Apetito de destrucción Semejante historia merecía una película. Si todo lo que se cuenta no hubiera pasado, uno podría pensar que el guionista condimentó demasiado la trama. Pero pasó. En 1976, Niki Lauda y James Hunt supieron ser las máximas estrellas de ese circo romano del Siglo XX llamado Fórmula Uno. No podían ser más distintos. Ese austríaco calculador y ese inglés desmedido. Sólo los unía el afán de ser el mejor, y cierto código de caballerosidad que se mantuvo a pesar todo. Y ese todo es mucho. Con la muerte acechando en cada curva uno se siente más vivo. Ron Howard ha hecho cosas buenas y malas, y a esta altura ya está de vuelta y dirige con solidez y oficio más allá de algunos subrayados innecesarios. También es valioso el aporte de sus habituales colaboradores, como Daniel Hanley y Mark Hill, responsables del notable montaje. La fotografía y todos los rubros técnicos también se lucen en su justa medida. Y el duelo de protagonistas remite a una de las mejores películas del director, Frost/Nixon, que también se metía con otra historia que valía la pena recuperar. Este Lauda/Hunt se ampara también en el talento de Daniel Brühl (que debe lidiar con un personaje sumamente contenido y de llamativo parecido físico) y Chris Hemsworth, un actor interesante que logra desmarcarse de ese lugar de galán que automáticamente se le asigna. Amparados en un guión que sin condescendencia muestra sus vicios y virtudes logran transmitir dosis exactas de antipatía y empatía en su rivalidad bien entendida. Rivalidad que tiene su epicentro en agosto de 1976, durante el Gran Premio de Nürburing. Allí se juega mucho más que una carrera, mucho más que la efímera gloria. Dilemas que exceden el marco de lo automovilístico. Cada uno tomará sus decisiones y será consecuente con ellas. Cada uno se creerá más vivo que el otro. Esa pulsión de muerte parece ser un motor más confiable que los que impulsan las máquinas que a puro vértigo buscan domar esas pistas indomables. La repulsión inmediata de dos egos demasiado grandes para ocupar el mismo lugar es el combustible que las alimenta.
La tregua Venía desentonando. Su abundante filmografía lucía desilachada últimamente, más allá de Match Point (2004), eco de Crímenes y Pecados (1989), y más allá de la indudable simpatía que despertaba Medianoche en Paris (2011) y algunos momentos aislados de de sus últimas películas. Esos chispazos de neoyorkino ingenio que persiste, que insiste, a lo largo de ya nada menos que 43 películas. Ultimamente Woody venía desentonando. Pero vuelve a estar afinado en La 44. Jasmine supo vivir la buena vida, pero todo eso ha quedado dolorosamente atrás. Hay que barajar y dar de nuevo, ya se sabrá porqué. Su única opción es volver a San Francisco, a vivir con su hermana, esa hermana que siempre ha ignorado. No le queda otra. Su estado de desamparo material y emocional es absoluto. La historia va y viene desde ese presente desesperado a un cómodo pasado, tan falso como el nombre Jasmine que esconde al más vulgar y verdadero, Jeanette. Un pasado de bienestar, de esposa consentida y decorativa, empeñada en mirar para otro lado cuando haga falta, de vida de clase alta bajo el amparo del seductor Hank (perfecto Alec Baldwin). Cuando todo eso naufrague por motivos que no conviene adelantar, Jasmine tendrá que volver a ser Jeanette, mal que le pese, y hacer convivir sus aires de grandeza con lo único que parece mantenerse en pie, el sostén incondicional de su hermana Ginger (Sally Hawkins, tan exacta en lo suyo como el resto de los personajes). Más allá de los esperables sobresaltos iniciales Jasmine encontrará un oasis, pero al precio de volver a mentir. Y Ginger también, aunque lo suyo sea mucho más simple. Las neurosis y el peso del azar son los elementos de siempre, pero hay más suma que repetición, sin excesos ni fisuras, y hasta ecos de Cassavetes y Tenessee Williams. La solidez narrativa y el absoluto control de todos los elementos necesarios para avanzar en la historia hacen que esta se siga con placer. Todo está en su justo lugar y eso, más el hallazgo de un personaje antológico, hacen la diferencia. Párrafo aparte para Cate Blanchett y su mujer bajo influencia. Lo de Jasmine resulta tan magnético como repelente, tan querible como detestable, tan calculador como vulnerable. Todo a la vez, como en un cóctel de calmantes y estimulantes, de esos que ella suele consumir. Sus despropósitos son entendibles. El experimento de Melinda y Melinda, aquello de hacer que la misma situación pueda verse como comedia y tragedia, encuentra finalmente su vehículo perfecto en esa manera de Blanchett de apropiarse del personaje para sacarle todo el jugo posible, y provocar las dosis exactas de alegría y tristeza, y hasta convertirse en pena infinita, en uno de los finales más desoladores de toda la filmografía de Allen.
La guerra de los mundos Corre el año 2154. En Los Angeles, el tercer mundo finalmente ha llegado al primero. Pero el primero se ha ido a otro mundo. Los latinos siguen viviendo en el planeta, que se ha transformado en una colosal villa miseria. La clase pudiente vive en la confortable estación espacial, suerte de country futurista, que da nombre a la película. Muy cerca, a 19 minutos de distancia en cualquier nave de transporte. Los habitantes de la Tierra que no están desempleados trabajan en fábricas que por supuesto abastecen a ese otro mundo donde todo, hasta la salud, está resuelto. Un punto de partida interesante y vigente aunque ya se venga proponiendo desde 1927 con Metrópolis. Y más en manos de Neill Blomkamp, quien con Sector 9 (2009) logró innovar en un género tan transitado y proclive al refrito (si, estoy pensando en Oblivion) como la ciencia-ficción. Una vez más el director sudafricano se mete con una historia del futuro que resuena en el presente. Si en Sector 9 el tema era el apartheid aquí es la inmigración ilegal. La metáfora es bastante obvia y los subrayados están a la orden del día, pero las inquietudes y la vitalidad en la puesta en escena hacen que valga la pena seguir un argumento casi tan precario como el estado de esa Los Angeles en donde vive Max (Matt Damon, ideal para componer con nobleza a un clásico personaje ordinario envuelto en circunstancias extraordinarias). Una ciudad inhóspita y superpoblada, habitada por una multitud de manos desnudas que solo puede generar contraconductas. Del otro lado, Elysium, el shoping disco zen, donde todo es abrumadoramente perfecto. Y si esos mundos no se tocan es gracias a la fría intervención de la Secretaria Delacourt (Jodie Foster, en un papel que parece hecho a la medida de Tilda Swinton), experta en vigilar y castigar, representante del ala más dura del poder, suerte de Donald Rumsfeld del mañana, un halcón entre palomas que tiene a quien encargarle cualquier trabajo sucio en la Tierra. Para eso no hay nada mejor que Kruger (un siempre exaltado e impredecible Sharlto Copley). Los vaivenes de la trama harán que estos personajes se enfrenten y la magia del cine se ocupará de que ese orden establecido tambalee. Donde hay poder hay resistencia.
Semana de fin Todos somos buenos hasta que dejamos de serlo. Esa es la premisa del film de Gustavo Triviño, que formó parte de la Competencia Internacional del último Festival de Mar del Plata, y que obtuvo allí el premio a la mejor actuación para ese (literalmente) gran actor que resultó ser Pablo Pinto. La película ha cosechado otros premios y muy buenas críticas, centradas en la indudable pericia de Triviño, director debutante, para la puesta en escena, en la solidez narrativa con la que describe el día a día de Juan, un clásico antihéroe, empleado de una fábrica textil que hace changas como patovica y sueña con poner un gimnasio. Toda esa rutina asfixiante que se describe en la primera mitad se deshace por completo cuando Juan es testigo de una violación, y decide no intervenir. Esta ambigüedad moral del personaje resulta interesante, pero lamentablemente se diluye en un sumamente discutible final que lo justifica y simplifica demasiado todo. Más allá de esa incómoda apelación al fin que justifica los medios asoma un director que sabe como contar una historia.
Polvo de estrellas Jane es una actiz porno de 21 años, una rubia tarada y querible encarnada a la perfección por Dree Hemingway (hija de Mariel, bisnieta de Ernest). Sus ocupaciones son esporádicas y redituables y tiene bastante tiempo libre. Quiere redecorar su cuarto y una amiga le sugiere que vaya a una de esas típicas ventas de garage. Allí compra un termo en el que descubre un dinero escondido, 10.000 dólares que pretende devolver a su dueña, una anciana áspera y solitaria que desconoce por completo la existencia de ese dinero. Ese es el punto de partida de una relación de amistad completamente inusual. Lo transgresor se diluye un poco en la transitada fórmula de buddy movie, la convivencia forzada de personajes a la deriva que no pueden ser en principio más opuestos, pero las actuaciones y la pericia del director Sean Baker hacen que se mantenga el interés por estos seres estrellados.
Perros de la calle Pasó el BAFICI y una de las películas más comentadas de las 473 que fueron exhibidas fue la obra número 30 de Raúl Perrone. Una película notable en más de un sentido, tanto porque se distingue entre lo mejor que se pudo ver en el festival como por su manera de llamar la atención con sus procedimientos formales, que hacen que no se parezca a ninguna de las películas anteriores del director y a la vez se parezca a la suma de todas. P3ND3JO5, así como está escrito, es en palabras del propio Perrone “una cumbiópera en tres actos y una coda para ver de corrido. De caras / miradas / deseo / amor / drama / tragedia / disparos / imagen cruda en ByN – 4:3″. Parece exagerado, desmedido, ambicioso. Es todo eso y mucho más. Perrone ha sabido construir toda su filmografía con una notable consistencia. Entre sus marcas de estilo más relevantes se pueden mencionar la naturalidad de los diálogos y la concisión para reducir cada propuesta a lo más elemental. Dos rasgos que se anima a dejar absolutamente de lado en este caso. Lo que queda, lo que encuentra, más allá de seguir siendo absolutamente coherente con sus trabajos previos, es muy interesante. Una película limbo, con un pie en el pasado y otro en el futuro. Personajes que deambulan y se muestran como fantasmas atemporales. Las precisas coordenadas del conurbano bonaerense que se desdibujan en un viaje hipnótico que cruza el viejo cine de Dreyer con el nuevo de Sylvain George y la ópera con la cumbia electrónica, como si fuera lo más natural de mundo. Y desde ese espacio impreciso interroga al espectador en lugar de ofrecer respuestas. Más que una película para ver es una película que nos mira.
Respiración artificial Era todo un desafío hacerle frente a una nueva adaptación (y van) de este clásico de Tolstoi. El oráculo de IMDB avisa que es la número 24 de una serie de intentos que se inició en 1911 y que tuvo entre muchas otras a Vivien Leigh, Claire Bloom y Jacqueline Biset, y nada menos que a Greta Garbo, como protagonistas. Joe Wright se ha revelado como un inteligente adaptador con sus dos primeras películas (también protagonizadas por Keira Knightley), Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación (2007). Tras un par de intentos interesantes e irregulares de desencasillarse de ese lugar de especialista en films “de época” vuelve a a revisitar un clásico, pero viendo que puede aportar de nuevo, más allá de la esperable pericia técnica (todo el diseño de producción, el vestuario, la fotografía y la música se muestran en un altísimo nivel). Y lo novedoso pasa por hacer ostensible el artificio de esa vida acomodada de alta sociedad. El procedimiento consiste en que todo (o casi todo) sea visto explícitamente como un decorado, con cada personaje moviendose casi como una marioneta en un mundo rígido, inmodificable. Aunque claro, toda esa pesada estructura se pone en jaque cuando Anna decide no interpretar el papel que le había tocado. Esta puesta en escena arriesgada es un arma de doble filo. Por un lado aporta algo distinto y original a una historia muy transitada y por el otro pone a la realización y a la lucidez de su director casi por encima del propio texto, que respira como puede ante tantos artificios puestos en juego en el afan de retratar pompa y circunstancia. El resultado es desparejo, más que nada por el lado de las actuaciones. Tanto Knightley como Jude Law (en el papel del esposo engañado que no sabe como manejar la situación) se sobreponen a las rigideces y sostienen sus momentos en pantalla, mientras que el resto de los personajes parecen más de cartón pintado, sobre todo por el lado de Vronsky, el oscuro objeto del deseo de Anna. Una experiencia formalmente impecable, pero a la vez algo fría y pretenciosa, con mucho en común con la más fallida El gran Gatsby (otra adaptación difícil que trata de buscarle la vuelta al retrato de las rigideces y frivolidades de la clase alta, a cargo de otro director que prefiere poner los artificios en primer plano). Si en la reciente película protagonizada por Di Caprio la vulgaridad del lujo se denunciaba con más vulgaridad y más lujo, en esta Anna Karenina queda por lo menos, más allá de sus elegantes floreos, la ventaja de haber mostrando la infidelidad de una manera saludablemente infiel.
Ilusión y movimiento Santiago Mitre, inquieto después del éxito de El estudiante, cambia por completo y codirige junto al coreógrafo Juan Onofri Barbato Los posibles, una propuesta inusual de llevar a la pantalla un muy particular espectáculo de danza, alejándose de cualquier intento de registro clásico. El resultado es una experiencia hipnótica. Un grupo de seis bailarines en un sótano. No hay más que eso, o quizás sí. Los bailarines vienen de la Casa La Salle, un centro de integración social ubicado en González Catán. La compañía de danza se llama Grupo KM29. Los rostros de cada uno sugieren un pasado que nunca se hace explícito. Decíamos en notas anteriores sobre películas del BAFICI que P3Nd3JO5 se sostiene en su poética visual y Viola se concentra en la fuerza de sus palabras. Dos maneras opuestas pero igualmente válidas. Mitre recorre también ese camino en su propia obra yendo de la palabra en El Estudiante a la pura y energética plasticidad de Los Posibles. En ese retrato certero de la tensión de los cuerpos radica toda la su fuerza.
Copias certificadas Siempre se vuelve a él, es inevitable. Un grupo de actrices ensaya para un proyecto que reúne textos de obras de Shakespeare. Cada texto, como era de esperar, es rítmico y exacto, pero todo lo que dicen fuera del ensayo también lo es. Pocas veces se ha visto un trabajo con la palabra tan ajustado y musical. Eso es Viola, un preciso juego de espejos, ligero pero no superficial, con la representación como eje. Cada repetición tiene su propio sentido en los ensayos y en la vida más allá de ellos. Las protagonistas (notables actrices todas) hablan y son habladas. No es solo copiar lo que importa, aunque copiar sea la forma de ganarse la vida. Sobre todo para Viola, que recorre en bicicleta la ciudad entregando películas truchas. En un cine que se está acostumbrando a enfocarse en los silencios y los gestos para generar sus climas, Matías Piñeiro amablemente pide la palabra.
Lo bello y lo bestia Paul Thomas Anderson, el gran cronista del malestar en la cultura norteamericana, vuelve a entregar, como en Petróleo sangriento (2008), una película que está a la altura de sus ambiciones desmedidas, y que bien puede tener destino de clásico. Y lo hace con un notable aprovechamiento de todos los recursos disponibles. Desde la bella y nostálgica fotografía de de Mihai Malaimare a la extraordinaria y disonante música de Johnny Greenwood, dos puntos altos que contribuyen a generar un clima enrarecido que atraviesa toda la trama, eludiendo cualquier fórmula, para incomodar y fascinar a la vez. Cosa que también consiguen las interpretaciones de Joaquin Phoenix como un errático veterano de guerra y Philip Seymour Hoffman como el seductor líder de una secta claramente inspirada en la controvertida Cienciología. Basta con ver la escena del interrogatorio en la que el personaje de Phoenix responde a todo que no, pero cada gesto y cada demora al contestar dicen más de él que lo que pueda llegar a hacer explícito con palabras. Desde ese momento, Anderson comienza a construir un hipnótico juego de dependencias entre maestro y discípulo que termina desdibujando las referencias y las certezas que ambos creían poseer. Y lo hace de una forma tan intensa y sinuosa a la vez que no es comparable con ninguna otra película que provenga del Hollywood actual, solo con su propia obra anterior. Que la acción transcurra en los años ´50 resulta clave para sostener esa mirada ácida del director sobre el lado oscuro del sueño americano.