Poco sobre aquel hombre que sabía demasiado Es una lástima que, siendo tan rica la producción cinematográfica de Alfred Hitchcock (y tan pródiga en anécdotas su trayectoria profesional), las nuevas generaciones sólo puedan conocerlo a partir de insulsas remakes o guiños en sátiras menores. Un documental con el maestro contando sus artimañas ilustradas con las mejores secuencias de sus películas no sólo sería un festín para los cinéfilos sino que, además, no estaría exento de las dosis de humor, suspenso y diversión que la mayoría de los espectadores esperan al sentarse en la butaca de una sala de cine. Pero reconozcamos que, en principio, las biopics suelen ser mejor recibidas que los documentales: al público parece no gustarle tanto revisar fotos viejas como tener a la persona en cuestión cobrando vida ante sus ojos, haciendo una suerte de viaje en el tiempo sin mediar la nostalgia. El problema es que la reconstrucción de momentos de la vida de figuras públicas del pasado suele llevar a simplificaciones y a una liviandad que ya habíamos analizado años atrás, en una nota que llamamos El discreto encanto de las biografías. Basado en el libro Alfred Hitchcock and the Making of ‘Psycho’, de Stephen Rebello, este Hitchcock de Sacha Gervasi (1966, Londres, Inglaterra) utiliza el nombre del director de Vértigo (1958) para plasmar algo parecido a un discreto telefilm, con el consabido despliegue de vestuario y escenografía (elegantes sombreros, corbatas, sillones y cortinados de los ’60) más datos biográficos deslizados como al descuido en los diálogos (del tipo “¿sabías que Hitch me pidió que fuera su asistente antes de invitarme a salir?”). La fórmula incluye una serie de obstáculos que serán superados al final de la trama. Respetando de alguna manera la tendencia de este tipo de productos, la película dedica demasiada atención a un personaje femenino: Alma Reville, compañera del realizador. Por momentos, parecería más pertinente que lleve como título Alma en vez de Hitchcock. A esto se suma el hecho de que a Helen Mirren se la ve realmente convincente y seductora en ese personaje, mientras el Hitchcock de Anthony Hopkins luce como un muñecote glotón y desconfiado, que anda por la vida sacando panza y comportándose como alguien de pocas luces. Escrito por John J McLaughlin –de importante experiencia en series de TV–, al guión le importa más cierto jugueteo de la pareja central con las posibilidades de infidelidad que la pasión de Hitchcock por el cine. Cuando se lo ve al mítico realizador inquietándose con los críticos que intentan ver en Chabrol o Clouzot a nuevos maestros del suspenso, enfrentando las presiones de los censores y la Paramount, o esperando expectante las reacciones del público ante la famosa escena de la ducha de su Psicosis (1960), el film se torna divertido. Los sarcasmos deslizados con sobriedad inglesa por Hitch y Alma en sus conversaciones de entrecasa, en cambio (a veces mordiendo una tostada o una fruta como remate), resultan impostados, un poco como esas frases ingeniosas previas al cambio de secuencia en las series de TV. Y así como fue un acierto la elección de James D’Arcy para encarnar a Anthony Perkins y resultan bienvenidas cada una de las intervenciones de Scarlett Johansson (bella y expresiva), la inclusión de sueños o encuentros imaginarios con el asesino que sirvió de inspiración para Norman Bates sólo aportan algo de confusión. Es una lástima que por problemas de derechos no se muestre escena alguna de la película de la que todo el tiempo se habla, apelando únicamente a la música y los afiches. Pero más desalentador es que una obra que gira en torno al cine evidencie una cinefilia limitada a lo puramente anecdótico y superficial (con repetidas referencias al desnudo de Janet Leigh y a la truculencia del asesinato en la ducha, o a la importancia de no revelar el final, como si el valor de Psicosis dependiera sólo de esos dos momentos). En una escena alguien le reprocha a Hitchcock “Cuando quieres hacer algo nuevo perdemos dinero”. Paradójicamente, la Fox y Gervasi parecen haber tenido presente esa advertencia para realizar este producto ligeramente simpático pero tan convencional y poco moderno.
El lado oscuro de la vida La enfermedad, la vejez, el sufrimiento, la muerte ¿cómo mostrarlos? ¿para qué mostrarlos? ¿qué hacer con ellos cuando es necesario abordarlos en una película? Preguntas que han inquietado a teóricos y estudiosos en distintas épocas y que reaparecen ante el nuevo largometraje de Michael Haneke (1942, Münich, Alemania), en el que el amor de una pareja anciana sufre una dura prueba: por un problema de salud, las capacidades de la mujer para comunicarse y movilizarse comienzan a limitarse cada vez más, poniendo en juego la tolerancia y los sentimientos del marido. La forma elegida por Haneke para exponer este cuadro de situación recuerda la idea de “cine moderno” de la que habló Serge Daney, por aquello de la crueldad como rechazo a la ilustración académica y al sentimentalismo hipócrita. Casi sin exteriores, concentrada en los detalles que hacen a la cotidianidad de este matrimonio en el enorme departamento que habitan, Amour puede ser vista –no obstante su marcado naturalismo– como una abstracción o una pesadilla. En este sentido, el ensimismamiento contribuye pertinentemente a su tono perturbador. El objetivo del director, un poco como en películas anteriores (Funny games, La profesora de piano, Caché), parece ser sacudir al espectador, incomodarlo, desmoralizarlo. Algunos sostienen que Amour permite descubrir un Haneke más tierno, y es cierto que, sobre todo en los primeros tramos, delinea con sutileza el cariño intenso entre George y Anne. Pero su visión es, de todos modos, inclemente. Y, a medida que progresa el deterioro de la mujer enferma, la película va internándose en una espiral de tristeza, como si se complaciera angustiando al espectador. Uno puede preguntarse, por ejemplo, por qué nunca George y Anne se dan un beso, o por qué el abatimiento de él no se manifiesta con algún grito destemplado o una señal de rebeldía. O, del mismo modo, por qué no puede haber un televisor encendido o un signo de vitalidad (música, risas) asomando desde una ventana. Y es que el retrato del dolor que propone Haneke termina teniendo mucho de pose, adornado con modales burgueses, exquisitos cuadros y música de Schubert. Anne conmueve cuando dice, de pronto, “Es hermosa la vida, tan larga”, pero no todo lo que conversan los personajes tiene esa concisión dramática: se habla mucho en Amour, y, salvo alguna solución interesante (los planos fijos del departamento silencioso y en penumbras tras las primeras manifestaciones de la enfermedad), lo que se ve y se escucha es siempre seco, impasible, cortante. La casi ausencia de la hija concertista (Isabelle Huppert) y del resto de la familia responden a esa idea preconcebida de espacio clausurado, arbitrariamente cerrado a demostraciones de afecto o de apoyo. Como sucede en casos similares, el prestigio del director, los elogios de la crítica y premios varios (incluso en Cannes y en Hollywood, algo así como el sueño de todo cineasta ambicioso) van bloqueando los reproches que pueden hacérsele a esta película que, en realidad, no es tan sensible y honesta como parece. “La vida es difícil y seria, no es caminar por un parque” declaró Haneke, lo que se corresponde, seguramente, con los comentarios que se oirán a la salida de cada función: “Es la realidad”. Habría que recordarle al realizador que el paseo por un parque también forma parte de la realidad de todos los días. Además ¿cuál es su aporte? ¿por qué esta invitación a rendirse, sin más, ante la tristeza? Maestros como Akira Kurosawa, Ingmar Bergman y Andrei Tarkovski han hecho de personajes que sufren una grave enfermedad motivos de reflexiones ricas, verdaderamente profundas sobre la vida y la muerte. Madre e hijo (1997, Aleksandr Sokurov) es otra demostración de que frente una situación de este tipo (en ese caso era un hijo ante su madre moribunda) se puede ir más allá del simple regodeo en el dolor, explorando posibilidades dramáticas, plásticas y poéticas. A todos los espectadores que tengan o hayan tenido un ser querido con padecimientos similares a los de Anne (incluyendo quien esto escribe), Haneke los enfrenta con la experiencia que ya sufren o sufrieron en carne propia, sin calidez ni piedad. Finalmente, el guión, escrito por Haneke, agrega un hecho que sería desatinado adelantar, indudablemente tramposo. La repercusión del film no sería la misma sin ese acto caprichoso, sin ese golpe de efecto. La misma inquietud (el deseo de la muerte de alguien para terminar con sufrimientos propios y ajenos) se podría plantear de una manera más delicada y responsable, como lo hizo, por ejemplo, Gianni Amelio en una escena de Le chiavi di casa (2004, Gianni Amelio) que puede apreciarse aquí. Tampoco Amour daría tanto que hablar si sus protagonistas fueran desconocidos: la presencia de Jean-Louis Trintignant (Un hombre y una mujer, Z, El conformista) y Emmanuelle Riva (Hiroshima mon amour, Kapo, Blue) –más allá del indudable oficio y entrega de ambos a sus personajes– genera la morbosidad de ver a dos legendarios intérpretes exponiendo ante cámara su propia decadencia física. La actriz, sobre todo, a sus 85 años debe atravesar momentos algo humillantes, como un ligero desnudo (su Anne parece el personaje de Norma Aleandro en El hijo de la novia pasado por la hiel de Jorge Polaco). Riva era, precisamente, quien encarnaba en Kapo (1960, Gillo Pontecorvo) a la prisionera que moría electrificada en una escena registrada con un travelling repudiado por Jacques Rivette: provocadoramente –o despreocupadamente–, cincuenta años después Haneke utiliza a la actriz en una experiencia cercana a cierto tipo de abyección.
Más palabras que ideas ¿Qué comunica Tarantino en sus películas, cuáles son las ideas y valores que revela como artista? Es difícil precisarlo, ya que en las citas paródicas y los homenajes a las distintas variantes del cine clase B parecen agotarse sus ambiciones. Sus declaraciones públicas no ayudan mucho: recientemente confesó que odia a John Ford porque “mataba indios sin rostro como a zombis” (desestimando su importancia como director), que comprende a quienes asisten a campos de tiro y coleccionan armas (“es una cultura en sí misma y la respeto” ha dicho, además de igualarlos con los coleccionistas de comics), que le gusta imaginarse como uno de los mejores artistas de su época, y cuando se le preguntó cuáles son las diez mejores películas que ha visto destacó sólo producciones estadounidenses (como puede apreciarse aquí). Su pasión y su capacidad como realizador son indudables, como lo demuestran la afilada astucia narrativa de Perros de la calle (1992) y Jackie Brown/Triple traición (1997), o, sin ir tan lejos, el brillante comienzo de Bastardos sin gloria (2009). Pero ese diestro manejo de los resortes cinematográficos nunca está al servicio de algo más que historias fuertes o morbosas para chacotear entre amigos, como si no hubiera otra cosa más allá de su admiración por cierto cine y su valoración de subestimados remanentes culturales (estrechez conceptual que también se aprecia, de alguna manera, en los hermanos Coen). Estas carencias se hacen particularmente manifiestas en su último largometraje, en torno a un esclavo negro que se convierte en compañero de aventuras de un inescrupuloso cazarecompensas, poco antes de la Guerra Civil en EEUU. En principio, Django sin cadenas cubre sus casi tres horas de palabras, escatimando ideas originales en cuanto a puesta en escena. Todo el tramo en la casa del esclavista Calvin Candie (Leonardo Di Caprio), por ejemplo, bien podría representarse en un escenario teatral, en tanto los flashbacks son de una fealdad chirriante y las explosiones de violencia, más que sorprender, salpican. Por más que algunos elementos recuerden al Django original (que Sergio Corbucci dirigió en 1966 y protagonizó Franco Nero, que aquí aparece fugazmente), sostener que está hecha sobre el molde de un spaghetti western es no tener idea de lo que es un western. Sumando algo así como bloques de distinta duración, Quentin Tarantino (1963, Knoxville, EEUU) se limita a reunir personajes-actores sobradores dialogando con malicia y suficiencia –con excepción de un Jamie Foxx adusto, pura presencia–, con atractivas canciones de fondo y surtidas escenas de tortura. Al mismo tiempo, racismo, discriminación y venganza rondan con descuido la trama, en la que hay negros esclavizados pero también traidores, y donde hechos históricos e injusticias ciertas se banalizan y confunden. Tarantino es como esos compañeros de escuela divertidos para arrojar tizas o burlarse de alguien (no importa mucho de quién), pero que, ante un asunto que exige algo de responsabilidad, dejan claramente en evidencia su inmadurez.
Insensible y oscura Sean vampiros, surfers, policías, soldados o agentes de la CIA, los personajes de Kathryn Bigelow (1951, California, EEUU) parecen tener como fin primero y último en sus vidas la descarga de adrenalina, sin distinguir demasiado entre obligación y placer, deporte y trabajo, compulsión enfermiza y goce físico. Y la directora sabe expresar muy vívidamente esas sensaciones, con películas en las que el argumento importa menos que la excitación y el furor que contagia. Cuando cae la oscuridad (1987), Testigo fatal (1989), Punto límite (1991) y Días extraños (1995) la mostraban con capacidad para ofrecer divertimentos discutibles por más de un motivo pero siempre enérgicos, con momentos brillantes. Con Vivir al límite (2008), donde echaba una mirada comprensiva sobre un grupo de soldados estadounidenses responsables de desarmar explosivos en Irak (y con la que ganó el Oscar), ya esos ingredientes se asimilaban a controvertidos hechos histórico-políticos, como si a su sed de peripecias la hubiera contaminado cierta necesidad de trascendencia (al menos tal como la entiende el cine de Hollywood: recreación de hechos del pasado con algo de causticidad y heroicidad). Esto se repite en La noche más oscura, que sigue los pasos de Maya (Jessica Chastain, la actriz de Historias cruzadas y El árbol de la vida), una agente de la CIA obsesionada por atrapar a Osama Bin Laden luego del ataque a las Torres Gemelas en 2001 y de otras arremetidas terroristas en distintas ciudades, y que comienza con las invariablemente persuasivas palabras “basada en hechos reales”. El resultado es curioso. No es un thriller tradicional, no está protagonizada por actores demasiado conocidos, a lo largo de sus casi tres horas no incluye amorío alguno ni escenas sentimentales, casi no tiene humor ni momentos de alegría patriotera, y, evidentemente, va más allá de la mera maraña de intrigas de películas olvidables como Syriana (2005, Stephen Gaghan). En su país despertó polémicas por mostrar torturas a prisioneros, y es cierto que Bigelow las expone sin vueltas. Pero tampoco las juzga, respondiendo al tono de recreación seca, insensible, con pocos adornos, que refleja ya su lacónico título original (una expresión militar que alude al momento en el que fue atrapado Bin Laden). Claro que, por aquello de que quien calla otorga, su visión no es tan neutral como parecería. El estilo es algo impreciso, con planos cercanos alternándose abruptamente con planos generales, una luz mortecina y recursos que generan más tensión que emoción. En este sentido, es bastante distinta de Argo, otra película sobre los efectos de la intromisión de EEUU en Medio Oriente después de 2001, también nominada al Oscar este año: la de Ben Affleck es más divertida y triunfalista, y hasta puede ser vista como una historia de aventuras con un héroe manifiesto, en tanto la de Bigelow aparece violentada por cierta estética sucia de noticiario, con las escenas de atentados –muy bien resueltas– ocupando una función apenas incidental, casi informativa. Maya, además, parece más una persona (fría, obsesiva, indiferente al dolor, pero persona al fin) antes que un personaje-excusa para conseguir la identificación emocional del espectador. El final puede sugerir la clausura de un período en la historia de EEUU, una sensación de culpa, o simplemente el vacío de la protagonista, cuya vida parece cobrar sentido sólo ante el peligro y la venganza. Y es que, aunque irregular y equívoca, La noche más oscura provoca discusiones e incomoda, desentendiéndose del exitoso patrón actual de cine con mentalidad y destinatarios adolescentes. Por Fernando G. Varea
La pesadilla americana El título del tercer largometraje de Andrew Dominik (1967, Nueva Zelanda) parece condensar sus rasgos salientes: basado en una novela policial de George V. Higgins de 1974, acompaña las peripecias de un puñado de marginales violentos (ladronzuelos novatos, sospechosos jugadores de pocker, problemáticos asesinos a sueldo) con elegancia, echando una mirada agria sobre la ilegalidad y la violencia que traspasan la sociedad estadounidense con cierto refinamiento formal. Si narrativamente el producto se muestra irregular, al mismo tiempo luce atractivo y mucho más digno que la mayoría de los thrillers que asaltan semanalmente las carteleras para reaparecer más tarde en la TV. Algo de la belicosidad y la sequedad del cine con gangsters de los ’70 asoma en este film que transcurre en medio de la campaña presidencial de 2008, con las imágenes de Bush y Obama reproduciéndose en las pantallas de televisión mientras el capitalismo financiero se retuerce. En cierto sentido, no deja de parecer un recorte en la vida de este país y de estos personajes, de quienes se desea saber un poco más: a Mátalos suavemente le cuesta salir de ese pequeño conjunto de situaciones y encontronazos, haciendo difícil intuir cómo será la vida de estos hombres más allá de lo que exhibe la pantalla. Pero sus méritos no son pocos, sin embargo. Se ha dicho que, por sus varias escenas de diálogo, remeda atributos del cine de Tarantino, pero esto es relativamente cierto: en las conversaciones del film de Dominik las palabras no tienen más importancia que las miradas y los gestos, y en su atmósfera general hay más abatimiento que cinismo. Las pocas escenas de violencia son de una prodigiosa estilización. Mostrar un asesinato de un auto a otro o el turbio momento en el que un ladrón adicto es apresado como si fueran cristales y destellos de un calidoscopio, o sugerir un enfrentamiento a tiros fuera de foco mientras un sicario cruza distraídamente la calle, son decisiones que responden al planteo mismo del film, que cuestiona sin desdeñar el artificio. Adornos y apuntes ácidos se combinan, tomando distancia del modelo scorsesiano (ubicándose, en todo caso, más cerca de Drive), permitiendo que el retrato de la sociedad en crisis sea atravesado por grandes canciones y reflexiones en voz alta ligeramente solemnes. Ray Liotta –que parece salido de Buenos muchachos–, James Gandolfini, Richard Jenkins, Scout Mcnairy y Ben Mendelsohn conforman un elenco homogéneo, demostrando que Dominik sabe dirigir muy bien a sus actores. Es, incluso, el único que consigue buenos trabajos de Brad Pitt (ya lo había logrado en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford). Sobrio, expresivo, sin recurrir a sus muecas habituales, aquí Pitt (también co-productor del film) asume, además, un personaje diferente a los acostumbrados. Baste señalar que a la única dama que se le cruza en su camino ni siquiera la ayuda con el cierre de su vestido, y que se lo ve siempre desconfiado y desencantado con su patria, al punto de dejarle al espectador, como reflexión última: “Esto no es un país, es un negocio. Dame mi dinero”.
El lunático reino de Wes Anderson La presentación de los protagonistas del séptimo largometraje de Wes Anderson (1969, Houston, EEUU) anticipa que se está ante un nuevo, virtuoso y arrebatador despliegue de color y movimiento. Con la cámara desplazándose hacia arriba y hacia abajo, a un costado y al otro, se aprecian las distintas habitaciones de la casa habitada por una pareja algo desmañada (Bill Murray y Frances Mac Dormand, presencias siempre disfrutables) y sus hijos: tres varones pequeños y Susy (la prometedora Kara Hayward), díscola preadolescente. La vivienda parece una gigantesca maqueta, cuyos compartimentos son revelados al espectador como si se dieran vuelta las hojas de un libro móvil o se recorriera, con mirada infantil, una casa de muñecas. El compañero de aventuras de Susy será Sam (Jared Gilman), huérfano a quien –a diferencia del pequeño Hugo de Scorsese– nadie maltrata, pero que, al no sentirse demasiado querido por nadie, aprovecha sus habilidades como boy scout para tramar un escape. Es indudable el gusto de Anderson por los objetos, que muchas veces se convierten en fetiches queridos por los personajes, pero lo bueno es que no se limita a acumularlos (como ocurría, por ejemplo, en Juguetes, la película de Barry Levinson) ni a componer planos ceremoniosamente abigarrados (como solía verse en el cine de Peter Greenaway). Lejos de la pintura y, en todo caso, próximo al comic, su espíritu lúdico va más allá de la reunión de excentricidades escenográficas, y abarca, también, la caracterización de los personajes, la elección de la música, los retruécanos en los diálogos, y, sobre todo, un sagaz empleo del lenguaje cinematográfico, valiéndose de los ardides que éste ofrece para provocar sonrisas o sobresaltos. Barridos y travellings laterales, planos cenitales, tomas con zoom, planos generales con aprovechamiento de la profundidad de campo alternados con planos detalle, algún momento con cámara en mano o con la pantalla dividida, se suceden en busca de guiños, creando gags y efectos inesperados. Algo de esto hay también en el cine de los hermanos Coen, pero Anderson es menos agrio y trata mejor a sus seres de ficción, siempre freaks queribles, que si en el contexto lucen extraños es por su ingenio para perpetrar planes alocados y por su agudeza para comprender situaciones que les preocupan. La combinación de rigurosa planificación y frescura en gestos y conversaciones, característica del cine de este realizador, puede encontrar un correlato en su afición por los actos escolares, que prodigaba en Rushmore (1998, probablemente su mejor película hasta el momento) y que acá reaparecen ocasionalmente: la mejor secuencia de Un reino bajo la luna es la que registra los pasos de Sam cuando abandona, aburrido, una puesta teatral rebosante de disfraces, para terminar descubriendo, fascinado, a Susy enmascarada como un misterioso cuervo. En Anderson hay, también, una manifiesta inclinación por los grupos humanos (familias, colegios, equipos de trabajo) en los que afloran contradicciones y recelos, tanto como muestras de cariño y solidaridad. Y si la historia de incomprendido amor preadolescente –que no casualmente transcurre en los ’60, época de pequeñas y grandes insurrecciones– podía tentar al ternurismo, las escenas del beso o de algunas conversaciones de los chicos con adultos (Susy con su madre, Sam con el policía a solas) demuestran que al director de Los excéntricos Tenenbaum (2001) no le interesa el almíbar. El final, incluso, puede parecer un poco concesivo, pero vale la pena advertir cómo, a pesar de todo, Sam y Susy se siguen saliendo con la suya. Es cierto que la precisión de esta suerte de mecanismo de relojería mitiga complejidades y lleva a que ciertas situaciones se resuelvan con arriesgada rapidez, pero no se trata de un drama naturalista subordinado al verosímil. Por eso los conflictos no llegan a mayores y, por ejemplo, cuando uno de los chicos es alcanzado por un rayo le basta con sacudirse un poco para seguir a las andadas. Al guión hay que reconocerle un desarrollo menos incierto que el de algunas películas anteriores de Anderson, cuya banda sonora, por otra parte, dependían más que aquí de canciones extradiegéticas. Otro de sus méritos es hacer creíbles a Bruce Willis como un policía apocado y a Edward Norton como un maestro de scouts bastante torpe, ambos representados con trazos simples pero nunca gruesos. Curiosa, celebrable aleación la de Un reino bajo la luna: por su creatividad formal, sus diálogos sagaces y su divertido barroquismo, resulta un film indudablemente jovial, y al mismo tiempo recupera actitudes que el cine actual –y sobre todo el realizado en su país–, encandilado por los acelerados cambios tecnológicos, suele desestimar por anacrónicas: dormirse escuchando la lectura en voz alta de un libro, por ejemplo, o encontrar en la naturaleza una aliada para la aventura.
EL CARIÑO Y EL CÁLCULO Esta ópera prima de Gabriel Nesci (Buenos Aires, 1979) puede ser valorada a partir de todo lo que no tiene o de lo que no es, en comparación con otras comedias dramáticas del cine argentino reciente: no busca provocar la risa del espectador con gritos o puteadas, no gira en torno a una idea de guión única y elemental, no es grosera ni sórdida, no incluye seres de ficción que encarnen la corrupción de la dirigencia política o que sean arquetipos ideales de la clase media, trata con cariño a sus personajes y es discretamente graciosa. Sin embargo, cuesta ver a su guionista-director como alguien con una mirada propia sobre el cine y sobre los temas que le interesan (por ejemplo la música). Los antihéroes, los chistes y las astucias argumentales de Días de vinilo no ocultan un origen ajeno, conocido y aceptado: las sitcoms y las películas de amistades y amoríos juveniles que el cine estadounidense viene cultivando desde hace tiempo, generalmente con eficacia. Siguiendo ese modelo, el film prefiere generar simpatía antes que verosimiltud. Los personajes y lo que les ocurre son el resultado de un plan muy bien pensado para tender una historia donde todo encaje con precisión, por lo que todos parecen marionetas moviéndose en función de esos objetivos. El cuarteto de amigos (un arrogante vendedor de parcelas en un cementerio, un abatido director de cine ansioso por mostrar su nuevo guión, el inseguro conductor de un programa radial y el obsesivo líder de una banda tributo a los Beatles) no transmite la calidez que se espera de personas que vienen compartiendo afinidades y vivencias desde su infancia. Algunas de sus divertidas conversaciones parecen salidas de un ocurrente libreto, así como personajes laterales e incidentes imprevistos lucen injertados sin fundamento en la trama, con la evidente necesidad de provocar en los espectadores determinados efectos. Hay algunos ejemplos muy claros en este sentido, como el hecho de que Damián (Gastón Pauls) no tenga otra copia de su guión cuando lo pierde, o que la sordera que imprevistamente afecta a Luciano (Fernán Mirás) no le impida seguir conduciendo su programa de radio. Del planificado cruce que propone Días de vinilo entre situaciones de la vida de los personajes con otras del mundo de la música o del cine que les apasiona, surgen pormenores que ponen en evidencia esa desmedida importancia del guión: en ningún momento el cineasta (Pauls) se plantea problemas relacionados con la realización o la puesta en escena de sus proyectos, e incluso una crítica de arte le reclama que debería concebir historias más “profundas”, como si el valor de una película dependiera exclusivamente de lo que cuenta. Tampoco –salvo fugazmente al comienzo– hay padres, abuelos o suegros que intervengan en la historia, lo cual es curioso por tratarse de cuatro amigos de un barrio en Argentina. Este tipo de carencias (o que se los vea tomando whisky pero nunca mate) responde, tal vez, a esa idea preconcebida de urdir un divertimento juvenil con estilo deudor de prototipos importados, de la misma manera que, al adentrarse en la cultura que han consumido durante su adolescencia en los ’80, no hay referencias a films y músicos argentinos. Entre los actores, Fernán Mirás, Leonardo Sbaraglia, Inés Efron y Maricel Álvarez (que había cumplido un papel bastante ingrato en Biutiful) son los que se muestran más dispuestos a jugar con sus personajes, en tanto Gastón Pauls (afortunadamente lejos de su rol habitual de predicador políticamente correcto) resulta querible como perdedor abrumado, recordando su personaje en Felicidades (2000, Lucho Bender). En el otro extremo se ubican algunas chicas lindas pero inexpresivas, como la modelo Akemi Nakamura, tan improbable encarnando a una joven china con acento colombiano como Carolina Pelleritti en la piel de una crítica de arte candidata al Pulitzer. Abusando de primeros planos y con innecesarios comentarios en off al principio (en el desenlace puede resultar pertinente dejar explícita la agridulce moraleja), Días de vinilo acierta al deslizar entrelíneas sobre las elecciones en la vida y las predilecciones en la niñez que perseveran hasta la edad en la que se esperan compromisos más asociados a la madurez. “Las canciones que más te han marcado en la vida hablan de vos” dice en un momento uno de los personajes femeninos: de sentencias ingenuas pero infalibles como ésa depende, en buena medida, el inestable encanto de la película.
La agitada vida cotidiana de un atropellado productor y su séquito de opulentas strippers, recorriendo hoteles y teatros, en un film atractivo, en el que los fulgores del cabaret y los sentimientos contradictorios de los personajes se combinan con vitalidad. Así como es posible descubrir figuraciones impresionistas, emerge, también, una mirada celebratoria del mundo del espectáculo.
Algo del revuelo que ha generado en cierto sector de la cinefilia el estreno de esta película recuerda lo ocurrido poco tiempo atrás con Batman – El caballero de la noche asciende (2012). Si en ese caso era la devoción por el director Christopher Nolan y por el legendario comic, ahora es Seth McFarlane (Kent, EEUU, 1973) –el exitoso creador de Padre de familia y otras paródicas series animadas– quien vuelve a generar excitación y una evidente predisposición a ver en el producto final algo más acorde a las expectativas que a los logros ciertos. El fragmento de espectadores-consumidores al que apunta es similar: varones ansiosos de diversión cool proveniente del cine estadounidense, barnizada con promesas de algo perspicaz y transgresor. Ted es, en realidad, una de esas películas hechas en base a una idea de guión única, que se explota agregando personajes y conflictos laterales, conocida antes de entrar a la sala y cuyo final es lo de menos. ¿O alguien recuerda cómo terminaban Quisiera ser grande (1988, Penny Marshall) o Mi pobre angelito (1990, Chris Columbus)? En este caso, se trata de un osito de peluche que cobra vida cuando su pequeño dueño se lo pide, y que, una vez que éste llega a ser un treintañero inmaduro (Mark Wahlberg), lo acompaña en sus juergas como un cómplice ideal para postergar indefinidamente la asunción de responsabilidades acordes a su edad. Desarrollando esta premisa, en los primeros tramos se suceden momentos saludablemente burlones, con los padres alarmados al ver cobrar vida al juguete y a éste convirtiéndose en un personaje mediático o acudiendo prontamente a calmar al grandulón cuando oye truenos durante una tormenta. Pero el humor a veces es cáustico y otras simplemente escatológico. Por otra parte, si el punto de partida permitía conducir el relato al delirio, arriesgándose con interpretaciones psicoanalíticas y situaciones absurdas, la gracia se agota en ver a un oso de felpa insultando, drogándose y levantándose chicas. Aunque se cuenta algo anómalo, en general (más allá de la caracterización algo gruesa de algunos personajes) se los ve a todos demasiado normales. El muñeco en cuestión podría ser una suerte de materialización de la conciencia o un doble sin culpa, pero el film lo convierte en un Alf reventado, un freak sobrador que trabaja en un supermercado y anda por las calles, de traje y corbata, como el más común de los mortales. Convengamos que no a todos nos causan gracia las mismas cosas, por lo que el tipo de comicidad utilizada en Ted (entre infantil y guarra, con más chistes verbales que gags) no es la principal objeción que puede hacérsele. Sus problemas pasan por otro lado. En principio, juega a ser una cosa y es otra. Promete desmontar en forma disparatada hábitos de la sociedad estadounidense a lo Monty Python y termina recurriendo a los lugares comunes más conservadores: un secuestro que da lugar a planes de salvataje y persecuciones automovilísticas, separaciones y reencuentros con música sensiblera, y hasta el casamiento por iglesia del protagonista con su paciente novia (quienes, en la piel de Wahlberg y de Mila Kunis, no tienen el aspecto de perdedores desmañados que hubiera sido esperable). Por otra parte, no se percibe inventiva en el tono, primando una opacidad que hace difícil, sino imposible, encontrar una solución formal interesante. Las numerosas referencias a personajes célebres del mundo del espectáculo y a íconos culturales de los ’80 (Top Gun, Flash Gordon y muchos más), no sólo tienen valor únicamente para espectadores de determinada edad y con información al respecto, sino que, además, plantean un módico dilema: ¿hasta qué punto pueden celebrarse este tipo de fetiches sin mediar reflexiones o ironías que, aunque sea mínimamente, contengan un juicio de valor? Cuando, por ejemplo, Mel Brooks se burlaba de los tópicos del cine de terror gótico en El joven Frankenstein (1974) lo hacía sabiendo que barajaba códigos de riqueza innegable, reconocibles para espectadores de distintas generaciones. Claro que el ejemplo remite a otra época del cine de Hollywood: hoy la comedia, en cine al menos (de eso estamos hablando), atraviesa una etapa de innegable estrechez creativa, atribuible a diferentes causas. Nombres como los de Wes Anderson y Michel Gondry pueden considerarse, precisamente, excepciones que confirman la regla. Por Fernando Varea
Todos tenemos un secreto Idea, producción, actores, equipo de profesionales, título: todo está bien elegido en esta película de la debutante Ana Piterbarg (Buenos Aires, 1971), que luce atractiva y formalmente sólida, aunque no todas las zonas de incertidumbre que contiene su argumento puedan justificarse. El punto de partida es el reencuentro de Pedro y Agustín, dos hermanos muy parecidos físicamente pero separados por diferencias de distinto tipo: desafiante y de aspecto algo salvaje –consecuente con su vida casi marginal en una isla del Tigre– el primero, profesional pulcro e introvertido el segundo. En ese primer tramo del film se suceden precipitadamente varios hechos, algunos vinculados a la relación de Agustín con su mujer, y otros a la confrontación entre los hermanos, que parece venir de lejos. La adopción de un bebé que queda en suspenso, algunos viajes intempestivos y un par de crímenes dejan al espectador algo desconcertado, pero confiado en que la historia se seguirá desanudando y las incógnitas se develarán, tarde o temprano. Entonces (por circunstancias que no conviene develar aquí) Agustín comienza a hacerse pasar por Pedro, haciendo suyos los amigos-enemigos de aquél e involucrándose displicentemente en hechos peligrosos. Algo de su personaje recuerda al protagonista de Desde el jardín (1979, Hal Ashby), al menos su actitud pasiva es la misma ante quienes lo confunden o lo implican en diversos sucesos. Agustín no es tan lelo como el que encarnaba Peter Sellers, pero no es poca su cobardía. Cuando alguien le pregunta cuál es su plan, él asegura no tener ninguno; efectivamente, demuestra no tener claro ni el modo para engañar a quienes oculta su verdadera identidad como tampoco su proyecto de vida. Esa inercia y el apocamiento de Viggo Mortensen como actor, no ayudan mucho para lograr que el público se identifique con su personaje. En medio de su agitado comienzo y su bello plano final, Todos tenemos un plan desliza pensamientos provocadores, genera intriga con recursos legítimos e integra múltiples referencias míticas, literarias y cinematográficas (Caín y Abel, Príncipe y mendigo, Horacio Quiroga, Hitchcock, El aura). Como idea central fluctúa la de que toda persona esconde un secreto. La verdad es esquiva, confiar es difícil y engañar también. Promocionada como la nueva propuesta de los productores de El secreto de sus ojos (valiéndose incluso de la presencia de Soledad Villamil y el español Javier Godino, que actuaron en la película de Campanella), Todos tenemos un plan es, en algunos aspectos, mejor que aquélla: no injerta apuntes ambiguos sobre la historia política argentina ni pretende ser una radiografía tranquilizadora del porteño chanta pero querible. Adulta, seria, de factura impecable (aunque abusa un poco de la música), eludiendo clisés televisivos y con eficacísimas actuaciones de Daniel Fanego, Soledad Villamil y Sofía Gala Castiglione, su mayor problema reside en algunas inverosimilitudes y los motivos poco claros de la indefinición del protagonista. Por otra parte, promete jugar con las reglas del thriller pero termina convirtiéndose en algo ligeramente híbrido, sin dejarse contaminar demasiado por las asperezas propias del ámbito natural en el que transcurre la mayor parte de la acción. De todas maneras, a pesar de los extravíos de su guión y de la endeble construcción de algunos de sus personajes, supone la aparición en el medio de una directora valiosa, capaz de conseguir en su ópera prima un tratamiento funcional de la luz y una creación de climas verdaderamente inquietantes, entre otros méritos difíciles de encontrar en la mayoría de las películas argentinas que llegan a las salas de estreno.