El burgués encanto de la discreción Otra película basada en hechos reales (pronta nota sobre esta tendencia) que bien podría haber desbarrancado en otras manos pero que llega a buen puerto gracias a la sobriedad del director y los intérpretes. En particular Judi Dench, cuya actuación es secretamente extraordinaria, sin las exigencias físicas que propician los premios, pero exacta. Su personaje lleva adelante el peso de una trama llena de ingredientes que conviene no revelar, y sus ideas a contramano y a contratiempo terminan llenando de ambigüedad algo que podría haberse agotado en una simple denuncia. Su Philomena es una mujer en apariencia muy simple con una vida muy complicada, que un día se decide a buscar a su hijo, con el que no tuvo contacto en cincuenta años, desde que le fuera arrebatado por una institución religiosa que lo dio en adopción. Para eso se vale de un cínico periodista en decadencia interesado en su historia, interpretado por Steven Coogan (también responsable del guión). Hay algo de fórmula en ese choque de opuestos obligados a convivir, pero prima el talento sobre el lugar común. Stephen Frears es un hábil artesano con una extensa carrera que incluye títulos más arriesgados (los primeros sobre todo) y otros más intrascendentes. Philomena, como el personaje que retrata, se ubica cómodamente en un punto medio. Tiene mucho para decir, pero eso no le hace perder el equilibrio.
Voz y yo (Primeras impresiones sobre Her, de Spike Jonze) Theodore y Samantha se entienden. Ella lo acompaña como nadie, y es complicado afirmar que ella sea alguien, porque todo ocurre en un futuro muy cercano y Samantha es nada más y nada menos que un sistema operativo con una inteligencia artificial extraordinaria. Hay que ver como ese punto de partida propio de una comedia disparatada (o porqué no de una película de Subiela) se vuelve verosímil. Theodore no responde al lugar común de personaje desesperado que muestra su patetismo sosteniendo una vergonzosa relación imaginaria. Y Samantha no tiene cuerpo pero si entidad, y una manera muy genuina de relacionarse. Encontrar el tono adecuado es el primero de los muchos aciertos de este hermoso film. Lo unipersonal no quita lo romántico. Theodore y Samantha van de paseo, por la playa o por donde fuera, aunque sean mucho menos que dos. A él se lo puede ver casi todo el tiempo, antes del amanecer, del atardecer y de la medianoche, a ella solo se la escucha (que sea la voz de Scarlett Johansson ayuda mucho). En ese mundo cercano, un poco más avanzado, un poco más hipster también, y ciertamente bello (la fotografía y la música hacen la experiencia mucho más agradable) las relaciones entre personas y sistemas operativos son aceptadas (por lo menos por los amigos de Theodore). De hecho, en ese mundo, nada parece ser muy cuestionable o cuestionado. Tampoco el trabajo del propio Theodore que consiste en escribir cartas personales para otros dentro de una gran empresa que ofrece ese servicio. Con todo casi serenamente resuelto, solo queda perseguir el sabor del encuentro, y arriesgarse al dolor del desencuentro. Enamorarse es una locura socialmente aceptada, le dice una una amiga (de carne y hueso). Todos tienen mucho para decir. La tecnología no los ha deshumanizado, simplemente se ha vuelto algo más que se acepta. Jonze vuelve a demostrar, como en ¿Querés ser John Malkovich? (1999), El ladrón de orquídeas (2002) y Donde viven los monstruos (2009) que es uno los directores más interesantes del cine norteamericano actual, con un estilo definido y encantador, y un humor melancólico que lo conecta con el cine Wes Anderson, aunque con mayor amplitud y ambigüedad, pero sin llegar tampoco a la ambición y el riesgo de Paul Thomas Anderson. Aquí, más allá de la originalidad del planteo, de la belleza ostensible de cada imagen y cada sonido, deja poco espacio para preguntarse por cómo nos relacionamos con la tecnología y mucho para enfocarse en cómo nos relacionamos en general. El vínculo como un dispositivo ortopédico, un espacio a completar con nuestras propias proyecciones. En su película más amable, Spike se mete con el tema más incómodo.
Que ves el cielo Woody Grant es un hombre de pocas palabras. Quizás pronuncie menos palabras que esta misma y breve reseña. Parece estar más distraído que ido. Sus hijos temen que sea el principio del fin, su mujer en cambio solo demuestra estar harta de sus mañas. A él no parece importarle mucho nada, solo cobrar un muy dudoso premio contenido en un cupón, pero para eso hay que viajar hasta Nebraska. Alexander Payne vuelve al terreno que mejor conoce, el del viaje como excusa para reencontrarse con uno mismo, clave en sus anteriores trabajos, en particular en Las confesiones del Sr. Smith (2002), con la que guarda mayores similitudes, pero también habrá que mencionar Entrecopas (2004) y Los descendientes (2011). El tema tan caro para el cine Indie de la familia disfuncional viajando por la norteamérica profunda no es nada original pero está muy bien logrado. ¿Fórmula?, sí, pero hay que saber hacerla. Y todos demuestran que saben muy bien que hacer, desde Bruce Dern, que ganó el premio a mejor actor en Cannes por este trabajo y ahora está nominado al Oscar hasta Phedon Papamichaels, responsable de la bellísima fotografía en blanco y negro. El resto acompaña muy bien, en particular los dos hijos, interpretados por cómicos salidos de Saturday Night Live que cambian acertadamente de registro. Como era de esperar, el viaje se irá complicando lo suficiente para promover desocultamientos, módicas revelaciones. Más allá de la fría y austera belleza del paisaje hay seres que respiran y son capaces de ofrecer iguales dosis de patetismo y ternura. Lo más notable de Payne es su capacidad para querer a sus personajes.
Espíritu de simetría Volvió Wong Kar Wai, con su estilo único (por más que se lo copien) que le ha valido calificativos que van de magistral a clipero. Con una película de artes marciales que explicita su interés por el arte y su desinterés por lo marcial. Con sus trucos de desilusionista. Con su manera de adaptar la historia (y la Historia) a sus obsesiones de siempre. Con un inicio que amaga a parecerse a El tigre y el dragón y un cierre que se acerca mucho más al espíritu de Con ánimo de amar y sus sinuosas secuelas. Volvió Wong Kar Wai, horizontal y vertical. La excusa es conocer la “verdadera” historia de un célebre maestro de kung fu, mentor de Bruce Lee. Pero el resultado es casi el mismo de siempre: melodrama y esteticismo seductor a puro plano detalle y ralenti. Como diría Reneé Lavand, No se puede hacer más lento. O quizás si. La última media hora abandona por completo las peleas y se concentra en los desencuentros amorosos, esos que el director manipula como nadie, mostrando a la vez su probada capacidad de fascinar y sus caprichos. Pero antes se cuenta la vida de Ip Man (una vez más el protagónico es de Tony Leung), gran Maestro de artes marciales del sur de China en los años ´30, cuyo ascenso queda sepultado por el peso de los hechos históricos. Su talento lo vuelve invencible hasta que la invasión japonesa previa a la Segunda Guerra (y todo lo que vino después) arrasa con su vida casi perfecta, y deriva en su exilio en Hong Kong, en donde se dedica a enseñar su arte y a intentar sostener una relación imposible con la hija de su propio maestro (Zang Zhiyi, de reconocible experiencia en este tipo de roles). Se conocen peleando. Wong Kar Wai llega al extremo de volver romántica esa escena de acción y es muy curioso ver como opera ese cambio interno de género, con una coreografía que desnaturaliza el inicial planteo deportivo hasta que ambos contendientes, literalmente, caen enamorados. Allí podría estar resumido todo su cine.
Tema de Virus de los 80 Próxima a estrenarse, con el probable título de El club de los desahuciados (ay), Dallas Buyers Club cuenta la historia (real) de Ron Woodroof, un típico vaquero texano tipicamente homofóbico al que le diagnosticaron SIDA en los años 80, cuando aún nadie sabía muy bien de que se trataba esa epidemia y los malos entendidos estaban a la orden del día. Su manera de hacerle frente esa densa realidad y a los prejuicios retrógrados fue traficar medicina no aprobada en su país y generar una red de distribución para muchos otros enfermos que no encontraban respuestas, y de paso hacer buenos negocios. Radiografía de una época ida y a la vez denuncia de lobbies farmacéuticos que siguen más vigentes que nunca. La enfermedad como redención y más aún el “basado en hechos reales” (seis de las nueve candidatas al Oscar, nada menos) son lugares comunes de cierto cine con afán de prestigio. Sin embargo, en este caso hay algo que fluye por encima de esos convencionalismos. Mucho tiene que ver la interpretación de Matthew McConaughey, que excede el muy llamativo esfuerzo físico (por eso solo ya es el favorito para un premio). El actor encuentra el personaje más atractivo de su carrera en el lugar menos pensado y se transforma en el verdadero motor de la propuesta con sus ambigüedades. Como en Blue Jasmine, la riqueza del personaje es superior a la de la historia. No pasa lo mismo con Jared Leto, especialista en componer seres al borde, en su caso la exigencia física supera a la interpretación y se transforma en apenas un elemento funcional a la trama. De todas maneras es probable que también sea premiado por su visible compromiso. Jean-Marc Valleé es un director canadiense que cobró notoriedad con la interesante Mis Gloriosos Hermanos y luego hizo pie en Hollywood con La joven Victoria. Aquí, más allá de los reparos observados toma un par de decisiones acertadas, sobre todo en la puesta de escena y la edición y se vale del talento de McConaughey para encarnar en todo sentido su papel.
Pecados capitales (Los signos medúseos – Parte 2) Uno de los mejores momentos de esta película es aquel en el que el habitualmente ninguneado y ahora reivindicado Matthew McConaughey, suerte de mentor del personaje interpretado por Leonardo Di Caprio, explica y resume todo el sistema financiero bajo el concepto de “Fugazi”. Ese momento vale y a la vez explica toda la película. No hay reglas, todo es ficción y lo que impera es el triunfo de la voluntad. El único problema con esa escena es que está al principio (y hasta puede verse en el trailer), y lo que queda, que es bastante, es una reiteración de esa idea central, adornada por algunos momentos brillantes y otros previsibles. En la nota anterior nos referíamos al concepto de Signo Medúseo, término útil para abordar la obra de Martin Scorsese, en particular de los años 90 en adelante. En algún punto MS se volvió SM. Esto no quiere decir que no haya nada rescatable en este nuevo trabajo del casi siempre vital y efusivo y a esta altura mítico director. Sólo que esa vitalidad tan celebrada se encuentra agazapada y se hace presente solo por momentos en esa espiral de desmesura que acumula excesos y colecciona anécdotas para volver a contar una historia de asenso y caída que culmina con una incomoda delación y una redención ambigua. Y hasta se vuelve aleccionadora para aclarar que ni el dinero ni el sexo ni las drogas llevan a la felicidad. Si en Escándalo Americano el “más de los mismo” la volvía una encantadora falsificación, en este caso toda la historia real de Jordan Belfort deviene en eficaz fugazi.
Hombre mirando al norte Liso vive al borde. Su equilibrio emocional es precario. Acaba de salir de un neuropsiquiátrico. Trata de reinsertarse en la cómoda casa de su familia acomodada, ante la mirada perpleja de un padre casi ausente y una madre omnipresente, que pretenden ayudar pero que ni siquiera lo entienden. El prefiere hablar con su abuela o con Sonia, la empleada doméstica boliviana, las únicas personas que parecen aceptarlo sin pretender nada más. Santiago Loza vuelve a exhibir precisión para definir y acompañar a sus personajes sin juzgarlos, algo que ya había mostrado en Los labios (2010), esa notable película co-dirigida con Ivan Fund (aquí a cargo de la cámara). No hay un solo subrayado y cada gesto y cada silencio parecen estar en el lugar indicado. El que no encuentra su lugar sigue siendo Liso, atrapado en el confort de su hogar, sin conectar casi con nadie y sin que nada lo conmueva. Hasta que un episodio lo lleva a reorientar su rumbo.
Por un puñado de pelos Esos raros peinados viejos ocultan algo. El estilista David Russell repite fórmula efectiva sumando a los protagonistas de sus dos últimas películas (El ganador y El lado luminoso de la vida). Pero esa suma no suma y lo que queda es un gesto tan agradable como vacío, una obra de arte falsificada que se pretende vender como buena. Y dado que la trama de Escándalo americano tiene que ver precisamente con las estafas, la propia realización se iguala con la ficción retratada. Una película con música de los 70 difícilmente pueda fallar, y menos si cuenta entre sus intérpretes con Amy Adams, la única que pone toda su belleza y talento al servicio de la historia, en un grupo de actores prestigiosos que se autoparodia. Su personaje se roba la película con facilidad porque es el único que genera empatía mientras el resto se pierde en el afán de mostrar sus falencias. Una historia de estafadores de medio pelo que llegan mucho más lejos de lo que ellos mismos pensaban, válida de ver y con un par de momentos disfrutables, pero objetable dentro del canon que impone el Oscar al instalarla entre lo mejor del año. Más allá de la siempre discutible importancia de estos premios, es igualmente objetable dentro de la propia filmografía del director, y eso ya es un poco más grave. Si había algunos signos de agotamiento en su también galardonada película anterior, la repetición no hace más que poner esos signos (medúseos) en primer plano. ¿Qué es un “signo medúseo”? El gran Angel Faretta acuñó el este concepto que refiere a “una intuición temprana que llega después -y por diversos motivos- a petrificarse en la repetición y en la banalización de lo pioneramente descubierto antes”. Signos reconocibles en este trabajo de Russell y en otras películas candidatas al Oscar a las que pronto nos iremos refiriendo.
Lo importante y lo exportante Los norteamericanos ocuparon Europa en la Segunda Guerra, y nunca se fueron. Este nuevo desembarco yankee en Normandía no tiene nada de especial. Es un más de mismo muy canchero y autoconciente en donde De Niro vuelve a hacer de mafioso, Pfeiffer vuelve a hacer de esposa de mafioso y Tomy Lee Jones vuelve a hacer de abanderado de la ley y el orden desgastado y resignado. La idea, digamos, original, es comprobar la persistencia de las malas costumbres de un criminal venido a menos y de su familia, quienes van a parar a un apacible pueblo de Francia amparados por el programa de protección de testigos. Y es una idea que a pesar de todo tiene su encanto. Algunos caprichos extremos de un guión perezoso y misantrópico resienten bastante una trama que se ampara demasiado en la solvencia indiscutible de sus protagonistas. Todos cumplen con lo que se espera de ellos. Luc Beson es francés pero más papista que el Papa filma en inglés, piensa en inglés y acumula más clichés sobre los franceses (y de paso sobre los mafiosos, los cinéfilos y cualquier otro grupo reconocible) que los que se puedan contar, todo en nombre de una comedia negrísima ocasionalmente divertida. Su oficio es indudable pero hace ya 20 años que optó por abandonar cualquier tipo de riesgo.
Por más que se vea el Monumental Valley una excesiva cantidad de veces (todo es excesivo en esta película), el Oeste retratado no es el de John Ford, es el del correcaminos y el coyote. Aceptar esa vocación por el desenfreno es necesario para disfrutar de este Llanero Solitario tan Siglo XXI, tan de vuelta de todo, a mitad de camino entre el homenaje y la parodia. Un Llanero solitario que anda bastante poco por el llano y está casi todo el tiempo acompañado. O más que acompañado, directamente eclipsado por el personaje de Toro (“Tonto” en el original, pero no daba para traducirlo así) que, en la piel (roja) de Johnny Depp termina siendo el verdadero protagonista. Gore Verbitsky es un director interesante aunque irregular, y a veces se pasa de canchero con su estilo, que incluye algunos momentos delirantes que no se integran del todo con la historia , y el productor Jerry Buckehnheimer suele confundir cantidad con calidad. Pero aún así prevalece la comicidad resignada de Depp que remite a Buster Keaton en una trama que, entre muchas (demasiadas) cosas invierte roles para poner al cada vez más payasesco Johnny del otro lado de su propio papel en la extraordinaria “Dead Man” de Jarmush. La plata invertida está a la vista, la fórmula comercial de intentar repetir lo hecho en Piratas del Caribe también, pero aún así se sostiene el interés durante dos horas y media de aventuras que aún sin cuajar del todo terminan redondeando un producto superior al de la zaga de Jack Sparrow, tan efectivo y disfrutable como la Obertura de Guillermo Tell que estará para siempre ligada este personaje.