Señora de nadie La historia de Ann, la protagonista de Villa Amalia, comienza mucho antes de las primeras imágenes que muestra la película: su sensación de hartazgo, su imperiosa necesidad de romper con todo y empezar de nuevo, parecen ser el resultado de años de pasividad y angustia callada. No es exagerado suponer –a partir de la información que da el film, que no es mucha– que ese malestar la viene persiguiendo desde su infancia. Lo cierto es que la infidelidad de su marido la dispara hacia ninguna parte. Los primeros, admirables minutos muestran esa explosión de sentimientos contradictorios: basta ver su mirada inquieta, perdida quién sabe en qué disquisiciones, con esa mezcla de seriedad, malicia y misterioso mundo interior que Isabelle Huppert transmite como nadie. “Me voy”, dice. “¿A dónde?”, le preguntan, y ella responde: “Me voy, simplemente”. George, un viejo amigo (Jean-Hughes Anglade), le sirve de confidente, ayudándola a poner los pies sobre la tierra. “No es fácil desaparecer hoy en día”, le advierte. Pero Ann no para de deshacer cuentas bancarias, tarjetas de crédito, teléfonos celulares, papeles y fotografías. No sólo eso: pianista consagrada, interrumpe su agenda de conciertos y grabaciones, embarcándose no en uno sino en varios viajes, durante los cuales va deshaciéndose de sus pertenencias y tomando distancia de sus compromisos afectivos. Hay algo descontrolado en esa huida. “Estás loca” le dice George, bromeando. Y Ann, sin negarlo, sonríe pensativa. Pero en ese frenesí –que Jacquot (París, 1947) expresa con un montaje precipitado–, en esas actitudes que por lo intempestivas pueden resultar insólitas, hay una imperiosa búsqueda de identidad y de libertad. En este sentido, Villa Amalia se diferencia de tantas películas con mujeres que se alejan súbitamente de un marido que las condiciona: más allá de algunas actitudes previsibles (el cambio de peinado o la manera con la que corrige a quienes la llaman señora), queda claro que lo de Ann es más audaz. No busca, evidentemente, vengarse ni salir en pos de un nuevo amor, sino descubrir el valor de la soledad y disfrutar el contacto con la naturaleza, con lo más íntimo que la liga al mundo y al resto de los seres humanos. Esa embriaguez la lleva a descuidar su propia vida, a juzgar por la forma en que, en cierto momento, se pierde nadando en medio del mar. En los últimos tramos, ciertas resoluciones dramáticas suenan antojadizas, con personajes que aparecen y desaparecen caprichosamente, como esa anciana que vive en plena montaña y que se encariña rápidamente con Anna sin motivo aparente. También parece cómoda la manera con la que la protagonista lleva su plan adelante sin problemas económicos de ninguna clase (hay, incluso, una discutible aparición de gente revolviendo basura en una escena clave). De todas maneras, es en la última parte de la película cuando se revelan algunos aspectos vinculados a su sexualidad (que explicarían su brusco rechazo a un beso de su amigo) y a su pasado familiar: el fugaz encuentro, en un bar, con un personaje crucial que la conmociona, permite, por fin, ver en la decidida Anna (y en Isabelle Huppert) una señal de vulnerabilidad.
Ensayo sobre la melancolía Después del documental Marechal o la batalla de los ángeles (2001) y la historia de ficción Donde cae el sol (2002, protagonizada por Alfonso De Grazia), el director Gustavo Fontán (Banfield, 1960) parece haber emprendido una búsqueda ansiosa por alcanzar con su cine cierto fulgor poético, apresando fugacidades y ligerezas sólo perceptibles cuando se rastrean las cosas que nos rodean con sensibilidad. Esa finalidad lo ha llevado a aproximarse a la obra de Juan L. Ortiz excluyendo casi por completo las palabras escritas por el poeta entrerriano (La orilla que se abisma) y a bosquejar ensayos audiovisuales en los que reúne circunstancias familiares con devaneos plásticos (El árbol, La madre). A esta línea corresponde su último film, en el que, nuevamente, personas de su entorno familiar son introducidas en un vagabundeo narrativo que tiene mucho de contemplación y de seguimiento de instantes y detalles. En Elegía de abril, el hijo, la madre y un tío de Fontán (incluso él mismo, en una escena) aparecen en pantalla, rescatando del olvido unos libros de poemas que el abuelo, Salvador Merlino, había escrito y publicado antes de morir. Cuando la mujer se niega a seguir participando del rodaje, el director decide convocar a Adriana Aizemberg y Lorenzo Quinteros para que representen a sus parientes, cambio que aparece expuesto ante el espectador. El inquietante encuentro entre personas y personajes es uno de los encantos del film. Hasta una conversación trivial, que otro realizador no hubiera dudado en quitar, como la que mantiene Aizemberg con la madre del director, participa de esa ambigüedad: mientras esta última parece desconocer a Aizemberg, la actriz asegura conocer a la anciana de haberla visto en cine… Aunque todo gira en torno a un libro, casi no hay lectura de textos en voz alta ni planos detalle de su tapa, sus hojas o ilustraciones. Lo que le interesa a Fontán es el conjunto de sensaciones que provoca rescatar esa obra del olvido, desde el momento en que los ejemplares son sacados de viejas cajas hasta que comienza a discutirse qué hacer con ese material tantos años guardado: ¿deshacerse de él, entregárselo a alguien, salvarlo del anonimato? Al ser el fallecimiento de los padres el tema del libro, el film dispara, también, disquisiciones sobre la muerte y el paso del tiempo. Hay en Elegía de abril un delicado registro de lo cotidiano, que incluye la melancolía. La casa por donde se pasean las cámaras –tal vez habría que decir las miradas– del director y de su hijo adolescente, trasunta verdad: jardines, ventanas, cortinas, muebles, fotografías, platos, nada luce flamante sino que parece haber sido vivido, como si cada uno de esos objetos acumulara también recuerdos. Las búsquedas de Fontán lo llevan a emplear distintos recursos: algunos resultan cómodos (como las imágenes de la cámara digital de Federico, el hijo, en movimiento, o persiguiendo a las personas que no quieren dejarse filmar) o se acercan a ejercicios de improvisación teatral; otros, en cambio, permiten que el director consiga climas sugestivos, como la atención dispensada a un gato como testigo misterioso, o el trabajo con el sonido en off y la irrupción, al pasar, de confesiones conmovedoras, reales (el tío hablando de un viejo amor) y ficticias (Aizemberg suspirando por el paso del tiempo). Todo es tenue, serenamente impreciso en Elegía de abril, hasta llegar a un tramo final con una intención experimental más marcada. En esos últimos minutos, el film es asaltado por imágenes diversas, gráciles y pálidas, como recortes de recuerdos infantiles y fantasmas saliendo precipitadamente a la luz.
Confirmación de un buen director Convencional pero intensa, The town confirma la capacidad de Ben Affleck (1972, Berkeley, EEUU) como director, después de Desapareció una noche (2007), sórdido drama con el que llamó la atención tres años atrás. Abona, de esta manera, cierta tradición de los actores de Hollywood de revelarse idóneos (y a veces perspicaces) como realizadores, agregándose a una lista en la que figuran desde Robert Redford y Al Pacino hasta Sean Penn. En The town, además de director y co-guionista, Affleck encarna a Doug, el líder de un grupo de ladrones de bancos en el barrio obrero de Charlestown, en Boston. Con trazo melodramático, los guionistas hacen que se enamore de una joven después que ésta ha sido tomada como rehén en uno de los asaltos (aunque Atracción peligrosa suene vulgar como título en castellano, no resulta desatinado respecto a lo que ocurre en la película). Cuesta tomar en serio la rapidez con la que avanza esta relación, y ni hablar de algunos diálogos o de la esquemática caracterización de la pareja: si ella demuestra a cada paso que es buena y sufrida, a él no le falta ninguna de las condiciones previsibles en un héroe romántico (es rudo pero sensible, pendenciero pero buen amigo, disputado por las mujeres, violento pero con intenciones de salir del mundo del delito). Sin embargo, a pesar de su trivialidad argumental, el film tiene méritos poco frecuentes en el cine contemporáneo. Así como los thrillers actuales suelen nutrirse de una abrumadora parafernalia tecnológica, absorbiendo la estética de los videogames y cubriendo baches narrativos con explosiones y efectos digitales, The town está cerca del buen cine de acción de los años ’70. Por un lado, no está adornado con ambientes sofisticados sino que respira clima de barrio, con sus bares, lavanderías, clubes con chicos y callejones angostos. Por otro, con excepción de la pareja central (irrita la inexpresividad de Affleck en escenas en las que su personaje atraviesa momentos difíciles, mientras que Rebecca Hall sonríe histéricamente casi todo el tiempo), hay buenos actores en roles secundarios, empezando por Jeremy Renner, nominado al Oscar este año por Vivir al límite, y siguiendo con Jon Hamm, Pete Postlethwaite y Chris Cooper. Además, a cierta crudeza en los diálogos se suman secuencias de persecuciones y balaceras impecablemente resueltas, en las que diversos elementos (gestos, miradas, movimientos, música, algún silencio imprevisto) se combinan admirablemente, logrando un nivel de tensión pocas veces conseguido en el cine reciente. Por estos atributos se ha relacionado a The town con el cine de Martin Scorsese, aunque también parece afín a la obra de James Gray (La traición, Los dueños de la noche) e incluso de Kathrlyn Bigelow (los asaltos del grupo camuflado con máscaras recuerda a Punto límite, los enfrentamientos con la policía en plena calle tienen la fuerza de los de Testigo fatal). Igualmente encomiable es el hecho de que, en los últimos minutos –trayendo a la memoria el hermoso desenlace de Sueños de libertad (1994, Frank Darabont)–, no triunfe la ley sino el afecto hacia los protagonistas.
Millonarios y confundidos Hay películas que el paso del tiempo las vuelve recordables no por sus méritos cinematográficos sino por plasmar en imágenes cuestiones propias de su época. Eso ocurrirá con Red social, ya que ocupa sus dos horas en desarrollar el vértigo de invenciones, iniciativas empresariales y traiciones personales que rodearon los comienzos de la red social Facebook. Lo hace centrándose en su fundador, Mark Zuckerberg (interpretado por Jesse Eisenberg, el joven actor de Adventureland y Tierra de zombies), genial pero siempre contenido y propenso a traicionar a compañeros y amigos. En ese camino hecho de mezquindades, asoma como único respiro de madurez su novia Erica (Rooney Mara). Se ha dicho que la película puede ser vista como un retrato generacional. Efectivamente, refleja algo de la influencia que Internet y, concretamente, las redes sociales, han tenido en los últimos años en la vida de mucha gente, fundamentalmente en los jóvenes. El materialismo, la frialdad en las relaciones, la dependencia de la tecnología, pueden ser señales de la cultura de comienzos de siglo. Pero Red social está planteada como una trama de intrigas, envolviendo con glamour una simple sucesión de peripecias, en cierta manera como ocurría también con El origen (2010, Christopher Nolan). Al mismo tiempo, resulta una suerte de fábula moral, como lo demuestra el final, en el que el protagonista, por encima del éxito y el dinero conseguidos, sólo desea recuperar lo que lo devuelve a su costado más puro y vulnerable. Por detalles como éste hubo quienes se apresuraron a compararla con El Ciudadano, como si la obra de Welles pudiera restringirse a su armazón argumental. Si puede ser discutible la forma narrativa elegida (no se entiende mucho la necesidad permanente de ir y venir en el tiempo), es decididamente superficial el estilo -manierista, excitado- del film. Las actuaciones, por ejemplo, son una sucesión de poses y mohínes, a cada uno de los cuales la cámara le dedica dos o tres segundos, nunca más. Una fotografía y una banda sonora indiscutiblemente seductoras cubren una continuidad de discusiones sobre cuestiones legales y financieras, encuentros en el interior de elegantes universidades privadas, fiestas juveniles, competencias deportivas y vistazos de la ciudad de noche rebosante de neón. Las referencias a lo que pasa lejos de ese mundanal ruido son sentencias al paso, como cuando alguien dice “En Bosnia no tienen carreteras pero tienen Facebook”. Y así como abundan chicas mostradas como criaturas decorativas y molestas, no hay un solo personaje de aspecto rústico en todo el film. Estos rasgos responden claramente a la vocación del director David Fincher (1962, Denver, EEUU) por hacer un cine artificiosamente bello e incluso tramposo, utilizando recursos característicos del lenguaje publicitario. Las imágenes lustrosas pueden ajustarse a los video-clips que ha realizado para varias pop stars, y lo mismo puede decirse de su astucia para encandilar a los espectadores en productos livianos como Alien 3 (1993) o Zodíaco (2007), pero esos artilugios resultan engañosos cuando intenta contar historias sensibles o controvertidas (El club de la pelea, El curioso caso de Benjamin Button). Es cierto que Red social aborda el surgimiento de Facebook con cierta causticidad, pero, por momentos, más que su lado oscuro parece estar mostrando su lado cool.
Imágenes nuevas (y no tan nuevas) del Che “No hagan cine político, hagan políticamente cine”, pedía razonablemente Jean-Luc Godard. La cita viene bien para recordar que (como ya lo decíamos al analizar El Che, de Soderbergh) una figura como la de Ernesto el Che Guevara no debería abordarse sino de manera singular, si lo que se quiere es hacer justicia a su ideario y a su agitada vida, evitando el riesgo de hablar de revolución con lenguaje conservador. Con Che, un hombre nuevo, Tristán Bauer (1959, Mar del Plata), por lo que puede apreciarse, se propuso un retrato didáctico que implica, al mismo tiempo, un moderado homenaje. Su nueva película no es muy distinta de sus anteriores documentales (Los libros y la noche, Cortázar) y obras de ficción (Después de la tormenta, Iluminados por el fuego): honesta, sensible, sobria, no demasiado arriesgada en su planteo ideológico ni en su concepción. El problema es que no es lo mismo llevar al cine la vida de un escritor que la del Che Guevara. Co-producción entre Argentina, Cuba y España, Che, un hombre nuevo tiene –además de una irreprochable calidad técnica y de una visión bastante abarcadora y sensata de la vida de Guevara– un valioso plus: rescata y revela material inédito, proveniente de filmaciones familiares, libretas desclasificadas por el ejército boliviano y otros documentos. Puede decirse que sus méritos pertenecen más al terreno de la investigación que al de la realización audiovisual. Recorriendo la vida del revolucionario rosarino desde su infancia hasta su muerte, afloran ricas vertientes, que Bauer no explota demasiado en términos expresivos: la pasión del Che por la lectura y la poesía, por ejemplo, al punto de transitar la selva boliviana recitando poemas aprendidos en su infancia. Ciertas ideas proféticas, que lo llevan a imaginar cómo será publicada su muerte en la portada de Life o las derivaciones que tendrá la economía política soviética, lo muestran muy conciente de la trascendencia de cada uno de sus pasos como figura pública, así como de las articulaciones de la política internacional. Si a través de elementos como éstos se logra dar cierto misterio y humanidad a la imagen de Guevara, otros sólo acentúan el aura mitificadora que arrastra desde hace décadas, como la solemne voz de Rafael Guevara leyendo textos en off, tan distinta a la del propio Che, juvenil y espontánea según puede apreciarse en el propio film. La aparición del propio Bauer, en algunos momentos, recuerda a los programas televisivos que usan y abusan de la cámara oculta. Las recreaciones parecen un recurso cómodo, sólo para agregar dinamismo y colorido a los documentos auténticos. Lo mismo puede decirse de la idea –tan gastada por la televisión– de explicar lo que se ve con canciones, o ilustrar lo que se dice con imágenes correspondientes. Cuando tomas aéreas de paisajes americanos se combinan con materiales de distinta naturaleza, Che, un hombre nuevo trae a la memoria el estilo saturado de Oliver Stone. La banda sonora también aparece sobrecargada y poco original (por ejemplo al elegir una canción de Alfredo Zitarrosa para el final). En tanto, la importancia de algunos hallazgos (como la dilucidación de la expresión Hasta la victoria, siempre), son del orden de lo histórico o periodístico. Finalmente, hay que reconocer que el film incluye registros documentales que se sobreponen a los amables modales de Tristán Bauer, recuperando su fuerza para indignar o incomodar: vergonzosas declaraciones de Richard Nixon, dolorosas escenas en Vietnam, el recuerdo de la lucha de líderes olvidados como Patrice Lumumba, o la voz del Che sosteniendo “La reforma agraria consiste en que los que tienen muchas tierras le den a los que no tienen nada” o diciéndole a sus hijos ”Sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera, en cualquier parte del mundo.”
Aquellas pequeñas cosas La paternidad de Yuki & Nina es, como la de su pequeña protagonista, mitad francesa y mitad japonesa. Realizada por Nobuhiro Suwa (1960, Hiroshima, Japón, el mismo de Una pareja perfecta) junto al actor Hippolyte Girardot (1955, Boulogne-Billancourt, Francia) –a quien había dirigido en un episodio de París je t’aime (2006)–, el film comienza atento a las ocupaciones de la niña: sus juegos, sus conversaciones con una amiga francesa, su preocupación al enterarse sorpresivamente de la separación de sus padres y de los planes de la madre de llevarla consigo a Japón. Cercana a algunas buenas películas recientes también narradas desde el punto de vista de una chica (Stella, La culpa es de Fidel), Yuki & Nina va tomando forma al detenerse en los materiales que las nenas manipulan con delicadeza (disfraces, papeles, figuritas, muñequitos, stickers) y en sus espontáneos diálogos y risas. Pequeños gestos que expresan más de lo que parece, como cuando Yuki aleja con su mano el boleto de avión sobre la mesa. Una balsámica serenidad impregna casi todas las instancias del relato. “La vida no siempre es como queremos”, intenta consolar la mamá de Nina a las nenas, que deberán distanciarse. Aunque el divorcio de los padres y el viaje a otro país indudablemente resultan para Yuki motivos de angustia, este sentimiento es plasmado por Suwa y Girardot sin desbordes melodramáticos, con miradas tristes y ademanes nerviosos: hasta el improvisado escape de las amigas y la razonable intranquilidad de los adultos no aparecen acompañados de lágrimas ni gritos. Es interesante incluso cierto tratamiento elíptico por el cual quedan fuera del film situaciones que otros directores hubieran privilegiado: el viaje en avión, así como el paso por aeropuertos o por lugares arquetípicos de cada país. Tampoco hay muchos primeros planos; por el contrario, los personajes suelen aparecer empequeñecidos, inmersos en grandes planos generales (recurso que apreciarán mejor quienes elijan ver la película en salas de cine). El corazón de Yuki & Nina es el deambular de las nenas por un enorme bosque, que, maravillosamente iluminado por Josée Deshaies, resulta próximo para el espectador, como un envolvente universo hecho de arbustos temblorosos y rayos de sol colándose entre los árboles. Una sensación de liberación, de extrañeza, invade a Yuki allí, y no resulta desacertado suponer que unas amigas y una anciana con las que comparte una merienda puedan ser producto de su imaginación o sus deseos, tal vez la exteriorización de las hadas y duendes que forman parte de su íntimo mundo. En esta sencilla película, finalmente, varios opuestos parecen encontrar puntos de encuentro: franceses-japoneses, chicos-adultos, espacio urbano-espacio rural, alegría-tristeza, realidad-fantasía. Esa visión abierta, en cierta manera conciliadora, comienza en el mismo proceso de filmación: “Nos desprendimos, cada uno de nosotros, de la esclavitud del ‘yo’ –declaró Suwa, refiriéndose al trabajo compartido con Girardot–. Aquí no hay un ‘yo’, un autor único, sino un ‘nosotros’, un autor que son dos.”
Sarcasmos sobre diferencias sociales La combinación de tensión narrativa (con pinceladas de suspenso y humor), calidad formal y entrelíneas controversiales en torno a diferencias de clase, convierten al tercer largometraje de Mariano Cohn (1975, Villa Ballester, pcia. de Buenos Aires) y Gastón Duprat (1969, Bahía Blanca, pcia. de Buenos Aires) en un producto curioso, original en el contexto del cine argentino actual. El pretexto para desplegar sarcasmos es el enfrentamiento de Leonardo, arquitecto y diseñador, habitante con su esposa y su hija de una sofisticada casona (la casa Curutchet, creada en 1948 por el pintor y arquitecto franco-suizo Le Corbusier en La Plata, que en la realidad está abierta al público), con Víctor, un vecino que lo sorprende abriendo una ventana que reduciría su privacidad. Uno es agradable y elegante pero hipócrita, calculador y cobarde; el otro es puro instinto, llano, imprudente, de reacciones imprevisibles. “Sólo quiero un rayito de sol”, reclama Víctor, y su demanda parece contener otras, frente al confort displicente de su vecino. Si bien el film roza tangencialmente problemas actuales –como el exceso de construcciones, los problemas de convivencia y el miedo a los robos en las grandes ciudades–, su núcleo es esa contienda entre opuestos. El hombre de al lado juega con una saludable ambigüedad: tanto Leonardo como Víctor parecen envidiar o desear cosas del otro, y en ambos aflora alguna forma de violencia (en uno más sutil y cínica, en el otro a flor de piel). Víctor se ofende si alguien maltrata a su tío pero no titubea en usar alguna expresión discriminatoria, en tanto en la vida personal y profesional de Leonardo lo moderno y lo frívolo se confunden fácilmente, y la falsedad de su discurso progre se hace evidente en los argumentos con los que se justifica ante su hija (cuya habitación exhibe una decorativa imagen del Che) o sus alumnos universitarios. Los golpes en la pared molestan, pero en el mismo interior de la casa ruidos e indiferencia impiden escuchar. Es para celebrar la falta de solemnidad con la que Cohn-Duprat abordan desigualdades sociales y culturales que forman parte de la Argentina. Sin digresiones, con un puntilloso tratamiento de los elementos en el plano y muy precisas actuaciones de Rafael Spregelburg y Daniel Aráoz, El hombre de al lado divierte con su mirada satírica. Entre los reparos que pueden hacérsele está el hecho de no preocuparse por insinuar las causas que llevan a esas diferencias irreconciliables entre los personajes, o su precipitado final (que, aunque permite alguna lectura ideológica, no deja de ser tranquilizador). Por otra parte, si bien, como se señaló anteriormente, no escatima ironías sobre la clase intelectual-acomodada que representa Leonardo (junto a sus amigos y su familia), ya desde el primer plano después de los títulos queda claro que el film adopta su punto de vista. La forma en la que se regodea con la hermosa casa y con la que mira siempre desde la ventana de Leonardo y no de Víctor, y hasta la elegancia del diseño de los créditos finales y su música incidental, demuestran del lado de quién se pone El hombre de al lado, restringiéndole al espectador la libertad para identificarse con uno u otro de los personajes.
Silenciosamente luminosa El comienzo y el final de esta película están entre los más hermosos de la historia del cine. La cámara viene del cielo, en un lento, maravilloso travelling –abriéndose paso lentamente entre los árboles– y, más de dos horas después, termina yendo hacia él. Cantos de grillos y pájaros, mugidos y remotos ladridos nos sitúan en este mundo donde seres humanos conviven, trabajan, se aman y sufren. Es cierto que éstos integran una comunidad de menonitas (dedicados a los trabajos del campo, profundamente religiosos y desligados de ciertos progresos de la vida moderna), pero sería un error centrar el conflicto de Luz silenciosa en quienes pertenecen a este grupo. Personajes y gestos parecen íconos, sensación estimulada por un mobiliario y un vestuario casi atemporales: no son más que hombres, mujeres y niños, sobrellevando sentimientos comunes a todos. El núcleo es el amor (nada platónico) que une a Johan, el protagonista, con una mujer de la comunidad, a espaldas de su esposa y sus hijos. Todo lo que se desprende de esa relación –pasión, culpas, dudas, remordimientos– es lo que importa. Carlos Reygadas (1971, México) puso a auténticos manonitas para encarnar a los personajes, hablando en un dialecto propio. Acorde a su ritmo de vida, la película es apacible, con la naturaleza signando sus vidas, y los diálogos son (como ellos) serenos y simples. No hay complicaciones tampoco para expresar cariño o angustia: manos que se apoyan en la rodilla o la cintura de la mujer amada, un beso atravesado por rayos de luz natural, un grito –uno solo, en una escena que la cámara registra pudorosamente desde lejos– que parece condensar todo el dolor humano. Si en algún momento asoman tímidas risas (como ante la sorpresa que les depara la pantalla de un pequeño televisor en blanco y negro), el resto del relato es recorrido por una persistente sensación de melancolía, bañado por la lluvia en su tramo más triste. El director de Japón (2002) y Batalla en el cielo (2005) recurre a demorados travellings (hacia el rostro de Johan llorando, hacia el interior de un galpón), se sirve de la profundidad de campo para expresar la enormidad de esos escenarios naturales que acrecientan la soledad de sus criaturas, compone con precisión los encuadres, ignora todo artificio musical, envuelve al espectador con un manto de rumores y ruidos lejanos. En la secuencia de un baño en el lago, la cámara parece querer acariciar el agua y los personajes. En otro prodigioso momento, un primer plano sobre el rostro de una mujer muerta provoca una inusitada inquietud. Luz silenciosa puede ser objeto de burla de impacientes y reacios a la contemplación, tanto como de quienes la ven heredera demasiado explícita de la obra de Dreyer, Bergman o Tarkovski. Pero el film impregna con su luz, silenciosamente, a quien esté dispuesto a dejarse iluminar por ella.
Una mirada reprimida Las primeras imágenes de La historia oficial (1984, Luis Puenzo) transcurrían en el interior de un colegio secundario, con alumnos y profesores entonando el Himno Nacional. La mirada invisible, tercer largometraje de Diego Lerman (1976, Buenos Aires), no sólo comienza de la misma manera, sino que sugiere, igualmente, que lo que se vivía dentro de un claustro educativo en las postrimerías de la última dictadura militar argentina –la represión, el miedo, las delaciones– era una muestra representativa de lo que ocurría afuera. A pesar de que en el film de Lerman hay una concentración dramática, una atmósfera inquietante y una adustez que La historia oficial no tenía, sorprende que, 25 años después, se siga recurriendo a las mismas analogías para hablar de la Argentina de ese tiempo, sin aportar una mirada nueva. Lerman acierta al nunca apartarse del punto de vista de María Teresa (impecable Jimena Zylberberg), una joven preceptora para quien la vigilancia de los alumnos termina confundiéndose con sus pulsiones y convirtiéndose en una perversa válvula de escape. Austera y anticuada, sin amigos a la vista, María Teresa es presentada como un ícono de la represión. Pero sus miradas con algún alumno, sus conversaciones con una abuela que parece haber tenido una vida menos prejuiciosa, su incomodidad en una fiesta y su sensación de liberación ante una canción (así como los ominosos comentarios del jefe de preceptores, al que Osmar Núñez sabe imprimirle una simpatía sinuosa), asoman como lugares comunes, y, como la profesora que interpretaba Norma Aleandro en el film de Puenzo, también se suelta el pelo en una escena y, sobre el final, es víctima de un imprevisto ataque, demostrativo de la violencia latente en los defensores de la dictadura. La mirada invisible parece ignorar que, desde los tiempos de La historia oficial hasta hoy, mucha agua ha pasado bajo el puente: no sólo la mirada histórica sobre esos años se ha ido complejizando (aunque falta indagar en muchos matices todavía), sino que el mismo cine ha cambiado. Es elogiable el profesionalismo que exhibe en todos sus rubros técnicos, pero –salvo el refinado empleo del fuera de foco en algunos momentos– evita todo rasgo creativo. Ciertas escenas y diálogos de Tan de repente (2002, primer film de Lerman, también co-escrito con María Meira) tenían una frescura y una acidez que aquí se extrañan; es cierto que era una película más cáustica, más marginal incluso, pero el hecho de que los personajes de La mirada invisible sean reprimidos no significa que sus encuadres y movimientos de cámara también deban serlo. A esto se suma un tramo final más que discutible. Como en la recientemente estrenada El hombre de al lado, el desenlace parece más un capricho de los guionistas (con significados que se disparan para cualquier parte) que consecuencia de las características de los personajes y del devenir del relato. También El custodio, con la que La mirada invisible tiene puntos de contacto, finalizaba con una reacción intempestiva de su pasivo protagonista, elemento que su director, Rodrigo Moreno, defendía aduciendo que “una película es una excepción, por más cotidiana y realista que sea”. Pero en este caso hay un subrayado marco histórico, por lo que esa conducta lleva a confusas interpretaciones alegóricas. Por último, el epílogo con imágenes del general Galtieri ante una Plaza de Mayo colmada de argentinos –sin referencia alguna a la causa de Malvinas– resulta una provocación desatinada.
Thriller sofisticado y laberíntico “El más peligroso virus que puede inocularse en un ser humano es una idea”. Esta provocativa, inquietante hipótesis es una de las puntas del ovillo de pensamientos que ofrece Christopher Nolan (1970, Londres, Inglaterra) en el guión que escribió para su octavo largometraje como director. Efectivamente, Inception se adentra en un tema que parece abrevar de la literatura y el cine de ciencia ficción: la posibilidad de invadir la mente humana, torciendo propósitos y manipulando voluntades. Es lo que desvela a Cobb, el protagonista, quien, junto a un grupo de hombres y una joven estudiante, se dedica a extraer e implantar ideas, teniendo como blanco principal y más difícil a un peligroso competidor. En los pliegues de la intrincada historia, mientras los personajes van y vuelven de sus recuerdos y fantasías –de una forma que recuerda a Días extraños (2005, Katrhyn Bigelow)–, asoman cavilaciones sobre las fronteras entre lo onírico y lo tangible, y la necesidad humana de crear (o creer en) otros mundos posibles. Aunque el hecho de intervenir maliciosamente en la psicología de las personas encuentra resonancias en la historia de la humanidad, Inception no se arriesga a sugerir analogías, equiparando sus connotaciones a las que suele deparar cualquier thriller políticamente correcto. Y en cuanto a reflexionar sobre el mundo de los sueños, lo hizo antes y mejor Despertando a la vida (2001, Richard Linklater), para no citar a Luis Buñuel o, más cerca en el tiempo, a David Lynch. Hay que reconocer que el espeso cúmulo de especulaciones es volcado por el director de Memento (2000), Batman inicia (2005) y Batman, el caballero de la noche (2008) con una solidez técnica impresionante. La música siempre intensa de Hans Zimmer (cuya omnipresencia hace que el film parezca un interminable trailer), la impasible elegancia de las formas escenográficas y la luz, algunos sorprendentes efectos especiales, más la presencia de una decena de buenos y conocidos actores, conducen a un sofisticado entretenimiento con estética cool. Por momentos afloran recursos visualmente asombrosos (una especie de estallido de elementos que se produce a los costados de un bar en París, o la interacción de personajes desafiando la ley de gravedad), pero, al mismo tiempo, abruma el abuso de explicaciones. La solemnidad y el cerebral entretejido argumental diluyen la historia de amor de Cobb con su mujer (Marion Cotillard) –en torno a la cual se sugiere un suicidio, o un asesinato, o una venganza, o todo a la vez–, y provoca que se sientan como soplos de vitalidad aislados rasgos de humor o un tímido beso, hacia el final. Definitivamente, hay algo monumental en la concepción de Inception que va más allá de su millonaria producción y de las ambiciones de Nolan como guionista y director. Lo confirman la proyección, días atrás, de imágenes de la película sobre la fachada de la Facultad de Derecho en Buenos Aires (en una suerte de acometida publicitaria camuflada de instalación artística) o las funciones en las salas IMAX, prometiendo una experiencia excepcional. Como ocurrió, de alguna manera, con Avatar (2009, James Cameron), El origen también llega precedida de un halo de originalidad y grandiosidad. Pareciera estar aplicando en la mente de los espectadores del mundo una estrategia tan efectiva como la que utilizan Cobb (Di Caprio) y su equipo de colaboradores, aunque en este caso no se trate de un artilugio científico sino de la poderosa seducción ejercida por la publicidad, los rumores y la repercusión en los medios.