Freeman, todos ellos entrados en años y retirados a una vida fuera del “circuito” de agentes de inteligencia. Con el grupo, deberá desarticular una poderosa organización. En medio de todo eso, la mirada extasiada de Sarah, que habrá dado con su héroe bovarista, su caballero de antaño. Pero RED redobla la apuesta: además de ser un cuento moral sobre bovarismo, heroísmo y situaciones bigger than life, es algo así como una versión relajada, irónica, con una fina ironía, de aquello que supo ser Los indestructibles de Stallone: la historia de una despedida de hombres y mujeres extraordinarios que no pueden ser eso que alguna vez ambicionaron: personas comunes y corrientes, con jubilaciones, nietos, y vidas anónimas. En el cruce entre esas dos perspectivas, la de alguien que elige dejar los grises para ser parte de lo extraordinario y la de alguien (que luego será un grupo) que fue extraordinario, decidió tener una vida gris, pero como los personajes de 20 años después -la novela de Alejandro Dumas- debió volver para resolver las cosas de una vez por todas. Con un humor zumbón, cariñoso y humanista con sus personajes, pero a su vez consciente del género en el que se maneja, el director Robert Schwentke, se mete de lleno a trabajar en una intersección de universos disímiles (el género de acción, el cine reflexivo sobre sus figuras -no por nada está Willis como gran action hero del asunto-, el comic como tono y la idea de una despedida crepuscular que nunca es melancólica; es decir, que nunca cumple con la solemnidad que podría prometer), cruce del cual emerge esta rareza disfrutable en todo minuto, justamente porque logra articular realismo en la humanidad de sus personajes con el inverosímil más descarado de la resolución de escenas de acción. Quizás pueda objetarse su poco tino a la hora de la elección de una banda sonora pobre que rememora a La gran estafa, persistencia sonora que desconcentra, que hace pensar a la película en un tono al que no pertenece. Los jueves suelen entregar pequeñas sorpresas que pasan de largo. RED no merece suerte tal: su feliz idea del mundo, su defensa burbujeante de la diversión y la camaradería es una de esas cosas que justifican 90 minutos dentro de una sala oscura rodeado de extraños con pochoclo, yendo a buscar a la pantalla una vida más grande que la propia.
Operación masacre (o la anatomía de un genocidio) Hay películas a las qué el mote de “histórica” se les otorga poco rigurosamente. El término histórico, por momentos, si hasta puede llegar a ser irritante. Pero cuando una película logra ser histórica por su rigurosidad en el análisis de documentos y por el carácter político clave que esos documentos implican, estamos lisa y llanamente ante un cine de intervención, de acción sobre lo real y cotidiano. En muchas medidas, el cine puede hacer historia. Octubre Pilagá es uno de esos casos por diversos motivos, pero centralmente porque se estrena en un mes clave, que da un valor triple a su testimonio: Octubre, mes en el que se conmemora el desembarco de Colón en América (el 12 de octubre), mes en el que se conmemora la movilización que determina un nuevo movimiento político como el peronismo (17 de octubre) pero desde 2006, al menos con el rigor legal de una denuncia judicial, mes en que se rememora la masacre de los indios Pilagá, en Formosa (iniciada el 10 de Octubre de 1947), de la que se cumplen 63 años sin justicia. Son clave esas tres fechas, ya que integran tres aspectos en donde la película trabaja con precisión: la relación entre Perón -la gestión de su primer presidencia-, la concepción de sujeto inaugurada por la colonización española (es decir la negación del indio como sujeto) y la idea de masacre como finalidad política. Hasta 2006, nadie hubiera podido relacionar las tres fechas con un hilo conductor ya que uno de los aspectos detrás de los que se ha embanderado el peronismo es el de no haber eliminado adversarios físicamente bajo ningún aspecto. Sin ir más lejos, es una masacre, la de los basurales de José León Suárez a finales de la década del 50, la que funda una concepción de víctima en los integrantes del movimiento. En una época como la actual, en donde los documentos son relativizados, manipulados y utilizados según la necesidad política, la seriedad del trabajo de Mapelman tiene un doble, triple, cuádruple valor: porque saca a la luz un caso prácticamente desconocido para la mayoría, porque lo hace con un ascetismo y claridad narrativa sin énfasis ni subrayados, porque no plantea la tibieza de las versiones confrontadas sobre un hecho como para no ofender, sino que se plantea un cine de hipótesis a comprobar. Por último, porque lo hace, lo comprueba. Lo hace con recursos simples, sin virtuosismo ni preciosismo en la imagen, pero con la nobleza de la invisibilidad, incluso a la hora de realizar las entrevistas. Es así que emerge el segundo valor de lo histórico, no sólo el del rescate, sino el del documento que obliga a reconsiderar las concepciones sobre el primer gobierno peronista, ya que el film, sin sensacionalismo, puede afirmar (aunque utilizando otras palabras) que la acción de la gendarmería, a partir de ordenes emitidas por el mismísimo Juan Domingo Perón, ha cometido lisa y llanamente un genocidio -para quien encuentre demasiado fuerte esta expresión, puede comprobar su definición y verá que no se aleja de lo que el film de Mapelman demuestra: el exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad- en donde finalizan muriendo por causas directas -disparos- o indirectas -heridas, hambre u otros motivos derivados de la persecución a los que se sometió a los Pilagá- varios centenares de aborígenes (se habla de unos 600 pero sin datos definitivos, aunque la película omita esta información) debido a la necesidad del gobierno de neutralizar una reacción de distintas etnias aborígenes frente a la política concentracionaria del gobierno peronista en relación a los pueblos originarios. La reconstrucción de la masacre, además de poder observarse en la película (en donde se acompaña a lo que parece ser un equipo jurídico o de antropología forense) puede seguirse en el sitio oficial http://www.octubrepilaga.com.ar/hechos_1.htm, lo que da al film, también, una responsabilidad distinta frente a sus materiales. Emparentada con el hambre de justicia de la reciente El Rati Horror Show como con la importante Tierra de Avellaneda (película de Daniele Incalaterra sobre las fosas comunes descubiertas con asesinatos cometidos por el ejército en la dictadura 76-83), Octubre Pilagá obliga a pensar y repensar muchas cosas: la contundencia de los documentos a la hora de leer y construir la línea de los hechos históricos, superando al uso político/partidario que se efectúe de ella; las implicancias de conmemorar el 12 de octubre en breve; y, por qué no, pensar desde una perspectiva novedosa, qué es eso que conocemos por peronismo cuando nuevos hechos afrontan al hombre (Perón) y al mito político con un término inesperado para muchos: genocida. El cine, como mencionara líneas arriba, también puede hacer historia.
Animación 3D, personajes 1D De vez en cuando es bueno sincerarse: a la salida de la función privada de la película acordamos entre varios colegas críticos que si existe tarea ciclópea en el mundo del cine animado, esa es hacer que buhos, lechuzas y aves nocturnas sean material entretenido para una película con un público premeditadamente sub-11. Desde el vamos hay que darle un enorme crédito a Snyder: bailaba con la más fea. Y, si bien no salió un espectáculo deslumbrante, podemos decir que, tras el visionado de la película, el hombre salió airoso. Ahora, claro está, uno debiera preguntarse cuánto hay de efectividad en el relato en si y cuanto hay de recurso miítico multiplicado por cada centímetro de celuloide. Bueno, la hipótesis es que La leyenda de los guardianes -cuando logra correrse de su parábola solemne del enfrentamiento al estilo Segunda Guerra Mundial, con Nazis concentracionarios defensores de la raza aria confrontados con Aliados demócratas “del Oeste”- encuentra sus mayores logros al apoyarse en dos cosas: su imaginario visual, que por momentos deslumbra y utiliza con inteligencia el 3D (por ejemplo en las escenas de tormenta, en las peleas, en las persecuciones y en los vuelos rasantes sobre el mar embravecido) y su arquetipicidad (si se me disculpa el bárbaro neológismo) en términos narrativos, es decir, su apego a las formas más depuradas del relato clásico. Ahí se plantea la paradoja: es que por el camino visual Snyder sigue demostrando su talento y su voluntad de generar un cine físico, material, palpable. El otro aspecto, el arquetípico, sin embargo, muestra que aquello que es pan hoy, es hambre mañana. Y esto último se debe a un tópico clave: Snyder cuenta con arquetipos, con patrones míticos en los cuales reflejarse (desde El Señor de los Anillos a Star Wars, como para empezar…), pero que al mismo tiempo no puede explotar en profundidad ¿Por qué? Porque un arquetipo no es vacío, sino que es también un personaje. Y hete aquí el histórico inconveniente del formalista Snyder: sus personajes carecen de humanidad (ok, animalidad), de tridimensionalidad, de manera que una película como La leyenda de los guardianes pierde ahí donde debía dar el salto: hacer que lo universal sea tan único y especial que nos permite volver a identificarnos como espectadores. Mientras que en una película como 300 la hipertrofia de los personajes funcionaba como un comentario irónico sobre el arquetipo heroico, aquí el asunto es distinto, por lo tanto, merece un tratamiento diferente. El resultado, en definitiva, parece compensar la ausencia de calidez (que aquí trasunta en solemnidad con desafortunadas interrupciones de comic-relief) y de volumen dramático apelando al despliegue visual y la memoria emotiva del espectador, que encontrará en el film los ecos de otros casos anteriores. Snyder comienza a encontrar una pared cada vez más alta y una señal de alarma: volver a confiar en los personajes o abandonarlos del todo.
El último de los mohicanos Cada tanto, todo espectador de cine debería rever ciertas categorías. Una de ellas es la llamada “placer culpable”, que suele tomar forma cuando nos encontramos frente a algún gusto que sabemos jamás podríamos defender más que por un mero placer atávico, inexplicable. Con el paso de los años, buena parte de la filmografía de Sylvester Stallone, luego de su apogeo, allá por los años '80, terminó cayendo en esa gigantesca bolsa: muchas películas "invisibles" salvo acompañadas de amigos, chistes y otros asuntos varios que amenizaran el asunto. El resultado del paso de los años -como buena carne de VHS que fue gran parte del cine de acción de las estrellas de los '80 y parte de los '90- llevó a ese cine a una suerte de camino sin retorno. A poco más de tres décadas del salto a la fama de Stallone, y con muchos años encima como la mayoría de sus compañeros de banco -desde Schwarzenegger a Willis, pasando por Dolph Lundgren… (el gran ausente aquí es Jean Claude Van Damme)-, la categoría de “placer culpable” debería ser revisada en Los indestructibles. Me hago cargo de la expresión inicial al terminar de ver la película (la llamé “berretada querible”) y, a su vez, con el paso de las horas tras su visionado, reparo en la frase. Me equivoco: hay en los breves 103 minutos del film mucha más nobleza y menos cálculo del que nos tiene acostumbrado el mainstream (desde el mainstream para niños hasta el de adultos: evitaré poner nombres, sólo piensen en ogros verdes por un lado y en sueños dentro de sueños por otro y me ahorraré explicaciones), justamente porque la película de Stallone, si bien está trabajando con un montacargas de tópicos sobre el cine de acción, al mismo tiempo está haciendo una despedida melancólica, lo que denota dos grandes elementos: inteligencia y corazón. Inteligencia. Stallone concibe un mundo sin matices. Un mundo de hombres duros, motos, tatuajes, mujeres necesitadas de un hombre que las defienda, pero, sobre todo, un mundo de violencia. Sobre ese mundo posiciona a un grupo de mercenarios parapoliciales que trabaja para el mejor postor y recibe una misión. A su vez, lo sabemos desde el minuto uno de película, esos mercenarios trabajan específicamente en zonas de conflicto del Tercer Mundo (geografía implícita e imprecisa que abarca todo aquello que no es Europa ni Estados Unidos y Canadá) y resuelven lo que otras fuerzas de choque no pueden. Hasta ahí, la película no hace más que repetir un patrón reconocible del cine de acción y de aventuras: una visión colonialista sobre política internacional. Pero el giro viene por otro lado: allí donde a Los indestructibles se le demandaría una respuesta a la metáfora del intervencionismo militar, Stallone decide hacer un giro y llevar al asunto al extremo: por un lado, concibe personajes unidimensionales pero de carne y hueso, y los pone en un contexto de una autoconciencia tan grande que impide bajo cualquier concepto exigirle verosímil histórico o socio-geo-político, de por sí críticas que la película va a recibir. Un dictadorzuelo que vive en un palacete colonial centroamericano. Un país que parece que sólo vive de vender frutas y pescados. Un ejército que no habla correctamente su propio idioma y habla mejor en inglés. Un traficante de drogas (impagable Eric Roberts) que piensa que el país es suyo y puede hacer lo que quiera. Una pseudo tragedia shakespeareana entre el dictador y su hija…rebelde… que organiza una resistencia contra su propio padre. Una bandera del país imaginario en donde suceden los hechos que reúne los colores de la bandera de Jordania con el escudo de la bandera española… y el rostro del dictador de turno. Un dictador que se arrepiente de sus fechorías “porque quería ser revolucionario”. Estimado espectador: si usted verdaderamente cree que no hay elección voluntaria en estos tópicos y, por el contrario, la película pretende realismo, por favor abandone las siguientes líneas. Stallone, de esa manera brutal, sin medias tintas, revisa el cine de acción que lo convirtió en estrella y, a su vez, lo despide, le dice adiós a los gritos, como quien no quiere irse de un lugar conocido, A su vez, acompañado de un irregular núcleo de actores (donde sobresale Stratham, pero sobre todo Lundgren y Rourke), ofrece su corazón y cierra una forma de concebir el cine (de la misma forma con Rocky Balboa y con John Rambo cerró hace algunos años dos de sus mitos inaugurales como actor-director), porque, en definitiva, Stallone ama realmente a ese cine, con placer y sin culpa. Quizás buena parte de nosotros y ustedes, lectores, también. El gran Sly cuenta con esa complicidad implícita. Corazón. No hay cinismo ni dobles caras en Los indestructibles, sino un corazón más grande que un portaaviones. Desde esa perspectiva, la película revisa la carrera de varios antiguos action-heroes y los homenajea de la mejor manera: ya no desde la nostalgia de los años que destrozan al cuerpo (algo que hizo Darren Aronofsky con su más que interesante El luchador), ni sobre la autoparodia, sino sobre un criterio más que honroso, que es el de poner el pecho a las balas, hacer que el cuepo aguante sin mostrar las heridas. En definitiva, no despedirse con lástima sino con la frente en alto. Es una elección cuando menos discutible pero no menos triste que la del film de Aronofsky. En última instancia, ocultar los magullones, lastimaduras, fracturas y otras tantas marcas, es también una forma de pelear contra el tiempo, contra el reloj que todo lo destruye. Es así que la película, excepto en un poco feliz momento de conciencia y corrección política, decide avanzar con alegría, testosterona y motos, como si nada pasara: en el fondo, Stallone lo sabe, con él y con su generación, mueren los últimos, se van cayendo de a poco. Los indestructibles, por lo tanto, es uno de los testamentos más melancólicos que haya dejado el cine sobre lo que supo ser. Está en usted, amable lector/a sólo ver tiros donde hay una despedida amable y sincera.
Claroscuros Reygadas es, sin lugar a dudas, un director irritante. Es de esos directores que generan una incomodidad manifiesta desde el vamos cada vez que se enfrenta una película suya. Pero no es una incomodidad por las formas o por los temas que trabaja sino por el clima que suele generarse en relación a su figura como director, situación asimilable a la de un Albert Serra: por momentos, se presenta una expectativa desmedida con lo que sus films ofrecen. Sin ser un fanático ni seguidor del director, luego de toparme con Luz silenciosa, cuando menos, la situación cambió: por primera vez dentro de la obra del director todos y cada uno de los elementos formales, expresivos, tienen algo para decir. En resumidas cuentas: los mecanismos formales dejan de ser una forma derivada de la histeria y la provocación estéril (ver Batalla en el cielo o Japón) para ser funcionales a su narración. Ahora sí debemos preguntarnos si esto hace de Luz silenciosa una película extraordinaria. La primer respuesta es no, justamente porque la extensión y la manipulación de algunos de los recursos expresivos terminan anulando la efectividad narrativa inicial en pos de un formalismo vacuo, plagado de bellos movimientos de cámara pero reiterativos, sin vida. La película, en este punto, no gana cuando establece mecanismos artie (grandes y vistosos planos secuencia, bellas puestas de cámara en los interiores, travellings extensísimos que recuerdan al Tarkovsky de Stalker o de El espejo), es decir, cuando su puesta en escena se despliega como pavo real para la adoración, sino cuando es austera y precisa en sus alcances. Hay una de las herramientas narrativas que es utilizada con notable inteligencia, pero es, quizás, la única verdaderamente lograda: la contraposición entre planos fijos o móviles dada por una puesta de cámara siempre controlada, en foco, sin movimientos bruscos, por un lado, y una cámara en mano inmóvil, vital, inquieta, por otro. Justamente ahí en donde uno podía sospechar del formalismo vacío, Reygadas otorga a sendos movimientos una identidad y una asociación a sus personajes. No es casual que los adultos de la comunidad menonita en donde suceden los hechos estén percibidos por medio de una puesta límpida, ascética, centrada: hay en ese autocontrol de la cámara un perfecto desplazamiento del autocontrol represivo de los integrantes de la comunidad, pero más específicamente su protagonista. Ese pequeño hallazgo hace que en pocos planos de la película haya más claridad que en toda la obra anterior del director juntita, justamente porque ha sabido encontrar en el procedimiento un medio para dialogar con el mundo que recorta o crea. Como contraparte de ese mundo represivo, el mundo de los niños, visto desde una perspectiva diferente, con una cámara salida de eje, fuera de toda atadura, liberándose hacia la cámara en mano, hacia la desprolijidad y los planos más cortos en vez de los planos-secuencia con travelling y steadycam. Al mismo tiempo, lamentablemente, el recurso se desdibuja, se apaga, se borra y deja paso a una pretensión que la misma película no tiene con qué sostener en pie. Sea por eso que el manotazo-homenaje va de la mano con Dreyer y más específicamente con Ordet. Hay, en esa actitud de glosa descarada a la obra del director danés, una necesidad de sostener con solemnidad y sorpresa lo que formalmente no puede reformularse. Ahí, en ese límite, es en donde el cine de Reygadas deja paso a la técnica para que esta actúe sola, con la autonomía de los movimientos automáticos, simétricos, perfectos, pero también vacíos: Reygadas nos recuerda esa esterilidad con sus simétricos planos de inicio y de final de la película.
Programas dobles Los antiguos programas dobles en cine (esos que incluían llevarse una tonelada de comida y un termo o un Tupper al cine y disfrutar de los almentos en silencio sin mancillar la función del resto) tenían ese no-sé-qué de lo imprevisible, de lo arbitrario, de lo azaroso o de lo deliberado, para qué negarlo. Buena parte de de esa dinámica solía sustentarse en la acumulación de varias películas de un mismo género con sus correspondientes variantes o subgéneros: un combo multigenérico para toda la familia; o meramente la acumulación de latas y programas carentes de unidad temática, en donde Superman y Drácula podían compartir cartel con la Coca Sarli y el Peter Bogdanovich de Míralos Morir. Sin embargo, creo que no existe mejor programa doble que aquel que parece traer elementos disímiles y que, de repente, revela conexiones sorpresivas, inesperadas, que nos hacen regocijar y tener ganas de volver al cine: porque como ciertas golosinas, por más que el gusto y los ingredientes sean los mismos, siempre sabe distinto en la boca, depende de la ocasión. En definitiva, para quienes conocimos el final, la caída estruendosa y la desaparición de esos programas (que sólo sobreviven en un cine como el ecléctico Electric), la sola idea de armar esa clase de combos extintos podía resultar más atractiva que para aquel cinéfilo de bajada de computadora, o aquel cinéfilo de DVD. No porque no pueda disfrutar de la acumulación de varias películas a la vez, sino porque ha perdido la experiencia de la asistencia al cine como aventura, como encuentro con lo inesperado, como yuxtaposición de posibilidades que se hablen, discutan, se potencien y se problematicen a la vez. Desde este humilde lugar, me permito la sugerencia a usted, lector/a para que intente un doble programa con dos películas en cartel: por un lado esa obra maestra absoluta y extraordinaria que es la oscura, melancólica y luminosa a la vez Toy Story 3; por otro, desde una posición diametralmente opuesta -no desde su temática sino desde su perspectiva, desde su universo, su imaginario-, la postergada Hansel & Gretel, de Pil-Sung Yim. Entre la película coreana y la película estadounidense se despliegan diversos hilos conductores, esencialmente, el de el mundo infantil, el de la representación y el juego, el de la perturbación de los relatos de familias perfectas. Sin embargo, ahí donde el film de Pixar logra otorgar sombra hasta al día más soleado (no olvidemos que el lugar en donde los personajes son encerrados se llama Sunnyside), donde revela los costados más oscuros del mundo de los juegos y juguetes (para un programa triple, ver en DVD el film de Spike Jonze Donde viven los monstruos), donde se lanza al espectador al vacío de la soledad y la muerte, el film coreano hace agua por todo costado, justamente porque destierra toda la ambigüedad de un mundo infantil para revertirlo a una explicación/interpretación adulta. Si algo tiene de perturbador, precisamente, el mundo paralelo de los cuentos infantiles y sus juegos no es necesariamente la revelación, la cifra metafórica de un desalmado mundo real. Es justamente la independencia de la metáfora aquella que logra que el carácter autónomo del mito sobreviva. Y los mundos infantiles no son sino mitos notables, asentados en la cultura que no precisan explicación, sino, como demandara Susan Sontag en el final del extraordinario ensayo Contra la interpretación, “…menos una hermenéutica y más una erótica del arte”. Ahí. Justamente, donde la revisión e inversión de la historia de Hansel y Gretel tenía un millón de aristas a desarrollar -ver sino qué es lo que lee un director como David Lynch cuando trabaja con estos mundos, por ejemplo- la película achata, interpreta, da orden, sentido y progreso a las acciones y actitudes, es decir, asesina el mito y su carácter convocante a cambio de entregar efectismos y temblequeos varios. Es así que el film de Pil-Sung Yim cuenta con una primera media hora entre aterradora y angustiante que logra su cometido justamente por escatimar datos, por apelar a la estrategia elusiva y por multiplicar posibilidades irresueltas. De ese modo, cada uno de los elementos de esa casa de fantasía se vuelve un potencial peligro, convirtiendo a la puesta en escena en un excepcional tratado de paranoia. Sin embargo, tras una revelación que incluye poderes, todo el asunto comienza a oler rancio, convirtiendo a los elementos que antes nos asustaban en objetos, formas y artilugios previsibles (ver sino el espantoso dibujito animado que se sucede una y otra vez en una TV desenchufada). Lamentablemente, la falta de persistencia, la carencia de ideas llevan a un desbarrancadero: la inclusión de un pedófilo y su mujer, sumada a la posterior explicación de las motivaciones de todos y cada uno de los personajes y un final moralista que incluye padres golpeadores y abusivos redundan en la perfecta contratara de una película que decide poner los pies en el fango y hundirse hasta las más hondas (y bergmanianas) aguas de la angustia del abandono. Si, estimado lector: después de ver Hansel & Gretel, complete el programa doble, si es que su bolsillo se lo permite, y corra a ver (o rever) Toy Story 3 con sus amores irrefrenables, adictivos, destructivos, sirkeanos: la verdadera perturbación del mundo infantil está ahí, y no en esta casa de los sustos fáciles.
La clase B de la clase A Resulta placentero -cuando menos en tiempos de cálculo y apelaciones trascendentales que cada tanto se filtran en el mainstream contemporáneo- que aparezcan azarosamente, con irregularidad pero con vitalismo, las señales del querible cine clase B. Deberíamos pensar antes qué es la clase B en el día de hoy y si es posible hablar de clase B como factor de producción. Pero excede a esta reseña. Resulta más útil, más inmediato pensar en la clase B como estilo. Es ahí, en ese mundo de limitaciones argumentales, utilización lateral de un filón comercial en baja, en personajes sin psicología profunda, en donde se inscribe la más que digna Depredadores de Nimrod Antal. Un grupo de siete personas (todos ellos peligrosos y con antecedentes violentos y/o criminales) es abandonado en medio de una jungla desconocida. Msé, la cosa suena aun poco a Lost. Y en parte con razón, al menos durante los primeros 10 minutos, en donde sabemos poco y nada del espacio, de los personajes, de sus relaciones potenciales o de sus pasados. En ese terreno, la película se mueve plenamente en el terreno del cine de aventuras y de ciencia ficción. Sin embargo, cuando el asunto cambia su órbita, es decir, cuando evidencia la confrontación con seres de otro planeta, pero sobre todo, cuando los personajes se reconocen en otro planeta que no es la Tierra es que estamos ante un pleno film bélico, ahora sí, mucho más cerca de Aliens y naturalmente, de la originadora de esta suerte de saga, el primer Depredador, a la que se alude para justificar buena parte del verosímil del metraje. En el proceso de hibridación genérica entre film de aventuras, de ciencia ficción y bélico también podemos reconocer el corazón del cine clase B perviviendo. Pero aquello que la hace más simpática es su autoconciencia (carente de toda ironía) bigger than life que nos permite experimentar una película entretenida y clásica pero al mismo tiempo conocedora de todos los lugares comunes de situaciones, personajes y resoluciones vistas previamente en films como estos. Esa suerte de reflexión divertida permite, digo mal, habilita que el espectador recupere una cierta idea de jugueteo, es decir, recuperar esa idea de el cine como diversión, nunca demagógica o descerebrada, sino conciente del pacto. Al punto tal el hechizo funciona que la música (sinfónica, a lo Bartok, no les miento) parece ser un elemento indispensable para establecer el clima pero a su vez montar un distanciamiento mínimo. Ese pequeño gesto -diametralmente opuesto a la pared sonora de Hans Zimmer en El Origen, por decir un ejemplo reciente- es uno de los pequeños grandes hallazgos de Depredadores. El otro es el tono de épica menor que se acentúa al final y que resuena al cine de bajo presupuesto del primer Sam Raimi (otro antiguo amante de la clase B), con sus alfeñiques convertidos en héroes por error (y pensemos que, por más musculatura nueva y anabólicos que hayan dado a Adrian Brody, el muchacho seguirá siendo un alfeñique de alma) librados en medio de un mundo que no conocen. Debajo de todo esto queda, sin embargo, una media hora larga de película que sobra, que es redundante en subtramas y dispersa lo que la película gana concentrándose en un espacio como el del inicio y el final (no casualmente los momentos más altos de la película). Si de hecho la película hubiera reducido media hora de su metraje, estaríamos además ante una duración también típicamente clase B: 77’ en vez de los 107’ que se amesetan hacia la mitad. Pese a la extensión, la película soporta noblemente y con materiales limitados la presencia de actores elementales, algunos cameos innecesarios, pero sobre todo la sorpresa de un Adrian Brody convertido en insólito action hero. Ya lo he dicho en alguna ocasión y lo repito: en estos Films menores es en donde sobrevive el espíritu y la carne del viejo Hollywood, más preocupado en narrar que en adoctrinar con sus tanques metafísicos.
Un arqueólogo del presente Pocos son los casos en donde se puede acceder al interior de una institución en su pleno funcionamiento. En este sentido, pareciera inapelable pensar en la figura de Frederick Wiseman como la persona indicada para dirigir un documental -casi un institucional- acerca del ballet de la Ópera de París. ¿Por qué? Bueno, precisamente porque Wiseman es algo así como un dios terrenal de los documentales sobre instituciones (de Titicut Follies a Domestic Violence, una enorme gama de instituciones es recorrida por el notable director estadounidense) y la sola posibilidad de mostrar la “cocina” de la segunda compañía de ballet más importante del mundo merecía un ojo especialmente colocado. Wiseman no renuncia jamás a su estilo híper-neutral pero íntimo (también conocido como “mosca en la pared”); sin embargo, hay algo en el film que resuena a universo conocido, a reiteración de tópicos autorales y que, extrañamente, concentran la atención en el “asunto” que sobresale, es decir, en las representaciones de cada ballet y no en los detalles: en definitiva, la magnificencia de la danza pareciera haberle ganado lugar a la capacidad de observación. Pero vayamos por partes. El film se organiza en torno a una serie de temas a los que vuelve de forma cíclica. Veamos cuáles son: Por un lado, está la minuciosidad de los ensayos, asunto que justamente se lleva la mejor parte del documental: paciencia, observación, seguimiento pero sobre todo capacidad para invisibilizarse. No asistimos a nada extraordinario (como sí podía suceder en otros documentales del director), pero al mismo tiempo estamos ahí. Ese pequeño triunfo cinematográfico, a su vez, es apenas una de las tantas partes de la película. Si los sumamos, son casi un largometraje corto de unos 70 minutos. Ahí está el núcleo deslumbrante de la mirada de la película. Por otro lado, está el asunto de la organización de las presentaciones de los siete ballets: la burocracia, los inversores, las relaciones públicas, las galas, la resolución de pequeños problemas: en este segmento, Wiseman vuelve a poner el ojo pero consigue pocas situaciones cinematográficas, como si la burocracia de la producción del Ballet no quisiera abrir sus puertas. De ahí que los momentos en donde la directora del Ballet se sale de su lugar contemporizador es cuando el asunto adquiere mayor interés (sobre todo cuando aparece como central el problema de las jubilaciones, los pequeños roces y chismes dentro de la compañía, y -por último- la tensión educativa entre una orientación más clásica, canónica y una más cerca de lo contemporáneo). El tercer aspecto aparece en los detalles del detrás de escena, en la verdadera “cocina”, en donde a diferencia de los planos generales y abiertos de las primeras dos variantes, se opta por planos cortos, cerrados: pasillos, escaleras, lugares de paso, comedor, por un lado y las actividades indispensables pero ocultas para la continuidad de la institución: los arreglos y refacciones, la confección de las prendas de vestir, la limpieza del lugar, entre otros. Ahí es donde el espíritu minucioso de Wiseman se reactiva y se va de cauce, justamente, para eludir eso que es central que no es ni más ni menos que el ballet en escena con público (nunca vemos al público sino que la situación se revela plenamente endogámica). El resultado, cuando aborda este aspecto, es el de un arqueólogo del presente. Entre esas tres posibilidades se desplaza La danse: El ballet de la Opera de París: la fascinación por un mundo desconocido, obsesivo y milimétrico, la paciencia ante las formalidades de una institución, esperando la irrupción de un acontecimiento y, por último, los huecos, los intersticios, lo que esconde toda institución pero sin lo cual jamás podría existir.