Batman desciende ¿Qué hace que un producto banal e ideológicamente equívoco sea recibido y considerado por muchos como una obra sofisticada y moderna? Tal vez la explicación haya que encontrarla en la fama que el director Christopher Nolan (1970, Londres, Inglaterra) logró ganarse como autor de productos supuestamente complejos, como El origen o las elegantes pero sobrevaloradas predecesoras de esta trilogía, Batman inicia (2005) y Batman – El caballero de la noche (2008), arrastrando tras de sí a legiones de jóvenes (y no tanto) que lo suponen un artista. Sumado a esto el magnetismo que mantiene Batman como personaje y la indiscutible fuerza de la publicidad con la que se acompaña su lanzamiento, Batman – el caballero de la noche asciende arremete con una máscara que oculta su verdadera identidad. La promesa era ver a Batman saliendo de su retiro, poniendo de nuevo en juego sus artilugios para que triunfe la justicia en Ciudad Gótica, como –según aseguran los entendidos– ocurre en el comic original. Pero el resultado es un film escaso en ideas de puesta en escena y excedido en palabras, cuya música omnipresente intenta todo el tiempo tensar situaciones desvaídas. Las tomas aéreas de la ciudad entre charla y charla, similares a las que suelen verse en cualquier serie televisiva, se alternan con explosiones, disparos y patadas registradas sin originalidad alguna, haciendo extrañar las acrobacias de, por ejemplo, un John Woo. Hasta la escena de amor junto a una chimenea con una billonaria aparentemente bienintencionada (Marion Cotillard) parece digna de alguna telenovela mediocre. Tampoco aparecen la excentricidad y la simpatía que caracterizan a la galería de freaks que siempre rodearon al super héroe: al Batman ceceoso de Cristian Bale le falta magia, Alfred (Michael Caine) se muestra algo reblandecido, y Bane (Tom Hardy) es un alienado sin gracia con voz de ultratumba. Está claro que, si hablamos de adaptaciones de Batman al cine, no habrá malvados que superen a la Gatúbela de Michelle Pfeiffer y al Guasón de Heath Ledger, pero para una película de casi tres horas de duración la carencia de personajes divertidos es fatal. Sólo las intervenciones de Anne Hathaway diciendo algunas frases irónicas aportan algo de simpatía. Las secuencias del secuestro de un avión en pleno vuelo y del estallido de explosivos en distintos puntos de la ciudad están indudablemente bien resueltas, pero no sorprenden. Probablemente el final, al ahorrar palabras y crear expectativas sobre el rumbo de los personajes, despierta más interés que casi todo el resto. La ferocidad de la operación promocional de la Warner Bros y la ceguera de algunos fans, sin embargo, reprimen con dureza las objeciones que pueden hacérsele. “La última de Batman tiene que ser una buena película”, se autoconvencen, y les ofende más que alguien diga lo contrario que la apología de ciertos valores cuestionables que propone el film. Porque en Batman – El caballero de la noche asciende (el producto está inflado hasta en su título) hay, además, otro punto discutible: su discurso político, ambiguo en el mejor de los casos. Los personajes que cuestionan a los ricos y a los dirigentes políticos son terroristas y ladrones, y cuando se desata una suerte de anarquía en la ciudad, los ciudadanos se comportan como ovejas de un rebaño y quienes quedan del lado de los sensatos son policías, un cura protector de niños huérfanos… y Batman, por supuesto. Los motivos por los que Bane desprecia la vida ajena se remontan a lo que sufrió siendo niño en parajes bastante parecidos a los de países considerados enemigos por los estadounidenses en la actualidad. Y su principal ataque se produce en un estadio en el que un chico canta el himno estadounidense como un ángel encarnando la paz en la Tierra. Mientras estas situaciones dejan entrever un nacionalismo y una división entre bandos de tintes agresivos, la violencia se expande más allá de la pantalla, confundiendo realidad y ficción, muerte y espectáculo. En fotos en los diarios puede vérselo a Cristian Bale saludando a los heridos de la masacre desatada por el estudiante James Holmes en el estreno en una sala en Denver, como si fuera el mismo Batman socorriendo a los habitantes de Ciudad Gótica, así como tres años atrás la muerte de Heath Ledger no impidió que su figura formara parte de la glamorosa ceremonia de los Oscar, importando poco que una persona triste se ocultaba tras el disfraz del risueño Guasón. Una suerte de círculo vicioso retroalimenta el morbo, desvelándose por dejar a salvo el show antes que la vida.
LA GUERRA EN OTROS TÉRMINOS Hay películas que perduran en la memoria porque nos revelan la injusticia sufrida por hermanos a los que no conocíamos. Es el caso de este notable documental escrito, producido, dirigido y editado por Sylvain George (1968, Vaulx-en-Velin, Francia), que no nos pone de frente sino al lado de jóvenes asiáticos y africanos que, llegados a Francia para atravesar el Canal de la Mancha y radicarse en Inglaterra, son abandonados a su suerte, perseguidos y apresados. Figuras de guerra expone este problema con la misma urgencia y desesperada improvisación con las que se mueven los inmigrantes y quienes los reprimen. Mientras los primeros hacen de su viaje en busca de un futuro mejor una permanente huida, conviviendo con el riesgo y superviviendo a duras penas, los policías y funcionarios franceses no demuestran tener planes muy precisos para deshacerse de ellos. El mismo George ha expresado que estas medidas represivas responden a “políticas experimentales”. Por eso, su película también lo es. El resultado parece una suma de fragmentos de imágenes capturadas para un noticiario atravesada por soplos de poesía. El espíritu del cine documental contestatario de los años ’60 asoma en las paredes con graffitis, en las dramáticas manifestaciones contra la policía, o en utópicas expresiones de deseo y de rabia (como cuando alguien dice estar esperando el día en que los europeos deban pedir ayuda a los africanos). Antes era Vietnam, ahora las medidas políticas anti-inmigratorias. Hay un momento que nadie que vea el film olvidará: los inmigrantes quemando sus manos para borrar sus huellas digitales. “Si pudiera cortarme las manos, lo haría”, confiesa uno de ellos. ¿Hasta qué punto la angustia puede llevar a un ser humano a sentir eso? ¿Por qué los medios masivos de comunicación y la gran mayoría de los dirigentes políticos, sociales y religiosos ignoran esto y prefiere ubicar en las agendas de discusión otros temas más triviales o menos apremiantes? ¿Acaso estos sufrimientos son la continuación inevitable de la opresión que desde hace siglos vienen padeciendo ciertos pueblos, como lo sugiere uno de los entrevistados? Son muchas las preguntas que dispara -sin verbalizarlas- este film que prefiere las digresiones antes que la exposición didáctica o morbosa, atenuando la crudeza de algunas escenas con el registro en blanco y negro. En este sentido, es curioso cómo el realizador evita que su obra se transforme en una simple letanía, ayudado por la actitud de muchos inmigrantes que, aún en momentos difíciles, aparecen sonriendo, haciendo bromas o cantando. Extenso y sin música, Figuras de guerra es un documental perturbador, como corresponde a su tema. Con él, George exterioriza un gesto solidario, nada altisonante, que se corresponde con las palabras que dirigió a los estudiantes de cine al ser premiado en el BAFICI 2011: “A él, a ella, quisiera decirle que no pierda la esperanza, que no abandone, que permanezca atento a sus deseos. Estos deseos son océanos de llamas capaces de destruir las columnas del cielo, los mitos, las representaciones dominantes y estigmatizantes, también capaces de darle cobijo a lo desconocido, lo imposible. A él, a ella, quisiera decirle que no desespere, no abandonar, y pelear. Pelear por lo que uno cree. Pelear por uno mismo, como por los demás. Pelear por uno mismo como uno de los demás.”
Alien recargado Hasta no hace mucho tiempo, las películas de ciencia ficción que llegaban a las salas de estreno eran aisladas y recordables. No es que todo tiempo pasado sea mejor, pero Terminator (1984, James Cameron), Jurassic Park (1993, Steven Spielberg) o Escape de Los Ángeles (1996, John Carpenter), por ejemplo, se distinguían por su concisión narrativa, por aportar una mirada nueva sobre los conflictos trajinados por el género –los desbordes de la ciencia, la visión apocalíptica del futuro– y porque era posible apreciar en ellas una visión personal y estética consecuente con la obra de sus respectivos directores. A ese conjunto corresponde la primera Alien (1979, Ridley Scott), de la que Prometeo, deliberadamente o no, toma varios elementos. Pero, al menos en este género, las cosas no han cambiado para mejor en el mundo del cine, y si aquélla Alien basaba su atractivo en el clima de encierro en medio del espacio estelar y en el sinuoso combate de la protagonista con un esquivo y viscoso ser que no se dejaba ver en casi todo el film, Prometeo se bifurca, se dispersa, suma monstruos y sobresaltos, luce desbordada en sus subtramas y exuberante en sus pulidos efectos visuales. Del puñado de personajes ideados por los guionistas Joh Spaihts y Damon Lindelof, Prometeo elige seguir los pasos de una joven científica (Noomi Rapace) que, llegada a un lejano punto del universo para indagar en el origen de nuestra especie, va transformándose en heroína perseguida, al estilo de la inolvidable Ripley (Sigourney Weaver) de Alien. La sucesión de peligros y peripecias que la mujer debe atravesar incluye una cirugía realizada a sí misma, en una impresionante secuencia de la que no conviene contar detalles, variante de la ya célebre salida del alien de un vientre humano. Mientras las naves, los rayos y los bichos estrafalarios van y vienen, se deslizan entrelíneas sobre temas que han desvelado a la humanidad durante siglos: la posibilidad de vida lejos de nuestro planeta, la manipulación de la ciencia, la existencia de un Creador, incluso –ingresando en un terreno más psiconalítico– el miedo a parir. De más está decir que estas reflexiones asoman como al pasar, a años luz (valga más que nunca la expresión) de lo que Andrei Tarkovski (1932/1986) planteaba en films como Stalker o Solaris. Es indiscutible la majestuosidad de las formas escenográficas, el tratamiento funcional de la luz y la eficacia de los trucos, al servicio de un relato poco compacto pero rebosante de imágenes visualmente atrayentes. Hay un claro sentido del espectáculo, que responde a cierta incitación del cine actual para acceder a niveles de grandiosidad y efectos 3D que sólo pueden apreciarse en las salas. Y es, también, parte del estilo de Ridley Scott (1937, South Shields, Inglaterra), quien, después de la exquisita Los duelistas (1977), supo incorporarse cómodamente al cine estadounidense, cuyos clisés reaparecen aquí tanto en los personajes mascando chicle y haciendo chistes cancheros, como en el glamour de Charlize Theron –que, más que actuar, posa– o en el hecho de evitar las escenas de sexo. Las citas a criaturas mitológicas y las múltiples referencias a films previos como 2001: Odisea del espacio, Blade Runner, Star wars, Inteligencia artificial, Scanners y hasta Wall-E (el androide de Michael Fassbender disfruta viendo un clásico de Hollywood como el amigable robot) insuflan a Prometeo de ingredientes, dando por resultado un suntuoso mejunje con destellos de fría belleza.
Misa, birra, faso En los años ’60, después de haber ganado premios y prestigio en Europa, Leopoldo Torre Nilsson emprendió algunas co-producciones en las que confluían actores extranjeros reconocidos junto a otros argentinos (con los consiguientes problemas de pronunciación y doblaje) en historias con una visión ligeramente crítica sobre dificultades sociales y políticas repetidas en Latinoamérica. En un par de ellas había religiosos en conflicto con su fe o con sectores de poder: Homenaje a la hora de la siesta (1962) y Los traidores de San Angel (1966). A juzgar por algunas características de Elefante blanco, Pablo Trapero (1971, San Justo, pcia. de Bs As.) parece estar transitando un camino similar. Aceptar las reglas del juego impuestas por productores y dineros ajenos sin renunciar a las propias inquietudes, sigue siendo el dilema. Si se compara el último largometraje de Trapero con su ópera prima Mundo grúa (1999), hay puntos en común y también diferencias. En ambas –como en otras de sus películas– se observa un evidente interés por problemáticas sociales y por quienes sufren algún tipo de injusticia en los márgenes de los centros urbanos, con cierta curiosidad o admiración por quienes conviven en el seno de instituciones como la Policía, la Iglesia o la familia. Pero si Mundo grúa era modesta y sin golpes de efecto, ya en Carancho y Elefante blanco hay un acercamiento al thriller, con violencia, tiroteos y persecuciones, más cierto grado de espectacularidad en cuanto a despliegue de extras y medios escenográficos, algo no necesariamente negativo pero que, en cierta manera, refleja la pérdida de sinceridad y espontaneidad de sus comienzos. Elefante blanco parece fundir el estilo urgente, visceral de Pizza, birra, faso (1998, Adrián Caetano/Bruno Stagnaro) con el tema de De dioses y hombres (2010, Xavier Beauvois): un pequeño grupo de sacerdotes empeñados en ayudar a quienes viven en una villa de emergencia en Buenos Aires poniendo en riesgo su vida y discutiendo, más de una vez, cuáles son los métodos más adecuados para hacerlo, a quiénes recurrir para pedir ayuda, hasta dónde sacrificarse sin esperar resultados inmediatos. De la película se desprenden dos consideraciones concretas: 1) hay un temible grado de violencia marginal en la actualidad, en nuestro país, que incluye pugnas entre narcotraficantes; 2) hay personas dispuestas a dar batalla (e incluso su vida) para paliar estos problemas. Ambas cosas están claras, el resto no tanto. Por ejemplo la opinión de los guionistas (Trapero, Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre) sobre los roles y la función de la Jerarquía Eclesiástica, de los agentes policiales (que abruptamente aparecen a hacer requisas a sangre y fuego) y de los políticos que andan por ahí como de visita. O los matices entre la labor del padre Carlos Mugica (1930/1974) y la de estos curas villeros, que a diferencia de aquél, no militan en política ni hablan del Evangelio con la misma convicción. En un diálogo entre el padre Julián (Ricardo Darín) y el padre Nicolás (Jérémie Renier, el actor belga de El niño, Las horas del verano y otras), uno le informa al otro –y a los espectadores– que el complejo edilicio semiabandonado (al que alude el título) fue una iniciativa del socialista Alfredo Palacios retomada por Perón, pero nada se agrega sobre la desidia de gobiernos posteriores. Por otra parte, si los conflictos de ambos sacerdotes se ciñen demasiado a cuestiones terrenales (la enfermedad de uno de ellos, la posible sucesión en el cargo) y se los ve celebrar Misa como cumpliendo un trámite, esto puede ser consecuencia de su desempeño en un ámbito convulsionado pero también desvíos del guión en busca de conflictos más atractivos para el espectador. Como director Trapero sigue siendo hábil, y aquí lo demuestran algunos notables planos secuencia, como uno en el que Nicolás/Renier se interna en los pasillos de la villa en busca del cuerpo de un joven asesinado por narcotraficantes para después acarrearlo trágicamente en una carretilla (escena que recuerda a una similar de Cuarteles de invierno, de Lautaro Murúa). Hay encuadres precisos, una oportuna luz en tonos ocres (de Guillermo Nieto) y un buen plano final para cerrar situaciones previas que se suceden de manera precipitada. En contraposición, suena a concesión el condimento femenino (con amorío incluido), resultan flojas algunas actuaciones secundarias (como la de Tito Ramos como el obispo), la secuencia inicial en la selva amazónica asoma como un prólogo exótico fuera de contexto, y no se consigue una identificación muy fuerte de los espectadores con el padre Julián de Ricardo Darín, no sólo porque el actor no era el ideal para este personaje, sino porque el personaje está poco desarrollado, casi sin momentos de intimidad en los que exprese sus temores y sentimientos. Permanece, asimismo (como en El bonaerense, Leonera o la misma Carancho), la discutible postura de instalar en un ambiente corrupto o violento a alguien que no es de ese medio. De todos modos, si lo que Trapero procura es, como declaró recientemente en un reportaje, que su cine sea un medio para “generar espacios de debate y movilizar cosas”, puede decirse que con Elefante blanco volvió a conseguirlo.
Vías invisibles Hay películas que aparecen en voz baja, con pudor, tardíamente incluso: es el caso de este film de Claire Denis (1948, París, Francia) que se estrena en algunas salas de nuestro país cuatro años después de haberse realizado, como un lejano perfume que asoma para quienes estén dispuestos a advertirlo. Esa falta de estridencias de su presentación en público caracteriza a la misma obra, que despliega la trama de sentimientos que unen y desunen a Lionel (viudo taciturno y conductor de trenes suburbanos) con su hija Josephine y un par de vecinos: Gabrielle, una mujer taxista que fuma y espera, y Noé, un joven que un día encuentra la excusa para dar a su vida un golpe de timón, quebrando la rutina a la que el grupo -una suerte de familia abierta- se ha malacostumbrado. Como las vías que Lionel observa desde su cabina, los lazos invisibles que vinculan a estos seres sensibles se entrelazan e interponen. El espectador habrá de distinguirlos por sus miradas, sus silencios y sus gestos de afecto o distanciamiento, nunca destemplados. Compartir una comida, entregar un modesto regalo, reconocer una melodía por detrás de una puerta, son hechos que dejan de ser triviales en esta película cuya persistente melancolía proviene, en cierta manera, de la intención de recordar el cine sereno y vívido de Yasujiro Ozu (1903/1963). Como en Bella tarea (1999), la realizadora francesa registra los desplazamientos de los personajes con delicados travellings, y si recurre reiteradamente a primeros planos, éstos duran más de lo que recomienda la estética televisiva y trasuntan calidez, con la ayuda de sus expresivos actores y de la fotografía de Agnés Godard. Contrariamente a lo que puede suponerse, la tristeza que trasuntan Lionel, Josephine, Gabrielle y Noé (y los demás) no convierte a 35 rhums en un retrato desapasionado. La atracción física, las caricias y los abrazos le dan carnalidad: el film elude las lágrimas y prefiere el calor de los cuerpos que se desean o se buscan. Una demostración de esto es la hermosa secuencia en la que todos ellos, con el pelo mojado por la lluvia y algunas copas de más, bailan improvisadamente en un bar, al ritmo de canciones de Harry Belafonte y The Commodores. Los planos generales sobre la París nocturna, con sus ventanas titilando, hacen que las vivencias de este cuarteto de solitarios disconformes sean representativas de otras en la gran ciudad. Y es que 35 rhums sugiere que la incomodidad existencial del grupo es un reflejo de la crisis de valores de la Europa actual. La depresión que asalta a un compañero de Lionel que se jubila y la indiferencia con la que profesores y estudiantes universitarios hablan de la deuda de los países del sur (con la excepción de un joven que posteriormente se ve participando de una manifestación de protesta), son acotaciones perspicaces sobre gente que no parece sufrir carencias materiales y, sin embargo, no sabe cómo salir de su estado de insatisfacción. El título responde a un hábito que, según Lionel, debe cumplirse cuando se está ante un acontecimiento digno de ser festejado. En el transcurso de 35 ruhms eso ocurre dos veces, pero la película parece sugerir que todo sería distinto si encontráramos más a menudo motivos para brindar y celebrar.
DRAMA LUSTROSO Y CONTRADICTORIO Mucha agua ha pasado bajo el puente desde que, cuarenta años atrás, algunas películas de Ken Russell, Pier Paolo Pasolini o Bernardo Bertolucci escandalizaban abordando la sexualidad con franqueza. Sin embargo, todavía hoy una película como Shame despierta rumores y expectativas por contener escenas eróticas y desnudos. Mientras puede discutirse si el cine (o el público) no ha madurado lo suficiente, o si ciertos temas atraen más allá del paso del tiempo, vale la pena señalar una diferencia: si en la trilogía de la vida de Pasolini o en Último tango en París, por ejemplo, era posible encontrar una visión personal, una claridad conceptual y una coherencia estética con el asunto abordado, en Shame las cosas no están tan claras. El film de Steve McQueen (1969, Londres, Inglaterra) –cuyo incomprensible subtítulo Sin reservas parece un guiño sobre su calificación– es un saludable intento de reflexión sobre la soledad en las grandes ciudades, los problemas que anidan tras una fachada de éxito y seguridad, el contraste posible entre una activa vida sexual y una placentera vida afectiva, en definitiva el individualismo en una sociedad que prepara para el placer rápido y no para la comunicación sincera con el otro. Pero por ser (o pretender ser) un drama sobre un tema complejo, su planteo argumental es demasiado simple: un joven que vive con culpa su tendencia a satisfacer sus deseos sexuales compulsivamente recibe imprevistamente de visita a su hermana (Michael Fassbender y Carey Mulligan, ambos notables), que lo lleva a enfrentarse con su egoísmo, lo que deriva en una hostilidad con consecuencias trágicas. No hay mucho más que eso, y si asoman otras cuestiones, como ligeras insinuaciones de incesto, éstas parecen provocaciones estériles (algo similar, aunque con protagonista femenina, ocurría en la holandesa Hemel, vista en el último BAFICI). Por otra parte, McQueen registra esta suerte de círculo vicioso con glamorosa frialdad, por lo que cuesta involucrarse en los sufrimientos de los personajes. Apunta a la frivolidad en las relaciones y conversaciones pero, al mismo tiempo, se deja deslumbrar por los ambientes refinadamente iluminados y amoblados en los que éstos se mueven. Todo luce demasiado lustroso y calculado: desde una curiosa interpretación de New York, New York a cargo de Mulligan (que suena a aditamento cool) hasta las escenas de desnudos frente a enormes ventanales hacia la calle. En un momento el joven inicia una relación con una compañera de trabajo que no prospera, pero si esta secuencia genera algo de humanidad o calidez es sólo por el esfuerzo de los actores, obligados a mantener un diálogo bastante elemental frente a una cámara inexplicablemente pasiva. Cuando en una escena de sexo con prostitutas, sobre el final, la música y el rostro de Fassbender parecen indicar que se trata de un escapismo angustiante, la edición y la luz –cercanas al estilo de los productos de Zalman King– sugieren lo contrario. Y cuando en un momento de bronca el protagonista, enfundado en su jogging, sale a correr por las calles de Nueva York, un elegante travelling lo acompaña sin dramatismo alguno, como si sólo importara mostrar la ciudad de noche con criterio decorativo. Es cierto que en el anterior largometraje de McQueen, Hunger (2008), también había una planificación meticulosa, pero en ese caso resultaba eficaz por una estructura narrativa mucho más precisa. Aquél no tenía música, mientras que Shame se apoya demasiado en la que compuso Harry Scott, severa y pretensiosa (y ocasionalmente similar a la de Hans Zimmer para La delgada línea roja). Y a propósito de Hunger, una última reflexión. Mientras la limitación impuesta por la cadena de cines Cinemark a Shame (no permitiendo en ninguno de sus circuitos la proyección del film por su contenido erótico) despertó cierto revuelo, la multipremiada y excelente Hunger, que se ocupaba de un activista irlandés dispuesto a resistir heroicamente una huelga de hambre en los años ’80 (cuya muerte fue minimizada por la entonces Primera Ministra Margaret Thatcher), nunca se estrenó comercialmente en Argentina. Es otra forma de censura, pero nadie protestó por ello.
La suerte en manos de Valeria Bertuccelli Valeria Bertuccelli es una de las mejores cosas que le han pasado al cine argentino en los últimos años. Notable actriz, comunicativa y graciosa, es capaz de divertir con sus réplicas malhumoradas y, al mismo tiempo, expresar tristeza e inspirar compasión, combinando temperamento y fragilidad a través de precisos gestos y modulaciones de voz. El cine es el medio que le ha permitido revelar estas aptitudes, un poco como ha ocurrido, también, con su par masculino y algo más joven, Daniel Hendler. Precisamente Hendler fue quien sirvió de impulso a la obra inicial de Daniel Burman (1973, Buenos Aires): con El abrazo partido (2003) la dupla había logrado una singular repercusión en el Festival de Berlín ocho años atrás, obteniendo dos importantes premios. Indudablemente, la elección de los actores no es un detalle menor en la obra de Burman como director y productor. Y aunque últimamente se lo vea tentado de caer en el facilismo –muy hollywoodense– de armar proyectos a partir del armado de parejas con figuras populares, en sus películas sigue habiendo síntomas de honestidad y de calidad que las ubican a considerable distancia de las que hacen Adrián Suar y otros (que no hacen cine porque, simplemente, no saben de cine). Bertuccelli es lo mejor de La suerte en tus manos, una película con algunos momentos felices pero, también, muchos condimentos antojadizos y convencionales. En algunos diálogos chispeantes o emotivos de Gloria (Bertuccelli) con Uriel (un antiguo amante, jugador y poco confiable), su madre o sus amigas, se intuye verdad. Tampoco están nada mal algunas irónicas observaciones sobre el uso de Facebook. Por otra parte, y como ya lo decíamos al referirnos a Derecho de familia (2005), el estilo de Burman, mezcla de soltura, frescura y liviandad en la conducción de la cámara y de las historias, hace que sus películas sean un mosaico de momentos dispersos en los que, ocasionalmente, asoma cierto encanto. En La suerte en tus manos una pecera, un pelotero y juegos en un parque le imprimen colorido y excitación infantil a una historia de interés vacilante, sumándose algunos condimentos musicales y registros de lindas zonas de Rosario. Entre los méritos, cabe agregar, también, las eficaces intervenciones de Norma Aleandro, Luis Brandoni e incluso de Gabriel Schultz. Pero no todo fluye con la madurez esperable. El tramo final –en el que todo parece encauzarse por un capricho del guión– recuerda la alegría impostada de las películas pasatistas de Enrique Carreras. Todos los elementos relativos a la presunta vuelta a los escenarios de la trova rosarina y al contacto de Uriel con el ambiente judío resultan inverosímiles, y varios personajes secundarios (el novio francés, el pibe rockero, el becario) son como injertos discordantes. Tampoco Jorge Drexler tiene la presencia de sinvergüenza seductor que hubiera sido deseable para encarnar a Uriel (por ahora su mejor aporte al cine de Burman es la canción Un instante antes, para El nido vacío), además de andar por la vida casi sin parientes ni amigos a la vista. Finalmente, resulta cómodo que ningún personaje atraviese problemas económicos o laborales de algún tipo. Si quisiera, Daniel Burman podría ocupar dignamente el lugar del estudio de costumbres y tipos urbanos que, en nuestro cine, permanece semivacío desde hace mucho tiempo, terreno que sólo algunos transitaron con sinceridad (Sergio Renán, Eduardo Mignogna, cargando un poco las tintas Juan José Campanella). Por ahora, lo suyo siguen siendo irregulares, estimables esbozos.
Simpático y liviano homenaje Casi totalmente muda, en blanco y negro y protagonizada por desconocidos actores franceses, muchos se preguntan cómo es posible el entusiasmo que el film de Michel Hazanavicius (París, Francia, 1967) viene despertando en distintas partes del mundo, con innumerables reconocimientos internacionales (incluyendo el premio a Mejor Actor en Cannes y diez nominaciones al Oscar). Desatienden el hecho de que la concepción argumental y dramática de El artista responde a las fórmulas habituales en las películas hechas para gustar sin rodeos: una historia de amor con complicaciones pero final feliz, situaciones emotivas alternadas con otras cómicas, personajes que pasan del fracaso al éxito y del enojo a la comprensión, y hasta la presencia de un perrito fiel y gracioso. Por otra parte, siguiendo los pasos de Georges Valentin (Jean Dujardin), un astro del cine mudo que se resiste al sonoro, y de Peppy Miller (Berenice Bejo), una joven que, al mismo tiempo, se convierte rápidamente en star, el film resulta un claro homenaje al cine de Hollywood, con los imprevistos que se desencadenan en los camarines y en los rodajes, los dramas y el glamour de sus estrellas. Inclusive, entre las muchas referencias cinéfilas con las que se sostiene el film, prevalecen las que singularizan a la industria del espectáculo estadounidense (el gag, el tap, la comedia musical). “Filmamos en Hollywood porque es una película sobre Hollywood y necesitábamos la presencia física de Hollywood”, declaró el francés Hazanavicius, como para que quede claro. Todo esto hace pensar en el concepto de originalidad que suele aplicarse a determinados productos cinematográficos. Muchas veces una película se considera original por el abordaje novedoso de un tema trillado o por los giros imprevisibles de su guión: no puede decirse que sea el caso de El artista que, si en algo es original, es en la iniciativa de haber plasmado un entretenimiento atractivo rescatando tópicos del cine mudo. La película es tan simpática como simple. Algunos momentos tienen la chispa que hubiera sido deseable en todo su transcurso: un gran plano general que muestra gente subiendo y bajando las escaleras de un decorado, el brazo de Peppy asomando por la manga del saco de su amado, el “bang” de un letrero que juega con lo que espera ver el espectador. Pero su puesta en escena es bastante plana (la argentina La antena, dirigida hace cinco años por Esteban Sapir, exhibía más variedad de recursos) y su planteo es demasiado lineal, sin pliegues ni comentarios sobre ciertos fenómenos como la dictadura del star-system o los cambios de distinto orden que trajo aparejado el comienzo del cine sonoro. Es cierto que episodios como el de Peppy protegiendo a Georges cuando éste cae en desgracia tienen su origen en anécdotas reales, pero el film atenúa esos problemas con una persistente candidez. Días atrás nos preguntábamos, a propósito de La invención de Hugo (2011, dir. Martin Scorsese), si un homenaje puede agotarse en la mera copia o la conmemoración sin aportar nada nuevo, y, por otra parte, si el cine actual no está siendo contaminado cada vez más por el virus del aniñamiento, donde todo tiene que ser obvio, ligero y azucarado. De todos modos, aún tratándose de un film menor –y al margen de la desproporcionada cantidad de premios que viene recibiendo–, El artista tiene méritos: nos recuerda las facultades de la mímica y de la música para expresar sentimientos, su banda sonora (que comprende obras de Bernard Hermann y del argentino Alberto Ginastera) es heterogénea pero funcional, y la pareja Dujardin-Bejo, además de ofrecer expresividad, luminosas sonrisas y gracia para bailar, demuestra que hay mucho talento esperando ser descubierto fuera del star-system, ese sistema de contratación de actores utilizado por los estudios de Hollywood sobre el que la película de Hazanavicius no reflexiona ni discute, ni siquiera ironiza.
Más nostalgia que invención Hay en esta nuevo largometraje de Martin Scorsese (1942, New York, EEUU) un claro propósito de volver la mirada a los comienzos del cine –rescatando el recuerdo de las sensaciones que provocaban las primeras proyecciones y el empeño creativo de sus pioneros– conectándolos, en cierto modo, con el cine contemporáneo. Los sobresaltos de los espectadores ante el acercamiento del tren registrado por los Lumière se repiten con otro tren, que parece echarse ahora encima gracias al 3D, y lo mismo ocurre con el vértigo que debe haber experimentado el público del cine mudo al ver a Harold Lloyd colgando de las cuerdas de un reloj en los altos de un edificio, o la sorpresa ante la graciosa luna de Georges Méliès: ambos vuelven a cobrar fuerza, un siglo después, gracias a los progresos tecnológicos actuales. Acoplando el pasado con el presente, Scorsese pareciera estar uniendo dos puntas, aunque hay, también, otros guiños igualmente disfrutables, como cuando el niño protagonista hojea con su amiga un libro sobre la historia del cine y aparecen fugazmente fragmentos de antiguas películas. Esos momentos, que pueden parecer triviales señas para iniciados, permiten apreciar porciones del cine mudo en condiciones ideales, agregándose referencias a las consecuencias de la indiferencia en la preservación del material audiovisual, todo lo cual no es extraño teniendo en cuenta que Scorsese, además de ser un inquieto cinéfilo, lidera la World Cinema Foundation, destinada a ese fin. Para plasmar estas reflexiones y evocaciones, el director-productor se valió de una novela gráfica de Brian Selznick, sobre un chico huérfano llamado Hugo Cabret, que se oculta en una estación de trenes en la París de los años ’30 y que, de manera fortuita, descubre que un hosco comerciante resulta ser un cineasta olvidado. Los primeros tramos del film no se separan del pequeño Hugo, injustamente maltratado por casi todos, moviéndose en ámbitos cargados de relojes, muñecos, juguetes antiguos, pequeños objetos, puestos de flores, calles nevadas y personajes pintorescos, adoptando una estética que parece cruzar a Oliver Twist con Amélie. Un poco como ocurre en Las aventuras de Tintín, la meticulosidad de la dirección artística y el exceso de detalles llevan al espectador a la sensación de estar frente a una mesa repleta de manjares que cambia cada cinco segundos, sin saber cómo hacer para aprovecharlos sin perderse ninguno. El refinamiento con el que Scorsese despliega tantas piezas trae el recuerdo de La edad de la inocencia (1993), aunque en algunas de sus películas más recientes, como El aviador (2004) o La isla siniestra (2010), exhibía, de la misma manera, una puesta en escena cargada de pormenores. Afortunadamente, en La invención de Hugo Cabret no hay abuso de travellings aéreos ni de escapes a toda velocidad, aunque hubiera sido deseable evitar la frialdad de algunas reconstrucciones, la omnipresencia de la música y un final en el que todos (incluyendo el policía maltratador de niños) quedan cubiertos por un manto de nobleza. El film se presenta con la exquisitez de un antiguo libro de cuentos ilustrado, luciendo mejor como homenaje que como relato. No es esto lo que más puede discutírsele, sin embargo: si declara su amor a los comienzos del cine, cuando todo era original, creativo y audaz, cabe preguntarse por qué Scorsese lo hace recurriendo a una historia tan tradicional, casi didáctica. Las herramientas que utiliza pueden ser equivalentes a las que empleaba en su tiempo Méliès para sorprender a los espectadores, pero sin el espíritu libre, lúdico, intuitivo, del ilusionista francés. Se diría que su admiración por Méliès lo lleva a recrear la existencia de aquél haciéndola popular y seductora, pero no a tomarlo como ejemplo y aportar algo nuevo. Ilustrar con encanto una buena historia es meritorio, pero más lo hubiera sido servirse de las enseñanzas del biografiado para lanzarse con menos cálculo al riesgo y la aventura.
Una vida, una época Reflexionábamos ya, tiempo atrás (en El discreto encanto de las biografías), sobre la insistencia del cine masivo por convertir ásperas biografías en cordiales melodramas. Una sumatoria de fórmulas modelan este tipo de productos, que en el grueso del público despiertan siempre más entusiasmo que los documentales: la sucesión de momentos privilegiados, el afán didáctico, la reconstrucción de época, hechos políticos y sociales que asoman distraídamente en la pantalla de un televisor o desde una radio encendida. Una tendencia informativa se combina en estos casos con una cadena de situaciones intensas (las biopics no suelen demorarse en silencios o tiempos muertos), reduciéndose la complejidad de una vida a una suerte de resumen de datos enumerados como para una enciclopedia. Apenas aisladas excepciones logran salirse del molde, representando con mayores matices los pliegues de la existencia de una persona pública: el Carlos de Olivier Assayas o algunas películas de Alexander Sokurov son algunos ejemplos recientes. En J. Edgar, el veterano Clint Eastwood (1930, San Francisco, EEUU) echa una mirada algo desapasionada a la vida de quien hizo fuerte al FBI y, paralelamente, a casi medio siglo de hechos de la política estadounidense. Mortecina y severa como los ámbitos en los que se mueve su protagonista, adquiere rasgos del cine de espías o de gangsters (esos que J. Edgar Hoover combatía pero a los que, en el fondo, se parecía, y a quienes incluso admiraba, como parecen indicarlo las escenas en las que disfruta viendo a James Cagney en el cine) con algunos ribetes melodramáticos. Estos últimos, claro, de manera tibia, por tratarse de alguien que sólo la persistente compañía de su secretario permite imaginar un posible componente romántico (cabe señalar, en este sentido, que las dos únicas escenas de besos son en el interior de una fría biblioteca vacía y en medio de una riña en una oscura habitación de hotel, con rechazos en ambos casos). El guión escrito por Dustin Lance Black está muy bien trabajado, con flash backs que se amoldan con precisión a escenas más cercanas en el tiempo sin que el resultado resulte confuso, aunque todo aparece demasiado explicado y algunos añadidos –como el encuentro de J. Edgar con Shirley Temple, o los contraplanos de los presidentes respondiendo (o no) su saludo desde la ventana– lucen artificiosos. Indudablemente, el personaje es fértil, polémico, ambiguo, y hasta es posible relacionarlo con la represión y el espionaje puestos en práctica en otros países y circunstancias (como la última dictadura en Argentina), cuando alega estar “cumpliendo órdenes” o asegura haber contado con el apoyo silencioso de la población en su lucha contra el comunismo. “Es un error juzgar hechos del pasado desde el presente, fuera de contexto” dice también, y allí reside tal vez lo más estimulante de la película: recordarle al mundo las posturas que rigieron durante mucho tiempo la sociedad estadounidense. Respecto a Leonardo Di Caprio, cabe preguntarse por qué directores como Martin Scorsese o Clint Eastwood recurren a él para personajes gangsteriles, de sobretodo y sombrero de ala ancha. Aunque es un actor expresivo y está muy sobrio aquí, fatiga verlo con una bravura impostada y el ceño fruncido (alguien debería proponerle participar alguna vez en una comedia), al margen del espeso maquillaje con el que encarna a J. Edgar septuagenario. En tanto, algo estereotipada aparece la madre (Judy Dench), desdibujada la secretaria fiel (Naomí Watts con un look Olga Zubarry) y bastante exterior el secretario de voz seductora (Armie Hammer). Referente innegable de un clasicismo que cada vez más esporádicamente aflora en las salas de cine, Eastwood narra sin frenesí y busca del otro lado espectadores adultos: en este sentido, J. Edgar es un producto estimable. Sin embargo, cierto acartonamiento y un aire algo anticuado afectan su respetable propuesta.