El vaso medio lleno o medio vacío Los críticos insisten en sostener que esta nueva película de Ariel Winograd (1977, Buenos Aires) evidencia influencias del cine de Hitchcock y la screwball comedy. Ciertamente, Vino para robar promete un rato de placenteros enredos con chispazos románticos y disputas en torno a objetos de valor, en ámbitos refinados. Pero algo la diferencia de Para atrapar al ladrón (1955), Intriga internacional (1959) u otros clásicos del subgénero: aquellas eran livianas pero no tontas, y estaban realizadas con una sensualidad y sofisticación (lo cual comprende no solamente los decorados y el vestuario, sino también el refinamiento de los encuadres, la intencionalidad de los diálogos y la gracia de los gags) que demostraban que había detrás un auténtico director, alguien con verdadera idea de lo que era el cine. El tercer largometraje de Winograd, en cambio, es casi un producto para chicos, haciendo de las trampas, desventuras y conflictos de sus personajes algo inocuo e inofensivo. Por momentos, parece una de las películas de los superagentes cruzada con Nueve reinas (2000, Fabián Bielinsky), sin el vaho fascistoide de las primeras ni el cinismo de la segunda. Por otra parte, si bien su primer tramo despierta entusiasmo, con su sucesión de aceitados engaños entre un ladrón demasiado solemne y una rival más lista y espontánea, la película pronto empieza a ser interferida por algunos tics de nuestro cine más ramplón, como si fueran parte ineludible de lo argentino: policías haraganes, violentos sobradores como los que interpretan Mario Alarcón y Juan Leyrado, e incluso cierta fascinación por el dinero obtenido con facilidad (o por el dinero, a secas). Tampoco son muy felices los flashbacks o inserts que explican innecesariamente con imágenes lo que los personajes dicen, los devaneos narrativos, el humor a veces insuficiente o esquivo (problema que ya se detectaba en las películas anteriores de Winograd, Cara de queso y Mi primera boda) y el exceso de música estridente. Compensan esa medianía la elegancia de ciertos movimientos de cámara, las vueltas de tuerca finales que desvían la moraleja tan temida, un creativo diseño de títulos y, sobre todo, el hecho de haber reunido –por fin– a Daniel Hendler y Valeria Bertucelli, para encarnar a los jóvenes ladronzuelos en cuestión. Como decíamos no hace mucho, a propósito del estreno de La suerte en tus manos (2012, Daniel Burman), es para celebrar que estos dos comunicativos intérpretes hayan encontrado en el cine el medio ideal para explotar esa gracia tan particular que los distingue, siempre con los gestos justos y las modulaciones de voz adecuadas para deslizar una réplica ocurrente. En gran medida, de ellos depende que podamos ver el vaso medio lleno y no medio vacío. Por Fernando G. Varea
Alegre rebelión conservadora Después de Ni el tiro del final (1997) y El mismo amor, la misma lluvia (1999) –y al margen de su valiosa experiencia e indudable capacidad como realizador televisivo, lo que incluye desde varios capítulos de Dr. House hasta El hombre de tu vida–, Juan José Campanella (1959, Buenos Aires) comenzó a ser visto por muchos como una suerte de modelo, por un lado por saber conciliar el éxito de público con la aceptación de buena parte de la crítica, y, por otro, por combinar una narración clásica, característica del cine estadounidense (el cine a secas, para muchos), con sentimentales prototipos de nuestra idiosincrasia (la Argentina a secas, para muchos). El broche de oro fue el Oscar que obtuvo con El secreto de sus ojos (2009). Es loable que para su nuevo proyecto haya apostado a un género diferente en vez de explotar el suceso de aquella película, embarcándose en un ambicioso film de animación infantil en 3D. Y hay que reconocer, también, que lo ha hecho con apabullante calidad técnica y recurriendo a algunas ideas plásticas inusuales en su cine, con elementos graciosamente distribuidos en el plano y colores nunca estridentes. Metegol ofrece momentos visualmente esplendorosos, referencias burlonas y ciertos guiños cinéfilos y deportivos que despiertan simpatía, utilizando como punto de partida Memoria de un wing derecho, breve cuento en el que Roberto Fontanarrosa cuenta en primera persona las vivencias del muñeco de un metegol. Es cierto que la idea de hacer que los chicos se identifiquen con juguetes que cobran vida no es nueva, abarcando desde clásicos de la literatura infantil hasta Toy Story (1995, John Lasseter), pero Campanella le da un giro original, por tratarse de un juego que le permite a un público mayoritariamente amante del fútbol como el nuestro ejercitar la nostalgia y la identificación. El comienzo es prometedor, mostrando a los habitués de un antiguo bar en el que sobrevive un metegol del que está pendiente Amadeo, pibe previsiblemente tímido y bienintencionado. Pero pronto habrá una elipsis, tras la cual, por el capricho de un empresario ególatra, buena parte del pueblo en el que se encuentra el bar es transformado en un gigantesco parque temático deportivo. El guión (escrito por Campanella, Eduardo Sacheri y Gastón Gorali) empieza entonces a dividirse en varias subtramas que no llegan a encajar con precisión. Todo parece indicar que el protagonista es Amadeo, pero en algun momento el film se olvida de él y cobran importancia los jugadores del metegol, que corren diversos riesgos y terminan ayudando a los habitantes del pueblo a ganar un decisivo partido de fútbol. Uno de los personajes más vivaces es Laura, la chica que le gusta a Amadeo, pero aparece y desaparece sólo para poner de vez en cuando una dosis de sentido común. Una recorrida por la mansión del crack narcisista, una explosión, la caída por una montaña rusa, un partido de fútbol: cualquiera de estos u otros elementos podrían ocupar el lugar principal en la trama, pero aparecen como impactos desunidos. Por otra parte, otro problema de Metegol –o de Campanella– es convertir lo que podría haber sido un divertimento libremente imaginativo en una fábula tradicionalista. La oposición que plantea es, sin medias tintas, pueblerinos sencillos y honrados vs. suntuosos negociantes egoístas. Podría encontrarse una intención de cuestionar la rapidez con la que se destruyen vestigios del pasado en nombre del progreso mal entendido, pero entre los personajes no hay historiadores, coleccionistas ni arquitectos a la vista. Tampoco es para desmerecer la idea de validar la lucha de un grupo social en vez de la de un héroe individual, pero resulta discutible por qué se lucha tanto como quiénes integran esa comunidad. Los motivos: preservarse de la codicia de los poderosos, lo que resultaría más coherente en una producción menos costosa y calculada (ya decíamos algo parecido respecto a Luna de Avellaneda, que también reivindicaba valores inmateriales mientras, al mismo tiempo, como producción audiovisual dejaba a la vista recursos claramente barajados para rendir en la taquilla). Y en cuanto a los personajes que integran esa muestra representativa que sale en defensa del pueblo: ningún político (la aversión por los políticos que Campanella manifestaba en Luna de Avellaneda y El secreto de sus ojos reaparece aquí, donde el intendente se borra a la primera de cambio y nadie habla de reemplazarlo) ni obreros, artistas, científicos o intelectuales, y, en cambio, un subcomisario, un cura, un ladronzuelo, un apático emo, una inofensiva señora mayor, y, claro, jugadores de fútbol, por lo que ese acto de resistencia termina convirtiéndose en una suerte de revolución conservadora, cuyo lema podría ser Tradición, Familia y Fútbol. El espíritu de ciertas películas argentinas que solían hacer Luis Sandrini o Luis Landriscina asoma, con ese aire demagógico que ocultaban bajo una apariencia amigable. Cuando no hace mucho la revista Sight & Sound invitó a Campanella a elegir sus diez películas preferidas de la historia del cine, el exitoso director argentino seleccionó (como puede apreciarse aquí) sólo producciones estadounidenses e italianas, la más reciente de 1979. Sin dudas, una señal de su mirada acotada y algo estancada sobre el cine, que Metegol –más allá de la modernidad de su andamiaje tecnológico– no hace más que confirmar.
Larga vida a los Taviani A la luz de los cambios narrativos y formales que ha atravesado el cine como medio expresivo en los últimos años, directores como los hermanos Paolo Taviani (1931) y Vittorio Taviani (1929) se ven extraños, como artistas desvelados en mantener encendidas llamas a punto de extinguirse. Ha ocurrido también con otros directores como John Huston o Akira Kurosawa, quienes, al seguir filmando –sin apuro, fieles a sí mismos– pasados los ochenta años, conservan en sus últimas películas una mesura, una dignidad y una sabiduría que terminan volviéndolas misteriosas en el contexto. Es lo que ocurre con César debe morir, realizada con una claridad conceptual, un desdén por artilugios de moda y una visión humanista que, indudablemente, el cine va perdiendo (si bien, al mismo tiempo, va ganando en otros terrenos). La idea inicial es registrar los ensayos de una representación teatral de la obra Julio César de William Shakespeare por un grupo de internos de una prisión de máxima seguridad, aprovechando la verdad que pueden encontrar en ella esos actores espontáneos que conocen muy bien –porque lo han vivivo o sufrido en carne propia– la furia de la venganza, la fuerza del perdón, la indignación ante el engaño, la cercanía de la muerte. A través de ellos, los directores no sólo buscan resignificar el texto original sino también demostrar cómo el arte puede mitigar carencias. Y, aunque aquí casi no hay exteriores, mujeres ni demasiado espacio para esa experiencia gozosamente física que contenían películas como Padre padrone (1977), La noche de San Lorenzo (1981), Kaos (1984) e incluso –aunque en menor medida– otras más recientes como El sol sale también de noche (1990) y Tú ríes (1998), se perciben singularidades que permiten reencontrar el espíritu de los Taviani: de hombres que sueñan, añoran, sufren o se unen para lograr un objetivo está hecha su obra. Coherencia que permite ver en estos presos curtidos que encuentran en el teatro una forma de liberación ecos de aquel Gavino de Padre padrone, maravillado por la música que un acordeonista pasaba interpretando por el inhóspito paraje donde vivía. Hay otros detalles que también indican que no se está ante realizadores anodinos. La presentación de cada uno de los presos-actores se hace con un primer plano de sus rostros acompañado de un texto escueto informando cuáles son sus condenas y por qué delitos, momento al que los Taviani logran darle un soplo de tristeza con la música de una armónica de fondo, interpretada por uno de ellos. En otra secuencia, los directores sugieren un “diálogo” entre dos reclusos que ensayan sus parlamentos en sus respectivas celdas con un paneo que lleva de una puerta a la otra. No hay cámara en mano ni tampoco flashbacks para salir del ámbito opresivo de la prisión: en este sentido, los recuerdos de momentos vividos afuera son maravillosamente sugeridos con una mano acariciando una butaca en la que podría estar la mujer amada, o con la nostálgica mirada al paisaje de un cuadro que se hace repentinamente más tangible. Por lo demás, César debe morir abunda en argucias para desafiar los límites entre documental y ficción, teatro y cine, arte y testimonio, la Roma antigua y la actual, el ceremonioso peso del texto shakesperiano y la brusquedad casi infantil de los reclusos. Dentro de ese juego de cajas chinas (ocasionalmente llevado por la música al clima de un antiguo policial), afloran las íntimas preocupaciones de hombres comunes, a quienes en el film nadie defiende pero tampoco ataca, los mismos a los que, después de la exitosa representación teatral, se los ve volviendo a sus celdas mientras el público sale jubilosamente a la calle. “Deberían llamarnos guardiantes del techo” se le escucha decir en off, en algún momento, a uno de ellos acostado sobre su cama, en medio de otras reflexiones de sus compañeros, un poco como las de aquellos chicos en el aula de Padre padrone: el cine de los Taviani vuelve a ser un medio para hacer oír los reclamos y sentimientos ocultos en el corazón de los seres humanos.
La tercera es la vencida Describiendo el encuentro en un tren a París de Celine y Jesse (una estudiante francesa y un joven periodista estadounidense, encarnados por dos fotogénicos intérpretes en ascenso), entre quienes progresaba el deseo de comprenderse y la posibilidad de enamorarse a partir de discusiones amables, Richard Linklater (1960, Houston, EEUU) sorprendió dieciocho años atrás. La película se llamó Antes del amanecer (1995) y fue recibida con satisfacción en una época en la que el cine estadounidense estaba necesitado de nombres nuevos. Su continuación, Antes del atardecer (2004), fue también un acierto, ya que implicaba el reencuentro de la pareja, que conservaba las ganas de conversar para seguir conociéndose y ese brillo en los ojos que sólo da el amor. Ambas forman parte de la primera etapa de Linklater, marcada por un ímpetu juvenil y una frescura celebrables (Rebeldes y confundidos, Despertando a la vida, La pandilla Newton, Escuela de rock). Ese encanto se diluyó casi completamente en algunos de sus últimos trabajos: Fast Food Nation (2006) y Me and Orson Welles (2008) parecen hechas por cualquier profesional del montón. Aunque resulte inapropiado afirmarlo (la inspiración no se agota con el paso de los años), al director tal vez le esté pasando lo mismo que a Jesse y Celine, que a los cuarenta y pico lucen algo agotados, desapasionados, repitiendo lo que les divertía tiempo atrás como por obligación. Es que la propuesta de su último film es develar qué ha sido de la vida de los enamorados durante esa elipsis de varios años (algo que otros directores ya han hecho antes, de otras maneras, por ejemplo Claude Lelouch con Un hombre y una mujer y Un hombre y una mujer, veinte años después), aunque no con flashbacks sino sólo a través de lo que se dicen el uno al otro o le dicen a los demás. En esta ocasión, a partir de un guión escrito por Linklater junto a sus actores, Jesse y Celine comparten en Grecia distendidos momentos con parejas de distintas edades, hasta finalmente recluirse en un hotel. Los propósitos (además de jugar un poco con la curiosidad de los espectadores que ya conocen a los personajes principales) están claros: enfrentarnos con las consecuencias del paso del tiempo –como lo sugiere la hermosa escena en la que contemplan una puesta de sol– y, a la vez, con el retrato íntimo de una pareja tras varios años de convivencia, exponiendo la siempre arriesgada disposición a agredirse con mutuos reproches y la deriva en torno a cómo mantener viva la llama de la pasión. El film llega a la Argentina en medio de expectativas y elogios de críticos de distintas partes del mundo, que parecen excesivos. Probablemente el hecho de que muchos de ellos sean de la misma generación, formación cultural y extracción social de los personajes (Jesse, de hecho, es periodista) provoque una identificación más fuerte que la que pueden despertar otros personajes de ficción, pero lo cierto es que cuesta ver en Antes de la medianoche la obra maestra que algunos dicen que es, sobre todo si se pone atención en algunas aspectos puntuales: - En Antes del amanecer y Antes del atardecer Jesse y Celine eran jóvenes, simpáticos y glamorosos en su informalidad. El problema es que aquí lo siguen siendo: más allá de algunas arrugas en sus rostros, a Ethan Hawke se lo ve todavía como un pibe entrador y a Julie Delpy como una chica risueña y capciosa. Jesse (Hawke) es ya un escritor consagrado internacionalmente (en el hotel le acercan una edición griega de un libro suyo), pero ni siquiera parece interesado en la lectura. Cuando, durante la primera parte del film, ambos caminan charlando casi sin mirar lo que los rodea, lo hacen en medio de bromas, confesiones y risas nerviosas como si aún estuvieran conociéndose, aunque están representando a una pareja consolidada e incluso desgastada. La verosimilitud, un tesoro de las dos primeras películas de la saga, aquí tambalea. - Es evidente la búsqueda de realismo, procurando mostrar los claroscuros de la vida cotidiana sin adornos. Sin embargo, la parte inicial en Grecia, al sol y a orillas del mar, con la sensualidad a flor de piel entre risas y comidas, es un estereotipo optimista del lugar, trayendo vagamente a la memoria a películas mediocres como Mamma mía (2008, Phyllida Lloyd). Por otra parte, por caprichos del guión los hijos son borrados del mapa con facilidad: el hijo preadolescente de Jesse se despide en el aeropuerto apenas iniciado el film, en tanto a las mellizas de ambos se las ve dormidas en el auto y luego sólo fugazmente en una secuencia posterior. ¿Celine, por ejemplo, no debería estar más pendiente de sus chicas? ¿Por qué (salvando algunas referencias en las charlas) los hijos no forman parte de las preocupaciones y los cambios que conlleva esta etapa de sus vidas? La respuesta tal vez sea: para no apartar a la película del proyecto trazado. De esta forma, Jesse y Celine no son más que figuras locuaces en torno a las cuales los demás son un esquemático relleno. - Es conocida la afición de Linklater por acumular diálogos estimulantes, pero en este caso algunas de las cosas que se dicen son irremediablemente triviales (como ese clisé de que los varones se preocupan por su pene y las mujeres por sus seres queridos). Desde ya que hay comentarios provocativos, por ejemplo cuando Celine sostiene que todos seguimos siendo más o menos los mismos que cuando éramos chicos, pero quedan flotando en el vacío de charlas de sobremesa. Se puede reflexionar sobre el invasivo uso de las tecnologías en la sociedad actual con ligereza, como se hace acá, o con una estética coherente con las afirmaciones de los personajes, como lo hacía David Cronenberg en Cosmópolis (2012). En cuanto a la sobrecarga de palabras, si en Despertando a la vida (2001) los que hablaban eran diversos personajes y con variados registros (bromas, aforismos, citas, explicaciones científicas, canciones), aquí Linklater nunca se eleva por encima del lenguaje naturalista. Por otra parte ¿se puede verdaderamente amar u odiar a una persona sin parar de hablar aunque sea un momento para escucharse, para pensar? - Más allá de la delicadeza en los encuadres y los travellings de seguimiento, el film exhibe una estructura teatral. Esto se hace especialmente evidente en la secuencia en la habitación del hotel, donde todo (la pareja yendo y viniendo por ese espacio reducido, Delpy bajándose y subiéndose los breteles del vestido, Hawke poniéndose y sacándose el pantalón) luce demasiado calculado, como si estuviéramos viendo a los actores discutiendo en un escenario. Incluso el hecho de que uno de ellos salga y vuelva a entrar varias veces remite a las tradicionales puertas de los decorados teatrales: Linklater no ofrece en ese caso ni siquiera un plano del exterior. De esta manera, el film recuerda a Tape (2001), otro film suyo que era, visiblemente, más teatro que cine. - Su final, quizás feliz, suena algo impostado. Intentar el romanticismo con palabras elegantes y mesas de café a orillas del río suena perezoso para un director como Linklater. Debe reconocerse que, cerrando una trilogía que supo ganarse -con buenas armas- el cariño de los cinéfilos, en Antes de medianoche el director examina con cierta lucidez las huellas del tiempo en las relaciones personales. Pero, lamentablemente, lo hace confiando más en las disputas de entrecasa que en la profundidad de los silencios o la agridulce intuición de los pequeños gestos.
Los sentimientos bajo control El sexto largometraje de Christian Petzold (1960, Hilden, Alemania) –el primero que se estrena comercialmente en nuestro país– comienza sin vueltas, haciendo partícipe al espectador de la tensión y curiosidad que despierta una misteriosa mujer entre sus flamantes compañeros de trabajo, jóvenes médicos de un hospital en la Alemania de los ‘80. Los datos sobre su personalidad se irán revelando de a poco (y nunca del todo). Entonces se sabrá que Bárbara tiene motivos para ser arisca y desconfiada, aunque fuerte: es una de las víctimas del estado policial en el que se encontraba sumida la ex República Democrática Alemana antes de la Caída del Muro de Berlín. Confinada a un pueblo alejado, controlada de cerca por las autoridades, por precaución se resiste a exteriorizar sus sentimientos, aunque en algún momento se descubrirá que no está tan sola como parece y que conoce alguna tabla de salvación a la que aferrarse (esto dicho no solamente en sentido metafórico). A los muchos matices del personaje central suma magnetismo la actriz Nina Hoss, que aquí no luce inofensiva como en Yella (2007) sino decidida, seduciendo con su belleza madura y sus ojazos de animal herido, respondiendo a sus interlocutores con suspicacia (“Es un campo de exterminio socialista, terminemos con eufemismos”, dice al hablar de las condiciones con las que ha sido tratada una paciente llegada desde Torgau) y amante de la música sin que eso la convierta en una romántica. Con una rigurosa puesta en escena, Petzold convierte ese pueblo en un ámbito superficialmente apacible pero cargado de desasosiego, incluso de tristeza. En la forma con la que encuadra o sigue con su cámara a Bárbara cuando va y viene solitaria, a pie, en bicicleta o en tren, hay una belleza nunca edulcorada, con el viento contribuyendo a la sensación de incomodidad tanto como la frialdad del hospital, los muebles antiguos y las viejas edificaciones. Cuando la mujer se interna en el bosque, canasta en mano, con planes que no conviene develar aquí, Bárbara asume imprevistamente aspecto de cuento (momentos en los que, razonablemente, el film cobra luminosidad, como ella), sin que esa u otras sutilezas resulten pueriles. Sin estridencias ni música extradiegética, con cierta teatralidad en algunas conversaciones y miradas, Bárbara consigue expresar severamente pero sin golpes bajos la atmósfera de una sociedad controlada y con miedo a la delación. Cerrazón todo el tiempo interferida, no obstante, por actitudes de humanidad y solidaridad, como cuando el médico André (Ronald Zehrfeld) dice estar dispuesto a ayudar a “los hijos de puta” si sufren, o cuando Bárbara adopta gestos maternales con la chica embarazada y perseguida. La relación misma de Bárbara con el siempre noble André revela tensión sexual pero también comprensión, al punto de que será estando con él que, superada la desconfianza mutua, ella exhibirá la única sonrisa radiante de toda la película. Por último, y más allá de los méritos señalados, cabe señalar que Bárbara tiene un valor adicional, excepcional en estos tiempos: es un film con personajes adultos destinado a espectadores adultos.
Canciones y momentos El propósito era ambicioso e indudablemente difícil: reunir en poco menos de dos horas el material necesario para rendirle un justo homenaje a esta cantante argentina popular y querida, respetada internacionalmente, que supo ser la voz de los nativos y excluidos de nuestra tierra pero que, también, interpretó canciones brasileñas con dulzura y tangos con temperamento. Las dificultades del director debutante están a la vista en la estructura misma de su documental, que va y viene tomando imágenes y testimonios de aquí y de allá, yendo del pasado al presente y de un país a otro procurando descubrir aspectos íntimos de la artista. La valoración del resultado depende que se vea el vaso medio lleno o medio vacío. Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica puede enorgullecerse del curiosísimo material de archivo que ha logrado rescatar y poner a disposición de los espectadores, lo que comprende filmaciones, grabaciones de audio, cartas y fotografías, consiguiendo presentir algo de la intimidad de la cantora (término con el que le gustaba definirse). Escucharla cantar entre amigos europeos Los mareados (que más tarde grabó) o verla en algún sencillo festejo de cumpleaños, permiten conocer a la persona por sobre el personaje, tanto como los datos que asoman –a veces contados en primera persona por la propia Mercedes– sobre su primer marido Oscar Matus, su posterior compañero Pocho Mazzitelli, sus padres, hermanos, vecinos y amistades. Haber convocado a su hijo Fabián Matus para cumplir la función de enunciador-entrevistador es otro acierto, no sólo por la sensación de familiaridad que implica su relato sino, incluso, por su cálido tono de voz. Igualmente valioso resulta el rescate de momentos significativos, como cuando recibió de Pablo Milanés (inesperadamente y desde el escenario) una invitación a cantar que le permitió salir de un período de alejamiento de la profesión por problemas de salud. Los testimonios recogidos en distintos puntos de Argentina, Brasil, Francia y EEUU evidencian que hubo un trabajo de investigación respetable y serio. Pero, al mismo tiempo, se han tomado decisiones discutibles. No parece justificado, por ejemplo, que Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica se ocupe tanto de todo lo que rodeó a su carrera en los años ’70 (incluyendo amenazas, prohibiciones y exilio) descartando mucho de lo realizado desde la vuelta a la democracia en adelante. Una explicación posible es la de elevarla como modelo de artista comprometida con causas nobles, pero por esa aspiración se dejan de lado contradicciones en las que hubiera sido interesante bucear. ¿Esa mujer de familia peronista y perseguida por comunista es la misma que a partir de los ’80 adoptó posiciones políticas más conciliadoras, apoyando a Ricardo Alfonsín cuando dejó la presidencia o a Palito Ortega cuando compitió con el general Bussi por la gobernación de Tucumán? ¿O tal vez esa actitud de congelar la trayectoria pública de Mercedes en el glorioso recital en el Teatro Ópera de Buenos Aires (1982), sin avanzar demasiado, responde a la intención de no entrar en zonas ideológicamente más inciertas? ¿Por qué mostrar la humilde casa que habitó durante su infancia y no dónde vivió en los últimos años? El film tampoco se detiene en los cambios que fue atravesando su repertorio, cómo elegía las canciones, qué discos suyos fueron los más exitosos o en los que puso más de sí, etc. Comparaciones perezosas dichas por los entrevistados (“era nuestro Mick Jagger”, “la Ella Fitzgerald argentina”, “la Edith Piaf de Sudamérica”) reemplazan reflexiones más profundas sobre su personalidad como intérprete. Por otra parte, una sensación de documental for export se desprende de la elección de ciertas figuras en detrimento de otras. Sólo eso explicaría por qué aparecen René Pérez Joglar (de Calle 13) y Shakira –apenas participantes en la última producción discográfica de la tucumana, un proyecto de honestidad dudosa–, o Julio Bocca, o por qué se le brinda tanto espacio a Fito Paéz (que habla de sí mismo) o a David Byrne, mientras ni siquiera son mencionados Cuchi Leguizamón, Manuel Castilla o los Carabajal, autores de Balderrama y otros clásicos de nuestro folklore que Mercedes Sosa divulgó. Tampoco Ariel Ramírez merece demasiada atención, aunque juntos hayan hecho discos trascendentes como Mujeres argentinas (1969) y Cantata sudamericana (1972). En tanto, los saltos cronológicos pueden confundir al espectador desinformado (cuando habla del Movimiento del Nuevo Cancionero, Mercedes hace referencia al cine argentino y no queda claro por qué). Por supuesto que no era fácil incorporar todos los elementos importantes de su vida llena de anécdotas, ni dibujar con precisión los alcances de su valor como artista popular, pero no hubiera estado mal recordar su actuación en Güemes, la tierra en armas (1972, L. Torre Nilsson) en vez de recurrir repetidamente a fragmentos de Mercedes Sosa, como un pájaro libre (1983, R. Wüllicher) o, más aún, destacar que sus versiones de distintos temas suelen cantarse y escucharse en escuelas y actos populares, casi como himnos. Si algo se propuso Vila (y se puede decir que lo ha logrado) es hacer que su documental resulte ameno y emotivo, aunque para esto último haya insistido en la soledad de la cantante o apelado al llanto de su hermano extrañándola. Dejando entrever algunos matices más allá de su propósito apologético, a Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica le cuesta, finalmente, salirse del habitual formato del documental didáctico-televisivo, como lo demuestra la ilustración de la canción de León Gieco Cinco siglos igual con imágenes que le dan un sentido demasiado digerido.
En Samurai, Gaspar Scheuer imagina un encuentro entre un joven samurai y un gaucho en la Argentina de fines del siglo XIX sin el vuelo esperado, repitiendo el frío preciosismo de su anterior El desierto negro (2007): de alguna manera, parece continuar el camino de Aballay (2010, Fernando Spiner), con ese interés por recuperar un cine de aventuras con raíces históricas y nacionalistas, aunque en este caso los condimentos de acción y violencia se hacen desear.
Es guión está vivo Cuando vimos Oki’s movie (2010) tres años atrás en Mar del Plata, hablamos de la ligereza en el abordaje de las relaciones sentimentales y las charlas perspicaces entre personajes queribles como rasgos reconocibles en Hong Sang-soo (1960, Seúl, Corea), director que recién ahora logra estrenar comercialmente en nuestro país uno de los trece largometrajes que tiene en su haber (seguramente por estar protagonizado por una conocida actriz europea). En otro país comienza con una circunstancia trivial: para olvidar un problema familiar una chica se dispone a escribir -con papel y birome, en un sitio indefinido y sin romanticismo alguno- un guión para una película. Es la excusa de la que se sirve Sang-soo para jugar con las posibilidades que le brindan personajes y situaciones, como si ese proyecto de guión fuera un organismo vivo que coletea, se aquieta, repentinamente recobra energía o adopta giros imprevisibles. Lo que el director coreano mantiene es un pequeño conjunto de individuos (una mujer francesa llamada Anne, un extrovertido guardavidas, un director de cine y su esposa embarazada) y lugares (un precario alojamiento cerca del mar en Mohang, ciudad siempre gris y ventosa), armando y desarmando con ellos distintas historias en las que roles, expectativas y deseos van cambiando. Circunstancialmente se agregan otros personajes que contribuyen a dar forma a esos bosquejos narrativos ligeramente graciosos, que pueden divertir o desconcertar al espectador. El estilo de la realización es sencillo, pero una mirada atenta permite descubrir que todo responde a una precisa planificación, con planos fijos y travellings trabajados en función de esa idea de repeticiones con variaciones o de los cambios de planes de la joven guionista, además de imprevistos zooms con los que el director pareciera estar diciendo a cada momento “Acerquémonos a ver qué pasa aquí”. Algunos episodios pueden ser vistos, a su vez, como sueños o puntos de vista diferentes ante un mismo hecho. Con perspicacia, estos merodeos encuentran un eco en los enredos provocados por encuentros entre personas de países diferentes, intentando comunicarse con palabras en distintos idiomas (inglés, francés, coreano). Un delicado leit-motiv musical sirve como separador de esos proto-relatos. Tiene algo atemporal En otro país, confirmando que la preocupación de Song-soo no es el realismo sino aventurarse con sus personajes como quien entremezcla naipes en la baraja: los vestidos de Anne, el paraguas y la carpa, tanto como gestos y reacciones, resultan arquetípicos. En ningún momento se busca dar carnadura psicológica o dramática a la mujer y sus partenaires, por eso tampoco se emplean primeros planos. Lo bueno es que no hay pedantería ni hermetismo en este ejercicio: En otro país transmite siempre frescura, simpatía, levedad. Uno de sus desafíos, además, ha sido conseguir que Isabelle Huppert se adapte admirablemente a ese tono. Lejos de Chabrol o Haneke, la excelente actriz francesa se muestra cordial y sin agobios a la vista, fumando despeinada o caminando graciosamente, por ejemplo en ese final (uno de los más encantadores del cine reciente) en el que recoge el paraguas que dejó por ahí un personaje anterior para tomar, decidida, quién sabe qué rumbo.
El azar como aliado De un documental sobre el veterano ilusionista René Lavand –conocido por su talento para engañar con elegancia manipulando naipes con su única mano– tal vez podían esperarse imágenes de casinos, clubes nocturnos y glamorosas fiestas, con el alcohol, el dinero y las anécdotas oscuras en primer plano. Pero (aunque vino e historias no faltan) nada más lejos que eso en este entrañable retrato del artista, en el que Las Vegas es reemplazada por Tandil y el exitismo por las reflexiones y expresiones de un hombre sabio. La presentación del film, con letras que se dan vuelta como cartas y una graciosa música de fondo, ya deja en claro que el tono no será ceremonioso. Después iremos conociendo de a poco a Lavand en su idílico refugio tandilense junto a su mujer, mientras revisan fotografías y antiguas grabaciones, recuerdan viajes, reciben a algún amigo y a un discípulo, o, simplemente, desarrollan sus actividades cotidianas. En tanto, en distintas circunstancias, afloran confesiones que lo muestran más que hábil como narrador, jovial a sus ochenta y pico de años, culto (nombrando al pasar a Miguel Angel, Picasso, Manzi, Yupanki, Homero Expósito) y, como siempre ha sido, seductor en la conversación y el trato con sus interlocutores (salvo cuando insisten en llamarlo por teléfono confundiendo su casa con una empresa de remises). Rasgos que, seguramente, le permitieron ganar fama y prestigio mientras iba buscando, como él mismo dice, “un estilo, una personalidad”. El gran simulador va entregando dosificadamente algunos datos, prefiriendo dejar afuera otros (nada se dice sobre su familia, por ejemplo). Entonces, el artista refinado que muestra su colección de bastones o se aprecia en las incontables presentaciones televisivas en distintos países y épocas, se encuentra con el hombre sencillo que visita al médico o se fastidia por las demoras del correo en traerle una encomienda. En este sentido, el director es respetuoso y fiel a la figura pública, sabiendo que Lavand es un digno exponente de cierto tipo de argentino (caballeresco, cordial, experimentado, pícaro) en extinción. “Las cartas son rituales antiguos y misteriosos” sostiene el maestro, y lo enigmático de su profesión asoma sin que ese halo que lo rodea sea remarcado por la música o alguna toma fuera de lugar. Otra de las posibilidades que brinda este documento es la valoración del esfuerzo personal ante la adversidad o, mejor aún, el aprovechamiento de lo que el destino puede depararle a una persona: “Yo tenía la ventaja de tener una sola mano”, dice Lavand en un momento, tranquilo, despertando naturalmente admiración. La última pregunta que se le hace, que por razones obvias no develaremos aquí, deja planteada la inquietud ante el azar, no ya en el juego sino en el rumbo de la vida de una persona. El gran simulador es, sin dudas, el mejor trabajo de Néstor Frenkel (1967, Buenos Aires) hasta el momento. Como en Construcción de una ciudad (2007) y Amateur (2011), vuelve a encontrar ficción en personas y hechos reales, en este caso excluyendo guiños cancheros. Incluso se beneficia con la capacidad natural de Lavand como actor (recordemos su participación en la película de Adrián Caetano Un oso rojo, donde en una escena le clavaban un cuchillo en la mano), haciéndole leer textos elocuentes e incluso dramatizando uno de esos relatos. En el director sigue habiendo, además, un sincero interés por las construcciones (por algo se detiene tanto en la casa que habita Lavand en pleno bosque, con ascensor incluido) y por el rescate de personajes curiosos que pueden encontrarse en el mal llamado interior de nuestro país, sobre todo por aquéllos que saben reinventarse, escapar de las convenciones y abordar la vida de otra manera, como un juego o un desafío.
Recelos de clase Como en El regreso (2003), donde sometimiento y rencor recorrían sinuosamente la existencia de dos adolescentes para quienes un padre era alguien querido pero también misterioso, Andrey Zvyagintsev (1964, Novosibirsk, Rusia) cruza en Elena sentimientos contradictorios, logrando un estudio taciturno y ligeramente malicioso sobre recelos sociales. El film adopta desde el principio el punto de vista de Elena (encarnada por Nadezhda Markina, admirablemente comunicativa y contenida), no del todo cómoda en la opulenta casa que comparte con Vladimir, su esposo millonario, quien por momentos parece más amo que marido. De a poco el espectador irá conociendo detalles de esa relación y de las familias de ambos, incluyendo hijos ociosos (de matrimonios anteriores), debilidades, fortalezas y actitudes diferentes en torno al dinero que a unos les sobra y a otros les falta. Es cierto que hay detalles que parecen algo obvios o subrayados, pero los sarcasmos de la hija del millonario (la bella Elena Lyadova), el silencio y la estéril agresividad del nieto adolescente de Elena, y –desde ya– la ambigua generosidad de la protagonista, hacen al film impredecible. En verdad, no es fácil encontrar en el cine actual una película que, como ésta, discurra con seriedad sobre tantas y tan sustanciales problemáticas: la (im)posibilidad de entendimiento entre personas de diferente extracción social, el peso del dinero en la vida de las personas, el amor padre-hija/madre-hijo, los rasgos de personalidad heredados, la fragilidad con la que el egoísmo o la desesperación pueden llevar al delito y éste a la culpa. En el planteo de Elena pueden apreciarse, del mismo modo, alusiones a una Rusia todavía (o de vuelta) signada por diferencias sociales, aunque mucho de lo que ocurre aquí podría trasladarse tranquilamente a países como el nuestro (los comentarios del indolente hijo de Elena sobre la obligación que -supone- el rico tiene para con él, y los de éste sobre la pereza de los más humildes y su falta de previsión al traer hijos al mundo, resultan inevitablemente familiares). Elena no es una película cruel ni compleja. A veces crea expectativas que terminan diluyéndose –como cuando Vladimir ve cruzar a un grupo de obreros por la calle o el nieto de Elena sale de noche a pelear con una pandilla–, pero siempre observa y cuenta con delicadeza. Elipsis y planos secuencia llevan y traen al espectador por los distintos ámbitos con una elegancia formal enrarecida por la música de Philip Glass y los gestos desasosegados de los personajes, signos que parecieran imprimirle solemnidad pero que, en realidad, conducen a una cautivante atmósfera de sospecha e inquietud. Por Fernando Varea