El arte de currar Dos ladrones de guante blanco capaces de robarse cualquier cosa (hasta el título de una crítica de este mismo blog) se ven forzados a ejecutar una misión aparentemente imposible en Mendoza. Se repelen, se necesitan, se quieren. Fórmula pura, pero bien hecha, con múltiples referentes en el cine de Hollywood que van de La gran Estafa a Duplicidad, y por supuesto el inevitable faro del cine de Hitchcock (el clima de Para atrapar al ladrón, una remera de Intriga internacional, una botella de vino como Mc Guffin, igualito que en Notorius). Y un solo y gran referente en la TV local, Los simuladores. Winograd consigue un eficaz entretenimiento que se sostiene en algún que otro giro ingenioso y, sobre todo, en la química de la pareja protagónica, compuesta Valeria Bertuccelli, con su gracia y solvencia habitual, y por un sobrio Daniel Henler. Juntos deberán cumplir una serie pruebas en el bello marco de los paisajes mendocinos. Una propuesta grata para paladares poco exigentes.
La trampa del Offside La posición de Juan José Campanella en el cine argentino actual es claramente adelantada. Amparado en el colchón del Oscar tiene el raro privilegio de poder hacer la película que quiera y como quiera. Y desde ese lugar se la juega por un proyecto cuya escala no tiene antecedentes en la industria local. Todo esto genera que se hable mucho más de la competencia con Pixar, de los 20 millones gastados, del muy probable éxito de público, que del contenido de la película en sí. Un lugar similar, salvando las distancias, es el que ocupa James Cameron en Hollywood. Avatar fue un eficaz entretenimiento, visualmente asombroso, que caía en la insalvable contradicción de denunciar el tecnocapitalismo utilizando las mismas armas que condenaba. Algo de eso hay en Metegol, una reinvidicación del los valores “de siempre”, una apuesta nostálgica por el pasado que la conecta inmediatamente con todo el trabajo previo de Campanella, en particular con Luna de Avellaneda, una idea algo difusa de lo que significa sostener la tradición ante el peligro de las nuevas reglas que impone el mercado. Se ha hablado de la obvia relación de esta película con Toy Story (el mismo director la cita como referencia), también hay ratas y personajes pequeños que guían a otros mayores como en Ratatuille, pero la comparación más atinada con un producto de Pixar quizás sea Cars, cuyo nostálgico centro de pueblo abandonado a su suerte tiene más puntos de contacto con este trabajo. Un trabajo que, hay que decirlo, está a la altura de las circunstancias en todo lo que hace a los rubros técnicos. Una factura llena de aciertos para una trama algo superficial y esquemática, donde los buenos son buenos porque mantienen su fidelidad incondicionalmente y los malos son malos porque así nacieron y eso hizo que se dejaran tentar por las mieles del marketing. Y como en otros trabajos anteriores del mismo director, los que hacen trampa son los buenos. Ya había pasado en El secreto de sus ojos, otra película de un extraordinario nivel técnico, pero narrada con una fluidez que ahora se extraña. Allí el personaje interpretado por Pablo Rago hacía justicia por mano propia. En este caso sucede lo mismo, el capitán del equipo de metegol (otra vez Rago) cobra vida e interviene en un partido real molestando a los malos para darle alguna chance a los buenos, que por supuesto igual tienen todas las de perder. El fin justifica los medios. Mensaje ciertamente peligroso para una película destinada al público infantil.
Todos tus muertos La mejor manera de estar a tono con este refrito es copiando y pegando torpemente algo ya escrito para otro fin. Así que ahí va una parte de lo que ya había publicado sobre Después de la Tierra y la relación entre los videojuegos y el cine de entretenimiento: Hace un par de décadas los videojuegos consistían en un único camino que el personaje principal debía seguir, todo pasaba por salir del punto A para llegar al B, con previsibles obstáculos en el medio. El cine en cambio mostraba todo su espesor y los primeros intentos de adaptar un simple juego al lenguaje cinemátográfico más complejo naufragaron en su propia inconsistencia. Hoy la fórmula de ha invertido por completo. Algunos juegos se han convertido en un abanico infinito de posibilidades y el cine de entretenimiento muestra historias de un único, elemental, camino. Esa película reseñada por lo menos cumplía con cierta dignidad y criterio para la puesta en escena y trataba de no traicionar su propia lógica interna. Nada de eso ocurre en este caso. Que Bruce Willis (cansado y autoparódico, como si estuviera en un sketch de Saturday Night Live) mate a todos sin recibir un rasguño está dentro de las reglas del juego, lo mismo que el cuentito retrógrado del yanki mojándole la oreja a los rusos (en tu cara y en tu cancha), unos rusos fríos y calculadores, y como impone el cliché, amantes del ajedrez. Lo imperdonable está en que las escenas de acción están mal resueltas. Lo inverosímil pasa a ser la norma y los propósitos que impulsan a los personajes para hacer lo que hacen (cosa que estaba mínimamente cuidada en las otras películas de la saga) más que insondables son sumamente ridículos. Sólo se la puede disfrutar como un chiste. Como un chiste fácil.
Sujeto y predicado Pasarán más de mil años, muchos más, pero el mundo fue y será una porquería. Algún apocalipsis hizo imposible la vida en el planeta Tierra, pero la institución militar goza de buena salud. Da bastante miedo pensar en un futuro tan lejano que solo conserva lo más rancio de la humanidad. La tecnología ha avanzado mucho, la idea de familia parece que no. Un padre obligado a convivir con su conflictivo hijo adolescente, y viceversa, eso es casi todo lo que pasa. Will Smith hace muy bien de Will Smith y compone a un héroe curtido e insensible pero, claro, en el fondo bueno. Su hijo en la historia y en la vida real, verdadero protagonista, se esfuerza por llevar la escasa trama hacia algún lado. Un accidente los deja a ambos varados, justamente, en este mundo ahora hostil pero alguna vez idílico que tan groseramente se vuelve espejo de esa tensa relación. M. Night Shyamalan hizo saltar la banca con su primer película, Sexto Sentido, para entrar en una pendiente creativa con varias escalas que derivó en el fracaso mayúsculo de El último maestro del aire. Aquí se nota su oficio para el suspenso pero también su pereza para desarrollar más a fondo la historia y, sobre todo, los personajes, que nunca van más allá de lo esquemático. Hace un par de décadas los videojuegos consistían en un único camino que el personaje principal debía seguir, todo pasaba por salir del punto A para llegar al B, con previsibles obstáculos en el medio. El cine en cambio mostraba todo su espesor y los primeros intentos de adaptar un simple juego al lenguaje cinemátográfico más complejo naufragaron en su propia inconsistencia. Hoy la fórmula de ha invertido por completo. Algunos juegos se han convertido en un abanico infinito de posibilidades y el cine de entretenimiento muestra historias de un único, elemental, camino. Después de la Tierra es el ejemplo perfecto de esta tendencia y termina agobiada por el peso de su determinismo y, peor aún, de su afán por dar un mensaje. Un intento demasiado sujeto, demasiado predicado.
Donde estás hermano “Aquí lo que hace falta no son homenajes, sino trabajo” dijo el Che alguna vez. Siempre es riesgoso abordar una figura tan transitada como inabarcable. Jorge Denti resuelve el desafío cumpliendo la consigna antes mencionada, con un trabajo arduo de tres años que esquiva el homenaje, baja a tierra el mito y pone el foco casi exclusivamente en la formación del futuro Che. Una formación hecha literalmente sobre la marcha, caminando por una Latinoamérica que supo sentir como pocos. Sin contar con los medios de otras películas pero tampoco improvisando, y sabiendo donde poner la mirada, el documental recorre los países en los que estuvo el joven médico recuperando historias de la gente que se cruzó en su camino, y logra iluminar algunos costados no tan conocidos de la vida de Guevara, como el peso que tuvo su estadía en Guatemala, y sus múltiples trabajos de investigación en alergias. Y lo hace apelando a diversos recursos pero priorizando el testimonio directo, que incluye entre otros el de su hermano Juan Martín. Es allí donde radica su mayor valor. El agregado de algunas animaciones y dramatizaciones sirve para cortar un poco con esa sobredosis de testimonios, pero no termina de integrarse del todo a la trama. Un problema menor para un trabajo que en lo demás acierta en recuperar los pequeños y valiosos detalles del hombre detrás del mito, y asomarse a través de su correspondencia a los gestos desmedidos de pasión, humor y ternura que lo convirtieron ese ese hombre nuevo que vislumbraba en su propio horizonte.
Yo creo y con eso basta El cine es el truco de magia perfecto, y hay más cine en este producto de entretenimiento “menor” que en en los ampulosos mecanismos de relojería de Christopher Nolan. El gran truco está en disfrazarse de película del montón, y desde ahí estar siempre un paso adelante (no más) del espectador que cree cómodamente que puede leer el juego. Es un placer dejarse engañar de esa forma. Un mega espectáculo de Las Vegas promete un número final en el que se robará un banco en París por arte de magia. El show montado es espectacular, y al mismo tiempo en el banco francés “efectivamente” desaparece el dinero. Lo virtual se vuelve real. Y si la realidad atenta contra el capitalismo se vuelve extremadamente preocupante. La policía trata de arrinconar a los ilusionistas, pero la única explicación parece ser confiar en la magia. Con más velocidad que ingenio la historia avanza esquivando caprichos narrativos. Casi todos los trucos se terminan explicando, pero queda un bienvenido espacio ciego para colar un poco de ambigüedad en una calesita perdida en medio del Central Park. Louis Leterrier, eficaz realizador habitualmente al servicio de pavadas como Furia de Titanes acierta un pleno con el vértigo que le imprime a una trama que no da respiro en su afán de atontar con armas nobles. Y lo hace de la mano de un grupo de actores con mucho oficio y encanto como Michael Caine, Morgan Freeman, Woody Harrelson, Mark Ruffalo, Isla Ficher y Jesse Eisenberg. Párrafo aparte para Melanie Laurent. Se que en realidad está actuando, pero creo en su magia.
El lujo es vulgaridad El Indio Solari puede condensar en una sola frase toda la prosa del gran Francis Scott Fitzgerald, pero sigue siendo indispensable volver a leer su obra. Ver las películas basadas en ella, en cambio, sigue siendo apenas un gesto de curiosidad. La aparentemente inadaptable novela El Gran Gatsby suma ya la quinta versión en el cine. La novedad en este caso pasa por el 3D (moda lujosa y vulgar que pretende imponer el cine de Hollywood actual) y por la potencial transgresión que podía significar que el proyecto estuviera a cargo de Baz Luhrmann, director australiano cuyos principales antecedentes pasan por una versión pop de Romeo y Julieta, en donde el mismísimo Shakespeare parece soportar mejor que Fitzgerald las licencias, y lo que fue la cumbre de su estilo, Moulin Rouge, en donde el pastiche de anacronismos musicales y melodrama grandilocuente realmente funciona. No es el caso, esta vez. Por una elemental cuestión de tamaño. Su Gran Gatsby viste los trajes de una gran película, pero no es más que una película grandota. La diferencia es esencial y genera una distancia que ni Di Caprio ni una formidable ambientación pueden salvar. La almidonada versión del 74, la más famosa hasta la fecha, se mantiene como la principal referencia. La fidelidad de esta nueva versión hacia aquella con Robert Redfod en el rol de Gatsby es mucho mayor de lo que parece a primera vista. Las escenas son prácticamente las mismas, respetando incluso la mayor parte de los diálogos (de un guión que estaba a cargo nada menos que de Francis Ford Cóppola). Lo que cambia radicalmente es la puesta en escena. El estilo elegante de Jack Clayton (y de su director de fotografía, Douglas Slocombe) se ve ahora desbordado por el vértigo kitsh y clipero de Luhrmann, una lustrosa cáscara que esconde más de lo mismo. O menos, porque esa hoguera de vanidades, ese artificio de clase alta que encandila pero esconde oscuros intereses, se denuncia desde un lugar peligrosamente parecido a lo que Fitzgerald sabía desenmascarar tan bien.
Impermanencia Según Fernando Pessoa, la diferencia entre el genio y el ingenio está dada por la desadaptación al medio en el primer caso y la completa adaptación en el segundo, lo que redunda en una aceptación tardía para lo primero y un éxito instantáneo pero efímero para lo segundo. Esto le venía muy bien a Pessoa para explicar su propia vida de éxitos esquivos y desasosiegos, pero no por eso deja de ser certero. En el mismo año en que la ingeniosa, amable, disfrutable El artista arrasaba con todos los premios posibles apareció Tabú, del desadaptado Miguel Gomes. Las dos películas juegan su juego en esa especie de limbo entre el cine mudo y el sonoro, en el que siempre resplandecerán, como se señalara en la nota anterior, Luces de ciudad, de Chaplin y (otra vez) Tabú, de Murnau, ambas de 1931. Pero mientras El artista elije la referencia directa y el homenaje, apelando a la nostalgia de una manera tan agradable como pasiva, la película de Gomes mira a la vez hacia atrás y hacia adelante y, en cierta forma, reinventa el cine a cada paso que da en su impredecible camino que va del presente a un pasado mudo que se vuelve un paraíso perdido contaminado por ese presente. Los personajes del pasado son capaces de emitir sonidos pero incapaces de hablar. Lo que dicen queda mediatizado, lo que genera un extraño distanciamiento en la segunda parte de la película. Cine voluntariamente mudo, el recuerdo retiene imágenes y sonidos, pero las palabras se han perdido. En la primera parte, la "normal", los personajes pueden hablar, y viven en el presente, pero no generan más que una tibia empatía. Libertad artística absoluta para Gomes, que demuestra verdadero amor por el cine y explica un poco cuales son sus inquietudes en la entrevista que acompaña a esta nota. Sus películas siempre son promesas incumplidas, porque van mutando en su desarrollo. Ya había pasado eso con Aquel querido mes de agosto, que era un documental que se transformaba en ficción (como la Tabú de 1931).
Como viene la mano Se llama el gran simulador pero bien podría haberse llamado El profesional, ya que el documental de Frenkel es el reverso exacto de su anterior trabajo, El amateur. Un acercamiento a la figura mítica del ilusionista argentino más reconocido que suma el humor del director al del propio protagonista para lograr un entrañable retrato de un tipo que con su habilidad de lentidigitador logró engañar hasta a su propio destino por años y años. No se puede hacer más lento.
Sombras y certezas Fuera de competencia se pudo ver en el BAFICI la última película de Park Chan Wook. “Lazos perversos” representa el paso a Hollywood del director de “Old boy” , y como tal modera la crueldad y el riesgo de sus trabajos anteriores, pero conserva un par de planos magistrales y una lograda atmósfera que revisita un clásico de Hitchcock, “La sombra de una duda”. Una adolescente solitaria (Mia Wasikowska, que ya fue Alicia y aquí compone otro personaje dark que parece salido de una película de Tim Burton) descubre el terrible secreto que oculta su elegante tío (Matthew Goode) ante la desatenta mirada de su madre (Nicole Kidman). El tío se llama Charlie, como en el clásico de Hitchcock, pero la línea de bien y mal que representaba cada personaje en aquella película está ahora deliberadamente desdibujada, y es casi la única novedad o actualización que propone una trama con algunos lugares comunes y situaciones inverosímiles pero también con mucho estilo. Al director parece importarle mucho el cómo y no tanto el qué.