La vida en juego Queda claro que el propósito del director Xavier Beauvois (1967, Auchel, Francia) ha sido alzar un trágico hecho real como síntoma de la intolerancia que se agita tras la apariencia civilizada de la Europa actual. Lo que describe De dioses y hombres –éxito de público y crítica en su país de origen– es la situación de peligro que atravesaron ocho monjes trapenses de origen francés en una aislada zona montañosa de Argelia, amenazados por un grupo fundamentalista islámico, década y media atrás, debido a su convivencia y solidaridad con pobladores musulmanes, y cuyo epílogo fue el secuestro y asesinato de casi todos ellos. Tomar este episodio y presentarlo con seriedad es encomiable, incluso teniendo en cuenta que el caso permanece sin resolución desde 2003, y que darle difusión internacional puede ser una manera de recordar que al accionar de los fanáticos islámicos se sumó, después, la negligencia de los tribunales franceses. El film comienza registrando la sencilla rutina de los religiosos, hasta que (en una escena excelentemente realizada) un grupo de jóvenes colaboradores son cruelmente atacados, irrumpiendo dramáticamente la violencia. Desde entonces, irá lentamente creciendo la sensación de tensión y de ahogo: literalmente entre dos fuegos (el Ejército comienza también a perseguirlos, por su supuesta colaboración con los terroristas), los monjes no sabrán si quedarse acompañando a los pobladores, cumpliendo con su vocación, u obedecer los consejos de las autoridades políticas, que les insisten que se vuelvan a Francia para salvar su vida. Una y otra vez reflexionarán sobre los pasos a dar, intentando vanamente encontrar una explicación a lo que sucede. “Los hombres no hacen el mal de forma tan completa y convencida como cuando lo hacen por convicciones religiosas”, recuerda amargamante el padre Luc (entrañable Michael Lonsdale), citando a Pascal. Dirigida y actuada con calidad y precisión, a De dioses y hombres le interesa lo que les pasa a estos religiosos como grupo, sin reparar en la historia de ninguno de ellos en particular, contando esta difícil etapa de sus vidas en forma cronológica y sin música adicional, con lentos travellings descriptivos y primeros planos atentos a gestos, miradas, sonrisas o alguna lágrima. Habrá un momento en el que, por fin, estos hombres se permitirán tomar vino y escuchar música de un grabador, instancia a la que (por razones que no conviene adelantar aquí) el director reviste de cierta solemnidad. Beauvois filma sin audacia pero de manera competente, guiando hábilmente la mirada del espectador, por ejemplo encuadrando rostros con un parsimonioso movimiento de cámara durante una modesta ceremonia popular a la que asisten los monjes. Es cierto que el film resulta, en cierta manera, previsible (ni siquiera falta la trillada confesión del monje diciendo que ha estado enamorado de una mujer antes de escuchar el llamado de Dios), con una visión algo idílica de la vida monacal, pocos pliegues en su relato (la escena en la que el terrorista fuerza al padre Christian a darle la mano, insinuando un posible entendimiento, es una excepción) y un abordaje que no es nuevo en el cine (Salvador y Golpes a mi puerta son dos ejemplos), pero es indudable su importancia exponiendo dilemas en torno a temas generalmente ignorados en los discursos de la posmodernidad: el valor de la vida, la entrega por un ideal o por principios religiosos, el sacrificio por los demás, la validez de la redención, la fe como instancia superior (o no) a la propia vida, la aceptación de las barreras culturales, la tolerancia. Como medio para la discusión saludable sobre estas cuestiones, De dioses y hombres se destaca dentro del panorama del cine actual. Resulta exterior, en cambio, como film religioso, demorándose en triviales escenas de rezos y cantos litúrgicos que dudosamente logren conmocionar al espectador. Basta pensar qué hubieran hecho (o qué han hecho) los hermanos Taviani con elementos semejantes, para no remontarse a Dreyer o a Bresson. O, para nombrar a directores franceses contemporáneos, la sensación de verdadero enamoramiento y alucinación mística que Alain Cavalier y Bruno Dumont lograban extraer de las miradas de Catherine Mouchet en Thérèse (1986) y de Julie Sokolowski en Entre la fe y la pasion (2009).
París soñada El 41º largometraje dirigido por Woody Allen (1935, New York, EEUU) comienza con una serie de planos fijos de sitios de París, bellamente iluminados y musicalizados, similares a los que el director reunía en Manhattan (1979), aunque ahora su deslumbramiento es con la glamorosa capital francesa. No es la única diferencia: si en los ’70 y ’80 sus películas eran mordaces y juveniles, ahora no son mucho más que comedias dramáticas realizadas con profesionalismo, con elencos y escenarios apreciados por el público masivo. Esto no significa que en Medianoche en París no haya ironías, subrayando las diferencias entre las inquietudes de Gil, joven guionista estadounidense (un Owen Wilson siempre optimista), y la frivolidad de las personas que lo acompañan durante su estadía en Francia (su novia, los padres de ella, una pareja amiga). Con ese contraste, el veterano realizador se burla ligeramente del modo de vida y estructuras de pensamiento de burgueses adinerados, saliendo en defensa de ciertos valores representados por los artistas y escritores de la idealizada París de los años ’20. Esto último lo hace apelando a un recurso indudablemente ingenuo: Gil encuentra, cuando sale a caminar de noche, a F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Gertrude Stein, Salvador Dalí, Pablo Picasso, Jean Cocteau y otros. Es un acierto que Allen no se preocupe en aclarar cuánto hay de real en esos encuentros, que, de todas maneras, no expresan cabalmente un clima festivo y bohemio: las caracterizaciones y los diálogos son de un simplismo cercano al de un acto escolar, y faltan planos más abiertos, más sugestión y magia. Gil termina definiendo el rumbo de su vida gracias a la inspiración que le brindan esos descubrimientos. Avanzada la película se van sumando alternativas que la vuelven graciosa, asomando finalmente una suerte de moraleja, dando a entender que no todo tiempo pasado fue mejor, o que, en todo caso, tenemos la tendencia a valorar otros tiempos en desmedro de los actuales. El recurso humorístico de la pérdida de unos pendientes, aunque efectivo, parece salido de un viejo vodevil; la desaparición del detective, en cambio, es un buen gag, resuelto con apenas dos planos muy breves. La idea de cruzar personajes de dimensiones diferentes no es novedosa, y el mismo Allen la puso en práctica en algunos de sus films (El dormilón, Zelig, La rosa púrpura de El Cairo, incluso en el episodio que dirigió para Historias de New York). Tampoco es la primera vez que filma en París: ya había imaginado románticos bailes en calles parisinas en Todos dicen te quiero (1996). Pero, al margen de las comparaciones, Medianoche en París resulta un placentero film menor. Como la película que, en un momento, la candidata a suegra de Gil dice haber ido a ver: “Era algo infantil y poco verosímil, pero nos divertimos mucho.”
Esquivando el dolor ¿Cómo sobrellevar el dolor por la pérdida de un ser querido? ¿Qué hacer para superar un hecho traumático? Centrándose en un matrimonio de buena situación económica que tolera como puede la muerte de su pequeño hijo, El laberinto reflexiona sobre el tema, delineando posiciones diferentes. En las actitudes y comentarios de los personajes asoman la necesidad de olvidar o de recordar, la recurrencia a la religión y a la terapia, el debilitamiento de la unidad y la pasión en la pareja, la indiferencia con la que algunas mujeres asumen la maternidad. Aunque lejos de la provocación de sus anteriores largometrajes (Hedwig & the angry inch y Shortbus), John Cameron Mitchell (1963, Texas, EEUU) logra darle a su melodramática película cierta carga de ironía y de rabia que la distinguen de otras sobre cuestiones similares, oscilando entre lugares comunes y un oportuno desdén por la sensiblería. Hay alguna escena de llanto, pero también imprevistos –y hasta inoportunos– ataques de risa o comentarios jocosos. Previsibles discusiones en torno a la culpa se cruzan con gestos de rebeldía de la mujer (Nicole Kidman, exacta en cada gesto), capaz de definir a Dios como un “cretino sádico”. El marido (Aaron Eckhart) comienza a entablar una amistad con una compañera del grupo de rehabilitación (Sandra Ho), indudablemente más divertida que su esposa, pero la relación no llegará a lo que se supone. La protagonista, por su parte, insiste en encontrarse con un adolescente (el debutante Miles Teller, realmente notable), involucrado en el accidente que terminó con la vida de su hijo, pero no hay un enigma policial que develar ni el chico es un monstruo en quien depositar las culpas. Las imaginativas historietas que el joven hace y que, en cierta manera, se integran a la trama, pueden parecer un capricho del guión (escrito por David Lindsay-Abaire a partir de una obra teatral propia), pero valen para darle algo de color a una historia triste, añadiendo, además, otra mirada sobre el tema de la muerte. La relación de la pareja central es ríspida, pero El laberinto no lo resuelve con una separación ni oculta el amor que, a pesar de todo, sigue existiendo. No se evita el predecible flash-back con el recuerdo del accidente, pero es fugaz y deja fuera de campo lo que otro director hubiera mostrado con delectación. Un clima lánguido y sentencioso, procedente en cierta forma de la estética del telefilm, invade buena parte de la película, pero también hay vitalidad y calidez: en la fotografía, en las actuaciones (incluyendo un estupendo trabajo de Dianne Wiest), en la espontaneidad de algunas conversaciones casuales. Es una lástima que el espíritu medio belicoso que el personaje de Kidman le imprime a El laberinto vaya diluyéndose a medida que avanza la historia. Pero resulta interesante la manera en que –al igual que sus personajes– el film va esquivando lo doloroso, encontrando consuelo no sólo en la resignación sino también en el sarcasmo, en el cariño, e incluso en la ira.
La violencia está en nosotros Fernando Spiner (1958, Buenos Aires) es uno de los directores más creativos que ha tenido nuestra televisión, como lo demuestra su trabajo para las miniseries Zona de riesgo V (1993) y Bajamar (1995), empleando recursos que colegas suyos ignoran por desinterés o pereza (fundidos, travellings, cambios de luz, edición en el mismo plano). Aunque las historias de misterio parecen las más adecuadas para poner en evidencia su capacidad, a la hora de hacer cine ha encarado otros géneros, con dispares resultados (la ciencia ficción en La sonámbula, el humor en Adiós, querida luna). Con Aballay – El hombre sin miedo propone una suerte de western con gauchos, partiendo de un cuento de Antonio Di Benedetto. Si en el relato original es el penitente Aballay (Pablo Cedrón) el protagonista, en el film se pone más atención en el punto de vista del “niño hecho hombre” (Nazareno Casero) que sale a buscarlo, para vengar la muerte de su padre. Tal vez lo mejor de Aballay no sea el profesionalismo con que ha sido planeada y realizada, con calidad en todos sus rubros, o el hallazgo de haber consumado un dinámico film de aventuras con íconos de la cultura argentina, sino sus entrelíneas sobre la violencia que entraña nuestra Historia, ya que, en medio de las chacareras, las boleadoras, la riña de gallos y la imagen de la Virgen, aflora la crueldad en las relaciones humanas en medio de la Pampa. La ambigüedad de Aballay (así como un plano parece buscar una analogía del personaje con el propio Jesucristo, su imagen de héroe o santo sufre un cambio hacia el final) y las enrarecidas versiones de La marcha de San Lorenzo apuntan a esa dirección: mirar con desconfianza o con algo de ironía cierto nacionalismo inocuo y superficial. Objeto de comparaciones con exponentes diversos del western y del cine gauchesco, no parece pertinente asociarla al Juan Moreira de Favio (pleno de digresiones poéticas y con una visión mitificadora del gaucho), sino, en todo caso, con la obra de Sam Peckinpah, Walter Hill o Sergio Leone: aquí hay aspereza, sangre, ferocidad. A pesar de la discutible incorporación de algunos actores (Goity, Fontova) y cierto preciosismo formal (innecesarios ralentis y aceleramiento de nubes en el cielo), Aballay luce impecable como film de género: los tramos de acción y enfrentamientos que se suceden en la última media hora tienen una logradísima intensidad. Una curiosa y perspicaz apelación a temas y personajes muy nuestros, en busca de un público deseoso de emociones fuertes.
Militante de la violencia No era sencillo contar la historia de Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos, terrorista venezolano que, desde su participación en la causa del Frente Popular para la Liberación de Palestina a comienzos de los ’70 hasta convertirse en mercenario al servicio de países árabes dos décadas después, fue atravesando una trayectoria progresivamente oscura, conectado siempre con facciones de distintos gobiernos beligerantes. Olivier Assayas (1955, París, Francia) consigue hacer de esa historia algo vivo, cercano, movilizador. Apenas comienza Carlos, ya se lo ve al protagonista polemizar con alguna de sus compañeras en torno a la legitimidad de la lucha armada. “No sirve desfilar”, dice, cuando le preguntan por qué no participó de una marcha contra Pinochet. Pronto, la rapidez y frialdad con las que lleva a cabo algunos atentados o mata policías para no ser arrestado, lo muestran más como un inconmovible defensor de sí mismo que como militante idealista. Sus maniobras, sumadas a su imagen de galán duro, llevaron al periodismo a alimentar la leyenda: “Match: Carlos 3, DTS 0”, titulaba Liberation su asesinato de tres agentes, como si se tratara de una competencia deportiva. Assayas (director de las excelentes Irma Vep y Las horas del verano) convierte este trayecto por la vida de Carlos en un intenso retrato de época, con una ambientación nunca enfática, iluminación de tonos terrosos y buenos aportes musicales (que comprenden desde Pablo Milanés hasta New Order y The Feelies). A diferencia de lo que seguramente hubiera ocurrido en manos de productores hollywoodenses, Carlos no se deslumbra con el lujo que anida en los centros del poder: no hay lustrosas imágenes de embajadas o de prolijos funcionarios en pose. Acá todo es sanguíneo y sucio, un hervidero, una discusión permanente. Ni siquiera la cuantiosa suma en dólares que el protagonista acepta, renunciando a sus objetivos y enfrentándose con compañeros y mandamases (un momento de quiebre en la película), implica despliegue de dinero o de ostentaciones en el film. Otro acierto de Assayas ha sido la construcción física del personaje principal, ayudado indudablemente por la cinematográfica presencia del actor Edgar Ramírez. Tanto cuando ejecuta sus sangrientos planes como en la intimidad (solo o con cualquiera de sus mujeres), aparece egoísta, tan sagaz como arrogante, sensual pero displicente, fumando siempre, como una suerte de rock star ajeno a los sentimientos de los demás. Aunque el formato original de Carlos es el de una miniserie televisiva, fue filmada en 35 mm y en cinemascope, y la versión estrenada en cines (cuya duración se redujo a la mitad del original) es obra del propio director. Esta reducción del material implica que hayan desaparecido escenas de la infancia del protagonista y que ciertos personajes tengan un desarrollo muy breve. En nuestro país, además, lamentablemente, se ha estrenado sólo en copias en DVD. Pero aún así, Carlos (que se presentó con gran repercusión en Cannes y fue premiada por la Asociación de Críticos de Los Ángeles y de New York) es una experiencia excitante, con recordables secuencias como la del secuestro de ministros de países exportadores de petróleo durante la cumbre de la OPEP en Viena, en 1975, tramo no sólo apasionante por su tensión narrativa sino, también, por su concurrencia de ideas estimulantes y contradictorias.
Cría cuervos El bosque, los animales, la nieve, la cabaña humeante: las primeras escenas de Hanna evocan la atmósfera de viejos cuentos, esos que hojea en un momento la propia protagonista, una niña entrenada por su padre lejos de la civilización, para sobrevivir y matar. Después van surgiendo algunos convencionalismos que parecen salidos de una comedia menor (sobre todo durante el encuentro de la chica con una familia comprensiva algo estereotipada), pero el tono ligeramente fantástico vuelve a aflorar con una persecución en el interior de un parque de diversiones vacío. En tanto, hay algo maravilloso también en el paso de un ámbito a otro que conllevan las idas y venidas de Hanna (encarnada por Saoirse Ronan, la adolescente nominada al Oscar tres años atrás por Expiación, deseo y pecado). Abriendo una claraboya se puede aparecer en un desierto marroquí, y tras un viaje inesperado encontrarse, no sin sorpresa, recorriendo calles españolas o alemanas. Y, sin embargo, lo increíble para ella es lo que integra naturalmente la vida cotidiana de todos pero no de la suya, como tener una amiga, dar un beso, escuchar música o sentirse parte de una familia. Aunque estos elementos la adornan o enriquecen, Hanna no pretende mucho más que ser un terso film de acción, con la chica perseguida por Melissa (una fría agente de la CIA interpretada por Cate Blanchett) y unos secuaces medio ridículos, quienes también están detrás del padre de Hanna (un Eric Bana casi tan imbatible como ella). Se descubrirá, además, que la fuerza con la que la protagonista afronta todo tipo de peligros proviene de algo más que de sus años de reclutamiento. Joe Wright (1972, Londres, Inglaterra) lleva a cabo su trabajo sin histeria videoclipera ni excesos de crueldad. Hay elegancia formal y una precisión encomiable en la construcción de cada secuencia: cámara en movimiento y planos muy breves cuando estalla la violencia, luz cálida y planos detalle cuando Hanna dialoga acostada con su amiga, fría belleza en los ambientes en los que se mueve Melissa. Algunas decisiones lucen particularmente atinadas: una aparición inesperada en el desierto interferida por destellos de sol como un posible espejismo, la irrupción en un extraño cabaret con imágenes enrarecidas, un inquietante plano secuencia como prólogo a un ataque en una estación, un magnífico plano de Melissa saliendo de la boca del lobo en el parque mientras apunta con su arma. Todo ello contribuye al sentido del espectáculo que supone Hanna, lo mismo que la música de The Chemical Brothers, nunca excesiva. Divertimento de calidad, lo más reprochable del film de Wright no es la inverosimilitud de algunos episodios o cierto sadismo de los personajes (que conforman las reglas del juego), sino el gusto con el que manipula cierta idea de venganza. Si la ausencia de valores y la necesidad de afecto redimen, ambiguamente, los letales comportamientos de Hanna, el breve plano final la muestra como heroína vindicatoria. Cerrando el relato, de paso, sin sutileza alguna.
Encerrando un momento de nuestra Historia Cuando se le preguntó al cineasta francés Bruno Dumont –durante la charla que ofreció en la última edición del BAFICI– qué pensaba de Jean-Luc Godard, respondió: “Más que un gran cineasta, es un gran intelectual”. Dicha afirmación –por supuesto discutible– podría aplicarse holgadamente a Rafael Filipelli (1938, Buenos Aires), no porque su estilo tenga que ver con el de Godard (en todo caso podría encontrársele una afinidad con Bresson), sino por su evidente vocación por hacer del cine un medio para expresar conceptos antes que sentimientos, instalando pensamientos para ser recogidos o refutados, como quien pone cartas sobre la mesa. Como en dos de sus ficciones previas, Hay unos tipos abajo (1985, co-dirigida con Emilio Alfaro) y El ausente (1988), en Secuestro y muerte hechos violentos y dolorosos de nuestra Historia reciente aparecen desnudos, despojados de detalles, nombres propios y circunstancias puntuales. En este caso, el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu (presidente de facto tras el derrocamiento de Perón en 1955) en manos de Montoneros, en 1970, parece la cáscara, en tanto la discrepancia entre un militar golpista y jóvenes revolucionarios resulta la esencia. El hecho de que casi toda la película transcurra en la desapacible casa de campo donde ocultan al general secuestrado acentúa esa concentración, argumental y dramática. No sólo el relato ha sido privado de adornos: la cámara de Filipelli responde, también, a un plan tan parco como riguroso, donde cada movimiento, cada encuadre, parecen haber sido profundamente meditados. Hay, asimismo (como en El ausente), algo de fascinación ante la icónica belleza de los jóvenes militantes de los ’70, ellos con sus bigotes y poleras, ellas con sus cabellos lustrosamente oscuros y sus minifaldas. El guión (escrito por Filipelli junto a Mariano Llinás y David Oubiña, sobre un ensayo de Beatriz Sarlo), procurando estimular la inteligencia del espectador, propone algunas buenas ideas, como la de aludir a Perón sin nombrarlo (a través de un juego en el que rápida y distraídamente se enuncian puntos salientes de su personalidad y su gobierno) o la de resumir en cuatro o cinco personajes posturas diferentes en torno a la legitimidad de la lucha armada, así como puede descubrirse un perspicaz planteo sobre la ingenuidad y la necedad de aquéllos jóvenes en la desconfianza de uno de ellos ante la llegada del hombre a la Luna. Pero en el film también hay descuidos, incorporándose expresiones que cuarenta años atrás no se usaban (buenísimo; mirá por mirá vos), o superficiales boutades, como la sucesión de palabrotas imprevistamente disparada por la única mujer del grupo. Por otra parte, al exponerse los conflictos de manera tan imprecisa, se disipan peligrosamente ciertas complejidades del proceso histórico-político vivido por nuestro país desde la caída de Perón hasta la llegada de la última dictadura militar, un poco como ocurría en La vida por Perón (2004, Sergio Bellotti). Tampoco fue un acierto la elección de Enrique Piñeyro para encarnar al general, que –debido al reposado tono de voz del actor– termina pareciendo un hombre más bonachón que autoritario. También en Todos mienten (2009, premiada en el BAFICI el año pasado) los diálogos y lecturas de un grupo de jóvenes confinados en una casa remitían a controversias que conectan el pasado con el presente de los argentinos, pero el film de Matías Piñeiro estaba planteado como un juego, hecho de palabras y movimientos cruzados. Secuestro y muerte es un ejercicio menos vivaz, aunque tampoco tan oscuro como podría esperarse por el tema que aborda. Resulta, en todo caso, una moderada provocación en torno a los episodios violentos que llegó a vivir la Argentina en los años ’70, hechos cuya gravedad –sugiere Filipelli en el controvertido final– sigue siendo desoída.
Fantasmas en el paraíso Como el buey que, en las primeras escenas, se suelta de la cuerda que lo sujeta a un árbol para largarse a correr por el campo, también Apichátpong Weerasethakul (1970, Bangkok, Tailandia) parece querer desprenderse de los moldes para echarse a reflexionar libremente sobre la vida y la muerte, cautivado –como el animal– por presencias misteriosas que intuye cercanas. El hombre que podía recordar sus vidas pasadas tiene más de Tropical malady (2004) que de Syndromes and a century (2006), al menos por el insinuante influjo de la naturaleza, aunque en este caso se torna más transparente el aire a cuento, meditabundo y candoroso. No porque se trate, desde ya, de un relato en el sentido clásico, sino por su atmósfera levemente irreal y por la manera con la que juega con sus personajes: el tío Boonmee del subtítulo (que sobrelleva con resignada calma una enfermedad), sus parientes y una suerte de enfermero que lo atiende. Algunos de ellos están vivos y otros no, como el hijo, que reaparece con el aspecto de una criatura extraña, especie de simio de ojos temerariamente brillantes. En honor a las series televisivas que veía de chico, el director no recurrió a efectos sofisticados para recrear a los seres inmateriales que intervienen con naturalidad en el mundo de los vivos. La historia, en tanto, a veces se disgrega o se desmembra en otras laterales, como la de una princesa sin amor, tal vez una de las vidas anteriores de Boonmee. Si bien Weerasethakul no desestima el humor y se regocija con ciertos tópicos del cine de terror, casi toda la película es la sucesión de apacibles conversaciones y circunstancias cotidianas vividas por estos personajes en la casona de Boonmee, rodeada de una vegetación pletórica de verdes e insuflada de rumores de grillos. El agua, los árboles y la luna parecen ejercer su magia no sólo sobre la vida de esta gente de mirada mansa, sino también sobre el mismo film. La calidad de la composición y de la fotografía, y la sobrecogedora delicadeza de algunos planos (que merecerían ser apreciados en fílmico y en una pantalla de cine), no son méritos aislados, sino que responden a una idea de belleza que se desprende de una valoración de la vida con sus misterios y en sus distintas formas. Después de una caminata, la hermana de Boonmee sorbe algo de miel con sabor a tamarindo y maíz, y confiesa “Esto es el paraíso”. Abrir la ventanilla de un coche en movimiento para percibir el aire fresco, o sentirse reconfortado por un abrazo, o por curaciones que se parecen mucho a caricias, sirven de contrapeso a los sentimientos de culpa (por haber matado personas y también insectos) o al miedo a lo desconocido (como cuando los personajes se internan agitados en una gruta de piedras refulgentes) e incluso a la muerte. Resonancias de leyendas orientales y remotas creencias se interponen en la trama: un ejemplo es el episodio de la princesa que, escoltada por cascadas de agua cristalina, se interna en el agua y es seducida por un extraño pez, en una de las secuencias más hermosas del cine reciente. En su último tramo, y poco después de la repentina irrupción de una serie de fotos fijas (ya antes Boonmee había intentado comunicarse con un fantasma a través de su cámara fotográfica), El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, Palma de Oro en el Festival de Cannes 2010, cambia ligeramente de registro: un joven monje intercambia bromas con una tía y su sobrina, tras lo cual se pega una ducha tibia, cambia su túnica por remera, jeans y zapatillas, y resuelve ir a comer algo a un bar, generándose un clima de confianza y cierta sensualidad que deriva en un simpático viraje a lo mundano. Antes queda mirándose a sí mismo, con la misma extrañeza y fascinación con las que los espectadores los miramos a ellos.
Altibajos de una familia Es inevitable vincular esta nueva película de Ana Katz (1975, Buenos Aires) con Un cuento chino: ambas implican la reaparición en cine de los principales actores de la exitosa El secreto de sus ojos, y se centran, al mismo tiempo, en la esforzada búsqueda de entendimiento entre dos personajes, algo que siempre resulta confortable para el espectador. A esto podría agregarse el desarrollo de situaciones comunes y cercanas, que permiten fácilmente el reconocimiento. El propósito de Los Marziano es retratar con simpatía diferencias familiares y pequeños problemas cotidianos. Katz sabe narrar dosificando la información y despertando expectativas sobre el transcurrir de los acontecimientos, méritos a los que se suma la música de Chango Spasiuk y la moderación de Guillermo Francella como Juan (un hombre bienintencionado, algo inocente y temeroso, siempre con una sonrisa a flor de labios a pesar de sufrir los síntomas de una dolencia que parece grave), junto a la atención dispensada a pequeños gestos y miradas, delicadeza especialmente bienvenida por tratarse de un producto producido y lanzado para el éxito masivo. No está mal la idea de los pozos en el country que despiertan desconfianza en Luis (un Arturo Puig muy ajustado a la aspereza de su personaje), de los que nunca llega a saberse si son auténticos ni con qué fin alguien los excava, o la posesión medio anacrónica de los casetes de Juan, que significan mucho para él y poco y nada para los demás. En el terreno de las relaciones, están tratados con apropiada contención los gestos protectores de Delfina (Rita Cortese) con su hermano Juan, y el vínculo amable de éste con su ex mujer (Claudia Cantero). Algunas escenas están resueltas con eficacia y el relato se desarrolla con un medio tono ciertamente saludable en el contexto de una cinematografía como la nuestra, proclive a las tragicomedias excedidas en gritos y subrayados. De todos modos, hay ocasiones en las que la cámara parece no saber dónde ubicarse, o encuadra ambientes con criterio puramente decorativo, y falta fluidez en algunas conversaciones, como si los actores estuvieran ensayando sus parlamentos. La sutileza no parece suficiente para retratar vicios y costumbres de ese pequeño grupo familiar, y Los Marziano resulta fría y poco suelta en comparación con otras películas argentinas de intenciones similares. No precisamente Esperando la carroza (1985) -a la que siempre se hace referencia como si fuera la única familia retratada por nuestro cine-, sino otras menos altisonantes, de costumbrismo agridulce, como La tregua (1974), Una mujer… (1975) o algunas de las dirigidas por Daniel Burman. Por otra parte, los Marziano tampoco son tan extravagantes ni disfuncionales como algunos críticos han señalado (haciendo comparaciones desatinadas con Los excéntricos Tenenbaum, película de estética y objetivos muy diferentes). Otros aspectos cuestionables son su puesta algo teatral y el hecho de que –como ocurría también, de otra manera, en El hombre de al lado– pendula entre dos personajes de estratos sociales diferentes pero dedicándole más importancia al de mejor condición económica. Es cierto que el film va alternando entre el punto de vista de Luis (Puig) y el de Juan (Francella), permitiendo la identificación con ambos, pero nada se muestra de la vida de este último en Misiones, o de cómo su hermana gana el dinero para su alquiler, mientras sí ocupa mucho tiempo en mostrar la vida en el country, con frecuentes zambullidas en la pileta y envidiables desayunos. Fajos de billetes en primer plano, en una escena, se suman a esta propensión a mostrar la vida del hermano adinerado y su mujer (Mercedes Morán). Cuando, sobre el final (y en uno de los mejores momentos del film), las mujeres acuerdan qué temas no tratar durante la comida, el dinero parece ser el principal motivo de altercados, pero Los Marziano no permite que las dificultades para conseguirlo asomen con su carga de desazón. Hacer una película sobre una familia argentina sin raspar la superficie de las discusiones y afectos en conflicto para llegar a capas más profundas, sabe a poco.
Obligados a entenderse Hay una fórmula aplicada con frecuencia por el cine de Hollywood: dos personajes de características opuestas que aprenden dificultosamente a aceptarse. Una horma cómoda para los guionistas y sin dudas ilusoria, tranquilizadora para el público, que siente que las diferencias siempre pueden zanjarse. No es para desdeñar el uso de esta receta en nuestro cine, teniendo en cuenta la esquiva capacidad para la tolerancia de los argentinos. Más aún, cuando, como en este caso, uno de los personajes es un inmigrante oriental sin trabajo. Proponer a esa especie de encarnación del argentino medio en que se ha convertido Ricardo Darín ayudando –de mala gana pero convencido de que debe hacerlo– a un extranjero perdido en Buenos Aires, casi sin mediar expresiones discriminatorias de por medio, no es poca cosa. Las previsibles complicaciones de Un cuento chino derivan, principalmente, de la ardua comunicación entre estos dos personajes que no comparten el mismo idioma y de las reacciones que despierta la presencia del joven chino. El encuentro es simpático, más que nada por el buen desempeño actoral de Ricardo Darín e Ignacio Huang, que hacen creíbles y queribles a sus personajes. El de Darín, además, se sostiene con una elaboración acertada de su ámbito cotidiano: su ferretería, su casa, sus hábitos y manías. Hay disfrutables chispazos de gracia en escenas como la de la cena o la del enojo de Roberto (Darín) en la Embajada de China. Es indudable que el guión, escrito por el propio director, Sebastián Borensztein (1963, Buenos Aires), reúne demasiadas casualidades, y que Roberto parece, por momentos, un remedo del Michael Douglas de Un día de furia (1993). Es cierto, también, que no está bien definido el personaje de la amiga enamorada que compone Muriel Santa Ana (no queda claro si es tierna, ingenua, cargosa o estrafalaria, o todo eso junto) y que no hay sutileza ni en los inserts con las situaciones que Roberto imagina ni en la forma en que se deja al descubierto la negligencia de algunos organismos e instituciones. Asimismo, hay un uso bastante precario del plano-contraplano, desniveles en la fotografía y convencionalismo en la música, marcas por las que el film de Borensztein trae el recuerdo de ciertas películas argentinas de los ’80 (Malayunta, Chechechela y otras). Un cuento chino tiene, sin embargo, algo a favor: su modestia de intenciones. El modelo pareciera ser el cine de Juan José Campanella, con una narración clásica y situaciones tragicómicas que logran involucrar al espectador, pero no hay aquí pretensiones de trazar semblanzas sobre la nacionalidad (la referencia a la guerra de Malvinas es caprichosa pero respetuosa), ni ambigüedades morales en el protagonista (arisco pero honrado), ni políticos o empresarios en quienes depositar la desconfianza para dejar a salvo la integridad de la clase media argentina, ni exaltación de lugares comunes que se suponen representativos de lo que somos. Si estos méritos no logran engrandecer el film es por la opacidad formal ya señalada y por el forzado condicionamiento a sus premisas: los protagonistas deben entenderse, los espectadores deben entender. En pos de esos objetivos, Un cuento chino termina resultando un producto, aunque honesto, poco adulto y demasiado simple.