Para no clavarse Una película sobre posesión diabólica que no genera miedo ni tensión Desde la memorable El exorcista (1973) pasando por otros exponentes como El exorcismo de Emily Rose (2005) y La posesión de Verónica (2017), esta realización del francés Xavier Gens se inscribe dentro del subgénero que acuña legiones de seguidores y buscadores de emociones fuertes. El caso, ambientado en la Rumania rural de 2004 cuando inicia la acción, presenta a Adelina Marinescu (Ada Lupu), una monja poseída que termina muerta y una investigación que lleva a la periodista norteamericana Nicole Rawlins (Sophie Cookson) hacia Tanacu, una aldea que parece perdida en el tiempo. Los extraños acontecimientos terminaron con un sacerdote encarcelado y la trama intenta desmarañar si esas acusaciones fueron falsas o si realmente se trató de posesión demoníaca. La crucifixión recurre a clichés a través de un relato que sigue el periplo de Nicole, la profesional incrédula desafiada por su jefe (“Otra oportunidad para que reafirmes tu fe”) que comienza a sentir en carne propia los misteriosos sucesos, ayudada por el Padre Anton (Corneliu Ulici), un clérigo local. Una serie de flashbacks muestran a un monje que se arroja desde lo alto de una torre, a Adelina poseída con insectos en su zona genital y en un ritual con ojos negros, para centrarse luego en un presente que instala el suspenso (como la escena desarrollada en los maizales) y pone el acento sólo en los sobresaltos, desaprovechando una historia que tenía aristas interesantes para explotar en esa zona aislada y con costumbres diferentes. El cielo y el infierno confluyen en este hecho ocultado por las investiduras sagradas y se suma la inquietante presencia de un niño gitano que acosa a la protagonista. No hay mucho más en esta realización de terror, vendida con la sugerente frase “basada en hechos reales”, que se alimenta de lugareños enigmáticos, contorsiones físicas y transferencia demoniaca, recursos mejor utilizados en otras propuestas. Los guionistas Chad y Carey Hayes, escritores y productores de la saga El conjuro, dejan escapar el terror que surge del convento rumano, limitándose al susto fácil generado por el sonido estridente, situaciones vistas hasta el hartazgo y un tono crepuscular. La visión religiosa fagocita el suspenso y la escena con lluvia invertida en el granero resulta atractiva pero no alcanza para generar tensión dramática. Los seguidores de este tipo de filmes se encontrarán con un desenlace que deja sabor a poco y con la cara del demonio borroneada.
Una más que bienvenida comedia que coloca en el centro de la historia el choque cultural que nace a partir de un romance que trae inconvenientes familiares. Un amor inseparable está basada en la historia real del actor de stand up, Kumail Nanjiani, un musulmán de origen pakistaní que llegó a Estados Unidos a los 18 años para estudiar y que se instaló con su familia en Estados Unidos. Además de protagonizar la película, Kumail escribe el guión junto a su mujer de la vida real Emily V. Gordon, encarnada en la ficción por Zoe Kazan. A medida que la relación entre ambos avanza, los problemas crecen porque la familia de él es estricta con respecto a las traidciones y su futuro, pero todo se complicará aún más cuando ella enferma y es inducida a un coma que acerca a Kumail a la familia de su novia. La película es una carta de amor, fresca, inteligente, sensible y también políticamente incorrecta, que une los mundos de personas que se aman más allá de las barreras culturales que se les presentan. El film hace referencia al mundo de los actores -se cita a Daniel Day Lewis- y hasta se permite bromear con el atentado a las Torres Gemelas. Alejada delas comedias insulsas y de receta fácil que ofrece el cine mainstream norteamericano, Un amor inseparable se destaca por la calidad actoral, los buenos roles secundarios y la riqueza de una historia que pinta a dos familias distintas que intentan sobrevivir pese a los osbtáculos. Una de las mejores comedias de los últimos años, con la producción del reconocido en el género, Jude Apatow y dirección de Michael Showalter. El elenco incluye a Ray Romano y a una siempre convincente Holly Hunter como los padres de Emily, que también atraviesan una crisis matrimonial, y a los actores Zenobia Shroff y Anupam Kher, como los progenitores de Kumail. Una comedia romántica que da en el blanco y que balancea el humor y el drama en dosis exactas, sin olvidar la emoción que aflora en varias escenas, entre el matrimonio concertado, la "convivencia forzada" y un micrófono que expone las miserias humanas en clave de humor.
Un pasado turbio Basada en la novela de Claudia Piñeiro, es inquietante y tiene buenas actuaciones. Con mayor o menor suerte, el cine nacional encontró la inspiración para adaptar varias novelas de la exitosa escritora Claudia Piñeiro. Luego de Las viudas de los jueves, Betibú y Tuya, en donde el crimen y la crítica a las altas clases sociales eran denominadores comunes, llega la nueva película de Nicolás Gil Lavedra (Verdades Verdaderas: La vida de Estela) que se inscribe en el thriller. Las grietas de Jara, un relato tenso que gira en torno al eterno “juego del gato y el ratón”, comienza cuando una misteriosa joven (la española Sara Sálamo) ingresa al estudio de arquitectura Borla y Asociados, preguntando por Nelson Jara (Oscar Martínez), de quien nada se sabe desde hace años. De este modo, la tranquilidad del arquitecto Pablo Simó (Joaquín Furriel), su jefe Mario (Santiago Segura) y su socia Marta (Soledad Villamil) comienza a resquebrajarse en un entramado que esconde secretos y mentiras del pasado. Todo se articula a través de una serie de flashbacks que muestran a un enloquecido Jara como el damnificado por una grieta que se extiende en la pared aledaña de su living y que fuera provocada por un error del estudio de construcción. A la exigente rutina familiar de Simó que lleva adelante junto a su esposa (Laura Novoa, impecable en su rol aportando la cuota de humor necesaria) y los conflictos que atraviesa su hija adolescente, se suma un anhelo profesional que queda plasmado sólo en un plano, mientras el miedo de su compañera Marta aflora cuando todo se sale de control y acude a Simó como único salvador.
La peor de la saga "La última llave" repite trucos de sus antecesoras y muestra que la franquicia se está agotando. “Algunos les temen a las personas especiales” le dice su madre a la pequeña Elise Rainier, quien tiene un don especial para comunicarse con los espíritus que habitan su tenebrosa casa de Nueva México, en 1953. La acción pasa a California de 2010, cuando Elise ya es una conocida parapsicóloga que afronta los casos sobrenaturales más terroríficos y está acostumbrada a convivir con el “más allá” hasta que un nuevo llamado la lleva, junto a sus habituales colaboradores, al lugar que habitó durante su infancia. Este es el punto de partida de La noche del demonio: La última llave, la cuarta entrega de la saga iniciada en 2010 con la dirección del exitoso James Wan en sus dos primeras películas y que colocó a Lin Shaye como el nuevo rostro del terror. El filme funciona como una precuela en la que se cuentan los orígenes de Elise y de su familia, una punta argumental atrapante y bien explotada durante los primeros minutos (la escena del sótano) en manos del director Adam Robitel, quien juega de manera siniestra con la realidad y los mundos paralelos, y no disimula parecidos con Poltergeist. Desde el inicio se abordan los miedos infantiles (Elise y su hermanito advierten que alguien más está en la habitación a la hora de dormir), con la presencia de un padre maltratador y una madre que permite la violencia hacia su hija, creando la atmósfera ideal para este tipo de propuestas que conectan el mundo cotidiano con el espiritual y demoníaco. Lo que sigue es un ejercicio más de suspenso que abre la puerta (no siempre con la llave correcta) a una dimensión paralela registrada en video y entre apariciones monstruosas y escurridizas que sobresaltan pero no aportan novedades al género de terror. Leigh Whannell encarna a Specs, el ayudante de Elise (es además el guionista y responsable del eslabón anterior), pero el peso dramático descansa en Shaye, quien logra transmitir su intención de desmarañar su propio pasado y lograr la recomposición familiar, más allá de los sustos que tiene que atravesar en esta nueva historia. Esta es la más endeble de todas las entregas ya que repite situaciones, con el recurso de la neblina sobre el suelo, fantasmas, encierro, tortura y dos sobrinas adolescentes que también traen lo suyo.
El realizador catalán Jaume Collet-Serra y el actor Liam Neeson vuelven a unir fuerzas luego de Desconocido, Non-Stop: Sin Escalas y Una Noche para Sobrevivir, en este relato de acción y suspenso que coloca al protagonista de Búsqueda implacable en problemas y a bordo de un tren que lo lleva diariamente de su residencia a su lugar de trabajo. Michael MacCauley es un ex policía que pasa el poco tiempo que tiene junto a su esposa e hijo hasta que es despedido como vendedor de seguros cinco años antes de su jubilación, lo que lo sume en un estado de desesperación por deudas hipotecarias. En uno de sus viajes se topa con otra pasajera, la misteriosa Joanna -Vera Farmiga-, quien le propone encontrar a una persona a bordo con un maletín e información valiosa a cambio de cien mil dólares. Con este planteo, el director propone el "juego del gato y el ratón" que enfrenta a un trabajador de la clase media, tentado pero cauto ante tal ofrecimiento, con un espiral de violencia del que no puede escapar. Con escenas de luchas cuerpo a cuerpo, suspenso alimentado por los pasajeros de un tren que se convierten en sospechosos y podrían ser el "objetivo" del protagonista, se suman un amigo policía -Patrick Wilson- y una familia en peligro que lo obliga a volver al ruedo. Para el realizador el peligro está dentro del tren pero también fuera de él con situaciones que resultan efectivas en términos de acción pero forzadas desde lo argumental. Si de adrenalina se trata, El pasajero la tiene y coloca a todos bajo la mira de la sospecha por el crimen de un urbanista. Con ritmo ágil, espectacularidad sobre los minutos finales y en medio de una historia alimentada por apariencias engañosas, el filme no da respiro pero no llega a la altura de los anteriores trabajos de esta dupla exitosa y deja algunas preguntas sin respuesta.
La felicidad, ¿cuestión de tamaño? Matt Damon brilla en esta fábula de Alexander Payne sobre la promesa de una vida mejor en un mundo de miniatura. A lo largo del tiempo, el cine jugó con las diferencias de tamaños y escalas para transformar lo cotidiano en pesadillesco. Basta recordar Los viajes de Gulliver (1960), Viaje fantástico (1966) y Querida, encogí a los niños (1989). La nueva película de Alexander Payne utiliza estos recursos visuales con moderación y va más allá al plasmar una sátira social sobre la posibilidad de una “vida mejor” en Leisureland, una suerte de paraíso que termina siendo más inquietante que el mundo que conocemos. En Pequeña gran vida, la tecnología da la posibilidad de reducir el tamaño de las personas a partir del invento de un científico noruego que sirve para paliar la crisis de superpoblación y la falta de recursos que afectan al planeta. El terapeuta Paul Safranek (Matt Damon) y su esposa Audrey (Kristen Wiig) sueñan con una vida de lujos y alejada de las presiones de los bancos y de la complicada situación financiera que atraviesan. Cuando deciden aceptar el polémico procedimiento de miniaturización (que es irreversible), se encontrarán con sorpresas y problemas que surgirán en el camino. La película del realizador de Entre copas y Los descendientes propone una mirada humanizadora sobre los problemas que afronta el hombre en la actualidad y la difícil toma de decisiones. En ese sentido, el filme tiene dos partes bien diferenciadas: una en la que prima la ciencia-ficción y en la que se ve el proceso al que se somete sólo un 3 por ciento de la población, que los transforma en personas de 13 centímetros de altura. Y un segundo tramo, que ofrece un análisis profundo, crítico y emocionante que empuja a Paul hacia caminos insospechados. En su travesía al nuevo mundo, habitado por personas pequeñas en mansiones y con diferencias de clases, Paul se relaciona con un extravagante vecino (Christoph Waltz) que hace grandes fiestas en su departamento, su socio y compinche inseparable (Udo Kier) y con la vietnamita Ngoc Lan Tran (Hong Chau), la mujer que tiene cojera, vive en los suburbios de la “tierra prometida” y se desempeña como personal de limpieza mientras convive en la miseria con mexicanos. El atractivo principal del relato es la idea central y cómo se desarrolla a partir de las actuaciones: Matt Damon pasa por varios estados emocionales (desde la soledad y el abandono hasta un viaje lisérgico en una disco) en una composición convincente que lo pone a la par de Hong Chau, quien se termina robando la película y el corazón del espectador. Payne se arriesga con un relato atípico que tiene por momentos puntos de contacto con Capitán Fantástico, en donde los personajes buscan un nuevo horizonte y salvar así a la raza humana cuando la sombra del Apocalipsis pesa sobre sus hombros. Una fábula de ciencia-ficción que en verdad es menos ingenua de lo que parece y hereda el espíritu de clásicos pero los aggiorna a los tiempos que corren.
Un thriller sin anzuelo Darío Grandinetti es un ermitaño que ve alterada su rutina con la llegada de tres jóvenes a la playa en la que trabaja. Un páramo donde lo único que parece quebrar la tranquilidad es el sonido del mar y la presencia de Santos (Darío Grandinetti), un pescador ermitaño y poco comunicativo que tiene su rutina organizada. Tres jóvenes (Jazmín Esquivel, Juan Grandinetti y Matías Marmorato) llegan a esa playa con la intención de montar un parador para el verano mientras luchan con sus propias búsquedas e intentan sortear barreras burocráticas. Aunque con desconfianza, Franca (Esquivel) y Santos cruzan sus caminos en este thriller dirigido por José Glusman que conduce a los personajes hacia terrenos menos cotidianos y más peligrosos. Pescador, que participó en la Sección Oficial de la 43° edición del Festival del Cine Iberoamericano de Huelva, presenta un buen comienzo pero va perdiendo fuerza dramática con el correr de los minutos, en el que entran en juego un puñado de seres marginales. De este modo, aparecen policías de dudoso accionar que aguardan el momento para volver al ruedo; hay un cultivo de marihuana que trae complicaciones: un inspector municipal que presiona al trío de inexpertos y Pedro (Emilio Bardi), el amigo de Santos que deja la cárcel luego de un fallido robo gracias al oficio de una abogada entrenada (Gigí Rua). La historia contrapone la tranquilidad que ofrece el escenario natural de la playa con la violencia que esconde cada uno a través de una narración que descansa (quizás demasiado) en los silencios y en un enfrentamiento que tarda en llegar para enhebrar las vidas de personas solitarias en busca de su salvación. Con acciones reiterativas (la pesca con red y la enfermedad que azota a Santos) y con diálogos que no generan el clima de suspenso ni la intriga que la historia requiere, el realizador también coloca su red en este relato que apresura la tensión sobre los minutos finales. En el filme hay un cameo de Gustavo Garzón en el rol de un joyero, y Franca, uno de los pilares, aparece atrapada en el mismo registro actoral de Santos, debido a la parquedad que transita. En tanto, en la red gigantesca sólo quedan los peces y el suspenso pasa de largo, entre negocios y delincuencia.
Delirio y conspiración Los íconos de la música mundial muertos a los 27 años ya sea por sobredosis, suicidios o accidentes, como Jim Morrison, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Sid Vicious y Amy Winehouse, encienden el foco de interés de la nueva aventura cinematográfica de Nicanor Loreti. En 27: El club de los malditos, Leandro de la Torre (El Polaco), la estrella de una banda punk que abre la película con su música estridente, sale disparado desde la ventana de un edificio y cae sobre el techo de un auto justo en el dia de su cumpleaños 27. La muerte es registrada de manera casual por Paula (Sofía Gala), una de sus fans, hecho que desata toda la historia. El teniente Martín Lombardo (Diego Capusotto) entra en acción, se vincula con Paula y no parece el indicado (es violento, hincha de Racing, autodestructivo y hasta maneja una bazooka) para llevar adelante este caso que puede encubrir una serie de crímenes misteriosos. Y del otro lado, están los villanos de turno como el que encarna Daniel Aráoz (lo llamaron a su juego), su inseparable serial killer (Paula Manzone) y un científico loco (“Yayo” Guridi) . El relato es jugado de manera disparatada y combina el policial, la ciencia-ficción y la comedia negra, y va alternando el presente con un pasado que arremete a modo de flashbacks en blanco y negro y con subtítulos para mostrar a los célebres artistas antes de sus muertes, con una estética bien recreada y capturada por los actores locales. El filme hereda el aire fantástico de Kryptonita y la acción de Diablo, dos trabajos de Loreti además de la serie Nafta Súper, e impone, una vez más, el surgimiento de antihéroes marginales que no cuadran con el sistema y tampoco pueden escapar a una muerte segura. El guión -coescrito por el realizador y el inglés Alex Cox- captura el espíritu salvaje de la música de los setenta, los excesos, el divismo, y los combina con estereotipos del cine de género vernáculo. También se le da peso al contrastante universo cotidiano y reconocible del policía (el bar donde bebe y enfrenta a la hinchada de Independiente) y del mundo extravagante que habitan las figuras del rock o los antagonistas. La película tiene momentos más efectivos que otros (con secuencias que se extienden más de lo debido) pero resulta un buen entretenimiento plasmado entre tiroteos. Las facetas ocultas que mantienen los personajes (el pasado de Lombardo en Malvinas sólo encaja en esta ficción) avanzan en medio de una trama tan delirante como imposible. Se trata de una propuesta pensada para el lucimiento de Capusotto y del público que lo sigue en cada una de sus actuaciones, potenciando algunos roles secundarios, entre toques nostálgicos, grupos paramilitares que persiguen sin descanso a los protagonistas y una atmósfera que recuerda a Los superagentes y Alguien te está mirando, en el segundo tramo del filme. Y, definitivamente, alguien los acecha mientras que a la película no le preocupa demasiado que Jim Morrison hable como un español.
Después del éxito de Jumanji, la película que protagonizara Robin Williams en 1995 que atrapó a toda una generación, era de esperar la llegada de una secuela pero con un enfoque diferente. El candidato ideal era desde el comienzo el gigantesco Dwayne Johnson, The Rock, figura popular y que se adapta a varios géneros. Jumanji: En la selva continúa la aventura anterior y comienza en 1996. Cuatro adolescentes son castigados por el director de la escuela y se ven obligados a limpiar una vieja bodega donde se topan con el misterioso juego -ahora de de video-. Al escuchar tambores de la selva, son trasladados a una aventura salvaje en los cuerpos de sus avatares adultos, interpretados por Johnson, Jack Black, Kevin Hart y Karen Gillan. A merced de varios peligros y de una serie de obstáculos que deben superar, la acción y la aventura está nuevamente servida en bandeja. Con este punto de partida, la película de Jake Kasdan recrea el universo del filme original pero lo expande a nuevas direcciones en un relato ágil y plagado de gags que recuerda a Indiana Jones. A merced de varios peligros y en un territorio desconocido, los personajes deberán saltar obstáculos -niveles- para poder ganar y enfrentar al malvado de turno, John Van Pelt -Bobby Cannavale-. Con logradas escenas de acción, entre una feroz estampida de rinocerontes blancos y una vertiginosa persecución de motocicletas, la película entrega lo que promete y el mayor acierto reside en las diferentes personalidades de los jugadores: desde la inocencia plasmada por Johnson a su Spencer o la seductora personalidad de Bethany que cobra momentos graciosos en el cuerpo de Jack Black, un actor que se mueve como pez en el agua en el registro de la comedia. La idea del film funciona y es adaptada a un mundo moderno donde "el juego de mesa" de la película original está obsoleto y olvidado, pero los tambores de la selva resuenan con fuerza en esta propuesta nostálgica para disfrutar en familia.
El musical está pensado para el lucimiento del australiano Hugh Jackman -se hizo popular gracias a Wolverine y mostró sus dotes para el género en Los miserables-, quien encarna al legendario Phineas Taylor Barnum -1810-1891-, el empresario circense norteamericano que fundó el "Ringling Bros and Barnum & Bailey Circus", conocido como "el mayor espectáculo en la tierra". Con una gran reconstrucción de época en la que se ve un incipiente Times Square, el relato despliega su creatividad a través de una historia que centra su atención en los tópicos de la familia, la amistad y los sueños casi imposibles. El gran showman, del debutante Michael Gracey, muestra a un Barnum derrotado luego de perder su trabajo y su intento por mantener el nivel de vida de su esposa -Michelle Williams- e hijas a partir de la creación de un show circense que reúne a los personajes más disímiles -un enano, la mujer barbuda, trapecistas y elefantes- y que fuera criticado por no ser considerado precisamente un producto artístico. Desde el comienzo, el musical resulta arrollador desde lo visual con la concepción de sus modernas coreografías y canciones -de los mismos autores de La La Land- que sintetizan la infancia del protagonista e impulsan la acción que también se va alimentando de subtramas románticas: Barnum con la escandalosa foto junto a la cantante de ópera Jenny Lind -Rebecca Ferguson- y Phillip Carlyle -encarnado magníficamente por Zac Efron-, amigo y socio de Barnum, en pleno romance con la artista circense Anne -Zendaya-. Colorida desde lo visual y con un grupo de artistas que hace frente a los obstáculos que se les presenta, la película aprovecha con acierto el encanto de una época, la visionaria mirada de Barnum y la inclusión de personajes "diferentes" en busca de un objetivo en común: entregar al público lo que éste quiere ver. Y el filme en cuestión -nominado a 3 premios Globos de Oro que incluyen el de "mejor comedia o musical"- también cumple con las expectativas, hereda el espìritu de Moulin Rouge y se alimenta de situaciones que son bien resueltas en los números musicales. Jackman sabe lo que hace y explota su cuerda al máximo, entregando un gran trabajo que lo potencia dentro de un género que resurge.