Lugar común, la muerte Hay varios motivos por los cuales cierto público apoya películas como ésta o El cisne negro, considerándolas ejemplos de un cine arriesgado y adulto, y no otras como, por ejemplo, Policía, adjetivo (2010; dir: Corneliu Porumboiu). Uno es la idea de que las escenas incómodas, sacudidoras, son índices de la madurez del espectador que las recibe, ignorando que, la mayoría de las veces, en la intención de provocar hay algo adolescente, y que éstas pueden ser una manera de llamar la atención sobre productos vacíos de verdadero contenido. Otro es el hecho de que, para un superficial debate posterior, siempre serán más aptas situaciones dramáticas fácilmente comprensibles, cercanas al material que pueden ofrecer una telenovela o un folletín, que otras más complejas, que van más allá de lo puramente emocional. Y, finalmente: un film con un tema duro atrae si está bendecido por Hollywood y protagonizado por actores conocidos. Esto viene a cuento de la repercusión alcanzada por el último film dirigido por Alejandro González Iñárritu (1963, México), que, por su suma de desgracias, seguramente no llevaría tanta gente a las salas si no estuviera flanqueado por sus dos nominaciones al Oscar y la actuación de Javier Bardem. El actor español es acá un hombre enfermo, con hijos pequeños y una esposa irresponsable, aparentemente con poderes psíquicos para dialogar con los muertos (como Matt Damon en Más allá de la vida), intermediario entre explotadores de inmigrantes y la Policía en una Barcelona sucia y turbia. Pareciera haber en Biutiful un remoto intento de denuncia, por ejemplo al exponer la difícil subsistencia de los inmigrantes en Europa, pero, en realidad, el film está más atento a la angustia de su protagonista, que se indigna ante esas y otras injusticias sin hacer demasiado por paliarlas. Todo es bastante sórdido, las calamidades se acumulan hasta rozar el ridículo y la muerte ronda a cada paso: varios tramos de Biutiful transcurren en salas velatorias, morgues y hospitales. Una película como Gomorra (2008, dir: Matteo Garrone) tampoco era apacible, pero exponía con honestidad un problema social concreto, encontrando las culpas en sectores de la sociedad muy puntuales y no en la conciencia de sus indefensos personajes. A pesar de que algunos intentan encontrar diferencias entre Biutiful y los primeros largometrajes de González Iñárritu –Amores perros, 21 gramos y Babel, en los tres casos historias cruzadas escritas por Guillermo Arriaga–, el estilo es siempre el mismo. Aún reconociéndole capacidad para conseguir, ocasionalmente, un dramatismo intenso (rasgo especialmente evidente en Amores perros), su cine es epidérmico y manipulador. La cámara en movimiento siguiendo los gestos de los actores, los imprevistos, la violencia, se combinan con condimentos cercanos a ciertas expresiones culturales que acostumbra consumir un público joven: armas, droga, venganza, ilegalidad, erotismo apurado, personajes con aspecto y actitudes de rebeldes atormentados. Incluso los títulos de sus películas no desentonarían para un álbum de rock. Al mismo tiempo, otros recursos que utiliza suenan antiguos, como, en este caso, un bosque helado como espacio celestial. Si Daney, a partir de un texto de Rivette, se indignaba tanto por un alambicado travelling sobre un cadáver en Kapo (1960; dir: Gillo Pontercorvo) ¿qué habría que decir de Biutiful? Son tantos aquí los temas delicados tratados sin pudor, tanto se pasea la cámara por cuerpos inertes mientras la música procura conmovernos, que el film termina resultando, más que una provocación, una oscura, morbosa trivialidad.
La familia como círculo vicioso Al lado de ciertos dramas pomposos y artificiosamente fatalistas que hormiguean en torno al Oscar, una película como El ganador es casi un alivio. Vital, ligera, echando cierta mirada cuestionadora sobre las instituciones (la familia, la policía, el deporte), con algo de humor y afecto hacia sus personajes sin ocultar sus defectos, este film de David O. Russell (1958, New York, EEUU), aunque no exhibe méritos como para competir por premios importantes, resulta un disfrutable film menor. Después de un comienzo algo errático, va cobrando interés la situación de los hermanos boxeadores Micky (Mark Wahlberg) y Dicky (Christian Bale). El film ronda dos o tres cuestiones en torno a ellos: sus dificultades para destacarse como deportistas, la expectativa por la preparación de un documental televisivo sobre Dicky y las presiones que la familia ejerce sobre Micky, en quien todos depositan demasiadas expectativas, sobre todo a partir de los fracasos de su hermano. Sin dudas, este último es el asunto más interesante de El ganador, que juega con ambigüedad con el peso de las relaciones familiares: Dicky (figura en la que es posible reconocer actitudes de deportistas conocidos) exaspera como un adulto con comportamientos adolescentes y adicto a las drogas, en tanto la madre exhibe todo el tiempo un autoritarismo astutamente enmascarado de generosidad; sin embargo, el egoísmo de ambos (que los lleva a dirigir, por conveniencia, la vida de Micky) se confunde con algunos gestos de comprensión y afecto sincero. Quien se encarga de desestabilizar ese estado de cosas familiar es una novia de Micky, inmediatamente vista como enemiga por las mujeres de la familia (la mamá cuenta con el apoyo incondicional y medio ridículo de siete hijas de edades parecidas). “¿Quién puede ayudarte mejor que tu madre?” le dicen al protagonista, y en frases como ésa El ganador desliza ironías no muy habituales en el cine de Hollywood. El simple hecho de que en un film de boxeadores los personajes más fuertes sean los femeninos, habla a las claras de un enfoque singular. En cuanto pintura de la realidad barrial, El ganador dialoga con Atracción peligrosa (The town, dir: Ben Affleck), aunque el film de Russell es muy desparejo y cae, en ocasiones, en trazos gruesos y recursos elementales, como esos vecinos que se sorprenden desde la vereda de enfrente con los escándalos que la familia provoca en plena calle. El retrato de esta clase media-baja comprende comentarios burlones sobre las salas de cine “para ricos” y los films extranjeros con subtítulos, poniendo en boca de los personajes comentarios que, lamentablemente, también son comunes entre ciudadanos estadounidenses con mayor dinero y educación. Un film anterior de este director, Tres reyes (1999), también se aproximaba sin solemnidad a otros temas generalmente abordados con prudente respeto en su país. La secuencia de la persecución policial a Dicky, así como otras en las que el director emplea un montaje paralelo, resultan tensas y divertidas. De la misma manera, es estimulante ver a Christian Bale y Amy Adams en caracterizaciones distintas a lo que vienen haciendo últimamente, y tanto ellos como Melissa Leo –los tres nominados al Oscar– actúan con perspicacia y simpatía, en tanto no desentona con la pasividad de Micky la habitual expresión de desgano de Wahlberg (mayor que Bale en la vida real aunque en el film compone al hermano menor). De este puñado de actores y de una vigorosa banda de sonido (que, en busca de adrenalina, va de los Rolling Stones y Led Zappelin a Aerosmith) dependen algunos de los aciertos de este film irregular. El tramo final resulta algo condescendiente, pero el último plano confirma –respecto a las relaciones filiales y la posibilidad de zafar de los deseos de los demás– una tesis incómoda.
Bailarina en la oscuridad Vaya a saber por qué en Hollywood ha gustado tanto este disparate, al punto de llegar a competir este año al Oscar como mejor película. Tal vez se haya considerado novedosa la iniciativa de enrarecer el ámbito del ballet (tan propio del llamado cine de qualité) con ingredientes del cine de terror. O a lo mejor conmovió el esfuerzo al que se sometió la ascendente Natalie Portman para su protagónico, ya que (si bien la expresión de su rostro es casi siempre la misma) llora, grita, vomita, se lastima, se masturba, besa a personas de distinto sexo y ensaya difíciles pasos de baile, todo en una sola película. De todas maneras, el problema no serían las cinco nominaciones para los premios Oscar de El cisne negro, sino qué hizo con el material que tuvo entre sus manos Darren Aronofsky (1969, New York, EEUU), director que alguna vez fue visto como una promesa del cine independiente. Ciertamente, Pi (1998) y Réquiem por un sueño (2000) desplegaban un estilo que podría definirse como experimental efectista, con la música hipnótica de Clint Mansell y un dramatismo bizarro logrando sorprender y perturbar al espectador. Las intenciones de El cisne negro, en cambio, no son tan claras, y, aún siendo ya el quinto largometraje de Aronofsky, exhibe inmadurez en su planteo. Ver a una joven bailarina (Portman) sufriendo por las exigencias de su vocación y por el consiguiente deterioro de su salud física y mental, no es nuevo en la historia del cine. Tampoco que, como aquí, haya un profesor medio despiadado (Vincent Casell), una madre sobreprotectora (la notable Bárbara Hershey, haciendo extrañar los personajes en los que supo lucirse años atrás) y una temida rival (Lily Kunis), o que la disyuntiva sea la fría perfección versus la sensualidad y el riesgo. Es inevitable relacionar a esa madre y esa hija con las de Carrie (1976, dir: Brian De Palma) o la autodestrucción a la que se entrega la bailarina con la de tantos artistas vistos anteriormente en la pantalla. El film de Aronofsky no sólo pierde en la comparación con aquéllos por su falta de originalidad: sus personajes son pura cáscara, como dibujos moviéndose al ritmo de un guión que va mutando del drama al terror hasta alcanzar ribetes ridículos. De hecho, El cisne negro ni siquiera parece necesitar de actores, transformando su acontecer en la sucesión de viñetas de un comic. Aunque con ínfulas de obra adulta y compleja, todo es bastante elemental, desde el descontrol de una salida nocturna hasta la reacción de la aniñada protagonista de arrojar sus muñecas al incinerador. Cuando el profesor (Cassel) y la amiga (Kunis) demuestran, cada uno a su manera y ocasionalmente, afecto por la chica, el film parece tomar un respiro, asomando algo de verdad, pero esos momentos se diluyen en medio de un ritmo videoclipero y superficiales sobresaltos. La cámara en movimiento persiguiendo siempre a la joven se ajusta a su estado de inquietud constante, pero denota, también, falta de criterio en la puesta en escena. En el cine de Aronofsky hay ciertos temas que se repiten (el cuerpo que padece los caprichos de su dueño, las obsesiones que enferman) pero esto no parece suficiente para considerarlo un medio de resonancia de reflexiones estimulantes. Hay en este director, además, algo oscuramente moralista, no tanto porque sus personajes sufran por sus excesos, sino por su falta de humor y la manera en que se resiste a que los espectadores encuentren en sus películas alguna forma de placer y serenidad.
Había una vez, en el Lejano Oeste... En medio de los personajes de las películas nominadas este año al Oscar, la resuelta adolescente de Lazos de sangre (dir: Debra Granik) no está sola: en otra época y contexto pero con el mismo empecinamiento, Mattie (Hailee Steinfeld), la protagonista de Temple de acero, con apenas catorce años, no duda en salir en busca del asesino de su padre, empresa para la cual convoca a Cogburn, un viejo sheriff con fama de duro (Jeff Bridges), sumándose al desafío un joven texano (Matt Damon) que busca al maleante por otros motivos. La historia proviene de una novela de Charles Portis que un periódico estadounidense publicó por entregas en 1968, convirtiéndose en un verdadero éxito popular y llevada pronto al cine por Henry Hathaway, con la actuación protagónica de John Wayne (lo que le valió un Oscar). La expresión true grit (valor de ley) terminó siendo adoptada por los ciudadanos para referirse al coraje que una persona puede asumir en circunstancias extraordinarias. Esto demuestra por qué una remake de True grit despierta especial interés en Estados Unidos, sumado al hecho de que se trata de un western, género representativo del cine de ese país. La particularidad es que esta nueva versión cayó en manos de los hermanos Joel Coen (1954) & Ethan Coen (1957), que respetan la esencia del original, con una narrativa clásica, pero atravesándola con marcas propias: diálogos con réplicas graciosas y algunos gags medio ridículos, como las patadas que le propina Cogburn a un par de indios impasibles o la aparición de lo que aparenta ser un oso sobre un caballo. Las mismas actuaciones tienen algo de eso: alcohólico, barbudo y desaliñado, Jeff Bridges parece, por momentos, el gran Lebowski en el Lejano Oeste. La película termina adoptando el perfil de un relato de aventuras (tal vez por influencia de su productor ejecutivo Steven Spielberg) con algo del humor caricaturesco de los Coen, que siguen siendo mucho más hábiles para las soluciones visuales que para superar cierta superficialidad y no hacer de sus criaturas meras ocurrencias. De todas maneras, el espíritu del western –esos signos y símbolos puestos al servicio de su realidad profunda, el mito, como sostenía Bazin– asoma, por ejemplo, en la brillante secuencia de un enfrentamiento nocturno visto a la distancia, magníficamente fotografiado por Roger Deakins. Las imágenes finales vuelven más franca la idea que los Coen tienen, según declararon, acerca de que Mattie guarda alguna relación con la Dorothy de El mago de Oz (1939, Víctor Fleming) y con la misma Alicia de Lewis Carroll: el galope hacia un cielo estrellado –previo al desenlace que devuelve la voz narradora del comienzo– pareciera indicar el paso a otra dimensión: la de la ilusión, la de los cuentos.
La vida de un personaje Suerte de ama de casa insegura y coqueta en cuerpo de hombre, Tonia se presta al estereotipo. Sin embargo, el director Joao Pedro Rodrigues (1966, Lisboa, Portugal) y el actor Fernando Santos evitaron los habituales clisés, recorriendo la conflictuada existencia de este veterano travesti no en puntas de pie pero sí con paso lento y sereno. Y lograron esa proeza, tan propia del (buen) cine, de construir un personaje que, haya existido o no, cobra vida en la pantalla, al punto de llevarnos a seguir con atención sus pasos, conmovernos con sus problemas, preocuparnos por su destino. Tonia no encarna valores emblemáticos: sus contradicciones están a flor de piel, su sensibilidad se revela a través de gestos insignificantes (como el encuentro con viejas fotografías o con un perro callejero) y su vulgaridad se confunde con la riqueza que –como la de cualquier ser humano– tiene su vida, simple y compleja a la vez. A través suyo, sin embargo, el film permite reflexionar sobre los designios de la sexualidad, el miedo a los cambios, el peso de la religión catòlica, la paternidad, el amor, la vejez y la soledad. Otros personajes que lo/la rodean han sido desarrollados con la misma lucidez, como Rosario, su modisto y “amante”, especie de niño salvaje (en el sentido menos glamoroso del término) que también sobrevive como puede en los márgenes de la sociedad, entrando y saliendo con indiferencia de su adicciòn a las drogas y de la vida de Tonia. Buena parte de la seducción que ejerce Morir como un hombre (que se estrena ahora después de la repercusión alcanzada en la última edición del BAFICI) proviene de la modalidad de su construcción. El film de Rodrigues bordea lo cursi, roza la crudeza y sobrevuela la matriz del melodrama romántico sin regodearse con ninguno de esos elementos, agregando, al mismo tiempo, atmósferas irreales y componentes de fábula. Si en el comienzo la cámara se pasea inquieta, sensual –al igual que un grupo de soldados– entre el follaje nocturno, en medio de cantos de grillos y miradas huidizas, generando la sensación de un paraíso perdido, no es distinto el estado cuando Tonia y Rosario, desviándose del camino, se dejan llevar por la mansa belleza de un bosque que resulta ser el mismo, ahora soleado y silencioso. El plano secuencia que muestra distraídamente a Tonia recogiendo flores y al chico arrojando piedras al agua, es de un lirismo extraño, inesperado. Parece haber algo mágico en ese lugar, que deriva en el encuentro con un travesti ridículamente impostado y su pareja, seguramente lo menos convincente del film en términos dramáticos (también hay descuidos en la elaboración de una fotografía que se muestra en primer plano y en la forma de simular, montaje mediante, el cuerpo debilitado del opulento protagonista). Algunos recursos formales pueden discutirse sin ser acusados de artificiosos: virajes de color, ruidos y voces fuera de campo, el congelamiento de la acción mientras se escucha (completa) una canción, la reunión de varias situaciones e ideas en un solo plano secuencia, juegan con la percepción del espectador, invitándolo a completar lo que imagen y sonido le sugieren. Sin erotismo edulcorado ni excesos de sordidez, Morir como un hombre mantiene en off todo lo que distraería innecesariamente (el público del cabaret, la ex-mujer): el mismo hijo de Tonia es una figura elusiva, como un deseo o un recuerdo que se escapa. Desprende, en cambio, algunos destellos de humor, por ejemplo ironizando sobre la ambigüedad de roles de los personajes. En este sentido, el plano de las manos de un médico explicando una operación de cambio de sexo como si estuviera armando un avión de papel, exhibe una gracia y falta de solemnidad admirables, confirmando que para Rodrigues seriedad no es lo mismo que gravedad, ni mucho menos falta de libertad.
Sierva y dueña Algo de Criada, el documental de Matías Herrera Córdoba (1982, Córdoba) realizado a partir de experiencias de su propia familia y premiado en el MARFICI 2010, lleva a pensar que algunas situaciones no han cambiado tanto en un par de siglos. Hortensia, empleada todo terreno en una finca catamarqueña, cumpliendo obedientemente sus tareas, esforzándose por dominar los caprichos de la naturaleza, recibiendo algo de dinero de los vecinos por la elaboración de comidas caseras (sin intermediarios), ajena a derechos laborales, moviéndose solitaria en una antigua casona de techos altos y gruesas puertas de madera, parece una figura detenida en el tiempo, como si aquéllos esclavos con los que contaban las familias pudientes en épocas del virreynato continuaran existiendo, con muy pocas variantes. La Historia parece señalar a esta mujer mapuche como índice de injusticias repetidas, pero también de la paciencia y la sabiduría fijadas en la vida de indígenas y campesinos en el interior de nuestras provincias, desde siempre. Criada cuenta un hecho actual y, al mismo tiempo, atemporal. El retrato que propone este singular documental está desarrollado con enorme delicadeza y precisión narrativa. Tramos silenciosos se alternan con diálogos pudorosos y plenos de sutilezas. Vecinos y dueños de casa aparecen notablemente marcados como personajes secundarios, útiles para que se evidencie, por ejemplo, que algunos lugares de la casa resultan infranqueables para Hortensia, o que en este sitio los roles se encuentran bien definidos. Comentarios distraídos sobre viejas fotografías familiares son suficientes para exponer datos significativos (como la referencia a un joven chileno que, tiempo atrás, atravesó las mismas condiciones de servidumbre que Hortensia). Y la aparición, como al descuido, de un arma, en las últimas escenas, resulta inesperada e irónica. A diferencia de películas sobre temáticas similares, Criada no desdeña los matices: la actitud de Hortensia es siempre pasiva y resignada, pero no parece del todo incómoda, y sus dueños la tratan de manera afable y respetuosa. La película habla de los abusos sufridos por gente como ella, pero también de su incapacidad para rebelarse. Otro rasgo que la distingue es su belleza. Belleza de las palabras y pronunciaciones, en escenas como la de la conversación con una vecina que se sorprende porque no le pagan por su trabajo. Belleza del extraordinario paisaje, que no es un telón de fondo sino parte de la vida misma de Hortensia. Y belleza de las formas elegidas por el director para contar esta historia de soledad e indolencia, con encuadres siempre expresivos y aprovechando la fuerza poética de una tormenta o una mañana a pleno sol. Finalmente, Criada deja flotando una sensación contradictoria: Hortensia sufre la opresión de trabajar mucho casi a cambio de nada, sin libertad para tener una vida propia, pero, al mismo tiempo, se la ve dueña y señora del ámbito geográfico en el que se mueve, domina con firmeza los elementos de la naturaleza, árboles y surcos de agua son sometidos con paciencia y decisión por sus manos. Aunque esas faenas no son para su beneficio, tal vez se sienta fuerte de esa manera, controlando la tierra y sus frutos como si los poseyera.
Un tren que no lleva a ninguna parte Hay películas (no sólo hollywoodenses) que inmediatamente remiten a los planes de sus productores: uno no imagina detrás a un guionista o un director reflexionando sobre cómo dar forma a inquietudes personales, sino a empresarios pensando estrategias para lograr un buen negocio. De proyectos gestados con estas premisas han surgido, muchas veces, obras maestras, pero también se ha abonado el terreno del material descartable. Imparable es uno de esos productos rutinarios, realizado a partir de la combinación de dos o tres argucias ya muy conocidas: una situación de peligro que genere tensión (en este caso, un tren cargado de material tóxico que avanza sin control), un par de personajes opuestos (un maduro curtido y un joven inexperto, lo que, de paso, sirve para reunir a un actor consagrado con un novato que le guste a las chicas, como aquí Denzel Washington y Chris Pine), y, a veces, el punto de partida de “una historia real” (lo que le da cierto carácter testimonial al asunto). Se podrá decir, a favor de Imparable, que es un ejemplo legítimo de cine de género, pero la realidad es que, procurando crear un clima de nerviosismo y aturdimiento desde el comienzo y hasta el final, la película termina aburriendo. Si hubiera algunos momentos de calma generaría sobresaltos, pero al mantener un ritmo siempre febril, una vez instalado el conflicto todo parece pasar por enfocar desde distintos ángulos al tren embravecido, cubriendo las imágenes con una música que tampoco se detiene. Lo mismo ocurre con los personajes: lo poco que se llega a saber de los protagonistas es por unos breves diálogos dentro del tren, mientras que los demás (familiares, compañeros de trabajo) aparecen fugazmente, sólo para poner las expresiones de susto o angustia de rigor. Finalmente, sería bueno discutir los méritos de Tony Scott (North Shields, Inglaterra, 1944) como director. En Imparable despliega toda una artillería de recursos –virtuosos planos aéreos, bruscos acercamientos de cámara– que resultan más decorativos que efectivos en términos narrativos. Incluso en el final, en el que ya no hay tren ni suspenso, la cámara gira enloquecida alrededor de los personajes sin motivo alguno. Ese estilo fragmentado, artificioso, que parece adoptar elementos del lenguaje publicitario (donde todo, como aquí, es atractivo y lustroso) o de la urgencia televisiva (de hecho, la historia de ficción de Imparable se confunde ocasionalmente con fragmentos de noticiarios que muestran lo que va ocurriendo), no parece adecuado para calibrar la emoción o la sensación de inquietud. La película distrae, pero no compromete al espectador. Al mismo tiempo, el guión escrito por Mark Bomback incurre en ingenuidades bastante irritantes a estas alturas, tomando conflictos e irresponsabilidades laborales con ligereza. Películas con personajes huyendo en un tren cuya marcha no cesa ha habido varias (desde Escape en tren, de Andrei Konchalovsky, hasta la ingenua y simpática Corazón de fuego, del uruguayo Diego Arsuaga), y en todas es posible encontrar cierta idea de fuga, de libertad, de necesidad de torcer el destino. El tren de Imparable, en cambio, aunque indómito y temerario, no lleva a ninguna parte.
Tres personajes en busca de respuestas Muchos sostienen que la 35ª película dirigida por Clint Eastwood (1930, San Francisco, EEUU) no encaja del todo en la obra del viejo maestro, pero los motivos de ese desconcierto resultan discutibles. Si es por el empleo de efectos especiales, debe aclararse que se utilizan únicamente en una secuencia de la película y que la misma (que finaliza con el plano de un ojo que parece un homenaje a Psicosis) está realizada con más sagacidad narrativa que efectismo. Si es porque algunos esperan un cine con cowboys, policías, soldados y deportistas, y no con el clima melodramático que aflora aquí, habría que recordarles que Eastwood es el mismo que hizo, por ejemplo, Los puentes de Madison (1995) y Río místico (2003). Pero, fundamentalmente, si Hereafter se integra cómodamente a la filmografía previa de Eastwood, es porque está realizada con el clasicismo que siempre lo ha caracterizado como director: sin ánimos de renovación ni pretensiones experimentales, el relato sigue siendo lo importante. Éste –escrito por Peter Morgan– relaciona tres personajes diferentes, que terminarán cruzándose: George (Matt Damon), joven con una capacidad especial para conectarse con personas ya fallecidas; Marie (Cecile de France), exitosa periodista que permanece inquieta después de sobrevivir milagrosamente a una desgracia; y Marcus (interpretado por los hermanos Frankie y George McLaren), chico londinense que sufre la pérdida de un ser muy querido. Si, en primera instancia, el guión recuerda a los que Guillermo Arriaga ha escrito para Alejandro González Iñárritu (21 gramos, Babel), un rasgo marca la diferencia: Morgan y Eastwood quieren a sus personajes, reservándoles un lugar para el bienestar o la esperanza. Es cierto que no están los tres desarrollados con la misma eficacia: mientras el niño parece la mera ilustración de un cuento de Dickens –al que se homenajea explícitamente en el film– y la periodista vive una historia demasiado impostada y adornada, el joven medium resulta más creíble, entre otras cosas porque Eastwood ha sabido capitalizar la imagen de chico bueno de Matt Damon (quien se muestra, además, realmente abatido y mesurado). Con habilidad, el guionista hace que el rumbo que van tomando los sucesos resulte, en varios momentos, imprevisible: un proyecto de la periodista se retoma cuando ya parecía cerrado, la relación de una joven pareja se clausura imprevistamente cuando todo parecía indicar lo contrario. En tanto, la calidad del director (evidente en la forma con la que sabe generar tensión en los momentos previos a una catástrofe natural o a un accidente) no impide que algunas situaciones se plasmen de manera pedestre. Que rompa a llover en una dramática escena de llanto o que se inicie un juego de seducción saboreando comida, por ejemplo, son recursos gruesamente convencionales, y lo mismo puede decirse de la música que subraya escenas sentimentales o de las miradas que se dirigen los asistentes sociales, que retrotraen a los recursos dramáticos del cine mudo. Por otra parte, la visión de algunas circunstancias y personajes es conservadora. Esto se manifiesta en la imagen que da la película sobre los jóvenes, por ejemplo (unos adolescentes que molestan a Marcus en la calle provocan una tragedia, la chica que conoce George en el curso de cocina es irremediablemente frívola), pero también en las referencias al consumo de drogas o las relaciones de pareja, e incluso en la pasividad con la que se acepta un despido injustificado. En buena medida, Hereafter se maneja con estereotipos: el glamour y el compromiso político para los franceses, el disfrute de la comida para los italianos, etc. El error sería achacarle esto exclusivamente a Eastwood: en sus anteriores películas como guionista (El último rey de Escocia, La reina, Frost-Nixon), Morgan mostró que trabaja con patrones predecibles, modelando ciertos personajes (dictador, monarca, periodista, político corrupto) a partir de lo que se sabe y se espera de ellos, con más astucia que matices. Indudablemente, Más allá de la vida está muy lejos de la poesía pudorosa y nostálgica de After life (1998, Hirokazu Kore-Eda), o de la elegía de Luz silenciosa (2009, Carlos Reygadas), pero, aún siendo un producto liviano, rústico y en muchos aspectos cuestionable, trasunta cierta nobleza y resulta una desacostumbrada incursión del cine hollywoodense en el tema de la muerte y sus derivaciones: la fatalidad, la tristeza ante los seres queridos que ya no están, las dudas sobre el más allá. Y aunque quienes hablan y escriben sobre esto con hipócritas certezas pueden encontrar en el film agua para su molino, Más allá de la vida no reparte aforismos fáciles y hasta cuestiona la engañosa prédica de algunos oradores. Pueden resultar ridículas las palabras de una escritora-científica atea convertida o las visiones de George, pero, al mismo tiempo, se lo ve a éste negándose, una y otra vez, a lucrar con su don, y al pequeño Marcus defraudado por el único sacerdote católico que aparece en el film y por predicadores varios a los que acude después. En este sentido, es significativo el desenlace: al margen de las realidades psíquicas e inmateriales que preocupan a George, Marie y Marcus, pocas cosas más carnales que las que, en el final de la película, parecen conducirlos a la felicidad: una mirada, una sonrisa, un abrazo, un apretón de manos.
Humilde e independiente Suele relacionarse al cine independiente con historias herméticas protagonizadas por personajes cínicos. Sin embargo, el cine de la realizadora Kelly Reichardt (1964, Miami, EEUU) es sencillo, accesible, sensible y, al mismo tiempo, auténticamente independiente: su melancólica y notable Old joy (2006, que compitió en la 7ª edición del BAFICI), por ejemplo, fue realizada con 30.000 dólares y un equipo integrado por apenas seis personas. No mucho mayor fue la cantidad de dinero y de gente que necesitó para plasmar este retrato de una joven llamada Wendy (encarnada por Michelle Williams, la actriz de Secreto en la montaña y La isla siniestra), que emprende un viaje de Oregon a Alaska en busca de trabajo. El film se vale de algunos obstáculos que Wendy encuentra en el camino para revelar no sólo su estado de ánimo, sino, también, el de una sociedad demasiado acostumbrada a la incomunicación, la indiferencia, la falta de ideales y expectativas. La visión es apesadumbrada sin ser melodramática. Reichardt no utiliza música extradiegética (salvo para acompañar los títulos finales) y envuelve el espacio off con voces provenientes de alguna radio o lejanos ruidos de trenes en movimiento. De aspecto adolescente y mirada huidiza, Wendy tampoco prodiga expresiones grandilocuentes. Las personas que ocasionalmente conoce (incluyendo un comprensivo policía, admirablemente interpretado por Wally Dalton) no parecen conmoverla demasiado, nada dispuesta a abandonar la coraza tras la cual guarda sus problemas. Transitando distraídamente calles desangeladas, durmiendo a la intemperie, reflejando una mezcla de rebeldía y desamparo, recuerda a otros personajes de la historia del cine (del neorrealismo italiano, de road movies de los años ’70) y le sirve a Reichardt para abordar asuntos ignorados por la mayoría de las películas actuales (y no sólo de Estados Unidos). ¿O acaso puede recordarse algun film reciente que transmita la imperiosa necesidad de conseguir algo de dinero para subsistir? Precisamente, la grandeza de esta pequeña película es que logra expresar con autenticidad esas preocupaciones y, en medio de ellas, la dicha que pueden significar una manzana, una taza de café, el cariño de un perro o el gesto solidario de un desconocido.
En busca de nuevas miradas Lo primero que llama la atención de Historias breves 6 son los puntos de contacto con algunos trabajos de la primera edición de este proyecto colectivo impulsado por el INCAA: la estética de Coral tiene algo de Rey muerto (Lucrecia Martel), El sueño sueco recuerda a Cuesta abajo (Adrián Caetano), La última bordea el delirio de Dónde y cómo Oliveira perdió a Achala (Andrés Tambornino/Ulises Rossell). Al mismo tiempo, resulta estimulante el profesionalismo en los aspectos técnicos y el hecho de que el conjunto suponga distintas miradas sobre problemáticas y personajes cercanos. De todas maneras, se extraña el riesgo de algunos de aquellos cortos de 1995 –que se atrevían a abordar de manera nada solemne la guerra de Malvinas o los saqueos a supermercados de fines del alfonsinismo– o la fuerza expresiva de, por ejemplo, Ojos de fuego, de Jorge Gaggero. En estos nueve cortos se evidencian, también, carencias e ingenuidades argumentales (tal vez el hecho de que todos los guiones hayan sido escritos por los propios directores sea un indicio del problema). El comienzo de Historias breves 6 es visualmente poderoso: Coral, de Ignacio Chaneton (1980, Neuquén), se concentra en la violencia que problemas económicos generan en su protagonista, una mujer que se vale de lo que le ofrece la selva en la que vive para intentar modificar, desesperadamente, su situación. Con una atenta utilización de recursos diversos (luz espesa, colores cálidos, bruscos fuera de foco, sagaz ubicación de los personajes en el plano, creación de una atmósfera inquietante a partir del sonido en off), Chaneton logra un trabajo suntuoso pero seductor, indudablemente sostenido en la labor del director de fotografía Jorge Crespo y el sonidista Rodrigo Merolla. El sueño sueco, de Gustavo Riet Sapriza (que nació en 1976 en Suecia y estudió cine en Montevideo y Buenos Aires), registra el encuentro, tal vez imaginario, del chofer de un micro con una mujer en la ruta, rozando sin mucha convicción el suspenso. Asoma el recuerdo del cine de John Carpenter (En la boca del miedo, por ejemplo), aunque el misterio y la incertidumbre del personaje se diluyen demasiado pronto. Alicia, de Tamara Viñes (1975, San Carlos de Bariloche), sobre una chica excedida de peso que se ilusiona con un joven que conoce, es un relato apenas simpático, liviano y previsible. La araña, de Sihuen Ernesto Vizcaino (nacido en Neuquén aunque estudió cine en Buenos Aires) combina graciosamente rasgos que parecen provenir de nuestra idiosincrasia (música de malambo, reuniones de amigos en el bar, el fútbol, el peronismo, cierta habilidad para el embuste), pero cae en el defecto de presentar diálogos y ambientes de época con artificiosa prolijidad, enfriando la saludable apuesta del guión a la sorpresa. La última, de Cristian Cartier (1981, Buenos Aires), desaprovecha las posibilidades humorísticas que ocasiona la ansiedad de un granjero que espera que su única gallina ponga un huevo. A Cartier deben gustarle seguramente los hermanos Coen, teniendo en cuenta su interés por personajes caricaturescos como éste o los de sus cortos anteriores (18 de brumario, Viejos tu vieja!) Rosa, de la realizadora y actriz Mónica Lairana (1973, Buenos Aires), que participó ya en varios festivales de cine (incluso en Cannes), plasma la soledad de una mujer mayor con una sucesión de planos sumamente precisos y elocuentes. Las elecciones de Lairana como directora, el minucioso trabajo de arte de Micaela Tuffano y la expresiva máscara de Norma Argentina (la actriz de Cama adentro) se imponen por sobre la debilidad del guión, de sentido más descriptivo que narrativo. Aunque la calidad de la realización es notable, resulta algo descarnada la mirada sobre la protagonista (así como es evidente que Viñes quiere e intenta proteger a su Alicia, Lairana trata a su Rosa con bastante desapego). El mérito de Cinco velitas, co-dirigido por la porteña Paula Romero Levit y la chaqueña Michelina Oviedo, es que cuenta una historia: sencilla, algo pueril tal vez, pero que se sigue con interés gracias a la soltura de Gerónimo Arias y el oficio de Rita Cortese, como el nene que llega a una fiesta de cumpleaños y la abuela de la homenajeada, que sospecha no conocerlo. Así como Coral y Cinco velitas revelan problemas sociales puntuales, el planteo de Árbol, dirigida por Lucas Schiaroli (1977, mendocino que estudió cine en Córdoba) es más abstracto. La situación de un hombre que duda si deshacerse o no del único árbol que sobrevive en medio de un campo desierto, es expuesta con una luz seca, casi sin diálogos y el acento puesto en el peso del entorno natural, trayendo a la memoria, por momentos (y salvando las distancias), el cine de los hermanos Taviani. El producto es estéticamente pretensioso y argumentalmente elemental. El final llega con un corto de tono leve y afectuoso, Los teleféricos, del rosarino Federico Actis (1981). La trama, algo discontinua, incluye pinceladas de humor melancólico (con huellas de Wes Anderson), una mirada sensible sobre las relaciones humanas, una voz en off que remarca el evidente propósito de querer contar un cuento y la idea no muy novedosa del escape al mar como deseo último. Lo mejor es su tono lúdico (afín a Shhh, corto anterior de Actis), con la cámara encuadrando compartimentos repetidos, creando analogías entre edificios, hospitales y cementerios, y los personajes armando y desarmando juguetes y maquinarias e invitando a rescatar la ternura por sobre la rigidez de las formas en las que nos sumerge la ciudad.